Capítulo 39

Como si se estuviera diseñando una profecía, Santiago fue raptado por Janael, la mujer del guerrillero espiritista mutilado en combate, que viéndose en el atolladero de una nueva desgracia tras las afrentas recibidas por ella y su compañero de parte de los revoltosos en conflicto, decidió valientemente abandonarlo y darse a la fuga con Santiago bajo el amparo de Cuvai, su Dios sobrenatural, y de los míseros ahorros de las dos mesadas anteriores, que con esfuerzo y ceguera guardó antes de que se hicieran humo y licor en los labios pungidos del chamán, sin preguntarse para qué. La alentaba la grande intención de salvar la vida del pequeño de quien su miserable corazón se había enamorado, pretendiendo ser la madre que el sabio destino favoreció y desfavoreció con la lujuria en tiempos de abundancia, cuando dejó de serlo por las apoplejías del mismo destino. Pero el haber conocido algo de la historia de Santiago y la de su madre, por los comentarios de más que el insurgente desahogó el mismo día de la entrega en adopción para quitarse alguna molesta espina de su garganta, fue el principal incentivo moral para arriesgarse en su alocada aventura.

Durante días se dio a la huida por la selva pasando la noche en sitios sabidos, caminando sigilosa y arriesgada por terreno cálido, levemente escarpado, cruzando caseríos y orientándose con caños, contando con la suerte de transportarse en animales de carga al paso de algún nativo conocido o considerado. Contaba con el conocimiento de la zona y conocía los albergues de otras comunidades. Siendo la compañera de un chamán, rezos y espíritus debieron protegerla como un servicio complementario que vertía del estrafalario amuleto que pendía de su corto y amplio cuello. Guiada por el deseo de llegar a San José del Guaviare, capital de la esperanza colombiana, le dio la espalda a la selva y a su vida sin titubear en sus intenciones. Cada atajo, cada sendero, y cada caserío, quedaban atrás como un saludo a su espalda, y cada paso de avance debía ser semejante al anterior. Por momentos, la carga aminoraba el ritmo y la necesidad de descanso se hizo inevitable. Sumida en el silencio, entre el remilgoso olor de la incertidumbre y la valentía, sufriendo un grave menoscabo que la acosó de momento como una fiera espiritual, se halló en el municipio el Retorno, a sólo un cuarto de hora convertido en kilómetros y fatiga, para respirar en la capital del departamento de Guaviare, desde donde sería más fácil el desplazamiento a Bogotá, la capital de Colombia y la razón de su propósito. Todo estaba meticulosamente en su cabeza y el azar...

Sabía que la madre del hijo prestado a la fuerza, era de Bogotá, y cuando se le ocurrió la idea de entregarlo, quiso hacerlo en aquella ciudad desconocida. Su estrecho cerebro con rugidos de monte y un mundanal de pensamientos oliendo a selva, no le dejó espacio para reflexionar sobre la dimensión de la aventura, creyendo que se trataría de un caserío algo más grande que los conocidos, y que la verdadera madre de Macayo, la estaría esperando con una onerosa recompensa. Curiosamente, una parte involuntaria de Lucía, se destinaba a retornar a la capital que la recibió con los brazos abiertos en su función política como parte del Congreso de la República. Sólo quedaría pendiente que la matriz de su creación, también lo hiciera. El resto lo ajustaría Dios.

El aire húmedo de la Amazonía se respiraba caprichoso en su camino, y consigo, el aroma de la violencia la asediaba como un trapo húmedo pegado a la cara. El morral cruzando su espalda, guardaba lo necesario para subsistir el viaje. Lo que viniera después era desconocido, pero no más diferente que lo que el destino y el tiempo afectados en la zona de guerra, le deparara a cualquier plazo. Por momentos, la imagen de su compañero de nupcias ante los ojos de la selva, le llegaba a su atontada mente como un borroso recuerdo que su sexto sentido interpretaba en un mal presagio. Daba la ligera impresión de que su sombra la acosaba para reclamarle por su acto de traición. En algo tenía razón... del chamán, nativo, guerrillero y compañero de nupcias, apenas quedaba la sombra de su muerte.

En San José del Guaviare, su instinto de madre, así apocadamente haya mecido un hijo en el regazo, le indicó de alguna forma que debía buscar un centro de menores. Pero no era la tierra indicada y el hambre dolía más que cualquier pensamiento. Santiago lo atestiguaba con su llanto agudo, semejante al dolor que evoca la garganta herida por el conflicto armado. Janael no dudó en buscar alimento barato y complaciente para hacerlo rendir. No contaba en sus planes con la desdicha de que alguien en condiciones más paupérrimas y con un plan urgido e improvisado, estuviera al tanto de su entorpecimiento, y le hurtara el morral con algunos trapos de Santiago y una parte del forzado ahorro. La otra parte la tenía oculta entre los senos que utilizó de alcancía. Con el dinero insuficiente, la limosna fue el mejor de los alicientes y la primera oportunidad de trabajo decente, al menos por unas horas. El rostro inocente de Santiago y la apariencia de su cuerpo atropellado por las secuencias de la infamia, encajaban como la pintura perfecta en el cuadro de la triste vida; las monedas compasivas llegaron de todas las direcciones con solo abrir la boca. La recolecta económica le alcanzó para emprender la aventura hacia la capital.

Entre preguntas y andares se encontró en las oficinas de la flota de servicio público, donde los lujosos buses engalanados de brillo y confort, abrían sus puertas a los afanados usuarios. Las ariscas orejas de la nativa Janael, adiestradas en la selva, se esforzaban por escucharlo todo con la esperanza de aminorar el rugido de espanto nacido en las entrañas. Las distintas voces traqueteaban contando historias de buses y automóviles quemados en trayectos solitarios de la vía, que le pusieron la carne de gallina. Ingeridos por el transporte, la noche y el camino, y luego cobijados por el cansancio, el sueño los acompañó como un mendigo para abandonarlos a la mañana siguiente en un largo y angustioso recorrido. La portentosa y emblemática Bogotá, era otra selva diferente, tenebrosa a su manera para dos visitantes inexpertos, con un miedo desigual, pero menos agresivo al de la Amazonía. Entre preguntas, horas y paciencia, se encontraron a la puerta de un centro zonal de Bienestar Familiar. ¿Quién se atrevería a juzgar la intencionalidad de Janael? ¿Con qué vergüenza, cuando reta al miedo para vencerlo con un gesto humanitario? Por un momento dudó y quiso olvidar el propósito que tenía en mente, pero luego, conmovida por el instinto maternal, y sobre todo, por el frío abrazador que se colaba entre las necesidades corporales, entre los espacios de cada pensamiento y le cambiaba a Santiago el color dorado de la piel por un morado intenso, recordó nuevamente a Cuvai, deseando que extendiera sus brazos para protegerlos y que todos los problemas acabaran. Fue el gimoteo de Santiago que sonaba como el zarandeo de cristales de hielo, y con el alma a punto de sufrir de hipotermia, lo que la regresó a una realidad sin excusas.

Al interior del centro zonal se percibía el calor humanitario en el cuerpo. Janael fue atendida cortésmente, sin escrúpulos, pero con pesadumbre gracias a su apariencia física. El cansancio era inevitable y abonaba su parte. Ante la simplicidad de entregar al pequeño en adopción, la necesidad de indagar sobre la verdad, conllevó a la directora del centro a explorar el argumento obligado del porqué, que fue elaborado sin forma y adornado de gagueos y mentiras por la valiente mujer. Declaración hueca y sin fundamento que la inquietó al grado de imaginar la concepción de un delito, no era para más, cuando fue enterada de la procedencia. La abominable selva con sus riesgos y conflictos, la deplorable salud en la fisonomía del pequeño, y el ácido desoxirribonucleico de diferentes mundos que, a simple vista, bastaría para certificarlo, delataban una relación sin sentido con su cuidandera.

Serafina Alvarado, la directora del centro zonal, predijo la falsedad de su testimonio en las intenciones fallidas de convencimiento. Su primer error, sin duda el más grave, consistió en actuar como impostora; un acto denigrante, jamás entendido de esta forma por Janael en su mundo de analfabetismo; motivo que inspiró a la directora de no juzgarla como una mujer desalmada, cuando tuvo la osadía de salvarlo, de proteger su integridad con el arrojo de una madre. La mujer indígena con el alma agujereada de desconocimiento, sollozó tratando de convencer a la otra mujer de su incapacidad económica para sostenerlo, al argumentar que fue la ¡maldita guerra!, quien la obligó a marcharse de su tierra con las manos vacías. Como la describiera Carmen en su diario cuando desahogaba pensamientos fruncidos: «La guerra, trono inservible, máquina déspota que no fabrica esperanza, y a cambio, siembra dolor para abastecer la tierra con los frutos de la indiferencia y la desazón del fracaso».

Luego de un ataque sorpresivo de preguntas necesarias, la capacidad sin límites de su selecta ignorancia fue culpable al comprometerla, cuando la versión antes brindada, dio un vuelco de trescientos sesenta grados para contar que el pequeño sin nombre, a quien llamó Macayo... en honor a un árbol o quizá a su perro, le fuera encomendado junto a su esposo, para su cuidado. Una solicitud informal de los defensores del pueblo. Janael, no quiso comprometer a su compañero marital en la determinación de darlo en adopción, ni brindó más información de la necesaria. «No quiero que lo mate la guerra», sustentó finalmente, insinuando que era éste, el motivo para que se decidiera a entregarlo en adopción, lo que en su lenguaje maternal significaba, salvarlo de futuras adversidades. Una decisión admirable que en nada tuvo que ver con su nivel de preparación.

Finalmente, la conversación asumió la importancia de un plebiscito. Cada conjetura suelta era una nueva sospecha que detonaba en otra avalancha de preguntas, cada vez más voraces, donde las contradicciones de la joven y bella mujer, así el maquillado de la violencia encubriera sus encantos, se hacían rutinarias sin la intención de planearlas. Por ironías de su condición social no fue buena para mentir cuando la ignorancia fue más predominante. Los hechos indujeron que podría tratarse de algo más de fondo, y que, dadas las características de la historia en relación con el sitio, y directamente con Macayo, podía tener conexión con el robo o el secuestro del menor. Probabilidad que la directora del centro zonal no pensaba dejar pasar inadvertida.

Una excusa bastó para simular ausentarse un par de minutos, lo suficiente para comunicarse con la inspección de policía más próxima. A su espera, fingió diligenciar los formatos requeridos para la recepción del menor, luego de explicar las tramas del procedimiento que ella jamás comprendería.

La policía llegó y sin darle más posibilidad que la del miedo repentino, fue trasladada a la inspección junto con Macayo para retomar el interrogatorio. La experiencia del trabajo policial era imprescindible en estos casos. Amedrentada por la situación y con el ánimo de salir sin culpa, reveló a las autoridades sobre la misión que le había sido encomendada a su compañero por parte del líder Nazario, del frente guerrillero que operaba entre la zona del Vaupés y Guaviare, en pleno corazón de la selva, donde la estocada sin furor por parte del ejército no podía atravesar su maquiavélico corazón. La vida ya le tenía reservada otra sorpresa.

Las explicaciones respecto a la procedencia del pequeño mundano no fueron muy claras, mencionando incluso el nombre de Felisea como su anterior madre adoptiva, y habiendo olvidado el nombre de Lucía, la madre casual que dio origen a todo este embrollo.

No eran más que datos desajustados del esqueleto, mencionados en la información de más que les diera el guerrillero el día de la entrega. Siendo, así las cosas, sólo encajaba la especulación sin límites y proceder con el trámite... En respuesta a cada estratégica pregunta que parecía alejarse de la intención inicial, la nativa Janael, dio muestras de arrepentimiento por la decisión tomada que ahora le estaba despertando una terrible jaqueca, jamás padecida en la selva con los efectos sugestivos de la violencia. En un instante de respiro, contempló la posibilidad de huir de aquel sitio de áspides uniformados de verde, creyendo que estaba en un fragmento de selva que la había seguido desde el Vaupés para mortificarla. Ya, en el desenlace final, manifestó no tener relación alguna con la guerrilla ni conocer de sus proezas y atentados, por más que haya convivido con un ex militante del ERAL.

Janael había sido enterada que se trató de una concepción en campo de guerra, bajo los lineamientos de la perversión, el ultraje y el sometimiento, solo faltaban los detalles más importantes... Lo que sí recordaba muy bien, es que le fue prohibido brindar cualquier otro tipo de información desconocida que estuviera relacionada con el pequeño. El no cumplimiento de esta regla remitiría a la póliza del silencio eterno que la guerrilla había instaurado en los sitios bajo su dominio. Por su nobleza, ya tenía una culpa que pagar. Pero lejos de la iniquidad de los amigos de la violencia, sin la intención de regresar a la selva y luego que se le preguntara si tenía algo más que agregar a la declaración, creyó conveniente desenterrar las palabras ocultas en sus labios que los hacía pesados. ¿Luego de liberar algunas culpas, para qué ocultar aquellas que tenían las alas cortadas y se habrían de convertir en un calvario? Relató tristemente la muerte del hermano menor y mellizo de Macayo, augurada el mismo día de su nacimiento. Una historia no vivida que le había sido revelada por un presunto testigo. ¿Cuál? No dijo nombre alguno, solo expresó un dolor sincero por su muerte recordando la muerte de su propio hijo; luego, un silencio perpetuo significó el final de la declaración.

Sin elementos de juicio ni evidencias físicas para culparla por un crimen inédito, Janael fue dejada en libertad, al tiempo que el menor (llámese Santiago o Macayo), era internado en un centro hospitalario, que por su delicado y visible estado de salud, no era complejo presumir que en su organismo se hospedaban enemigos reconocidos como la malaria, la desnutrición, y al parecer, una leve descompostura. No cabía la duda que en tal debilidad existía algo de coraje. ¿Los genes de su madre?

Tras un ligero alivio y la necesidad prioritaria de una cama libre en el hospital, fue entregado una semana después para su cuidado al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Total, no le pertenecía a Janael, y su propósito desde el inicio del éxodo, siempre fue ese. La misión que se encomendó había sido exitosa; restaba continuar el camino hacia cualquier parte. Por ventura, contaba con la juventud que el rostro mentía con algunas arrugas espolvoreadas por la violencia, y contaba, además, con el tiempo y la pobreza para elaborar la estrategia de su vida. No sería nada fácil con el conjuro para la protección roto por la muerte del chamán, lejos de su hábitat, a la deriva en una enorme y fría ciudad naufragando en un río de humanos de distintas especies igual que los peces del río amazonas, y con el remo inadecuado del analfabetismo para subsistir, el futuro se veía precario como un laberinto de telas de araña sujetando su cuerpo.

Atrevidamente, pensó, que así no lograra escabullirse de los conflictos sociales, el homólogo de la paz en la ciudad o cualquier cosa con apariencia a ese ser con sensaciones extraordinarias difíciles de encontrar en un mundo de traumas, la consentiría sin pensar que la diabólica muerte la estaría acechando, al respirarle muy de cerca, demasiado cerca, cada minuto de su deplorable existencia. Un sentimiento alentador que antes de ser pensado ya había sido aventajado, porque el turno de respirarle mucho más cerca... le llegó primero al fantasma del hambre.

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