Capítulo 2
Lunes 8 de febrero.
Era un día como todos los días que se esmeraba por convertirse en un día inmortal. El parlamento bicameral de la República de Colombia, como una onda senoidal con altibajos y ruidos variaba la tensión entre la cámara alta y la cámara baja, y se paseaba entre vocablos, gestos, cuchicheos y maquinaciones por la prominente sede en el Capitolio Nacional ubicado en la Plaza de Bolívar. La situación lo merecía, tanto, que no había excusa alguna para no asistir, en especial, cuando los escollos que produce la maleza fresca en el Congreso, requiere de jardineros experimentados en los asuntos del poder para podarla. Había quienes entre los grupos políticos que se lamían por mutilar los cogollos desde antes de la raíz.
Al interior del máximo órgano representativo del poder legislativo, relumbraba entre las caras humanas, aquellas neuronas aterradas con encomiendas claras para no dejar desvirtuar los intereses políticos de algunos grupos. Era precisamente, la flor y nata, que reverberaba entre la maleza del congreso donde muchos tenían escriturado el poder, y en sus cuerpos como en sus acciones turbias, pasivas o improductivas, contemplativamente se apreciaba el moho de los años. La congresista Lucía Cadenas formaba parte de los cogollos nuevos y salubres.
El candente debate en la sesión plenaria del Congreso se asemejaba a una especie de sorbete licuado con todas las frutas amargas y dulces del colegiado, y así no se tratara de una informal charla gastronómica entre supuestos especialistas, superaba el efecto proteínico del más exquisito y especial refresco tropical que jamás se haya preparado, con propiedades afrodisíacas distintivas que alteraban los ánimos, para que cada entraña interesada y enérgica intentara sublevarse, y fue tal el efecto, que hasta las jerigonzas en pequeñas dosis de tonterías repuntaron para opinar en algunos cerebros adormecidos.
El senador Clímaco Yesid Gobayel, se distinguía entre sus colegas por ejercitar las bocas de su cuerpo. Calificado por la prensa como uno de los políticos revoltosos, cuya capacidad de análisis se medía al hablar más de la cuenta con pocos ingredientes; solía ocurrir que, si la boca del rostro callaba, la del cerebro se escuchaba. Nada catedrático, con algo de cultura y muchos votos. Burgués por naturaleza y lívido como una hoja de papel sin estrenar, que lo insinuaba extranjero en tierra de negros, pero era tan costeño como sus congéneres de Barranquilla. Lascivo en sus ideales, con algo de prepotencia y amigo de Rufino; creyéndose bienhechor de la patria y por supuesto, tildado por algunos opositores de charlatán y sumamente peligroso cuando se levantaba amasando el poder entre las manos y el humor.
Por infortunio, aquel venturoso día se halló en medio de una contienda crucial que lo indujo a manifestarse con irritabilidad y cambios notorios de temperatura corporal; el sudor le corría por el cuerpo como un río de disgustos; en tanto, sus hormonas con más madurez que su cerebro, delataban la aparición de un desequilibrio interno al insinuar que, por primera vez, estaban listas para el cambio prematuro en sus casi seis décadas de edad bajo los efectos de la andropausia, que como un manifiesto dromedario avanzando a paso firme y constante sobre la columna vertebral del tiempo, le recordaba tres cosas: la fecha de vencimiento, el envejecimiento del organismo y la senectud de las ideas, convergiendo en el tiempo y el espacio preciso en que el país requiere de cambios notorios, con menos edades achacosas que nos recuerden la historia y mantengan vivo el pasado, y más edades frescas e inquietas que disfruten y vivan razonablemente el presente, evidenciando en sus manifestaciones, un nuevo punto de partida para hacer frente a los desafíos de las nuevas épocas.
Desde el inicio de la polémica y al avance vertiginoso de los minutos, el senador, confabulado con otros colegas, lideró los desafíos punzantes contra la oratoria feminista que había hallado en Lucía, a su máxima exponente. Luego de horas de ponencia y debates con algunas ideas brillantes y otras parapléjicas, la algidez del tema en la sensibilidad machista de Clímaco, se insinuó de carácter personal; los demás se habían convertido en el auditorio principal. Después de transitar por terreno abrupto, la sesión avanzaba aligerada sobre el remate de la última hora con un severo matiz carnal que la hacía promiscua.
—La política no es una hembra, por más que lo resalte el género femenino —intervino una vez más el senador Clímaco, acosando con su dialéctica barata al sentir amenazada su discutida reputación—. No se trata de un asunto maternal para que una matriz y un par de ovarios, que considero insuficientes, pretendan satisfacer las necesidades de una nación que involucra todo tipo de conflictos y problemas económicos. No estamos acá sentados en el Congreso esperando a que las mujeres nos digan cómo hacer nuestra tarea. No somos novatos en lidiar con asuntos de paz y de violencia en esta casa llamada Gobierno. Les recuerdo que el Congreso del Estado, no es una casa cualquiera, no somos hijos cualesquiera de esta casa, y la congresista Lucía..., no es nuestra madre —culminó entonando la causa del malestar.
Como el abdomen en situaciones apremiantes de salud, los insultos se distendieron sobre el vientre del parlamento creando una borrasca interior promovida por algunos políticos obscenos, al hallar el momento perfecto para hacer ¡bum!
—Honorable congresista, Clímaco —replicó Lucía con tono sereno emergiendo entre el murmullo de las voces—. La paz... no es solamente un asunto de hombres, y menos los problemas, cualquiera que sea; ni el país es de hombres, ni siquiera la familia lo es por más hijos hombres que haya en ella.
—¡Al diablo con eso! —vociferó el senador para refutar el argumento—. ¡Es sólo palabrería!, simplemente, ¡basura! Acá, doctora, Lucía, no se trata de hablar bonito. Se trata de opinar y actuar con ¡berraquera!, algo que solamente un par de genitales característicos por su poderío y propios de un sólo género cuentan con licencia para acometer.
Ante la pecaminosa intervención, el congreso zumbó airoso como un ejército incontable de avispas asesinas.
—¡Ah!, entiendo, algo así como el agente 007 en su lenguaje heroico y seductor.
Dijo rescatando con fuerza su tono en el caudal de voces, al repudiar el comentario insolente y fuera de lugar del parlamentario, pero le siguió el juego a su estilo.
El presidente del Congreso hizo un llamado a la cordura.
—Disculpe, señor presidente, pero es importante que concluya la idea ante la arremetida picante del senador Clímaco. La ¡berraquera! —prosiguió Lucía—, que deduzco según su malestar y palabrería, es un bien natural que en el cuerpo humano solamente está provisto en los testículos de los hombres. Por las caras de expresión de algunos compañeros, y en especial de las mujeres que comparten este recinto y hasta del señor presidente del Congreso, que desde acá lo observo sintiendo algún tipo de tortura ajena, no me equivoco al asegurar que su mensaje es precisamente lo que interpreté —aclaró con tono candente y despótico, guiando la mirada en la amplitud del auditorio.
—Me doy cuenta que pudo interpretarlo, Cenicienta.
Respondió el senador con tono burlesco, insinuando en el trato que se trataba de una simple criada incompetente y burda para liderar un proyecto; conducta que fue desaprobada por el presidente del Congreso al solicitar el debido respeto al debate y sus protagonistas.
—Sí, efectivamente —prosiguió el senador—. Es parte de la anatomía masculina que le queda complejo imitarlo a las mujeres por más que se sometan a un procedimiento quirúrgico.
Era evidente que disfrutaba del comentario con gesto antipático y tono sarcástico. No estaba interesado en seguir al pie de la letra la solicitud del presidente del Congreso. Algo que sabía hacer estupendamente.
Como papeletas explosivas lanzadas por guasones, un grotesco barullo brotó entre los políticos dispersos en los cuatro puntos cardinales de la sala. Lucía tomó un sorbo de agua. Esperaba paciente que el alma del silencio retornara al recinto, mientras que su oponente, saboreaba el elixir de una victoria anticipada. Sabio error. Retornada la calma, intervino con el bolígrafo brotando dinámico desde la palma de su mano derecha, como si fuera la batuta mágica para dirigir con majestuosidad el final de la partitura:
—Considerando el tinte diplomático y sensualmente atrevido que mi colega le ha dado al tema en la parte final, sobre todo cuando la sesión se agota por el día de hoy, no me queda más que amoldarme a su tipo de lenguaje. Lo hago, aunque reconozco sentir una molesta vergüenza, porque creo, personalmente, que todas las mujeres en Colombia y en el universo entero merecen respeto. Así que, dígame algo ilustre Senador, aunque la pregunta la hago extensiva para todos aquellos homólogos que piensan como el doctor Clímaco. ¿Por dónde cree que pasan los testículos de los hombres que, según usted, son las amígdalas de la palabra y el poder para someter a los subversivos y recuperar la paz en Colombia?, ¿no es acaso a través de una prodigiosa vagina? Hasta donde esta Cenicienta sabe jamás ha sido al contrario. A menos que todos ustedes hayan nacido por cesárea. ¿Y qué cree que significa una matriz y un par de ovarios para la humanidad?, ¿aún los considera insuficientes? Le recuerdo honorable senador, que usted mismo no se proporcionó la vida, y que requirió más que una almohada de entrañas para posar durante algunos meses amamantado por dentro, para que luego, un par de senos, que probablemente le parezcan un adorno y un juguete sexual, le recordaran que similar a como le ocurrió por dentro del vientre, le ocurriría por fuera, seguiría protegido por parte de esos inservibles órganos femeninos que, al parecer, lo han fastidiado durante toda la vida.
El senador Clímaco tosió como si se hubiera atragantado con la última espina de su sarcasmo. Ante un silencio insólito y espasmódico, la senadora prosiguió con la última puntada de su tejido.
»¿Cuántos testículos han actuado en procesos de paz y cuantos logros han obtenido?, ¿alguno como para vanagloriarse?
El recinto lucía sepulcral que la timidez de algunos pareció escucharse.
—¡Ah!, y una última cosa, doctor Clímaco. Con tanta recriminación a las capacidades del género femenino, imagino que es usted homosexual. Si este es el caso, ¿A qué testículos se ha referido durante el debate?
Lucía Cadenas, en actitud de reclamo, moduló la última frase interrogativa resaltándola en negrilla con el acento, y agrandó la aureola de los ojos para acompasar la expresividad del rostro con reacciones clandestinas atadas discretamente a su manera de pensar, y le dio ritmo con el movimiento furtivo de las manos extendidas. De nuevo el zumbido inundó el recinto del Congreso, pero esta vez las palabras reían.
—Aclaro —prosiguió—, que su vida personal me tiene sin cuidado, pero me preocupa enormemente el bienestar de este país. Si tiene el descaro de negar la fortaleza de un útero, ¿qué más se podría esperar de usted, doctor Clímaco?
El senador sacó el tercer pañuelo de los tres que acostumbraba a cargar y que raramente consumía en una plenaria; debió absorber la demanda acelerada de sudor procurando refrigerar la vergüenza. Otros homólogos lo imitaron. Las mujeres de los distintos grupos políticos disfrutaron coloquialmente el atrevimiento de Lucía. Era suficiente para un tedioso día de debate, así lo dieron a entender los congresistas que se incorporaron para retirarse del recinto. El presidente del Congreso dio por suspendido el tema hasta una próxima sesión. ¿Cuándo?
Como siempre el proceso de paz quedaba pospuesto y continuaba sobreviviendo en cartílagos que tenían la capacidad de sostener hipótesis, añorando con cabeza fría, el día en que parte de su sistema tuviera la grata oportunidad de evolucionar en esqueleto, y de esta forma sostener la realidad de una paz negada que lleva siglos convertidos en plegaria. Porque, por el hecho de estar vivos no hay duda que la felicidad tiene más peso que las penas, por más que los problemas nos agravien.
El eco de las risas satíricas y malintencionadas sobrevivía en el ambiente. En el cuadrilátero del Congreso, el atrevimiento de Lucía amedrentó al senador Clímaco Yesid Gobayel, quedando acorralado entre las cuerdas que tejieron sagazmente sus palabras, siendo salvado por la campana imaginaria que creyó escuchar lacerando el tiempo. Antes de retirarse, la despótica mirada del senador le hizo un corte a la mirada serena de su oponente, que la sangre invisible salpicó su rostro obligándola a cerrar los ojos. Tomó un pañuelo facial de su bolso y se limpió el semblante simulando una caricia que con disimulo detalló, para estar segura que se trataba de sólo sudor. Luego del turbado mensaje, al pasar por su lado, el senador clavó la mirada al piso y colocó el celular sin sonar ni marcar sobre su oreja izquierda. La estrategia del ocupado.
Algunos compañeros asediaron a Lucía queriendo estrechar su mano en señal de triunfo. Pero en el fondo, sólo quería huir para reposar el malestar que le generó el debate antes del dramático cierre en su primera fase. Una escabullida distinta a la de su colega, sin que tuviera que clavar la mirada al piso simulando cualquier cosa. Probablemente, sí le lastimó el juicio en el último round con un certero golpe a la patética quijada del orgullo. Una cicatriz para lamentar que la atormentaría como si fuera suya. Ya llegaría el momento. Se dirigió afanada al parqueadero donde la esperaba el conductor.
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