Capítulo 22
En su largo batallar sin comprender la guerra en un momento cualquiera de un día con sus dos partes, harta de ser atormentada por los demonios que en su cerebro se hospedaban, Lucía comenzó a empeorar, contó con la suerte de ser picada por el flebótomo en tiempo de abundancia; insecto pecaminoso e insignificante en su estructura, que guardaba el parásito protozoario en pleno proceso de maduración; en poco tiempo, dio inicio al proceso infeccioso creando una leishmaniasis cutánea con afecciones serias en la piel, conocida entre los insurgentes como: palomilla.
La carne parecía podrirse por dentro y alrededor de la picadura; el color rojizo le daba forma a la herida que comenzaba a drenar. La respuesta inmunitaria ahuyentaba la poca fe y alentaba la incertidumbre. Los medicamentos para contrarrestar los efectos de la infección cutánea estaban en la despensa de la enfermería en cada campamento del ERAL, como una provisión sagrada. Solo un demente consideraría el esquema terapéutico para combatir la infección en los términos suscritos por la guerrilla, bajo la tutoría de Manolo Medina, alias Salvador. Las dosis de antimonio recomendadas y suministradas a los enfermos, obedecían a las pautas del azar y la probabilidad, donde la curación no tenía garantía.
«No hay peor remedio que los síntomas de la desesperación y los signos vitales de la poca fe», dijo alguna vez Manolo para justificar sus procedimientos.
El padecimiento de una leishmaniasis visceral, sería el sermón de la última palabra. Esta probabilidad no debía rondar siquiera en su cabeza, porque el tratamiento a prescribir, haría cenizas su esperanza de vida. La muerte con su boca deforme, no permitiría biopsias ni análisis de sangre que concluyeran en un diagnóstico errado. La muerte, muerte es, y para suplir su ansiedad, no habrá nada oculto, ni siquiera la imponente selva colombiana por más segura que sea para un insurgente, es suficiente y confiable, y dejará de serlo cuando éste, actúe en calidad de víctima.
Noches consecuentes y angustiantes como dosis de calamidad alargaban el padecimiento. La desalmada infección se rehusaba a parar en la porfiada flacidez de su cuerpo. La fiebre durante días fue su verdugo, hastiándose de quemarla por dentro sin preguntar el término del asado. El aspecto vulgar, perfecto, maduro y dispuesto por la enfermedad, estaba en el punto exacto para ser examinado por la muerte; así lo delataba el brillo opaco de su mirada atormentada y el furor de la derrota festejando en su rostro. Los estragos se sentían en su cerebro y las funciones vitales, como comer, amar y sentir, parecían olvidarse.
El padre Élfar, estaba a su lado batallando con las oraciones para rescatarla de esa tragedia al evitar que se gastara las últimas reservas de vida. Fue inevitable aplicar el sacramento de la unción de los enfermos antes de imaginarla malhadada, y precipitarse hacia la nada sin la gracia especial que la preparara para el encuentro con Dios. Su rebeldía religiosa y las deudas espirituales pendientes eran otra cosa. Escuchaba de su cuerpo tembloroso mascullar un escalofrío, y de sus labios resentidos por la fiebre, el delirio de llamar continuamente a su padre.
Para Carmen, su leal amiga, la intención del padre Élfar requería apoyo, así que creyó necesario aferrarse de su mano con la furia del socorrista y apearse de su cuerpo, y envolverla entre sus brazos y robarse el calor que fluía de sus poros para arrancarla de la muerte, sujetando el alma con la fe como si fuera un pedazo de sábana transparente que colerizaba encerrada en la espantosa prisión de carnes maceradas por el sufrimiento. La deuda de la vida no quería ser cancelada. Así lo insinuaba su amiga que, obstinada, le repetía al oído una y otra vez: «la voluntad de vivir es más fuerte que la muerte. La voluntad de Dios es que vuelvas a casa al lado de los tuyos».
Palabras que lograron cautivar la esperanza en su interior para reponerse de su tumba; por azar y ventura, Manolo Medina también hizo su parte con medicación y cuidados. La cicatriz de la leishmaniasis le quedaría tatuada en la piel para recordarle el horror de la tragedia. ¿Y la huella en el cerebro? la sanaría el antibiótico de la muerte.
—¿Dónde estoy? —preguntó Lucía con la voz aun endeble.
—Todavía existes si a eso te refieres, amiga. —Carmen se acercó al rostro desmejorado de su amiga y le dio un beso en la frente.
—Lucía, ¿cómo te sientes?, te tenía encomendada al señor en cada oración. —Puntualizó el padre Élfar; sin terminar de hacer el comentario, ya había sido ignorado por Lucía al cubrirse el rostro con una parte de la sábana dispuesta sobre su cuerpo.
El todopoderoso era duramente cuestionado en su interior. El sacerdote debió pensar que ahora formaba parte del otro bando; comprendió el gesto y en actitud de conciliación se apartó de ellas para dirigirse a la mazmorra. Iba complacido por el resultado; si perduraba la altanería luego del dramático padecimiento de la enfermedad, sólo podía significar una cosa: había recuperado la conciencia.
—No debes ser tan drástica con el padre Élfar —protestó Carmen—. Te comportas como una adolescente. Él trata de hacer su tarea sin perder la fe luego de varios años de haber perdido la libertad. Todos se preguntan el motivo por el que todavía lo retienen y la respuesta es la misma siempre; no lo hay. La diócesis jamás pagaría un rescate. No cuenta con más familia interesada que su madre anciana y una hermana, de las que no ha sabido nada en los dos últimos años. Y de riqueza, se dice que es más humilde que un cántaro vacío esperando que le echen agua. —Lucía descubrió su rostro—. Yo en su lugar, ya había perdido hasta el encanto de la vocación. ¡Mírate tú! ¿Crees que calzando en los zapatos del padre Élfar con varios años de secuestro, intentarías celebrar una homilía? Imagino que, si rezas un padrenuestro, amiga, «te quemas la lengua». Pero él, rezó muchas oraciones por ti y estuvo pendiente cada día... Entiendo que le dieron permiso para cumplir con su misión de caridad en el campamento. Algunos lo menosprecian, y a pesar de todo, sigue ahí, firme en su fe. Me gustaría saber si después de lo sucedido continúas firme en tu proyecto político. Si miras a tus compañeros, es fácil deducir que sus proyectos, vocaciones y sueños se hicieron humo. Hasta dudo de los míos. En nuestra situación, no creo que sean muchos los que persistan —culminó Carmen el discurso ante el silencio total de su compañera; estaba acartonada recibiendo la reprimenda.
Los peregrinos de la violencia en su humildad de rehenes, eran seducidos por su aroma en todas las formas, algunos casi hasta pensar que habían perdido la vida para ganar la muerte, gracias a la insensibilidad de la madre guerra. Las impúdicas experiencias les hacían sentir el vacío de la desesperación como si se fueran a tragar el estómago.
En los zapatos de Lucía, no se sabía cuál demonio de dolor era más abominable y humillante, el trágico causado por cada enfermedad, el padecido por la generosidad del hambre, aquel que mutaba con cada estado de ánimo, el de la ausencia de su madre, el provocado por el deseo consciente de morir, o aquel dolor de angustia que cicatrizaba los miedos en la piel del cuerpo y la piel del alma, cuando el veneno agresivo era depositado en su vagina lacerada entre la bestialidad y el deleite morboso de sus opresores. Un dolor matriz que los contenía todos. Mientras siguiera viva y prisionera, la lista sería interminable, y quizá, habría nuevos y poderosos demonios que festejarían en su mundo.
Una semana luego Lucía regresó a la enfermería para un chequeo y limpieza de la herida cutánea; sitio al que ya se estaba acostumbrando desde su llegada al campamento. La guerrillera que hacía las veces de enfermera, estaba ausente. Observó a su alrededor y entre las escasas cosas que habían, visualizó una báscula digital para medir irónicamente el peso. Lucía aprovechó la oportunidad para revisar su dieta. ¿Qué dieta? Que importa, así no tuviera sentido, ayudaba para divagar en el tiempo y el espacio; una regresión que la haría olvidar, así fuera por unos cuantos minutos, el nauseabundo presente.
—¡Dios, no puede ser! —expresó desconsolada.
Una vez más regresaba al pasado. Pero esta vez, al mismo día del plagio, cuando la balanza digital de la farmacia en el aeropuerto donde arrimó a comprar el mareol para el viaje, la sedujo. Tan solo una moneda... y tenía derecho a todos los detalles del cuidado del cuerpo; el valor exacto del recibo decía: 59,7 kilogramos de peso. Y ahora, ¿62 kilogramos con la fotografía carnal de un cuerpo disecado? Para colmo de males, sobrepeso. Algo estaba mal. Un dato erróneo. Una báscula hechiza. Curioseó sobre el fabricante.... «Made in...» palabras borrosas que incitaban a la duda. De pronto, iluminada por un destello de sabiduría arcaico, sacaba sus propias conclusiones. «Tiene lógica. Era de suponerlo. Los malditos pensamientos pesando más de la cuenta» —se dijo a sí misma.
Rutina interminable de tiempo, semanas y semanas semejantes como episodios que se repiten; fantasmas que no cesaban de atormentar. Durante la última semana, cada maldito día de veinticuatro horas que parecían interminables, digiriendo preocupaciones y defecando nada. «Sobrepeso». Discernía lentamente rastrillando las sílabas entre los dientes del cerebelo. Pensó en triturarla. Una trágica palabra vetada para cualquier mujer en su universo psicológico. No importa el estado, la situación, el dónde, el cuándo, la riqueza, la miseria, el estatus, la ignorancia, la sabiduría. Se trata de una aborrecible palabra que no debería albergar en el ADN femenino. Ni siquiera por error debe habitar en su memoria; y menos, acampar en su vocabulario.
Enemiga número uno de sus aspiraciones. Jamás la pronuncies, jamás la determines, jamás la conjugues delante de una mujer.
De improviso, una montaña de pensamientos prohibidos anidaba en su cerebro; y un arco psíquico a su alrededor cerraba las aldabas por dentro y por fuera. El sistema excretor cerebral no tiene escapatoria. Riesgo inminente. El cerebro convertido en una peligrosa bomba explosiva planeando la oportunidad para hacer de las suyas. Un cáncer de heces alimentando el cerebro. Un cerebro obeso. Un cuerpo enclenque, abatido.
—¡Dios, no puede ser! ¿Qué dieta sigo? —concluyó el alegórico análisis.
La enfermera ingresó en el preciso instante en que Lucía parecía hablarle a la báscula, para luego mirarla con tal desilusión, que ella interpretó su desconsuelo. Un problema fácil de comprender mudamente entre mujeres.
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