Capítulo 4
Al igual que con la política y el proceso de paz, Bogotá experimentaba un extraño y rutilante frío que calentaba los ánimos, y a la vez, congelaba las palabras de las candentes intenciones feministas de la nueva época. La ciudad ostentaba un lozano aire estatal, oleado de incienso aromático que se calentaba con el candelabro solar del medio día, para descontaminar lo que los jugadores políticos con sus injertos y jugadas estratégicas, le habían proporcionado por años a la ciudad al atropellar la democracia y los valores.
Desde el asfalto fresco y el embellecimiento a medias la ciudad lucía su rostro artístico. Estaba estratégicamente ubicada en el centro geográfico del continente, en una meseta de la Cordillera Oriental de los Andes, a 2.630 metros de altura sobre el nivel del mar, desde donde, Lucía, oculta en su inmensidad, compartía el tiempo de su vida entre el deseo vehemente de ver a su madre cada fin de semana, y el trabajo en la cámara alta del Congreso al servicio de la Nación. Una odisea popular de las votaciones pasadas, y su reconocida lucha por los derechos de toda mujer en las distintas instituciones de las que había formado parte durante años, y que luego, desde el senado, motivada por una bancada de mujeres de distintos partidos políticos, el propósito se fortalecía con la necesidad de impulsar y buscar la aprobación de leyes que favorecieran la participación de las mujeres en la sociedad, y la presentación de estrategias bajo su liderazgo que condujeran a la paz real, la que ansiaba todo un país, que por su condición femenina, nada les impediría crear una placenta política que uniera sanamente las intenciones de los grupos armados a la pared del útero del Estado.
Un asunto que se convirtió en el perfecto dolor de cabeza de Clímaco, Rufino y otros en la cámara baja y alta del Congreso, que lo veían con ojos desinteresados y gestos maquiavélicos. Para los proponentes, era un interesante planteamiento con el ánimo de lograr la desmovilización total y el esquivo, pero anhelado final, de un conflicto con precedentes que, por años, se ha paseado entre la burguesía, los medios de comunicación, la mermelada, la actitud de verdaderos protagonistas de novela, el cuarto de hora de fama, el bla, bla, bla; las agencias de viajes, los hoteles, los viáticos y las zonas de despeje.
Dos meses luego de la ponencia del proyecto y después de sustentaciones de gran peso ante el Congreso, el tema había tomado renombre a través de los diversos medios; los titulares abonaban el fuego de la crisis social con más leña seca, concordando con las premoniciones de nuevos atentados del ERAL por desacuerdos al interior del movimiento, que era imposible no esperarlos en respuesta a un certero jaque por parte del gobierno colombiano.
Voces de alarma se encendieron ante la aparición de boletines que señalaban el proyecto como una persecución más que beligerante hacia un gobierno comprometido, que pretendía desenmascarar crímenes donde no los había, ensalzando la figura política y convincente de una mujer pujante amada por el pueblo, que pretendía orientar la popularidad lograda de los últimos días en su verdadera y clandestina intención: «El golpe de Estado». Una carnada política que buscaba un mar intenso de seguidores para hacer estragos.
La senadora Lucía Cadenas Arrávalo, despojada del apelativo político, era una mujer aparentemente endeble en su aspecto físico, que recibió amenazas embolatadas y fue señalada por algunos como el verdugo de la democracia. Esta situación no alteró su ritmo de vida por considerarla más un arma de sus homólogos políticos opositores, rechazando todo intento de protección por parte del gobierno ante la indignación de sus amigos, líderes y familiares, que señalaban de desleal al autor intelectual de tanto ruido, cualquiera que fuera.
Más que una simple mujer, era catalogada en el gremio político como una verdadera líder: carismática, decisiva, pujante, luchadora, humana, mesurada y liberal en su forma de ser. Un sumario de virtudes y atributos que tenía raíces paternales. Una humilde mujer, para quien las sanas intenciones por darle fin al conflicto del país con proyectos de ley emergentes desde la bancada de mujeres, no era sólo un reto. Y para quien la distancia entre la intención y el hecho, radicaba en el papel. Lo escrito, escrito está.
«El accionar humano debe ser espejo de toda sana intención».
Era el lema con corazón y alma que se había convertido en el eslogan de sus discursos, desde el inicio de la campaña política a la que fue motivada por la comunidad de mujeres de la corporación: Mujer y Paz Entre Manos (MYPEM).
«...La paz no puede ser un problema, una evasiva o una condición de amnesia, quien se rehúsa a su medicación, acepta los efectos de la enfermedad que padece».
Fue parte del discurso como punto de partida para el proyecto de ley presentado por la senadora, que como un paralogismo con fauces y garras, fastidiaba los intereses de los grupos terroristas. Pero no eran los únicos que sentían el asfalto caliente bajo sus pies.
Entre otros temas vitales en el Congreso, la extradición tomaba fuerza involucrando en su radio de acción y efecto, a narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Igual que proliferaba la ley de devolución de bienes incautados a los mismos protagonistas. La intencionalidad de la senadora Lucía en su alocado esfuerzo comunitario con su visión feminista de orden y honestidad, profesaba que, al César, sólo había que darle lo que le correspondía por derecho natural y propio, simplemente, lo que era del César, y lo que no, un pueblo hastiado de necesidades agradecería los favores del Estado...
El condimento maternal del proyecto era alimentado y fortalecido desde la bancada de mujeres, donde la estructura y fórmula debía garantizar la recuperación de bienes en toda la dimensión de esta simple palabra, que comprometía a los familiares de los responsables como presuntos cómplices con grado de responsabilidad delictivo, al ser vinculados en la adquisición de bienes de carácter ilícito. La bondad de la ley gravitaba en el despojo total de los bienes materiales que no estuvieran fundamentados en forma legal, matriculados a nombre de los culpables y de sus familiares, cuya aparición sólo obedecía a un acto mágico de la vida, y de forma simultánea, sancionar a los responsables con la aplicación de la justicia.
Una lacónica noción de raciocinio nacida en el fervor político con toque venturosamente femenino, que drásticamente comprometía la economía de los delincuentes y la integridad de sus familias.
«Si la justicia desmiembra a la injusticia, intenta y logra sobre sus despojos la armonía en el bien común con lo que no se tiene, debe ser una de sus dulces consecuencias».
Dijo la senadora alborozada sobre los restos de un debate improvisado. El lineamiento maternal del proyecto brindaba la posibilidad de allanarse a los cargos imputados por parte de los responsables, y a cambio, sus familiares gozarían de plena libertad y recuperación de su honra, aquella que la vida les había asignado sanamente. Una forma diplomática de desestabilizar el poderío del narcotráfico y la guerrilla según los especialistas politólogos, que debatían la violencia como el plato fuerte de la situación actual del país.
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