Capítulo 27
Permanecía cálido el suceso involuntario de Lucía con el padre Élfar, cuando la noche se ofrecía espléndida para venerar lo que más se amaba, pero no precisamente, para convertirla en una mórbida noche de placer a la fuerza. Era la sutil intención de Makeo; uno de los afortunados bandidos de la guerrilla, de mando medio y de origen amazónico, que laboró en la tala de árboles y fue fabricante de armas tradicionales antes de enlistarse en la corporación, y quien ya antes, en alguna fortuita ocasión bajo sus mañas, hubiera logrado la generosidad carnal de Lucía. Iba en busca de una nueva complacencia con la congresista para satisfacer sus ansias cotidianas. Los astros no estaban alineados a su favor ni el destino estaba de su parte. Luego de una simple orden al carcelero de turno éste se dispuso a abrir la celda. Jacinto, recostado sobre la reja que demarcaba la puerta de la prisión, ya se había enterado de la señal muda y atrevida con la mano y con la mirada, advirtiendo que se trataba de un tema carnal. Reaccionó sublevándose contra el subversivo para proteger a su compañera de infortunio; haló con fuerza la puerta con la rebeldía de un animal en celo y enjaulado para recriminar sin miedo el acto vándalo de su enemigo; vociferaba en voz alta sobre la conducta despiadada del guerrillero llamando la atención de sus compañeros. Por esta vez, intentaba evitar que el ultraje se convirtiera en su golosina de lujuria y profanación. Ya estaba fastidiado de esta realidad para con sus compañeras de cautiverio...
—¡La pagarás caro, cerdo! —refunfuñó desconcertado el guerrillero.
—Disfruta con tu mano ¡pedazo de mierda! —respondió Jacinto, furibundo.
La suerte no lo bendijo... El bandido, con el fusil dispuesto para la guerra, lo detonó comprometiendo la región derecha del cuerpo ubicada entre la pierna y la cadera. La sangre fluía sigilosa hacia donde la gravedad lo ordenaba y donde ya se encontraba doblegada su víctima.
Lucía quedó paralizada. Su vida se había detenido. Por un momento no hubo respiración alguna dentro y fuera de su mundo. A Jacinto, su valentía le costó una bala de fusil que se incrustó despiadada en el lado derecho a la altura de su cadera, amenazando con podrir la carne. Bastaron pocos segundos para que los alrededores de la mazmorra fuera cercada por un enjambre de guerrilleros. Caracortada se esforzó por llegar a tiempo; cualquier detonación le habría el apetito.
—¿Qué pasó, soldado? —le preguntó secamente al centinela de turno.
—El ¡maldito! rehén... —respondió azarado el bandido de las ganas frustradas—, quiso arrebatarme el arma cuando se le autorizaba ir al baño.
La justificación perfecta del terrorista para dejarlo morir desangrado. Fue entonces que, contagiados de la rebeldía de Jacinto, y ante la vil mentira del adversario que les aventajaba con su arma en posición para la guerra, el resto de los rehenes en tumulto, y sin miedo alguno lacerando sus entrañas luego de que fuera espantado por la insolencia del enemigo y el atrevimiento de Jacinto, desmintieron su versión acusándolo de violentar a Lucía. La mirada del padre Élfar fue directo al comandante desairando su presencia. Blenson, en una actitud absurda que no le quedaba respondió indignado con gesto de disculpa, y optó por brindarle ayuda impartiendo órdenes a dos de los guerrilleros que estaban presentes.
Consideró que lo acaecido días antes era suficiente para martirizar a su enemigo religioso, y no aceptó que tal placer personal le fuera arrebatado por otro sin su consentimiento. La suerte estaba dada al desaprobar el acto... Lo miró haciéndole entender que no le creía, y en un movimiento rápido, lo sujetó fuerte del cuello para luego destrozarle la cara con un violento golpe de su frente. Tras una señal, fue desarmado y fusilado en el acto. Por primera vez, el rostro de Lucía brilló complacido con la certeza de que sus genitales tanto como su corazón, lo agradecerían.
La reacción instintiva de Jacinto había logrado un acto de caridad y humanismo, que ni él, ni sus compañeros de cautiverio, ni siquiera Lucía, tenían idea que pudiera existir. Fue trasladado a la enfermería para combatir el frío de la muerte que ya comenzaba a colarse por las grietas frescas de la carne. El resto de la noche transcurrió entre rabias, desvelos y murmuraciones. Por varios días Jacinto estuvo ausente del grupo lidiando con la fiebre y los medicamentos, que Manolo diagnosticó desde la distancia... En su decante cuerpo habría de quedar la huella brutal de la tragedia al quedar patituerto. La ignorancia de su victimario fue diezmada con la inmolación, y el daño físico que trastornó su natural caminado, fue el precio a su entrometimiento.
El escarmiento del guerrillero dado de baja era un remedio sin significancia para ella. No opinaban lo mismo aquellos que también estaban interesados en un poco de placer; ahora lo pensarían dos veces... Pero fue la desdicha de su semejante lo que le advirtió que su calvario no podía ser compartido. Fue así como cada maldita noche se convirtió en un tormento a la espera que la depravada fiera humana sintiera la necesidad de satisfacer sus ganas reprimidas. Lo pensaba más por el desgraciado de Blenson. La desgracia de Jacinto la conmovió de tal forma que no era posible evitar pensar en lo ocurrido. El acontecimiento debió sacudirle el cerebelo obligando a la razón a salir del aturdimiento, para mostrarle a Lucía, que no todos los hombres son iguales, como no lo son todas las mujeres, aun sabiendo que su género, también formaba parte del bando enemigo. Yanida ya se lo había expresado, pero ella se mostraba antipática a su generosidad.
Su amiga Carmen, simplemente callaba. Había sufrido lo propio en su momento, la parte incomprensible que la vida le tenía destinada. Fue inevitable ir hacia el pasado que con esfuerzo había dispuesto en un abismo insondable y casi inexiste de sí misma, para rememorar la violación carnal a la que por largo tiempo fue sometida en cuerpo y alma; deshonrada en medio de la implacable selva, cuando los depravados bandidos desencarnaban con martillazos sexuales el honor y la dignidad de sus carnes lastimadas.
Y cuantas veces debió soportar el inhumano amarre a un árbol tosco, que debió presenciar el acto barbárico quien sabe cuántas veces, donde el ultraje, como la más explosiva de las drogas, colerizaba sus intenciones de morir al sentir que también talaban su espíritu vegetal. El acto bestial, los dejaba provistos de ferocidad para el campo de batalla. Pero ella, estaba indefensa, lejos de todo, lejos de la sociedad, lejos del mundo, lejos de Dios y lejos de sí misma.
Cada mujer cautiva llevaba a cuestas su propia historia, todas mezquinas; incluso Saira, una atemorizada rehén que antes fuera modelo, que por algún tiempo compartió el cautiverio con Carmen, Lucía y algunos otros. Tan pronto llegó al campamento fue atropellada sexualmente hasta perder la cuenta, y hasta cuando la debilidad en su interior, la atormentó de tal forma, que convirtió su desprecio en aprecio hacia el verdugo de su libertad y dueño de su vida. Entre tantos, se encaprichó de uno... con quien se involucró sucumbiendo a sus deseos carnales enfermizos, en una relación extrañamente comprometida y aprobada por ella.
Difería en algo a la historia de Carmen, que dentro de los límites del respeto, ella era la dueña de la decisión, sin sometimiento alguno. Pero afirmar o negar que el secuestro fuera una oportunidad única para Saira, sería tanto como confirmar que Dios, más que un suceso histórico, religioso, milagroso, revolucionario y necesario, fue un accidente de la época. La suerte o infortunio de Saira, nadie la conoció, luego de su traslado a otro campamento en la zona selvática del Vichada.
No es solamente el azote iracundo sobre la carne lo que determina una violación al ser. Sin sentir la degradación que causa el arma sobre la piel atemorizada, cada rehén: hombre o mujer, yacen prisioneros, violentados en su condición de seres libres al tener dueños que se atribuyan el poder de decisión sobre sus vidas. El síndrome de la violación de sus derechos al interior de la organización delictiva era alimentado como una necesidad, y convertido en un delito analíticamente estructurado. ¿Acaso les importaba a los victimarios? Para muchos de ellos ni siquiera tenía una estructura pecaminosa cuando Dios estaba censurado en sus intenciones de vida.
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