Capítulo 25

En clandestinidad absoluta como bocado para la selva, la sofisticada ciudadela que albergaba el más imponente campo de entrenamiento del ERAL, se había constituido como una importante zona de negocios, de almacenamiento de armas, droga y dinero; de leyes propias, de cultivo de coca, de entrenamiento en armas y de orientación en la lucha contra el régimen político. Los guerrilleros hombres y mujeres, eran adiestrados tanto para la batalla, como para adaptarse a la dura vida de la selva. El instinto de supervivencia era despertado con tácticas especiales. La orientación incluía capacitación básica y especializada en la fabricación de armas con trozos de palo y recursos de la selva; hasta las inofensivas charlas sobre medidas anticonceptivas eran interesantes y necesarias, cuando los accesorios del placer sexual, formaban parte del arsenal de guerra inventariado para cada soldado insurgente. Hacía parte del adiestramiento, la interiorización de normas, reglas y reformación de pensamiento mediante técnicas coercitivas, necesario para modificar las creencias y el comportamiento con propósitos subversivos. Una difícil transición de una vida normal a las filas del ERAL entre montañas y selvas, donde cada rostro, expresaba los infortunios, penas y condolencias de su reclutamiento. Pocos, entre ellos, reflejaban la fascinación de un mundo de sueños anhelados para su vida. Particularmente, aquellos enfermos por el crimen, que hallaban complacencia en una vida inhóspita y salvaje, fermentada de miedos y riesgos, de timidez y subordinación. La sangre del conflicto les corría natural en sus venas, porque se sentían parte de él.

El fervor de los entrenamientos creaba adicción, y el instinto salvaje se fortalecía del odio apasionado cultivado con fascinación, esmero, crueldad y disciplina; elementos necesarios para lograr la dura expresión de un rostro hecho a la medida de las prácticas obscenas para desear el mal. La osadía de algunos comandantes visionarios de un poder obsesivo, extendía las jornadas de entrenamiento hasta la medianoche que encajaba perfectamente con la benevolencia de la perversa autoridad.

Como lo dijera Justiniano, uno de los altos militares secuestrados, al referirse a la preparación de los integrantes del ERAL: «La debilidad no es reina para ser ovacionada, pero si enemiga para ser despreciada». Había cadáveres que eran la prueba fehaciente de haber reprobado el entrenamiento, y sólo habían logrado el título de difuntos.

Ante las exitosas acciones del gobierno en manos del ejército y la policía, con la sana complicidad de la población civil decidida por las cuantiosas recompensas o la esperanza de recuperar el honor y el país de sus sueños, la euforia de los medios castigaba duramente al ERAL, insinuando estar corrompido al perder su identidad ideológica falseando en su poder, cuando no existía un norte que los orientara. Cada comandante del alto secretariado y cada cabecilla dado de baja, era una voz desnuda que no volvería a replicar; parte de la semilla mala del árbol que no regresaría a dar frutos.

Como juez y soldado, valiéndose de todas las herramientas, virtudes y probabilidades, Colombia arremetía con su ejército usando el arma de la psicología para promover la deserción, dando una nueva puntada en el tejido de la libertad. Durante semanas, tres helicópteros relampagueando en las postrimerías de la selva, en las cercanías del Vaupés, el Guaviare y Vichada, revolotearon como moscas ansiosas, consagrados en la tarea de concientizar guerrilleros a través de los potentes altavoces, induciendo a la reflexión y la alternativa de futuro para lo que restaba de sus vidas. La motivación invitaba para acogerse a los programas de reinserción estructurados por el Gobierno.

La enérgica voz era impulsada desde el interior de la nave, con la potencia de un águila disparada desde lo alto de un risco en busca de comida:

«Guerrilleros del ERAL, es hora de combatir contra sus conciencias y acabar con la tortura de sentirse responsables por la libertad de un pueblo, cuando ustedes mismos, no pueden llamarse parte de un movimiento, sino, parte de un secuestro. Una forma de vida sin futuro que solamente les genera daño y entorpece el desarrollo económico del país que los vio nacer, que los considera sus hijos. Mientras haya voluntad y gente fortalecida en la fe, se alberga la ilusión de liberarse del yugo de la violencia, de quitarse la mordaza del malo y rendir tributo a la paz; este acontecimiento hará reverdecer la esperanza; sólo así, se lograrán grandes beneficios para todos. No podemos ser ciegos a las intenciones del Gobierno que hoy les abre sus puertas, con el inicio del proceso de negociación y la creación de programas de reinserción que les permitirá volver a la vida normal. Muchos de ustedes ya han dado este gran paso, y Dios sabe, que nada les haría regresar sobre sus huellas».

Cientos de guerrilleros debieron escuchar los mensajes como una canción psicológica que perdura sin afanes, cuando el recado subliminal, invitaba a la desmovilización de una vida de conflictos y armas, como una ansiada posibilidad de volver a la vida normal; aquella, que muchos ni siquiera recordaban asqueados por el olor insoportable de la guerra.

Las palabras pronunciadas como pensamientos muertos, vaivenearon en el vacío de las cabezas ahuecadas sin crear eco, rebotando inútiles hasta perderse en el abismo de sí mismos. El siniestro resultado de cerebros lavados, algunos tan bien lavados que, recuperarlos, era irreversible.

El gran legado de los chinos comunistas para el mundo en su suntuosa muestra de poder sin perder el control, lograba que los prisioneros de guerra se sintieran inhumanos, al causar con el efecto de la crueldad, daños psicológicos irreparables, destruyendo las memorias para doblegar su voluntad y amoldar su mente a las pretensiones. Nada distinto a lo que acontecía en las entrañas del ERAL.

Sin importar el estado de salud a los rehenes no les bastaba estar sometidos; eran obligados a largas y tortuosas jornadas de camino cuando fuera necesario; encarnados en la memoria de la selva, atiborrados de pantano hasta las intenciones, y fatigados, ante un extraordinario mar verde que fabricaba sus propias condiciones de oleaje, negándole, incluso, la entrada al sol cuando se le antojaba.

Con un alto índice de mortalidad y algo más de incertidumbre, la selva se ofrecía majestuosa con la nobleza del anfitrión y la hospitalidad de sus habitantes que, por años, la defendieron hipotéticamente como el hábitat más preciado del universo. Una estimulante tarta de espinaca tupida de millones de insectos a merced de la hambrienta crueldad del hombre que amenazaba con devorarla.

Los combatientes del ERAL, se establecieron y adaptaron como una especie más, al ocupar espacios que para sus ojos fueran amplios, pero diminutos para la selva en medio de tanta inmensidad; un estratégico rincón sin fondo para esconderse que, en sus profundidades, está colmado de fantasmas mimetizados que matan, haciendo de esta maravilla una amenaza silenciosa.

El ejército, durante años, ha profanado cautelosamente estas tierras abruptas de vegetación y misterio, siguiendo los pasos clandestinos de sus enemigos. Pero es demasiado mínimo comparable con el avance de los insurgentes que la conocen como la palma de su mano, al punto de atribuirle el apelativo de «hogar».

La intención militar era forjada desde los altos mandos, y considerando los recientes sucesos ocurridos, la información se filtraba como una voraz víbora desplazándose sin dificultades entre las circunstancias... Una parte de esa información cocinada a la luz pública como rumores tendenciosos, forzaban al Gobierno a tomar decisiones de última hora, bajo el supuesto de la existencia de un numeroso grupo de guerrilleros que se desplazaba afanosamente por el sudeste colombiano en dirección a la zona del Vaupés, y que, al parecer, tuviera correspondencia con el plagio de la congresista Lucía.

Por verbigracia había que actuar, por más que la selva, imponente como una gigantesca almeja, fuera un inconcebible monte sin volcán a punto de hacer erupción.

El ejército en su avasalladora ofensiva militar, mitigaba sueños de todos los colores al arremeter sin misericordia sobre caseríos anónimos de la zona selvática del Vaupés, como si todos los allí dispuestos, por alguna razón, fueran sus más acérrimos y déspotas enemigos. Se trataba de indígenas desconcertados por la violencia, que los mecía como olas en la playa en el vaivén de la muerte y el sacrificio, luego, mutilados ante la insensibilidad de nadie. Miles de especies desconocidas que no podían martirizar ni hacer daño, pasaban a ser fantasmas que nunca existieron durmiendo en el olvido. Reces, gallinas, perros, marranos, corrían por sus vidas desprovistos de armamento en una batalla desigual; hasta el hambre huía despavorida sin esperar los cuerpos que la albergaban; lo propio hacían los ranchos construidos con palmas y madera seca que se doblegaban ante el impacto de las bombas y el fuego. Para algunos, solamente se trataba de un trozo de selva indigestado que no valía la pena, al fin y al cabo, con más de 12.000 kilómetros cuadrados en tan solo una zona del país entre los departamentos de Meta y Caquetá, era justificable la inversión que no pasaba de ser un diminuto derroche.

Al día siguiente, ante el espanto de los sobrevivientes acostumbrados al rigor de la selva, la mayor parte indígena, un oficial del ejército justificaba las acciones militares valorando las pérdidas como el valioso precio del combate que debe pagarse, comprometiendo al Estado para reconocer los daños, sin la firma de documentos que así lo certificaran. Todo quedaría como un minúsculo secreto engullido en la asombrosa extensión selvática del sudeste colombiano, como muchos otros.

La pataleta militar motivada por el estrés político, las operaciones de inteligencia a cargo de una unidad especial de las fuerzas militares y la sensibilidad de un pueblo, era una vergüenza oculta que no debía ser revelada.

Entre tanto, la guerra desatada en el corazón de Lucía después de las oscuras experiencias con algunos vándalos de la guerrilla, la cegaba sin misericordia; no consentía sentir el roce, ni la presencia limítrofe de un hombre así estuviera en su misma posición. La frustración que padecía los hacía ver iguales; no importaba la amistad, y de haberse dado el grado de consanguinidad o de afinidad, ni siquiera habría importado. No permitía que la mano de Dios a través del párroco, se posara en su cuerpo como una voz de aliento, que fría, se asemejaba a una tumba. Apenas las mujeres podían respirar cerca de ella, a excepción de su amiga Carmen, aunque había que arrancarle primero la costra a su temperamento para que lo permitiera. 

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