Capítulo 33

Cuando los rumores llegaban como una epidemia los estragos se sentían a la distancia; una forma de combatirla y controlarla, radicaba en la dinámica del movimiento que los convertía en nómadas invisibles de la violencia. Una de las estrategias operativas del ERAL, necesaria para protegerlos y fortalecerlos, haciéndolos menos vulnerables a las intenciones de la justicia. Fue así que en el sexto mes de gestación calculado, al despertar de una mañana cálida y una selva silenciosa, limpia, sosegada, con buen clima y menos tormentosa, las órdenes como buitres se esparcían alborotando a los vivientes en el campamento que, como ríos de hormigas, desfilaban hacia otro acuartelamiento adentrado en las entrañas de la selva, en una compleja aventura que habría que soportar durante varias horas de viaje con el estómago vacío, o con menos suerte, por días de agotamiento con escasez de agua y de víveres. Las experiencias vividas, parecían convencerlos de que ahora formaban parte de la selva.

Era la primera rotación que le tocaba a Lucía. Algunos de sus compañeros debieron soportar tantas migraciones y revueltas entre campamentos, que el turismo de la violencia nacional era todo un mito. Estas osadas peregrinaciones despertaron la compasión de la jungla, para que tanto los depredadores de su silencio como las víctimas, marcharan sin mayores contratiempos.

El rumor acechaba a través de los radios de comunicación, que fue necesario detener la marcha acampando entre la hospitalidad de gigantescos arbustos ennegrecidos por la noche y la ansiedad de verle la luz a un nuevo día. Rostros amigos y enemigos se tornaban confusos y la esperanza de verle las vísceras al fuego para calentar sus cuerpos, moría con la intención. Revelar su ubicación a los enemigos de los enemigos, no era nada heroico y menos placentero. La noche se hizo eterna. El alba no alcanzaba a vestirse para ser profanada. La marcha se reanudó sin que la misma noche tensa y voraz hubiera sido suficiente para remediar el cansancio. Tan sólo un par de horas más y la fatiga comenzó a resentir el corazón de la senadora Lucía y a golpear con fiereza al interior de su vientre. Un horrible presentimiento la hizo pensar que Santiago agonizaba, y entre fatiga, miedo y llanto, se desplomó en los brazos de Carmen. Thomás estaba cerca para auxiliarla así le significara un severo castigo. Todavía la senadora contaba con misioneros del género masculino que, como ángeles terrenales, reivindicaban la salvación del hombre, así la podredumbre de otros, haya merecido el repudio y el odio para su género. Se esperaba que fuera un leve desmayo por el sobreesfuerzo y el tiempo de gestación, que concluyó en una inevitable fatiga muscular. Los síntomas de este esfuerzo adicional igual atentaron contra la salud quebrantada de algunos rehenes, y fue el pretexto para merecer y saborear la fantasía de un respiro. Este noble gesto por parte del comandante alteraría la crónica del día.

«!!Nos encontraron los malditos¡¡ ¡Muévanse!». El grito sonó repentino como el hallazgo de una nueva tragedia que incineraría la calma de muchos días. Fue tarde para cumplir la orden al pie de la letra. El rumor se había hecho verbo. Desprevenidos por el suceso, sintieron las crueles caricias de las balas como una repentina lluvia de meteoritos que le desgarraba la piel al silencio. Una sensación de horror se adueñó de los cuerpos de las víctimas, pero ni la azarosa tormenta de disparos, ni los gritos alocados de Carmen, ni la revuelta inofensiva de sus compañeros lograban volver a Lucía del desvanecimiento.

Momentos de perturbación y rudeza fueron creados al azar por el ejército colombiano, como respuesta inmediata a las denuncias suscitadas por la población civil. El furor de las recompensas se convertía en un arma igual de peligrosa que una bomba de neutrones. Héroes sin miedo que buscaban cuantiosas sumas como premio a su labor, fabricando todo tipo de rumores que amenazaban con convertirse en prototipos de una verdad amarga. Los héroes como los rumores habitaban en los dos bandos. Ataques y atentados se cruzaban con un aterrador drama en el medio. Víctimas y victimarios, rostros amigos y enemigos, buenos y malos... Pero a los ojos de la psicología y perturbados por el dolor en todas sus formas, todos parecían ser malos.

El grupo terrorista en huida pavorosa bajo las órdenes del líder Nazario, impuesto por Sadúl Vargas para que sucediera a Blenson luego de su muerte, contrarrestaba el sorpresivo ataque con rudeza y despliegue para evitar ser desvertebrado. La muerte silbaba agradecida buscando séquitos y la suerte del tiempo amenazaba con favorecerlos. La sangre corría, y la besaba el agua de una menuda lluvia aparecida que se esforzaba por ser obesa, cuando los fusiles escupían madrazos de odio, plomo y pólvora a la vez.

Cuerpos sin vida quedaron desplegados del grupo, y sobre el cuerpo apenas reanimado de la senadora Lucía, se había desplomado Yanida, rodeando el vientre con sus manos. Ni siquiera pudo desasegurar su arma, ni arrancarle al tiempo una minúscula plegaria de misericordia cuando fue acallada; sólo le alcanzó para rodear, proteger y acariciar un vientre ajeno, como reclamándole a la vida lo que su propia causa le había quitado. La sangre vertía de su cuerpo sobre la barriga inflada y descubierta de Lucía, decorándola con el aderezo de la violencia.

—!Quítenmela¡ !Quítenmela¡ —vociferó retornando del colapso en el instante menos propicio.

Plagada por la depresión en un momento precipitado y con el aliento restringido, le resultó difícil crear hasta los pensamientos más simples, manifestando su existencia con gritos de locura que estaban justificados en el sangriento y repentino suceso. Así la partisana Yanida, hubiera actuado con nobleza y humanismo para protegerla a ella y a su hijo, era algo que jamás entendería cuando se manifestaba con sangre.

La actitud compasiva de un guerrillero joven, como el miedo en su primera fase, respondió a los gritos enfurecidos descubriendo el embarazo de la senadora Lucía al retirar el cuerpo inerte de Yanida. El asombro le produjo un susto acobardado menos fortalecido que su ignorancia. Sin comprender lo que veía, o quizá, comprendiendo más de la cuenta, corrió despavorido como si la barriga fuera un explosivo inclemente. El secreto no tardó en ser revelado de forma sombría. Carmen, pasmada aún, sin saber en qué mundo estaba y si la muerte la había alcanzado a besar con su veneno mortífero, fue sacudida en su interior por la esquirla de una neurona que sin duda explotó haciéndola reaccionar como una demente. Se arrastró con la ayuda de sus temblorosas manos sobre el fango nacido de una lluvia finalmente obesa; quería escapar de la muerte, que parecía arrastrarse en la misma dirección en su búsqueda. De pronto se detuvo, y apretujó su cuerpo sobre la tierra salpicando el pantano con las lágrimas, desatando su ira al golpear el suelo con sus puños, como si quisiera desarticular los dedos de las manos y desprender las muñecas y regar las falanges por el piso.

Lo que vino después, no era distinto de lo que estaba escrito en el destino. La tormenta enrudeció con furia mala obligando al ejército a retirarse postergando el ataque. Un tiempo necesario y largo que sirvió para contar las bajas de la guerrilla que ascendió a doce, pero déspotamente, la muerte se equivocó esta vez cobrando la cuota de cinco rehenes. Diecisiete cadáveres para los que no había tiempo de lamentaciones. Apagados los cuerpos por la furia de los bombardeos y abandonados como carroña, siendo un insulto a su existencia, lograban la libertad añorada que por años se extravió entre documentos arrumados, oratorias inverosímiles y tristes pensamientos ajenos. Rápidamente, rehenes y guerrilleros cercaron la escena retirando los cuerpos sin vida, que amenazaban con ahogar la intranquilidad de Santiago en su mundo de pesadillas.

Como vigías, las miradas aguerridas de los insurgentes podaron las copas de los árboles, y navegaron contra la corriente para anclar entre las olas del cielo ceniciento donde antes espoleaban los helicópteros del ejército. Los demás rehenes, entre ellos: Haider, Justiniano y el padre Élfar, que permanecieron entremezclados con los guerrilleros durante la contienda, lograron evadir el tiro de gracia que acabara con toda posibilidad de libertad y de regreso a casa. Jacinto, que ya contaba con la experiencia de saborear el plomo entre sus venas, por el miedo descuartizó más de un padrenuestro entre los dientes; apenas pudo protegerse con la generosidad de un frondoso arbusto selvático, porque escabullirse a la velocidad del suceso, era una odisea que su afectado cuerpo no estaba dispuesto a pagar. El firmamento no tardó en ponerse el saco de terciopelo negro para encubrir los miedos, las iras y las aflicciones. La selva ruborizó las carnes de los vivos en un concierto de relámpagos y chillidos animalescos que se extendió por más de una hora.

El pánico es cobarde y provoca toda clase de reacciones que, antes ni después, logran entenderse. Sólo hasta cuando amainó la gresca del combate, por la voluntad de la tormenta que desfogó su ira desde un cielo ceniciento, entre gritos enérgicos, toscos y catastróficos que insinuaban órdenes de bocas alteradas y el clamor temeroso de los rehenes, el padre Élfar se valió del juicio para enterarse de la ausencia de Carmen y de Lucía. Entre ecos inquisidores y perdones celestiales, su voz se disparó como un bumerán en busca de las mujeres. La respuesta estaba cerca, pero el miedo y el grotesco espectáculo, la hacía distante. Al encontrarlas, se enteró de la triste muerte de Yanida. No dudó en encomendarla a Dios entre balbuceos casi mudos que solo el entendió.

Tras la calma momentánea luego del enfrentamiento que saboteó la borrasca, todo era predecible, y la necesidad de huida desde la perspectiva del rebelde, tenía que ver con evadir al enemigo. Nazario tomó a Yanida entre sus brazos y la despidió con un beso frío sobre sus labios floreados, ahora marchitos, que insinuó algún pasado romántico. Su mirada dolida, parecía anestesiada por el maldito orgullo que no revelaría ningún otro síntoma que pudiera condenarlo. Por los gestos de todos... nadie lo sabía en el campamento. Tenían sus mañas para ocultarlo.

Los hechos no insinuaban aliados y el tiempo se convertía en un enemigo más. La obligada decisión, así el futuro insinuara el arrepentimiento, era necesaria por las circunstancias. Yanida y sus compañeros de infortunio debieron conformarse con servir de alimento para calmar la hambruna de las bestias nocturnas de la selva. Ya estaba pronosticado. El padre Élfar, en un gesto benévolo, intentó hacer algo por sus almas entre el miedo y el tartamudeo, que las jaculatorias en medio de la premura se escucharon confusas, y quedó la incertidumbre de la salvación.  

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