Capítulo 19

—Mamá, ¿dónde estás?

Con la nueva tragedia, el apelativo se había convertido en su oración constante, corta, pero con una prominente fuerza de esas que levantan antes de la caída; y ésta, lo hace tantas veces con el mismo efecto, que puede convencerte de que no has caído. El remedio crucial dispuesto por una sabia intención de Dios para soportar los males. Lucía saboreó su efecto. Y cada día la repetía con dolor suplicando aliento, y no cesaba de pronunciarla aun con los labios resecos y agonizantes, para que luego en su interior cuando recuperaba el deseo de vivir, retumbara el eco de su bendición para defenderla de la muerte que la asediaba pacientemente.

Con la muerte a cuestas y el corazón exhausto dando latidos ajenos, cada noche era una sensación de final, la misma que se extendía durante el día, cuando el sol comenzaba a golpear su aliento y recordarle el desgano por la vida. A veces, víctima de alguna explicación bipolar, se le veía acosada de pensamientos adversos cuando no paraba de observar a su alrededor con ojos terribles y mirada perdida; nunca, la mirada de Santa Lucía que lanzaba rayos irresistibles. Era pues, la muerte por momentos, la gustosa y tentadora fruta prohibida para enmendar la sed pasional de una desgracia.

Fue así como un nuevo suceso de dolor bajo el efecto del sedante, comprometió su integridad física y mental. La famélica figura humana era expulsada de la tienda de campamento en medio de una borrasca; fue luego de servir a otro de los comandantes que, ante el brutal empujón, quedó desparramada como un andrajo humano con el rostro clavado en la tierra, mientras la lluvia sobre su espalda intentaba lavar las culpas.

La ropa apenas acomodada sobre su pesaroso y maltratado cuerpo, dejaba al descubierto algunas partes íntimas que ya no eran tan íntimas. Detrás de ella, el imponente verdugo lucía satisfecho; era de aspecto tosco y despreciable que intentaba ocultar el arma de la depravación al cierre de la cremallera. Una abominable bestia en celo que la cercó y la ultrajó sin conmiseración haciendo las veces de enjuiciador a cuenta propia.

El más despreciado vejamen continuaba. Ya había tenido un principio y nada lo detendría. El pasaporte al infierno no podía ser otro, la dignidad humillada había quedado estampada en el esqueleto con el repudio de cada violación. El placer al sexo desde la percepción de su caída, ya era algo repugnante que la marcaría eternamente.

No era lo mismo el pudor sin cauce desbordado por la espina dorsal de la decencia hasta tocar el diafragma del pubis, y sentirse agraciada bajo el encanto obsceno de una distinguida dama, que la desvergüenza desbordada por la misma espina dorsal haciendo estragos venéreos con el miedo anclando en la cabeza, pasando por el cuello y la espalda hasta desembocar en la pelvis y dejar la cicatriz etérea en medio de una vulva que se resiste a morir violentada a martillazos.

Aquel día, postrada en el pantano, Lucía intentó reincorporarse, pero la debilidad mezclada con la vergüenza y el miedo, le despertaron una vez más el deseo de morir sin la menor intención de sobreponerse. La reputación de una vida social y política lograda con inteligencia y sacrificio, quedaba deshecha, sin ahínco, volcada por el despeñadero de la desgracia. Por segundos, sintió el aliento de la muerte aletear ante sus ojos y las brasas del infierno quemar su espíritu desnudo. El dolor y la humillación, era la desgracia que anestesiaba su dignidad y corrompía su deseo de lucha.

Su padre estaba allí, latente en medio de la pesadilla, caminando lerdamente con el peso de la vejez a sus casi cincuenta y tres años, que por la tortura de la enfermedad se hacían dobles; iba en dirección a ella que apenas florecía en sus 14 años. Un esfuerzo adicional bastó para ajustar la cadera desgastada sobre las pantorrillas. En medio de la fantasía estiró su mano derecha con la mirada arriba esperando la respuesta de su padre.

Su amiga Carmen, quien se hallaba fuera de la prisión atendiendo un compromiso personal de características similares, pero consensuado, corrió afanosamente para ir a socorrerla por encima de toda lástima, comprendiendo la pesadilla real que igual había encarado por su condición de mujer, la misma que cada noche durante más de un año la embistió sin misericordia; aquella nefasta pesadilla que ningún esfuerzo haría olvidar y desgarrar de su cuerpo y de su mente, a menos que la muerte la bendijera con su abrazo. Se hincó a su altura y tomó la mano que estaba servida para su padre. La apretó fuerte y atrajo su cabeza hacia su pecho, procediendo a sacudirla corta y bruscamente intentando revivirla de su estado de hipnosis. Sin importar la caída del agua sobre sus cuerpos, se esforzó por acomodar la ropa sobre la parte descubierta de sus senos lastimados y la delgadez de su cadera atropellada.

Bastó más que una simple sacudida para hacerla volver en sí; reaccionando entre alaridos y rabia, domada por el ultraje y abatida por la desesperación. La lluvia borraba el llanto y humedecía los labios lacerados bruscamente por las mordidas pervertidas de su victimario, lavando los hilos de sangre que parecían multiplicarse. Eran como ríos microscópicos de dolor que no cesaba.

A la distancia, refugiada en una tienda de campaña, Yanida observaba el triste espectáculo con el rigor de la impotencia lacerando su alma de mujer. La angustiosa tentación por ayudarla se hacía presente, pero la realidad de perder la vida ante su necedad, actuaba como un analgésico.

—¡Malditos bastardos! —Fue el único desahogo a su dolor.

Ante el apoyo de su amiga Carmen, decidió no hacerle caso a su corazón, y se resguardó en la enfermería para adormecer el suplicio con algún calmante que la ayudara a soportar la espina psíquica con su punta afilada, que, al rosar la úlcera hecha a la moral, la lastimaba.

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