Capítulo 35
Lucía debía ser marginada del grupo y entregada a una familia nativa en la selva para que se hiciera cargo de ella. Era la orden del comandante Nazario. La decisión generó desconfianza, dolor físico y traumas inmediatos al imaginar los más pérfidos y deshumanos pensamientos. Los reclamos de sus compañeros contradijeron la decisión adrede tomada por el comandante guerrillero, al calificar el acto de sucio y despreciable. Porfiados, incitaban a otro tipo de batalla en medio de un torbellino de palabras que vertían simultáneamente de todas las bocas acusadoras y desafiantes. Una defensa pulcra con palabras obscenas, que reclamaban el derecho a la vida donde la muerte reina. Pero ninguna explicación dada satisfizo la demanda oral de los rehenes, por lo que el silencio se promulgó rey en la entereza del líder guerrillero.
Los cautivos fueron obligados a ingresar a uno de los socavones que les tenían reservado para mitigar sus penas con el encierro. El nuevo drama de Lucía aterraba ante la mirada insinuante y silenciosa de sus enemigos. Se oponía a ser conducida a lo desconocido, manoteando para soltarse de las manos despiadadas que la tomaban con fuerza, y sujetando el vientre para protegerlo del infortunio. La desgarradora escena desató la furia teórica de algunos y la reacción violenta de otros.
El padre Élfar descendió del trono eclesiástico, y en un nuevo acto de rebeldía elevaba su prerrogativa al padre santo, valiéndose del poder de la religión para embestir con la palabra sagrada imitando a Dios, cuando desde el cielo tronó y con gran estruendo, hizo oír su voz aniquilando a sus enemigos filisteos.
—Despiadados, infames —protestó—, seres corruptos y profanadores del amor de Dios en la carne de los hombres. Despreciables sin alma, vasallos del demonio. No bastará la muerte para limpiar sus actos barbáricos porque penarán por vidas sin término».
¿Quién aseguraba que todas las acciones barbáricas del ERAL, tuvieran un cuidadoso escrutinio por parte de Dios? Necio el que no lo hiciera.
Esa misma semana en la homilía, el sacerdote desahogaría sus palabras como una recriminación al acto inhumano. La exégesis no causó efecto positivo alguno, y a cambio, le costó un golpetazo en la espalda con la vulgar culata de un fusil cualquiera. El hematoma fue la respuesta inmediata. Repetir el acto sería un suicidio, lo que supuso descomulgar al enemigo entre dientes. Por una vez más, experimentó que la respuesta a toda barahúnda ocasionada tiene su lógica, particularmente, cuando se conoce el comportamiento bárbaro de un villano.
Tres insurgentes dieron cumplimiento a la orden del comandante Nazario. Imaginando cerca el octavo mes de embarazo, Lucía Cadenas, fue entregada secretamente a una familia nativa para que se encargara de su cuidado. Se trataba de Felisea, una humilde y pasiva mujer indígena de una de las comunidades que habitaban la zona selvática del municipio de Carurú, donde convivía con su esposo y sus dos hijos. De estatura mediana, color trigueño y cuerpo delgado... Acostumbraba vestir una falda de tela fabricada con corteza de árbol, llamada zallá en lengua tukana. Como todas las mujeres de la comunidad, se pintaba las piernas y la cara con achiote. Tenía el pelo largo y negro. Alrededor de su cuello, relucía un collar de dientes de mono, rezado por algún brujo para que los espíritus la guiaran en su labor. Era la partera de las comunidades que habitaban en aquella región interina del Vaupés. La comunidad a la que pertenecía estaba ubicada a una hora del campamento del ERAL.
El antiquísimo oficio de la partería, en medio de rituales, lo había estudiado desde la adolescencia por las enseñanzas de su madre dentro de la cultura ancestral de su raza; una comadrona experimentada de la que aprendió sobre el alumbramiento, el tratamiento del puerperio y la atención de abortos hasta el día de su muerte, que ocurrió cuando apenas comenzaba la ancianitud, convirtiéndose Felisea, relativamente joven, en la matrona oficial de la región indígena. Para la atención de Lucía, la experiencia ya formaba parte de su organismo como si fuera un miembro, una vértebra o un cartílago más. Era una tarea relativamente fácil, como caminar al interior de la selva o masticar coca para combatir el hambre y el dolor de cabeza. Se decía en la comunidad que ella misma había atendido su último parto. Su madre ya estaba muerta.
La vigilancia era continua. Solamente les era permitido caminar por los alrededores de la vieja casucha, que practicaba a diario acompañada de Felisea, con quien gracias a las caminatas, había fortalecido el lazo amistoso escuchando sus historias como partera. El vientre había llegado a su límite para un cuerpo delgado al que la fatiga lo lastimaba con facilidad, y por momentos, se le dificultaba moverse con presteza. Separada de sus compañeros, ajena de Dios, sin comunicación alguna y olvidada del mundo, los pensamientos le llegaban como un manojo de culpas, y contaba con el tiempo suficiente para deshojarlos. Sí. Aquel tiempo que en el pasado era un supuesto absurdo para tener un hijo; simplemente, no había tiempo, tal y como se lo manifestó a su madre. Pero para ese entonces, en medio de la desapacible adversidad, conviviendo con los alacranes deshumanizados de carne y hueso, ya había suficiente para vivirlo o para malograrlo.
Lograr asimilar la maternidad entre las ondulaciones de una vida emocional bastante atosigada, y obligada a acostumbrarse a los recovecos del nuevo cambio, se convirtió en un reto que puso a prueba su estado maternal. Los días avanzaron entre la euforia de la violencia y la clandestinidad de un espécimen que se alimentaba de sus intenciones.
¿Ecografías?: ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuáles? ¿Controles prenatales?: ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuáles? ¿Sinsabores e incertidumbres?: muchos. Lo que jamás imaginó para su vida, se estaba convirtiendo en su nueva profesión.
El tiempo de la inconsciencia moría lentamente y la sumía en un estado transitorio de duelo con la vida pasada de la que desconocía su rumbo. En oleadas de resentimiento intentó recuperar firmemente a Dios, que se convirtió en una sensación dolorosa como las físicas, que tenían su origen en cualquier parte del cuerpo. El recuerdo de su padre fue un sosiego para atreverse. Entre la escasa fe todavía lo sentía suyo, pero temía revelarlo.
Su hijo Santiago estaba oculto, apenado de lo que ocurría fuera de su órbita. Con el tiempo avanzando hacia el acantilado de un mundo desconocido, su mundo emocional se fue estabilizando en un miedo aprendido, añorando la compañía de su amiga Carmen que por momentos lo desestabilizaba, pero la partera Felisea, con sus mañas y aromáticas, le brindaba sosiego para que asumiera su rol de madre cuando acariciaba el vientre, interiorizando una verdad amarga que no cesaba de pujar en su alma, contrariándola y atentando contra la razón, insistiendo en el deseo sincero de asimilar la maternidad, cuando en cada intento, experimentaba sentimientos encontrados que igual dolían como una nueva sensación, la del rechazo. Sin haber sido madre, sabía que ese ambiente del mundo intrauterino debía ser fascinante, libre de maldad. No dudaba en pensar que su hijo Santiago podía escucharla, por lo que había aprendido a callar antes que expresarse con la voz de la violencia; las hormonas conocían la culpa y podían delatarla. Era obvio que no había sido madre ni había tenido el interés para serlo, pero era sumamente inteligente para no desconocer que el daño ya había sido forjado en el nuevo ser.
El perjuicio por minúsculo que aparente ser, viaja por el torrente sanguíneo y llega a tantas partes como le sea posible. Es el misterioso y complejo poder de las hormonas que, envenenadas, arrasan y crean malestares a su paso dejando huella, para que el nuevo dueño, náufrago del destino, les quite la cáscara en tiempo de desabrimientos y descubra los miedos.
Durante el último mes la espera se tornó impaciente y temerosa, y la irritabilidad se volvió costumbre, especialmente cuando imaginaba conversar con su madre Leonor, quien la cuestionaba sobre su estado. Suponía que era un interrogante absurdo y sin importancia por lo que se abstuvo de imaginarlo por aquella época para no atormentarse por maltratarla en los recuerdos, cuando harta debía estar de los maltratos ya logrados. Recordó las tribulaciones que su madre les había contado a ella y a su hermana Karen, acumuladas en cinco décadas de vida, y supuso que ya había relacionado el incidente del secuestro como la tribulación en la década de los sesenta años.
Los sueños viajaban desde la placenta al cerebro con el deseo vehemente de tenerlo en sus brazos, y las molestias comenzaban a ser un fastidio entre la pelvis y la espalda, ascendiendo hasta la cabeza. La ecografía que imaginó la mente, no supuso un ser diabólico como lo hubiera imaginado Lucía en el comienzo de su estado, pero sentía un miedo inexplicable que habría querido compartir con muchos para debilitarlo. Fueron necesarias las infusiones de hojas de cacao para la ansiedad y los nervios. La partera Felisea, le administró igual para el final de esta etapa, cocimiento de artemisa en dosis mínimas para facilitar el parto. Lo sentía tan próximo, que aquellos roces suaves al interior llamando la atención, haciéndose sentir en su cosmos y que eventualmente fueran percibidos dos o tres veces al día por su madre, ya en la recta final, parecían cientos, o tal vez miles, como una interminable y apacible ponencia sensorial.
Había demasiado que contarle a su madre desde dentro, lejos de imaginar con detalles, lo demasiado que su madre se esforzaba por ocultarle desde afuera.
Venturosamente, la alimentación durante el último mes de embarazo, pronosticó una mejora notable por día para el desarrollo del bebé. Aunque tardío, el consumo de carne aumentó, en especial, la suministrada por armadillos, anfibios, y algunos peces como: el bagre, el valentón y el guaracú, que fueron posibles, gracias a las largas jornadas de cacería y de pesca que Felmor acostumbraba para llevar de comer a su familia. La tarea encomendada por la guerrilla, lo comprometía seriamente en su papel de padre adoptivo el tiempo que fuera necesario, así este rol, sólo se limitara a servir sin recibir nada a cambio, porque contar con la vida, ya era suficiente.
Los platos eran preparados por Felisea con la magia vegetal de la yuca, el plátano, la piña y el chontaduro; y algunos eran amenizados con variedad de insectos, particularmente, hormigas y mojojoy. Lucía no reparaba en las preparaciones y se lamía los dedos imaginando que cada plato era una sabia receta de su madre. Hasta el malestar psicológico generado por el aumento de peso, ya ni siquiera existía entre sus intereses. Harta estaba de padecer el hambre como el insomnio, que un cambio de menú a última hora, era una alabanza irreprochable.
Había olfateado el momento preciso del parto, la conmoción aumentó y las contracciones empezaron a florecer como diminutas bombas aprestándose para el campo de batalla. Las sentía llegar como telegramas urgentes que conversaban con el útero para prepararlo, debía aprestarse para la tarea que le fue encomendada desde su mágica creación. Como respuesta a las contracciones, la acción de pujar no sería un problema. Desde que Lucía se inició en la carrera política, se la había pasado pujando para vencer los obstáculos de cada tragedia. Ya había sentido las contracciones en el útero del Estado; las continuas contracciones en el útero de la violencia con las últimas ocurridas por la muerte de la partisana Yanida; aquellas emanadas en el útero de la fe cuando sintió al padre Élfar hurgando en su intimidad, y todavía quedaban contracciones por soportar. Las que sintió cuando la muerte de su padre, fueron de otro tipo. No pudo evitar pensar en su madre y la tristeza la hizo desfogar en llanto.
Leonor, jamás habría imaginado un desenlace así para su hija, y menos, cuando el poder de un pueblo la honraba, haciéndola parte en la solución de sus problemas. Su altar debía estar en el Congreso de la Nación. Pero la realidad era otra. Un pasado brillante relevado por un presente confuso y sin futuro. El altar estaba en una humilde casa vieja de tres compartimientos, que incluían: la cocina fabricada con muros de tapia, uno de sus lados a medio levantar, y techo de restos vegetales, donde habitaba con la compañía de sus hijos, y dos incautos nativos que se hicieron consignatarios obligados a su cuidado, con la constante vigilancia de tres insurgentes asignados por el comandante Nazario, y alojados en otra choza dentro de la misma aldea.
La mujer nativa, hizo los preparativos para obrar como una experimentada partera. La hora exacta se hacía cada vez más próxima, a la espera de ser enaltecida con el pesebre del dolor y la controversia. Como el momento del parto se acercaba, era la hora de darle la infusión de hojas de cacao.
Desde el incidente motivado por Caracortada que se esforzaba por olvidar, habían transcurrido solamente siete meses, y según la partera Felisea, el bebé estaba a término, lo que dejaba al padre Élfar por fuera de la ignominiosa lista de los posibles padres biológicos; inconscientemente, llevaba la cuenta imaginando los nueve meses estimados para el proceso de gestación. No confiaba plenamente en la historia que el sacerdote le contó a su amiga Carmen. Lo consideró más un invento para justificar su vocación. Pero con el último cálculo a las puertas del alumbramiento, supuso que la concepción debió darse dos meses atrás del horrible incidente manipulado por Caracortada, fecha estimada a la que ahora apuñalaba y desgarraba con odio cuando estaba latente en la memoria. Fue el último procesamiento de datos que procuró olvidar para evitar sospechas sobre el ¡maldito bastardo! Pero sin poder evitarlo, una reliquia de su desdeñosa imagen le llegó por inanición como una azarosa pesadilla. «Condenado Makeo», dijo en un momento de emociones contradictorias cuando acariciaba el vientre.
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