Capítulo 26

«Los demonios no son gratuitos». Dijo el padre Élfar el día de su rapto hacía poco más de cinco años. Estaba seguro que lo había manifestado hacia sus adversarios. Con todo lo que le había tocado presenciar durante su estadía en las mazmorras del secuestro, ya no había ninguna duda. Pero esta frase, se convertiría en una sentencia propia que no había dimensionado. Los cabecillas del ERAL fueron rotados entre los distintos frentes a lo largo y ancho del territorio nacional, y para su desconcierto, el comandante Blenson, apodado Caracortada, retornaba al campamento. Una singular cicatriz recorría su rostro desde el lateral derecho, naciendo debajo del ojo hasta desembocar debajo de la mandíbula, cerca de la yugular. Por las características físicas no había sido gratuita. Y cualquier otro apodo no tendría oficio.

Su relación con el sacerdote no fue la más amable ni hubo esa atracción picaresca entre sus miradas como líderes, ciertamente, cada cual en su oficio. Su energúmena mirada, complacida de habitar en un rostro patibulario llevaba pólvora en todo su recorrido, y con el temperamento volcánico que lo caracterizaba, era fácil suponer algún tipo de venganza o de oportunidad fallida en el pasado para darle muerte. ¿La evidencia? Una horrorosa cicatriz. No era un secreto que hasta sus propios amigos le temían. Era el tipo de hombre o de «demonio» que mandaría a su madre a la horca. Estuvo a punto de hacerlo con el presbítero, y probablemente, ahora que el destino los encaminaba no perdería una nueva oportunidad para intentarlo.

La desafortunada noticia llegó primero que el opresor, pero fue tal su motivación de cambio, que por poco le gana la carrera. A su arribo al campamento, el malestar general se sintió como una onda aplastante. El padre Élfar, gemebundo, no daba crédito a lo que sus ojos advertían. Parecía momificado en el asiento derecho de la camioneta...

«Blenson. ¡El diablo en persona! Tenía que ser martes trece para que esto ocurriera». Susurró con voz casi que imperceptible, pero ante la pureza del silencio, todos los que estaban a su alrededor, lo escucharon. «Señores, es cierto que nuestros días no han sido los mejores hasta ahora —manifestó a sus compañeros—, pero no olviden que, a partir de hoy, 13 de junio del año 2000 en el inicio de un nuevo siglo, no van a ser mejores. Sé por qué se los digo», concluyó. «Me temo que este es un día aciago y supersticioso, padre Élfar», se dijo entre susurros como un lamento.

Descendió de la camioneta y su primer recorrido fue visual, girando la cabeza trescientos sesenta grados a su alrededor, que deshizo de inmediato en noventa grados cuando alcanzó a visualizar la imagen del sacerdote. La pólvora de la mirada le llegó al presbítero procurando no rabiar, de forma que pudiera soltar una chispa de ira y encender la suya y quemar sus ojos. Para un mayor desconcierto, Caracortada se dirigió a su encuentro acompañado de un chamán que le servía de amuleto en sus fechorías. El padre Élfar invocó la protección de Dios apretando el pectoral.

—Padre misericordioso, olvida todas las peticiones de los últimos días y concédeme sólo una, encárgate de este demonio que ha llegado al campamento. No me interesa saber cómo lo hagas... pero destiérralo de nuestras vidas.

Era la primera vez que guerrilleros y rehenes lo escuchaban orar con tal furor, que algo impío se evidenció en la solicitud de emergencia. Todos permanecieron en silencio y algunos se esfumaron solapadamente. Era preferible, que respirar su miedo.

—Nos encontramos de nuevo, padre Élfar —dijo Caracortada con voz resonante para meter miedo, llegaba con su pinta de malandrín armado hasta los dientes—; verlo por fuera de una prisión, me confunde, no sé si ahora es militante del ERAL o goza de algún privilegio. ¿Qué dice, padre, que yo deba saber?

—A este encierro no se le puede llamar privilegio, comandante Blenson, cuando hay cientos de kilómetros y peligros acechando —refutó el sacerdote con tono satírico desterrando el miedo en sus palabras—. No entiendo por qué no podamos estirar las piernas que se están fosilizando con la prisión y el hacinamiento. En cuanto a formar parte del ERAL, ni antes ni después del secuestro he conocido una mínima idea que me conmueva. Sólo violencia, y esa «satánica» palabra, no tiene cabida en mi lenguaje ni en mi vocación —culminó con la mirada firme enganchada en la dirección de Blenson, directamente en el parachoques de su mirada. Ya estaba en frente suyo. Los rehenes que acompañaban al sacerdote se fueron retirando con disimulo.

—¿Y a qué apunta su vocación ahora, padre Élfar? ¿A conseguir la libertad?

—Recuerdo haber leído en alguna parte —respondió—, que la libertad está a sólo un pensamiento de distancia, pero lo que no explicaba la lectura, era el proceso para llegar a esa inquieta libertad. —Blenson lo escuchó paciente, cruzando sus brazos con postura firme y piernas separadas—. Un proceso que puede estar a años luz si cada vez que se observa a través del lente de la intención, tanto el lente como el observador son distintos... Y mientras tanto, la vida de los rehenes se desangra silenciosamente en una escena trágica, sorda ante el clamor y la súplica, sin compasión alguna, con un auditorio dolido y maniatado llamado país. ¿Es ese su concepto de libertad, comandante Blenson?

—Veo que todavía se subleva, y al parecer, ha cogido alas —respondió Blenson con el esqueleto de una risa burlesca al borde de la boca—. Es una actitud insolente que entusiasma. Eso hará más interesante el pendiente que tenemos, Élfar. ¿No lo habrá olvidado?

Permaneció callado, tragando la saliva gruesa que le provocó la infortunada visita. Blenson se retiró acomodándose una de las armas que traía en el cinto, no sin antes agujerearle el ánimo con la mirada.

—No pronostico nada bueno —dijo el sacerdote a su ángel guardián. Ya estaba solo.

La popularidad de Caracortada, rápidamente se propagó por el campamento entre los rehenes y algunos nuevos guerrilleros que desconocían sus métodos de liderazgo. Lucía entró en pánico por enésima vez al imaginarse entre sus fauces carnales.

—¡Malditos! La pesadilla no terminará. ¡Esta vez no! ¡Esta vez no!

—Aún no sabemos lo que pasará Lucía —comentó Carmen como el primer pretexto que se le ocurrió para persuadirla de llegar a cometer algún error irreversible—. Ven, caminemos un poco más. Intenta relajarte.

Le pedía un imposible ante un hecho predestinado. Ya había ocurrido con cada comandante. ¿Por qué ahora habría de ser distinto? Continuaron la caminata a la que tenían derecho por fuera de la prisión para evitar que los músculos se atrofiaran y turbaran cualquier intento de desplazamiento o de huida, en caso de ser requerido por el grupo rebelde.

—¿Y si le doy final a este suplicio, ahora mismo? —Insinuó Lucía dirigiendo la mirada hacia la salida.

—¡Qué tonterías dices! —Protestó Carmen al desaprobar el comentario.

—La puerta está abierta. Allí está la selva. Será fácil. Sólo correr y ya...

—¿Y ya qué? —Cuestionó su amiga a punto de escandalizar, pero sabía que no podía levantar la voz—. Te matarían sin vacilarlo. ¡Míralos! Nos vigilan cada segundo. No se esforzarán en seguirte cuando pueden hacerlo las balas.

—De todas formas, ya estoy «muerta» —respondió convencida de no estar equivocada.

—¡No! ¡No estás muerta! Es un supuesto teórico que habita en el cerebro y que fastidia por lo que hemos vivido; pero ninguno lo está de los que todavía quedamos. Es hora de que comiences a pensar diferente, Lucía, porque nuestras familias albergan la esperanza de vernos en libertad.

—Es una lotería, Carmen; no todos lo logran —sentenció— ¿Cuál es la diferencia conmigo? ¿Sabes qué ocurrirá con ese demente?

—Ya he vivido tu tragedia, Lucía —recordó Carmen—. No eres la única mujer que ha padecido en este infierno. Con tu llegada y la de otras mujeres... apenas disminuyó la frecuencia. Hasta ahora que tengo compañero sentimental, durante cada baño no me canso de restregar mis labios y enjabonar con furia mi piel, porque aún siento los ¡malditos! besos y caricias de otros, y si pudiera, también enjabonaría mi cerebro. Tengo una pequeña que me espera en casa, y un esposo que probablemente no. Pero mi hija, ya es una razón poderosa para soportar penurias. ¿Hasta cuándo? Solamente Dios lo sabe. —Carmen no pudo evitar que sus lágrimas atestiguaran sobre el dolor padecido.

—Algo me dice que esta vez no será distinto —insistió Lucía—. ¿Sabes que hará ese demente? —Tenía un mal presentimiento que no podía ocultar.

—¡No lo sé, Lucía! —respondió inquieta por el acoso—. No lo sé —repitió—. Pero si sé, qué ocurrirá si los medios anuncian tu muerte. Es fácil enviar fotografías y simular un suicidio. ¡Créeme! Tal vez tu madre haya sido fuerte hasta ahora, pero... ¿lo será después de que se entere? Y a los que están implicados en tu secuestro, ¿les darás el placer de su victoria?

El mensaje fue comprendido. No dejó de observar hacia la selva que, con la caída de la tarde, fulguraba atemorizante. Se estaba convirtiendo en un muro de oscuridad y de fantasmas, liberando gritos de aves nocturnas que ya comenzaban a lastimar su oído izquierdo; por el derecho, le llegaba un filarmónico concierto de voces y sonidos de todos los primates, en tanto, su cerebro se esforzaba por descifrar cada uno de los sonidos para identificar a su dueño.

La oscuridad servía de asfalto tendida delicadamente sobre las copas de los árboles, entre laureles, cedros y cominos que se aferraban creando una capa vegetativa impenetrable para evitar que los intrusos entraran y los fantasmas escaparan. Pero de frente, llegaban todos los sinsabores de los ruidos atrapados: gemidos, bullicios, cantares, y entre todos, no podía faltar el nocturno croar de las ranas que ya estaba configurado en los cerebros de los rehenes. Una singular melodía que los acompañaría al viaje sin retorno para testificar sobre sus actos. Todos sabían que la selva durante el día era una amenaza, y durante la noche, otra terrible amenaza con un poder mayor y diversidad.

Adentrarse durante la noche imaginariamente en la selva, con su idea suicida y las sensibles palabras de su amiga Carmen, le sirvió a Lucía para recapacitar, por más que el futuro inmediato fuera incierto bajo las nuevas órdenes de un desquiciado apasionado por el mal. Después de la necedad, continuaron la caminata al interior del campamento cuando ya se les agotaba el tiempo de gracia.

La actitud beligerante de Caracortada imponiendo sus reglas, ya insinuaba un día trágico y un porvenir desalentador. Debieron pasar tres amargos días de zozobra adicional a las penurias ya padecidas, antes de que se hiciera sentir con la conducta bárbara que el padre Élfar conocía.

Sucedió con la caída de la tarde... La guerrillera Saína, una campesina combatiente recién entrenada en el arte militar, joven y solícita en los placeres, era conducida a los aposentos del comandante sin despertar la menor sospecha de sus intenciones, que diferían en el clamor de lo que ella misma suponía. Seguidamente, el padre Élfar fue conducido al mismo sitio por Thomás; su sentido de vocación religiosa le pronosticaba un raro malestar difícil de describir. Con los antecedentes de su enemigo personal, cualquier cosa inimaginable sería posible en las manos desalmadas y la intención criminal del dirigente, encubierta bajo la profesión de la violencia. El inhumano actuar de Sadúl como un grotesco ejemplo, al ser la cabeza visible del movimiento, lo autorizaba para actuar bajo sus propias normas.

El guía revolucionario abrió la puerta y el sacerdote ingresó con cierto recelo y el espíritu alerta. Las desagradables remembranzas del pasado retornaron para crear malestar.

—Imagino que estaba ansioso por saludarme nuevamente, padre —opinó Blenson.

—Ansioso no, —contradijo el sacerdote— pero un saludo no se niega.

—¡Y dale con esa petulancia! Al parecer... no ha comprendido su papel en este sitio, pero ya se lo haré saber corrigiendo esa presunción que el anterior comandante con su sutileza lo favoreció. Ya lo va a ver padrecito. Eso se lo aseguro.

Desconociendo las intenciones con que el subversivo se había levantado esa cálida mañana, el eclesiástico permaneció callado para no echarle más leña al fuego. Sólo intentó no ser demasiado expresivo con su mirada y la desvió hacia la guerrillera; lucía retraída a un lado del comandante; había sido despojada de su arma y por lo visto, hasta de su espíritu...

—¿Le gusta padre? —pregunto Caracortada que no cesaba de mirarlo. El padre Élfar se negó a contestar desviando nuevamente la mirada, pero esta vez, hacia el arma que estaba sobre el escritorio, un fusil AK ̶ 47 de procedencia rusa que identificó fácilmente, y el cual supuso, debía estar en las manos de la guerrillera. Con varios años conviviendo con sus raptores no era extraño que conociera detalles del material bélico.

—Para su decepción... el fusil no está cargado —dijo el comandante—. Responda, padre. ¿Le gusta la mujer? No sea escrupuloso que antes de ser sacerdote es un hombre. Y eso es lo que quisiera ver ahora. ¿Sabe? Desde hace ya tiempo he tenido curiosidad por ese ¡tonto! tema de la abstinencia ¿Es verdad, padre? o ¿es otro sofisma de distracción de la empresa de Dios?

—El celibato es un don de Dios otorgado a su iglesia, y la práctica, es una prueba viviente de que somos seguidores de Cristo —respondió con alarde.

—¿Eso es así de cierto o usted se lo inventó?

—Los asuntos de Dios no se inventan, se viven —replicó seguro de su fe.

Caracortada no le prestó más atención a lo dicho, y decidió ignorar la conversación con un fin prematuro que implicaba cambiar de tema.

—¡Desvístete, Saína!, para que le muestres tus encantos al padre Élfar —le ordenó—. ¡Hazlo de inmediato!

La insurgente, en un acto de rebeldía que podía costarle la vida, permaneció tímida y avergonzada desacatando la orden que, como un detonante de agravios, desafió la actitud beligerante del dirigente conllevándolo en medio de la cólera, a desgarrar con rudeza la blusa, lanzando los botones a cualquier rincón del salón... Prosiguió con el sostén que reventó habilidosamente para dejar al descubierto, dos provocativos y abultados senos carentes de placer, que temblaban sudorosos de miedo y sin culpa. El padre Élfar congeló sus acciones con la vulgar actitud de Blenson.

—¿No cree que sea una belleza que invita a la inmoralidad? Sería una lástima no hacerlo.

Caracortada acarició los senos de la militante, que intimidada por él y atemorizada con la presencia del sacerdote, se esforzaba por no perder la cordura...

El inhóspito espectáculo lo empujó hacia la puerta de salida.

—¡Deténgase, padre, que todavía no he terminado! —ante el grito repentino, el clérigo se detuvo—. Un paso más y Saína se muere —advirtió.

El guerrillero Thomás, por poco se atraganta con su lengua al oír la sentencia.

Blenson tomó el fusil puesto sobre el escritorio y lo desaseguró apuntándolo hacia la guerrillera que, víctima del pánico, se tragó el grito y cerró los ojos. El clérigo deshizo el giro quedando de nuevo en frente de la escena. Tenía el brillo de la tortura en sus ojos cafés. La mandíbula le temblaba involuntariamente. No le quedó más que llevar la mano derecha al crucifijo.

—Así me gusta, padre. Obediencia y respeto y verá como nos entendemos. ¡Quítate el pantalón Saína!, ¡y más vale que lo hagas!, —le habló en tono dominante— porque si me toca hacerlo, no seré tan complaciente como con la blusa.

Ante la amenaza y con el arma al borde de un error, Saína se vio obligada a obedecerlo. El verbo del pecado permanecía oculto y frígido entre el panty suave y ajustable, que bordeaba artísticamente la sensualidad de sus caderas.

—Ahora si le tocó el turno, padre Élfar. Dejaré a su gusto el estilo religioso para retirar el panti.

—¡No lo haré! No es mi deseo pecar —respondió injuriado.

—No se lo pregunté, padre. ¡Es una orden! —refutó airoso, Blenson, que con el pavoroso gesto, enrojeció el cordón de la cicatriz que insinuó descocerse.

—¡No lo haré! —replicó nuevamente.

—No es su decisión, ya lo sabe —sentenció Caracortada firme en su juego azaroso—. ¡Es una orden! y como orden... se cumple.

—¡No lo haré! —repitió enérgico y pausado, por tercera vez.

— Como diga, padre. Si no hay ganas... ¡La puta sobra!

Levantó el fusil y lo detonó sin clemencia hacia el cuerpo de la desdichada mujer, que la lanzó contra la pared, y ésta, la devolvió en su misericordia hasta clavar literalmente la cabeza en el piso, que por acción de la gravedad, resbaló para acomodarse de lado, quedando el destello doloroso de un fantasma tatuado en la mirada. El disparo alertó a los guerrilleros y llamó la atención de los rehenes que sabían de la presencia del padre Élfar y de Lucía en la casa del comandante. El golpe en el cráneo pudo ser tan violento como el balazo. El disparo hacia el lado izquierdo del pecho con salida en la espalda, le dejó una herida abierta de diez centímetros, suficiente para que el alma escapara de su encierro maldiciendo mudamente a Caracortada, luego de que el corazón y el pulmón izquierdo fueran triturados.

Si algún padrenuestro estaba en proceso en los labios de la subversiva, debió volar en esquirlas antes de que la librara de todo mal.

El padre Élfar enmudeció de tal forma, que la expresión del rostro salpicado de sangre quedó doblemente congelada en el acto; su aliento quedó parapléjico, el color de la piel se deterioró pálidamente y el corazón comenzó a detonar latidos fuertes y continuos; poco bastó para que el torrente sanguíneo perdiera el cauce. El sangriento impacto, debió lanzar a Dios fuera de su conciencia. Hasta las palabras para maldecir a su enemigo fueron olvidadas. ...Creyó haberlo vivido todo en cinco largos años, pero ese día, la violencia mostraba su peor cara. No se equivocó cuando manifestó que Caracortada, era el diablo en persona.

Dolido, limpió su rostro con la manga derecha del uniforme.

—Tiene suerte, padrecito —dictaminó Caracortada sin el menor escrúpulo por su sanguinario acto—. Le daré otra oportunidad. Creo que hay otra «ramera» disponible en el campamento.

Hizo una señal al guerrillero Thomás, quien rápida y sumisamente, se adentró en la casa y en cuestión de segundos, para evitar cualquier síntoma de reproche de su comandante que podía ser letal, condujo a Lucía al salón donde se encontraban reunidos. Esta vez, la expresión del rostro del sacerdote pasó de un tono pálido a un demacrado intenso. El reciente asesinato fue olvidado. Sintió que la propia fe lo asfixiaba. Desconociendo el detalle de lo que había ocurrido, Lucía relacionó el disparo con el cadáver térmico de la militante. Era imposible no verla. Todavía resplandecía la lozanía de un cuerpo joven y seductor con pecados ocultos, ahora nadando en sangre. Lucía tapó su boca con la mano derecha mientras se desaguaba en llanto. Apenas la conocía, con sólo dieciocho años gastados y varias décadas sin uso; la imaginó suya, que la sufrió con angustia materna.

—Bienvenida, doctorcita.

Saludó descaradamente el comandante. Lucía titubeó para mirarlo, sin la más mínima intención de corresponder con el saludo. Lo habría hecho si el miedo la hubiera dejado y si tuviera la certeza de que sus palabras llevarían pólvora, y que Blenson, no tendría escapatoria a la muerte. La memoria dejó caer en ese preciso instante, la pregunta que la noche anterior le hiciera dos veces a su amiga Carmen: «¿Sabes qué ocurrirá con ese demente?» El lugar de la escena era evidente para imaginarlo, una joven desnuda y asesinada, un demonio lejos de su hábitat y un sacerdote al borde de la locura pendiendo del último hilo de la fe.

Asustada por la voz misteriosa y ante la extraña necedad de conocer la cara de su enemigo, se atrevió a levantar el rostro. Una errada decisión que también la atormentaría durante el tiempo de reclusión. El mal presentimiento se hizo realidad; esta vez, creyó morir antes de tiempo al visualizar la fea y rojiza cicatriz en el rostro pálido; velozmente, su aturdido cerebro hurgó en el pasado, directamente el día de su secuestro y lo relacionó con el monstruo aquel que cargaba el arsenal en su cuerpo y que la miró atemorizante por unos cuantos segundos, los suficientes para sentir pánico. La frase que le mencionó a su amiga Carmen retornó de nuevo a su cerebro: «¿Sabes qué ocurrirá con ese demente?» Era cuestión de esperar.

—Ya sabe lo que tiene que hacer padre, así que, me pondré cómodo para el espectáculo —manifestó Caracortada asentando su cerebro con pantalones en una silla plástica de color blanco. Qué ironía.

El padre Élfar conocía el desenlace si se negaba, pero no estaba dispuesto a tomar la iniciativa. La mejor opción era el sacrificio. Luego de una leve mirada a Lucía, se dirigió al líder subversivo en medio de un sudor emocional que enjuagaba las palmas de sus manos.

—No lo haré, Blenson... —lo dijo secamente.

Tragó un bocado de aire y de saliva para pasar el amargo sabor de las palabras que pronunció sin hacer alusión al título del subversivo... Después de lo ocurrido no tenía derecho a una pizca de dignidad.

—Pero si es necesaria otra muerte —prosiguió—, ¡asesíneme! Nadie tiene porqué pagar lo que no debe.

El clérigo estaba decidido a correr el riesgo para evitar tal sacrilegio a su vocación, y salvar a Lucía.

—Lo haría con gusto —dijo Blenson—, pero me temo que la intención de este día es otra. —Se incorporó acercándose al sacerdote hasta rozar el rostro con su mal aliento y anclar los garfios de su despótica mirada en la mirada celeste que le hacía frente—. Hoy, quiero que el bien calce en los zapatos del mal y me decepcionaría si cambio repentinamente de parecer. Cuando algo se me ocurre, no lo dejo a medias y es precisamente hoy, padre, que tengo el cerebro antojado —sus miradas estaban a centímetros de hacerse daño—. Seré generoso; le daré una mano...

Caracortada dio vuelta y se acercó a Lucía; ella reaccionó con un susto que no tenía cabida en su alma, y en el acto retrocedió hasta chocar su flácida cadera con un viejo escritorio de madera. Lo bordeó y trató de alejarse del demonio humano, pero se hallaba en sentido contrario del largor de la casa en la limitada dimensión del salón. Al verse acorralada, gimió con desespero entonando con su cuerpo erizado la canción del miedo. No le quedó otra opción que intentar resguardarse en su cuerpo, agachándose como un infante temeroso, pero hasta allí llegó la intención de su enemigo que la agarró del cabello, la tiró bruscamente al piso arrancando un manojo de pelos, desgarró su blusa y de un tirón le arrancó el sostén. El débil gemido se convirtió en grito de chicharras y la repulsa de Lucía con la debilidad a cuestas, no fue suficiente para defenderse.

—¡Déjala, maldito demonio!

El padre Élfar se sublevó, pero no pudo impedir que la maltratara cuando un fusil le apuntaba a la cabeza. El guerrillero que fue en su búsqueda tenía órdenes claras para someterlo. Caracortada continuó con el reflejo del demonio azarando sobre la piel y la despojó brutalmente del pantalón quedando como una inofensiva semilla sin vaina. Lucía, atemorizada, recogió los pies uniéndolos y sujetándolos con las manos, tratando de cubrir sus pechos al reposar el mentón sobre las rodillas. El cabello largo se soltó de la tira que lo cubría y cayó sobre los hombros, cubriendo parte del rostro para ocultar la vergüenza.

—La cena está servida, padre, solamente faltan los cubiertos. —mencionó con gesto atrevido y vulgar, cuando sacudía los dedos de su mano derecha dramatizando lo dicho—. No tengo mucho tiempo, así que debe apurarse, porque de lo contrario, me tocará decidir por usted, padre, y no le gustará la decisión.

El asesinato cometido era la prueba perfecta para creer en sus amenazas. Un segundo homicidio no sería problema.

—¡Dios!, sabes que no tengo otra salida —susurró el padre... antes de postrarse a los pies de Lucía; ella, temblorosa y con la voz quebrada, resucitó el aliento para desaprobarlo.

—¡No me toques!

—No puedo permitir que te maten —manifestó el padre Élfar azotado por la vergüenza.

Testigo del azaroso diálogo, la risa de Blenson se reprodujo en fantasmas que se reían con él, y acosaban al sacerdote. El alma de Saína debió repudiar el acto. Y su cuerpo inerme, todavía tenía frescos los oídos para atormentarse.

—Si antes flaqueaba mi fe, ahora quedará sepultada —respondió la mujer consternada y con la voz agravada, retocada por el miedo. Un silencio abrumador se hizo solo, para que sus miradas humectadas de odio, conversaran con sigilo.

Caracortada se acercó con sevicia y la tomó del cabello forzándola en medio del martirio a tenderse sobre el piso. Colocó un puñal en el cuello que alcanzó a cortarla levemente, obligando al sacerdote a tocarla, acariciando y besando sus pechos, que hacía con repudio.

—Ve que fácil es, padre Élfar —expresó cínicamente—. Ahora es sólo cuestión de encaminarse a la dicha. Ya sabe dónde está padrecito. Tantéela para que no se pierda.

—No. ¡No lo hagas! ¡Deja que me mate!, ¡pero no lo hagas! —manifestaba lucía desaprobando algún indicio de placer.

—Sabes... que no quiero hacerte daño... pero... te matará si no lo hago —Justificó una vez más el sacerdote, ya domado por el veneno de la carne cuando alternaba caricias y palabras.

—Se acabó su tiempo, padre.

Caracortada cambió el puñal por el fusil, que desaseguró rápidamente y lo colocó en el pecho de lucía, que solo tuvo tiempo para ocultar el miedo al cerrar los ojos, no sin antes maldecir mil veces a la bestia; mientras sus labios oraban a la santa...

—Si no hay ganas....

—¡Lo hare! ¡Lo haré! ¡Espera! ¡No le hagas daño! —desesperado, el presbítero interrumpió la frase que simbolizaba el llamado de la muerte.

—¡No lo hagas...! —repitió una última vez con tono enérgico y suplicante—. ¡Deja que me mate!

Al verse entre la espada y la pared, con las palabras azarosas del enemigo y las de Lucía trepidando punzantes en su cerebro, el padre Élfar la calló de un grito con tonalidad casi agonizante; sus manos temblorosas le hacían la segunda voz al chirrido de dientes cuando intentaba masticar vocablos prohibidos. Trepó sobre el endeble cuerpo de Lucía en posición ventral; recogió la sotana para facilitar los movimientos, separando sus piernas con las suyas, usando su mano derecha para facilitar el acople desde la cremallera de su pantalón militar hasta la intimidad del panti. Thomás, aterrorizado, desvió la mirada para evadir el pecado, siendo recriminado por el comandante Blenson.

—¡¿Qué le pasa, soldado?! Deleite los ojos que este espectáculo no se ve todos los días. No me motive a que se los abra que no estoy de humor.

Ante la amenaza, el subversivo no tuvo otra salida que cumplir la orden. Quería enceguecer la mirada y hacerse a la idea de que nada pasaba en frente suyo.

—Lucía bajó el telón agrietado de sus párpados para ocultarle a los ojos la ignominia, pero no pudo evitar que, de ellos, brotaran lágrimas contaminadas de odio, hiperventilando el dolor en todas sus manifestaciones como si la ansiada muerte, le estuviera dando respiración boca a boca... El equilibrio emocional entre el deseo de vivir y el deseo de morir, se había roto.

Luego del religioso coito, cuando la obsesión del pecado se fortaleció con el instinto animal engatusando al alma, que tratar de detenerlo era imposible, se cumplió el perverso deseo de Caracortada cuando le manifestó al presbítero: «Hoy quiero que el bien calce en los zapatos del mal».

El padre Élfar se apresuró en acortar el tiempo y acelerar el clímax, con la sabia intención de aminorar la culpa. Pero Lucía, vencida y con la voz ya muerta, fue arrasada por el brío de un orgasmo místico incubado por años, que por las peripecias del demonio, fue liberado mansamente de su atrofio. La acústica del indómito grito de hedonismo y de fastidio con un ligero tono diabólico y partitura religiosa, se hizo inevitable al desperdigar sus notas de furia sobre la inmensidad de la jungla, con el sólo carraspeo de las cuerdas vocales que rechinaron desgastadas como si fueran de metal oxidado. En medio del disturbio psíquico, deseó, que aquel lustro de pasiones equívocas fueran los almíbares de su primer amor terrenal, pero no fue así, era el segundo, y no eran mieles, eran hieles saturadas de sal y amoníaco que con su olor nauseabundo amenazaban con corroer los tejidos de la cavidad nasal. El primer amor, póstumo y frío, estaba momificado en su memoria con el triste recuerdo de Losena; frágil capullo de diecisiete pétalos inmaculados con corazón y espíritu tan blancos que, al mirarla, radiaba de destellos pasionales que enceguecían; apego primaveral de su descarriada juventud, consumado mucho antes de que se le ocurriera la vida clerical.

Durante aquel amor efímero, cuando las vértebras parecían desencajarse y el desaliento navegaba en la sangre por el río tenso y sudoroso del cuerpo, las mariposas revolotearon en su estómago batiendo las alas hasta que perdieron sus pétalos con su muerte. Pero esta vez, no fueron mariposas las que revolotearon en su estómago, sino, sanguijuelas carroñeras que navegando a través de la sangre y ante la desvergüenza inquisidora de su espíritu, se abalanzaron en romería al interior de su cuerpo con picos y garras imaginados, para destriparle las entrañas que comenzaban a emanar la sudoración anticipada de la muerte. La náutica travesía a través del torrente sanguíneo les favorecía descuartizar su corazón. Simplemente, fue una consecuencia hipocondriaca del suceso. El padre Élfar Cazallas, conmovido y con la conciencia remordiéndole hasta los tuétanos, estaba más vivo que nunca.

El partisano Thomás, embobado por la sacrílega escena, se sintió así mismo un hereje del amor de Dios al ser partícipe de un hecho abominable. Había querido desconectar de su cerebro los sentidos de la vista y del oído, pero para su infortunio, al sentido del olfato le nacieron ojos y oídos que todo lo vivió, lo vio y lo escuchó doble. Habría deseado perder el sentido sin importar lo que pasaría luego, sin embargo, fue la presencia de un dolor extraño lo que lo mantuvo despierto al punzarle la conciencia. Lo vivido era un tormento menor que cualquier fusilamiento a su cargo para purgar el miedo.

Fue así como el padre Élfar, divisó el triunfo no buscado desde la cima de su logro, cuando la pasión se desprendía como un águila hasta posar sobre el cuerpo desmadejado de Lucía, sosteniendo el suyo sobre el de ella apoyado en las palmas de las manos. Cesaba la sensación del último apuro que lo dejó exhausto. El sudor térmico que fluía de la frente, caía sobre el vientre de Lucía que no paraba de temblar. Por un segundo que supuso un día, creyó ver a dos demontres que tenían cuernos hasta en las orejas sosteniendo las manos inútiles de Lucía. Bastó un destello de lucidez para recordar su vocación luego de estar engatusado por el demonio.

—¡Dios mío! ¡¿Qué he hecho?!

El gentil sacerdote de piel mestiza, ojos claudicados al pecado; agitados por el amor a su profesión y sublevados por el amor a Dios, se levantó con el horror de quien comete un delito en su inocencia, acomodando azarosamente el sexo doblegado al interior de su pantalón, sin alcanzar a subir la cremallera, que la sotana manchada por la aberración, logró disimular. Miró las palmas de sus manos... Ante su ceguera espiritual, los pliegues de flexión palmar se habían borrado, negándole la posibilidad de discernir el futuro más inmediato. Se llevó las manos a la cabeza, los miró a todos, abrió con brusquedad la puerta y se echó a correr como un paranoico y a girar sobre el eje descoordinado de la razón, con la mirada hacia el firmamento para darle la cara al Creador. La prematura noche aún vestía la palidez de la tarde con un melancólico canto desafinado de chicharras.

En cierta ocasión, reunido con otros comensales de la causa, inmersos entre el hollín de la selva y el crepitar azaroso de las balas que llovían desde el aire rasgando sus fibras de hule donde se amortiguaba la ira, en una contienda con el ejército que se extendió por casi dos días con cuerpos convertidos en didácticos rompecabezas, y una parte de la selva pigmentada de humor encarnado como si las plantas hubieran menstruado con vaginas prestadas, Élfar se atrevió a aseverar, que aquella barbarie como cualquier otra existente, debía ser producto de muchas bocas y manos hermanadas por los mismos intereses, pero que nunca una sola mente tenía la capacidad pérfida y descorazonada para cometer un oprobio sangriento de magna naturaleza. Pero aquel día, él mismo comprobó que no hace falta derramar una gota de sangre para cometer el más protervo de los actos ante los ojos de Dios.

—¡No fue tan difícil, padre...!

Le gritó Caracortada culminando con una grotesca carcajada. No tuvo la intención de tocar sexualmente a Lucía, pero su actuación fue más cruel. Siendo un experimentado forjador de pecados, con el nuevo cometido, le ordenó al partisano llamar a la india Nazahala para que hiciera la limpieza, luego de que él mismo se encargara del cadáver de Saína, que con los ojos bien abiertos, agarrotados, susceptibles y vertiendo todavía lágrimas coaguladas de sangre negra, lo había visto todo desde la antesala de la muerte. La orden incluía al chamán que lo acompañaba como su indio personal, para que vertiera mejunjes en el sitio con la pretensión de ocultar las culpas y que lo libraran de todo mal. Luego del apresurado concierto de órdenes, salió de la casa para enterarse del rumbo del padre Élfar.

Como Nazahala, había docenas de indias obligadas a los menesteres del campamento, sin otra retribución más que la vida. También tuvieron la desventura de que fuera corrompido el mundo ancestral de sus costumbres indígenas, cuando las prácticas sexuales de sus comunidades, se vieron atropelladas por la lujuria de los subversivos en épocas de calor. Casi que a diario. Algunas de ellas fueron mártires de vejámenes y fueron víctimas de los padecimientos del aborto.

Lucía se recogió de pies, marchó hacia atrás y con aspecto psicótico, se acorraló detrás del escritorio tratando de ocultarse. Thomás, que se mostraba tan perturbado como la víctima, se quitó la chaqueta militar y se le acercó expectante para que se cubriera; luego de negarse a recibirla con un gesto malacaroso, la depositó sobre sus hombros.

—Siento mucho lo que le pasó, doctora Lucía —dijo mendigando palabras a su mollera sintiéndose culpable por la herejía de su comandante—, si hay alguna culpa de mi parte, le ruego me perdone. Solamente hacía las veces de mensajero, de no hacerlo... habría terminado como Saína. También sé que el padre Élfar no quería hacerlo... fue sometido por el demonio. Usted lo sabe.

Trató de ser explícito en la disculpa excusando al sacerdote, así a Lucía, en su denigrante situación, poco le importara y no tuviera interés alguno en comprenderlo. Su mente se había desconectado del mundo. Y su corazón martillaba una lista de abominaciones en el cuerpo de Caracortada, que mantendrían al chamán ocupado tratando de desclavarlas.

—Le recomiendo, doctora —insistió Thomás—, que se esfuerce en volver en sí, debe organizarse y salir; no sabemos que pueda hacer este demente si la encuentra cuando regrese. ¡Hágame caso! Llamaré a Yanida para que la acompañe; yo... debo buscar ayuda para limpiar y sepultar a Saína.

El alma de Lucía estaba momificada con su suerte. Por su parte, el padre Élfar no se había alejado lo suficiente de la casa al interior del campamento del que no tendría forma de salir, al menos con vida; algunos de los guerrilleros permanecían atentos de sus pasos. Aletargado, apoyó su mano derecha sobre una ceiba de las varias que delimitaban un sendero al interior del refugio guerrillero, y dobló su cuerpo hacia delante ante la sensación de náuseas, que le estimuló la necesidad de vomitar somatizando el miedo y la vergüenza. Fue tan inevitable como el sexo.

La majestuosa ceiba, un árbol virtuoso de conocimiento milenario y belleza solemne y misteriosa, conocido por los campesinos de la región como el árbol del santísimo o del poder de Dios, sin pensarlo, le sirvió de confesionario, luego de que la corteza conociera un poco de su náusea. En esta ocasión, el prejuicio espiritual le hizo ver una sopa amarillenta y putrefacta que hervía de gusanos. Entre las ramas de la ceiba, una invisible sombra angelical batía sus alas, y una mirada indiferente lo seguía.

—¡Fornicar! traicionando el amor de Dios —protestó ensimismado.

Un ejército de miradas turbias avistaba de todas partes. Algunas no tenían cuerpo.

Luego de lo vivido, el padre Élfar se desploma de rodillas y maldice injuriando al demonio que lo ha poseído y jugado con él. Sollozó como un chiquillo desorientado amamantado de culpas. Se dio a sí mismo latigazos de reflexión cuestionando su fe y enalteciendo a la muerte, que la imploraba como el sagrado recurso del arrepentimiento. Pero el miedo se hizo extremo que lo hizo cuestionar hasta a la misma muerte.

—¡¿Dónde estás?! Soberana del dolor ¡muéstrate ahora! ¡Arrasa la maldad de estos tus enemigos que insignificantes son ante tus ganas! ¡Descuartízalos! como la basura que son..., o... apiádate de mí... antes que la vergüenza me condene.

Las palabras vertían entre gestos retorcidos, enjuagadas de sudor de ira, de sudor de miedo, convertidas en amenaza, atrevidas y soberanas, prevenidas lejos del enemigo que, enaltecido por la ignorancia de la fe, estaría dispuesto a usar como hostias de guerra en la garganta alterada del padre Élfar... para atragantarlo. Pero el tiempo que todo lo desvanece, amainó la ira religiosa hasta debilitarla. No ocurrió, sin antes invocar a Losena y suplicar su perdón, a quien, en su lecho de muerte, le juró que jamás tocaría a otra mujer de carne y hueso así le costara la vida. Un juramento que ignoró cuando el escenario estaba presto para que se cumpliera. Pero sabía que otra inocente igual pagaría con su vida. Fue Losena la primera hebra hilvanada por la razón para discernir su vocación a la vida sacerdotal, fue entonces que comenzó a enamorarse de la sensualidad espiritual de su segunda novia... Pero ahora, forzado por la conducta psicótica de Blenson, las había traicionado a las dos en un santiamén.

El padre Élfar debió conformarse con saber que la muerte lo ignoró, una actitud inofensiva que podía perdonarse. En cambio, sentirse ignorado por Dios calzando en sus sandalias, era un acto que cercenaba el espíritu. Esta sensación no había aflorado en todo su esplendor en la perturbada mente del sacerdote. De presentarse, ungiendo su cerebro como un mal presagio que no tiene cura, sería una batalla infernal desprovista de esperanza que haría del padre Élfar, otro enemigo para cualquier ser vivo, incluso, hasta para la misma muerte.

No fue difícil que los rehenes se enteraran del vergonzoso suceso. La ceiba no rompió su voto de silencio, pero los curiosos, alarmados por el disparo que apagó a Saína, los gritos civiles y religiosos, la grotesca burla del comandante Blenson y el desahogo del sacerdote luego de la culpa, recrearon conjeturas en su cerebro baldío que, luego, el atormentado Thomás, articuló con algunos detalles pecaminosos para que se convirtiera en un telegrama urgente por todo el campamento. La noticia creó conmoción entre los rehenes y aunque admiraban al sacerdote, hubo quienes lo condenaron entre pensamientos necios. Los más sacrificados por su condición de autoridad, lo sacaron en limpio, y algunos otros prefirieron silenciar los comentarios. No faltó quien, vilipendiado por el género opuesto en la trayectoria de su vida arrinconada en el olvido, le echara la culpa a Lucía. Pero, su amiga Carmen estaba allí prevenida con las garras irónicas del útero para defender la existencia de su género, y en especial, el suceso que desvencijó el alma de su amiga.

Debieron pasar días en los que el padre se sintió acribillado por la mirada de todos los seres vivos. El sólo hecho de compartir la prisión, ya era un castigo, aunque procuraba imaginarse aislado, así se pudiera distanciar al menos un par de metros de los compañeros de prisión que, por el hacinamiento, se hacía casi imposible la convivencia. En momentos de crisis, sentía que el pecado no podía tener cabida en su cabeza y lloraba cogiéndola como si ésta fuera a estallar. No lograba encontrar la manera de distraer los pensamientos en estado de vigilia. Las reminiscencias de otras épocas pasaban ante sus ojos extendiendo sus alas mortecinas, aquellas que alguna vez fueron níveas como el amor al prójimo: su infancia humilde y sumisa acompañada con su madre, una tía, cuatro hermanos, algunas penurias y la ausencia paternal, compartiendo rabietas, risas, coleccionando grillos y disfrutando travesuras. Su juventud indagadora donde compartió con amigos y aprendió secretos de la vida. El amor perdido de Losena, que de nuevo se hacía trizas ante la desventura. El seminario con su actitud inquisidora en la búsqueda de una paz más para el cuerpo que para el espíritu. El oficio sacerdotal en Girón, su ciudad natal, y el mismo día de la pesca milagrosa, su última evocación. Fue allí, en ese instante recordado, que la vida le comenzó a dar la espalda y se negó a mostrarle una vez más el semblante que lo fortaleció con su risa. Desde esa vez, la espalda le sonreía con su descarnada mueca de tragedia, que cada año más raquítica y estrafalaria, le revelaba un camino pedregoso que conducía a la muerte: aquella peripatética doncella del mal, de aliento alado, mirada de alquitrán y vientre sin fondo que desde hacía rato le estaba cuchicheando al oído.

¿Qué espécimen sería para el futuro así no hubiera futuro? Se veía como el feudatario del diablo.

Las noches no eran distintas. Seres de otros mundos perpetuados en demonios de tres cabezas lo acosaban con sus lenguas de fuego que no quemaban la piel, pero penetraban su cuerpo. Ángeles con imponentes alas negras lo asediaban muy de cerca disfrutando la escena, riendo salvajemente como hechiceros poseídos por un mal dominante. El padre Élfar, con la conciencia renegrida de alquitrán donde escandalizaban los reclamos de sus dos novias, la una convertida en ángel y la otra convertida en vergüenza suplicaba el perdón mientras su corazón se quemaba en su interior. El subconsciente se deleitaba especulando ante la aparición del miedo. Y las noches siguientes se hicieron eternas, y las eternas se hicieron siguientes, y todas parecían una sola noche. Después de eso, las pesadillas crearon altar en la mente perturbada del sacerdote; cada escena distinta formaba parte del mismo capítulo. Lucía estaba en la mayoría de ellas tendida sobre una cama de metal, amarrada de pies y de manos con cadenas a los extremos de las barandas, y sobre su cuerpo semidesnudo con la ropa rasgada, disfrutaba ansioso el cuerpo del padre Élfar que experimentaba una diabólica metamorfosis en su rostro, mientras saciaba las ganas reprimidas de muchos años. Ella, ante el forcejeo por querer liberarse del demonio apoderado del alma del sacerdote, o del demonio que era el mismo sacerdote, laceró la piel de las manos y los pies donde iban los grilletes, corriendo la sangre en diminutos hilos que luego se tornaron gotas alentadas de un rojo vivo, cuando las leves heridas se agrandaban hasta convertirse en llagas de dolor intenso. Por las rendijas de sus labios sangrantes como si hubieran sido mordidos por un nido de serpientes, el ruego de su voz mutilada repetía una y otra vez: «¡No! ¡No lo hagas! ¡No! ¡No lo hagas! ¡No lo hagas...!». Hasta el mismo instante en que un silencio de clímax profano, le profetizó el fin de algún indicio de paz y de esperanza extraviadas en su interior, cuando la ignominiosa expresividad del semblante satisfecho del sacerdote, le anunciaba que todo estaba consumado. Parecía escucharlo sarcásticamente sin ser dicho. Ella solamente tuvo valor para maldecirlo y acusarlo, y maldecirlo una y otra vez, emitiendo un llanto supremo y luego una risa irónica, hasta que el dolor más profundo que jamás haya sentido, se ahogara en el chillido infinito de sus cuerdas vocales.

Una pesadilla sin fin que no era distinta de la realidad. Demonios vestidos de militares y secuestrados mofándose de su vida en una risa irónica y complaciente; aquella pérfida vida antes digna de esplendor y gracia, ahora oscura y sometida.

El ángel de la guarda que se quedó afuera de la casa de Blenson sumido en la tristeza sobre un naranjo, y que luego lo miró indiferente desde lo alto de la ceiba cuando nauseaba, contó las noches en que el padre Élfar despertó sobresaltado, colérico, sudoroso y con el miedo transformado en su anticristo personal. Lo vio desesperado tantear con sus manos en medio de la oscuridad, la cadena con el crucifijo bendito en plata antigua que pendía de su cuello, y no lo desamparaba ni para tomar el baño. El filo amellado de una fe oxidada le agrietó el espíritu, y creyó congeniar con el demonio en sus alucinaciones. Pero su ángel de la guarda estaba allí, ya condolido, decidido a auxiliarlo para restaurar su fe. «Perdóname Dios», se convirtió en un estribillo que a veces musicalizaba a la mitad.

—Sabes que fui obligado —insistía justificando su actuación—. De no haberlo hecho, ese ¡maldito! la habría matado... ¡Oh Dios!, perdóname por lo de maldito. Sé que es mi deber perdonarlo porque no sabe lo que hace. De seguro..., de seguro que no te conoce, padre celestial. Solamente conoce a ¡Satanás!, o tal vez... ¡él es Satanás! ¡Sí! ¡Eso es! Él es Satanás en este sitio y está empeñado en acabarnos. No permitas que esto ocurra. No lo permitas tu que tienes el poder para destruir el mal...

Respiró profundo por unos cuantos segundos para intentar mantener el aire en sus pulmones y oxigenar debidamente su perturbado corazón, y luego, exhaló con ánimo por boca y nariz la sensación de algún fantasma revoloteando en su interior.

»No te dejaré tranquilo y te seguiré importunando con mis oraciones, así haya momentos en que sienta que la fe me huye, pero seguiré insistiendo hasta que comprendas lo que hice. A Lucía... ilumínala para que pueda comprenderlo y perdonarme... y que esos... nuestros enemigos, porque también son enemigos tuyos, Señor, que se compadezcan y la saquen de este antro de perdición y dolor. Haz que regrese a su casa antes que la muerte le madrugue. Y permite... que tenga la fortaleza para hablar con ella.

Culminó con la vergüenza de un arrepentimiento frustrado que comprendió normal, pero que, en el fondo, sentía haber actuado correctamente. Si lo que hizo obligado por la mano del hombre no es digno ante los ojos de Dios, sentirse culpable por un asesinato de haber ocurrido, lo hacía indigno para presentarse ante Dios al arrebatar una vida sobre la que no tenía autoridad alguna. La muerte de Saína, lo consideraba más un accidente porque desconocía que la maldad de su enemigo, atentara contra una indefensa mujer que formaba parte de la organización a la que representaba, y de la que no conocía alguna culpa. Pero existía, al ser desenmascarada ante el comandante Caracortada como una delatora de las operaciones del ERAL, haciéndose acreedora al fusilamiento, ya conocido en los campamentos como el castigo por actos de traición.

Ante la perversidad de sus actos y el odio hacia el sacerdote, Caracortada consideró ético a su estilo, hacerle creer que la asesinaba por haberse negado a cumplir su desquiciada orden. De haberla cumplido, la suerte de la guerrillera no habría sido distinta; y probablemente, la suerte de Lucía sólo habría sido postergada. De seguro lo seguiría asediando hasta convertirlo en un demonio con el que pudiera hablar el mismo lenguaje.

No pasaron muchos días de padecimiento por lo ocurrido, cuando Yanida hizo un comentario suelto cerciorándose que fuera escuchado por alguno de los rehenes de lo que, por boca de otros, se había enterado sobre el verdadero suceso que motivó la muerte de la guerrillera Saína, «...un simple acto de traición». Había sido delatada por entregar información al gobierno que comprometía al movimiento. No demoró el padre Élfar en enterarse; fue precisamente, cuando permanecía practicando el retiro espiritual, que no era otra cosa que la necesidad de permanecer callado para purgar su vergüenza. Se aisló algunos metros físicamente de sus compañeros, pero cientos de kilómetros en su interior para hacer su propia reflexión.

—Su muerte fue sólo una presión. ¡Maldito vándalo! Ya lo tenía planeado. Satanás en su astucia sabe dónde hacernos caer —musitó en voz baja.

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