Capítulo 34

La ignorancia atentaba contra la razón, y el comandante Nazario, no estaba dispuesto a satisfacer la derrota elogiando a la muerte con el arrasamiento de su frente militar por la bondad de un embarazo. Ningún espíritu santo conmovería su alma corrompida, menos con lo acaecido, donde su rudo corazón sintió los latigazos de la pérdida... Cegado por la ira, entre pensamientos desabridos y funestos, saboreó, solamente para sus adentros en una ligera conmoción cerebral, la grotesca posibilidad de aplicar un aborto inmediato por su mano suicida, que sería igual que asesinarla acallando el menor de los problemas.

No estaba interesado en los pormenores de la concepción, pero la curiosidad le hizo un rasguño a su desidia. El padre Élfar intervino contando con la suerte de que Nazario era un diablo religioso; a pesar de ello, la generosidad del malo tiene su precio y los modales que practica, hieren como balas que acarician con tosquedad, hasta tanto no estén convencidas de la víctima.

Era evidente que el ERAL, había regenerado la muerte del comandante Blenson con la vida del comandante Nazario. Una sabandija por otra. Lucía fue obligada a aligerar el paso sin importar su condición de salud. El líder guerrillero tampoco estaba dispuesto a abandonarla por el valor representativo de la mercancía. Ignoraba las causas de su retención, pero sabía del interés que podría significar para el movimiento, por lo que supuso que abandonarla o asesinarla en aquel estado, era un acto de cobardía que podría significarle un ajusticiamiento severo aplicado por las leyes del ERAL. Al parecer, no conocía a Rufino y...

El firmamento se tornó finalmente oscuro con la caída prematura de la noche entre los árboles; la vegetación se hizo negra; las sombras renegrearon; hasta el murmullo, el miedo y el silencio se hicieron negros. Como mercenarios enemigos de Dios, caminaron retando a los fantasmas de la noche y las adversidades de la selva, con el alma condenada y guiados por el diablo, entre tierra sedimentada y pantanosa, negra y pestilente: abono del día y estiércol de la noche.

Entre las voraces mordeduras de los implacables mosquitos y el gorjeo del ave de la muerte, el viacrucis se hizo eterno. La senadora Lucía, penando como toda una peregrina, halada por la mano de Dios sin que ella lo supiera, y empujada por la fuerza de sus compañeros de aventura, era seducida por la penitencia, traicionada por las plegarias y abofeteada por la perseverancia. El cansancio a la media noche se tornó inevitable, la salud de algunos, en especial la salud de la gestante, agonizaba sin remedio. La borrascosa travesía se hizo imposible caminando a ciegas a merced de una selva indómita y amenazante. Pero los árboles generosos, creaban un antro que les servía de escondrijo. Como muertos con alma saborearon la hostilidad del paisaje y el peligro inminente de la cruzada. De eso se trataba, de una horrenda cruzada impía y desafiante, con carnada humana para los depredadores asesinos.

Estaban más cerca del infierno que del cielo. ¿Cuál cielo? Apenas se podía respirar un olor desagradable que convertía el espacio donde los arrinconaba la noche, en una fosa común.

La noche en el espacio abierto, fuera de la selva, vista como una obra de arte, es una sensación de libertad y de aflicción que hace pensar que es parte de la obra de Dios para confrontar al ser consigo mismo. Pero la noche en la selva, es una trampa mortal que cercena el pensamiento con toda clase de tribulaciones, restringiendo el tiempo de la vida con las sombras. Se convierte en un antropófago demonio que engulle, que invade los cuerpos con su esencia luctuosa y brinda el poder para aflorar todo lo oscuro que puede tener un ser humano en su interior.

Los fantasmas de los diecisiete muertos no pensados parecían acosarlos, que no era difícil imaginar persecuciones y llevar puesta la túnica de pánico sobre un cuerpo fatigado, sintiendo en cada paso, los pasos del bando contrario respirando tan cerca, como si llevaran puestos los mismos zapatos de las víctimas. Pero ante las nuevas circunstancias, no había persecuciones del ejército colombiano contra el frente del ERAL comandado por Nazario que, absurdamente, para los secuestrados, los soldados del ejército se habían convertido en sus más acérrimos enemigos, cuando por ley natural debían ser sus salvadores. Las cinco muertes de los rehenes era la evidencia sustancial que, en las manos equivocadas, no tendría siquiera el eco del arrepentimiento. Este triste suceso era tan cruel como la pérdida de la libertad, como fingir morir, o simplemente morir para soportarlo.

El rigor de la selva los obligó a pasar el resto de la noche donde no se sabía, como animales acorralados en la inmensidad de un miedo salvaje que instintivamente cambiaba de forma. Por el desagradable olor a sangre y pólvora que se había impregnado en sus ropas enlodadas, todavía la certeza de la insociable parca rondaba los cuerpos agotados. El brumoso desenlace les aguó los ojos de incienso doloroso, ya hubo tiempo de llorar con conciencia; suficiente para conmover al destino a que se apiadara del albur de los peregrinos nocturnos: rehenes y guerrilleros. La suerte estaba dada. El manto de la noche comenzó a palidecer y la lluvia tormentosa que amainaba a ratos espaciándose cada segundo, se debilitó hasta acabar la última ración para darle paso al nuevo amanecer, ante el festejo de un sol radiante que presumía sus encrespados de oro. El escaso descanso fue apenas un pensamiento; los párpados se negaron a ocultarle la verdad a los ojos. No hubo tiempo para conciliar el sueño con el insomnio sacudiendo sus alas para espantarlo, por lo que el mismo sueño se negó a existir, quizá, sugestionado porque la locura dormiría en su regazo.

El dolor había tomado la forma de una daga en el vientre de la senadora Lucía, que inducía los efectos severos de un parto vaginal prematuro y riesgoso. Nada novedoso por las circunstancias. Era un suplicio con respuesta y sin entendimiento; una obsesión que la martirizaba y enceguecía, pero que prefería soportar en el silencio del horror suscitado, que arriesgarse a conocer las manías del comandante Nazario. Ya suficiente había tenido con ser picada por los alacranes tóxicos de Sadúl y Blenzon, que entre las más de mil especies nocivas existentes en el árbol de la corporación guerrillera, compartían características gemelas para engendrar los miedos que se leían con facilidad en su apariencia vil, destacándose entre todos, como los más mortíferos, por el aguijón simbólico representado como una cicatriz en sus rostros enjutos con mentón afilado, y una boca ponzoñosa que vomitaba gestos agresivos para imponer una orden. Los despiadados síntomas que infundían sus acciones, tendían a la severa afectación anatómica de las víctimas para acobardar el espíritu. Por sus actuaciones inmisericordes, se podía aseverar que, en el infortunio, ciertos pensamientos suelen restringirse cuando aún no nacen, pero el efecto persuasivo de la ignorancia cabalgando en las lubricidades del poder, está libre de procrearlos, y cuenta con el adiestramiento para hacerlo.

Al límite del agotamiento, finalmente llegaron al recóndito campamento del ERAL, uno de los más antiguos en pleno corazón del Vaupés, constituido desde años atrás con la entereza rebelde del movimiento, dormitando oculto en lo profundo de la selva, testigo y cómplice de un arsenal de historias sin contar que murieron mudas, y seguirán muriendo mientras no haya un delator del que la muerte no se enamore, o simplemente, postergue sus culpas.

Un numeroso grupo de guerrilleros los esperaba. El padre Élfar, que encabezaba la desmembrada caravana de rehenes, se persignó en acción de gracias por el triunfo de llegar al final de la cruzada. Los rezos debieron bombardear sin timidez desde su boca pacífica durante toda la travesía, más devotamente, cuando los párpados pesaban. Carmen y Lucía parecían una; estar a salvo era apoteósico y no sepultaría el trágico recuerdo de Yanida, ahogado en sangre. Un miedo cálido y pegajoso rondaba el vientre, asegurando que todavía la sentía aferrada reclamando a Santiago como una ofrenda a su favor. Necesitaría más que tiempo para despojarse de esta pena. Demasiado tiempo.

El espectáculo de cuerpos fatigados, esmaltados de pantano, sangre y miedo, reclamaba atención inmediata. Para suerte de todos, Salvador salía a su encuentro. Desgraciada suerte. No era justo después de lo ocurrido, pero soportado el drama de la noche pasada, cualquier caricia de la medicina por las manos de Salvador y de su sapiencia, debía ser superada así fuera necesario con su precaria fe, mendigar una vez más la ayuda al Todopoderoso. Las heridas leves y graves fueron atendidas en la enfermería; la mugre debió ser remediada por cada quien. ¿Y el daño socavando en la cabeza?, simplemente abobarlo con infusiones medicinales, te y otras bebidas naturales que se hicieron presentes para prevenir y curar las diferentes dolencias. Horas más tarde, la situación era distinta. La tensión había descendido; mas no, el estado de alerta que permanecía como una constante, sin la cual, la fórmula alteraría el resultado.

Todos, se habían percatado del estado embarazoso de Lucía. Nadie lo cuestionaba por la simple razón de que unos lo conocían, y los demás, simplemente imaginaban los orígenes carnales del suceso. La vergüenza y la lástima, no eran bondades escritas sabiamente y con prudencia en el ADN del terrorismo.

El sexto mes de gestación caminando hacia el séptimo, obligaba a la determinación prioritaria sobre el tema. Fue el comandante Feliseo Bocanegra Moralis, líder general del campamento, que actuando sin rodeos como quien hojea un libro sin interés, decidió responsabilizar al comandante Nazario de los insurgentes y rehenes que se adherían al antiguo refugio, con la salvedad de que todos allí, incluso él, estarían bajo sus órdenes.

«Mis crías ya tienen vaca y las ajenas estorban, especialmente si son de raza aristocrática».

Dijo refunfuñando, al referirse a la senadora Lucía con la displicencia de un cínico titulado, actuando con la parquedad que lo había caracterizado en su larga carrera criminal. No estaba dispuesto al riesgo, a buscarle el parecido a Santiago, ni menos a que la información se filtrara involucrándolo como el directo responsable del nacimiento de un nuevo ser en pleno campo de batalla. Era un hombre de aspecto y fortaleza física abultada que se hacía llamar el escorpión negro del Vaupés, sin el aguijón simbólico de una cicatriz en el rostro, pero con un reguero de ellas distribuidas en la amplitud de su cuerpo. Su cordialidad para nada impasible, lo había empujado a tener afrentas con algunos líderes en la cúpula del movimiento guerrillero, y hasta con el mismo comandante Sadúl Vargas. Ya había sido víctima de una revuelta en su propio refugio sin señales que delataran el autor intelectual que, ante la mudez confabulada de los revoltosos y traidores, decidió fusilarlos. Fueron cuatro menos de los enemigos que ya tenía.

Cuentan que, en cierta ocasión, uno de los guerrilleros cometió el error de jugarle una broma con la eufórica celebración de la tropa que lo acompañaba, que el comandante gruñó repetidas veces durante el día, hasta que por fin se decidió y les reclamó de modo alterado, casi que imperioso, pero más sarcástico que de costumbre, que la inofensiva charla les costó una eufórica semana de entrenamiento extremo a agua y pan, con el ánimo de despellejarles el humor.

Hubo quienes aseguraran, que tenía la capacidad de desplumar un pájaro del tamaño de un batará amazónico, desde las patas hasta el pescuezo, de un solo grito, quedando al descubierto su indefensa topografía animal. Lo que, en un momento de furia, con el síndrome hostigoso de la muerte jalonando el alma, lo convertía más que un depredador, en un asesino en serie de una gran variedad de especies de aves canoras.

La decisión tomada aquel día, favorecía a la senadora Lucía de ser juguete de las decisiones facinerosas del comandante Feliseo Bocanegra Moralis. Pero desconocía que estaba a punto de conocer las sutilezas del comandante Nazario.

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