Capítulo 21
El ejército, ante las probabilidades cegadas de un acuerdo humanitario, rumores sobre la endeble estructura de su enemigo y un proceso de paz mudo, ciego, jadeante y cojo, y en su alocado afán por obtener resultados positivos propiciado por los medios, los familiares de las víctimas y la respuesta de un pueblo cansado de tanta farsa como una vulgar patraña auspiciada por los buenos y los malos, hostigó permanentemente a los campamentos guerrilleros ubicados en los alrededores de la selva...
No tardó en darse una respuesta sanguinaria, donde las masacres indiscriminadas involucraban campesinos que cerraban sus labios al grito de la violencia, cerraban sus párpados a la tierra que bendijeron con sus manos y se marcharon sin decir adiós, quedando sus cuerpos sin aliento y un nombre que no sería recordado en las zonas de conflicto. Un adiós denigrante cuando la bienvenida fue en tiempos de gloria.
Ante el hostigamiento y los intensos operativos militares, el ERAL optó por convertir en costumbre la rotación de los rehenes de un sitio a otro en medio de la selva. Una sana solución, nada comparable con las notificaciones de los guerrilleros a los rehenes sobre asesinarlos, como una orden latente ante las probabilidades de una operación de rescate por parte de las fuerzas militares. La sensación de un enfrentamiento confundía a Dios cuando los rezos iban en sentido contrario; era preferible permanecer en cautiverio con la incertidumbre de la vida prestada, más no, con la sentencia de una muerte segura. La responsabilidad de la vida de los secuestrados era del ERAL y toda posible solución estaba dada con la muerte.
Nuevos advenimientos se proclamaban con la caída de líderes. Las exquisitas recompensas comenzaban a crear conciencia a su manera, y tanto civiles como uniformados, imaginaban un paraíso al lado de los suyos en tierras ajenas, sin necesidad de comprar el boleto de la suerte. El turno fue para Vladimiro Montes, a quien la bendición mortífera de una granada rebelde, desparramó sin piedad su apellido contaminando la tierra con su sangre. Los noticieros anunciaban la tragedia con regocijo, al mostrar con la ayuda de la magia satelital, el pánico maquillando sus facciones al acercarse su hora. Los rebeldes bajo su mando corrían despavoridos en todas las direcciones, respondiendo con fuego hacia cualquier parte. Hasta los fantasmas se esforzaban por esquivar las balas. La guerra sucia continuaba con implicados en los dos bandos: el Estado y los Grupos Insurgentes. La mentira, era la mayor de todas las estrategias.
Para Leonor, la noticia del secuestro de su hija, debilitó con fiereza la existencia limitada de los sentidos ya desgastados. Y acribilló el sexto sentido que solamente actuaba para manifestarle una tragedia general. Fue necesario el apoyo de las vecinas ante la austera soledad y la desdicha amenazante. El calvario apenas comenzaba con el azaroso vaticinio de la sexta década dándose por cumplido.
A su hermana Karen, el cortante filo de la noticia la atacó de frente que por poco le provoca un aborto. Requirió de cuidados médicos exhaustivos por cerca de cuatro meses en la ciudad de Cali, donde habitaba con su esposo. La mejoría en su estado de salud le posibilitó el retorno a su ciudad natal para acompañar a su madre, que batallaba sola entre rosarios con el bendito fantasma de su esposo Lorenzo. El llamado no se hizo esperar.
—Ya voy.
Respondió Leonor con la voz suave y lastimera que apenas pudo rasguñar la intensidad del llamado. Se dirigió a la puerta principal con caminar pausado agitando entre sus temblorosas manos un humilde rosario de cuentas de olivo y un cristo de metal. Motivada por la ansiedad del timbre y los ladridos de Política que resucitaban luego de varios meses de abstinencia, y que ya comenzaban a fastidiar en sus oídos, deslizó torpemente su mano derecha sobre la puerta sin que cesara de bailar el son folclórico de la edad adulta; antes de retirar la aldaba de seguridad abrió el postigo para atisbar... «Hola mamá». El estado de la puerta evitó que Karen se abalanzara sobre su madre en busca de un abrazo maternal necesario.
—¡Hola Hija! ¡Qué gusto verte!
Dijo entusiasmada, cuando todo su organismo se aceleró intentando quitar la aldaba de seguridad. La visita inesperada de su hija mayor le provocó una sacudida adicional, que enredó el rosario entre el pasador dificultando liberar totalmente la puerta. «No te apresures, mamá, tómalo con calma», expresó Karen para persuadirla de su desesperación. Pero el abrazo llegó con la puerta cediendo ante la premura de la anciana, y se extendió sin afanes queriendo percibir en aquél, parte del calor de su hija menor con el abrazo que había quedado extraviado, meses atrás. Éste era semejante, más no igual.
—Que bella estás, aunque un poco pálida. —Lo pronunció con la ansiedad humedeciendo sus nervios—. Me recuerdas a tu padre, por algo te pareces a él.
Doña Leonor resucitó su voz y se dejó atrapar de nuevo en el abrazo, luego de ser sorprendida por la repentina y emotiva visita de Karen.
Ante el desembozo de la french poodle de color blanco y orejas color beige, que no cesaba de dar vueltas y ladrar, Karen se vio obligada a interrumpir el abrazo y desviar la atención inclinando su cuerpo hacia la mascota.
—Espera, mamá, hay alguien que reclama importancia. Hola Política. ¿Aún me recuerdas? —Ladró simulando una respuesta precisa.
La tomó entre sus brazos y la acarició para calmar su efusividad congelada, sintiendo en el rostro los lametazos que tenía acumulados ante la ausencia de Lucía. Luego, retornó la atención hacia su madre.
—De nuevo es tu turno, mamá —colocó a la mascota en el piso—. Trataré de no pegarte los pelos de Política —reanudó el abrazo interrumpido, como si fuera el último.
Leonor se dejó tentar por el momento efusivo, que las lágrimas fueron inevitables. Luego la detalló desprendiendo la mirada desde el rostro hasta la altura del vientre, que el vestido holgado de maternidad con perfectos bordados a mano, no alcanzaba a disimular la prominencia entre el sexto y el séptimo mes de gestación.
—No debiste venir en esta situación, le hará daño al bebé —dijo su madre condolida.
—Le hará más daño si no te acompaño. Ya pasaron las urgencias de los primeros meses y estoy mucho mejor, pero estaba a punto de enloquecer si no te veía. Papá ya no está contigo, así que me corresponde apoyarte. Además, también necesito de tu apoyo. Fuiste muy valiente con la muerte de papá, y ya sabes lo que pasó con nosotras.
—Sí, sí. Lo recuerdo. Pero ahora es distinto. Parte de la fortaleza se fue con tu padre y otra parte..., ya sabes... —prefirió no mencionarlo para que las palabras no se hicieran nudo en su garganta envejecida induciendo la asfixia—. Ahora, sólo me toca padecer. Pero ven, entra hija. Te ayudo con la maleta. ¿Y Luis Ángel? —preguntó.
—Vendrá para el fin de semana luego de que organice algunos asuntos del trabajo. Te manda saludos.
—Será grato tenerlo con nosotras —respondió sintiendo la necesidad de un aliento nuevo—. Esta casa es demasiado para mi sola y la presencia masculina nos dará un poco de fortaleza que tanta falta hace.
—Con la muerte de Eladio —comentó Leonor— el conductor de tu hermana, ¿lo recuerdas? «claro que sí, mamá» —respondió Karen—, quedé sin acompañamiento para asistir al grupo de la tercera edad. Su esposa está sumida en un mar de dolor, y al igual que yo, se olvidó de todas las actividades. No tienen sentido cuando te falta una parte del alma. Tu tía Ildora me llama a diario, pero está tan enferma de la artritis que salir de la casa es un verdadero sufrimiento. Y Política, no es más que una grata compañía que me hace olvidar que estoy sola y me recuerda a Lucía. Tu llegada y la de Luis Ángel, me hará bien, además, hace falta un hombre en la casa mientras Marcus crece. —Leonor dirigió de nuevo su mirada al vientre de su hija, visualizando muy cerca el último mes de embarazo—. Tu padre estaría feliz. —Suavemente lo acaricia que le hace olvidar momentáneamente el trágico dolor de la ausencia de su hija.
—¡Oh! Vaya. ¿Sentiste eso? —El bebé lanzó una patada alentadora en señal de gratitud.
—¡Claro que lo sentí, mamá!, fue a mí a quien golpearon por dentro.
—Ya quisiera cargarlo —dijo Leonor, con un haz de nostalgia brillando en el rostro.
Se dirigieron a la habitación de Karen que todavía conservaba la fragancia y la armonía de las cosas dispuestas hasta el día de su matrimonio. Leonor se complacía cuidándola, cambiando la cama y sacudiendo el polvo casi invisible disperso sobre los recuerdos. Una tarea que hacía con amor, pero que ahora, era doble. Cuando decidía limpiar el cuarto de Lucía, los recuerdos golpeaban con amargura el encanto de los días vividos en familia. Era sumamente difícil desprenderse de cada cosa luego de cogerla, que más que limpiarla, la acariciaba entre sus manos temblorosas con riesgo a perderla. De inmediato, su mente divagaba en la obsesión por saber de ella. «Lucía, mi pequeña». Fluía como una frase suplicada de sus labios marchitos cansados de besar, cansados de hablar, cansados de reír, pero jamás, cansados de rezar. Y el día se esfumaba completo sin terminar la tarea, con poco apetito para comer, poco apetito para dormir, pero nunca, con desgano para rezar. Afortunadamente con el retorno de Karen, las cosas podrían cambiar un poco. Tiempo compartido para conversar, algo de tiempo para reflexionar, algo más para los quehaceres de la casa, y demasiado tiempo para rezar.
Rezar para Leonor, se había convertido en un ritual cotidiano e inquebrantable desde la muerte de su esposo. Para su hija Lucía, era más un rogar con precedentes que no compartía cuando los resultados no eran siempre los esperados, y para Karen, un invocar sano que no le hace daño a nadie, ni a Dios ni a los feligreses. Al menos, ella no tenía ninguna rencilla con el padre celestial.
Entusiasmada ayudó a Karen a colocar la maleta sobre la cama; ella abrió la puerta del closet para ubicar la ropa y lo primero que encontró sobre el entrepaño a la altura de sus ojos, fue aquel portarretrato en acrílico donde las dos posaban; una nostálgica fotografía que quedó como recuerdo de sus grados de abogada; la tomó entre sus manos y palpó con el ungüento sombrío de la mirada diluida a punto de fragmentarse.
—Se supone que lo llevaría conmigo —dijo.
—Debiste guardarlo en el closet con las cosas que no llevarías contigo. Por eso lo olvidaste —supuso su madre.
Lo reparó con melancolía palpando suavemente las imágenes con los dedos, como si quisiera guardarlas en la memoria táctil. Allí estaban las dos, sonriendo con la placidez de un amor sinfónico y perpetuo escrito en la partitura de las almas. Una sabia composición en dos tiempos. La una blanquecina, como el amanecer esmaltado en el cuerpo de su madre, y la otra trigueña, como el suave inicio de la noche coloreado en el cuerpo de su padre. Este último le correspondió a Karen, tanto en el color como en el parecido.
—¿Y... qué has sabido de ella, mamá?
—No mucho, hija. Lo que las noticias dicen. Aún guardo la esperanza de tener al menos un pedazo de carta escrita por Lucía que me diga algo, que pueda leer y releer cuantas veces sea para apaciguar el dolor y resistir hasta el día de su regreso a casa. Los años que me quedan por gastar son pocos y no sé si pueda resistir su espera. —Leonor solloza y suspira.
—Mamá, no quisiera verte llorar porque te hace más daño. Y además, me haces llorar y Marcus también llorará. Ya lo he hecho tantas veces, que es probable que nazca con una tristeza infinita en el rostro que nos recuerde a Lucía cada segundo de su vida.
—Lo siento, hija. Tal vez sea buena cosa que hayas venido, así controlaré mis emociones... confieso, que el rosario termina nadando en lágrimas. Y no creo que al señor le guste que lo moje todos los días —ríen con timidez, y Karen la abraza expresando un repentino golpe de Marcus.
—¡Ven, mamá! Prepararé café y comeremos algo. Ya habrá tiempo suficiente para acomodar la ropa.
—Debes estar cansada del viaje. Yo prepararé algo de comida.
—¡No seas terca! Yo lo preparo. Hace tiempo que no tengo el placer de servirte.
Al salir de la habitación, Karen se detiene y dirige su mirada hacia la habitación de su hermana que queda en frente y permanece cerrada. —Sólo la abro cuando quiero dialogar con los recuerdos y asearla un poco —comentó su madre—. Se dirigieron a la cocina con sus almas entrelazadas con cada gesto, cada nostalgia y cada sonrisa. La satisfacción no era plena, pero el conversar les proporcionó un poco de fortaleza, casi inapreciable, cuando sus corazones sincronizados latían con esperanza.
El semblante de Karen, antes pálido por la desagradable noticia de su hermana, y ahora condolido al ver a su madre después de varios meses, retornaba al bronceado del trigo con las caricias del sol, por la felicidad que le produjo el reencuentro así avivara los recuerdos gratos y no gratos.
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