Capítulo 18
Mantener entre cincuenta y cien secuestrados dice de una empresa de grandes proporciones que demanda una alta inversión económica, sin contabilizar el sostenimiento del ejército subversivo, los altos mandos y sus familias.
Para el ERAL, la alimentación era parte importante de la logística. Cuando escaseaban los víveres si no eran provistos por los patrocinadores de la causa, fueran grupos políticos corruptos u organismos comprometidos o por el dinero de sus actividades ilícitas, la responsabilidad era una obligación de todos los ajenos al conflicto por el mero hecho de ser parte de una sociedad; desde el terrateniente hasta el campesino pobre, que aportaban la cuota con sus animales, así fueran domésticos, sin importar su oposición o desacuerdo, ésta, ni siquiera podía darse por entendida porque el precio era otro. Estaban dispuestos a todo por lo que la alimentación no sería un obstáculo. ¿Algún decreto obligado como parte de su filosofía popular?
Si tocaba, que no eran pocas las veces, el alimento provenía de los víveres hurtados a ricos y pobres. Con tales acciones, los estómagos implicados de las víctimas también se convertían en parte de un delito. ¿Cómo cuestionarlo, cuando eran entrañas dolidas que olvidaron el buen sabor de la comida casera, y que sus cerebros lastimados apenas recordaban que alimentarse era una necesidad básica? De esas raras ironías de la vida por la inocencia y complicidad de sus estómagos, ahora eran parte de una deshonrosa causa sin justificación. O acaso, ¿no es comprensible que el hambre y el deseo de subsistir tengan parte de culpa y de perdón inmediato, cuando han sido saciados con el alimento de atentados, hurtos o asesinatos, sin saberlo?
La inhumana realidad para los rehenes hacinados como mosquitos en cautiverio, no era discutible. Sus vidas, como una crónica entre el cielo y el infierno, colapsaban por la incertidumbre de seguir viviendo y el falso olvido. Lo que ocurría fuera de sus vidas, eran simples tertulias quejumbrosas.
En épocas de vacas gordas, los prisioneros eran mejor alimentados. La vitalidad del cuerpo la proporcionaba la generosidad de las lentejas, los fríjoles, el blanquillo, la harina, las papas, los plátanos y el garbanzo; las pastas no faltaban en la dieta, pero la carne, definitivamente escaseaba como la dignidad, y únicamente era consumida cuando los guerrilleros cazaban un animal salvaje.
En épocas de vacas flacas, la ración de cualquier alimento podía medirse por onzas o por unas cuantas cucharadas al día, con la consoladora intención de embolatar la suculenta hambre entre lamentos y rezos, o amoldar el sistema digestivo a una nueva evolución donde le sobren partes. En definitiva, el hambre y el alimento en una obsesiva realidad, eran dos antagónicos protagonistas de gran peso naufragando en un violento mar de crisis endémica.
Ni siquiera la devoción del padre Élfar en representación del clero era suficiente en tiempo de escasez que, por aquellas veces, perduraba como una herida en el tiempo o una culpa que no cesa, así intente ser remediada con el perdón. Y como consecuencia para los secuestrados, todas las necesidades nutricionales de las distintas etapas de la vida, quedaban convertidas en un mito.
¿Quién desmiente, que por las adversidades acaecidas durante tanto tiempo y los efectos del hambre, el trastorno fuera tal, que el salvajismo los condujera a atentar contra el Espíritu Santo si se les presentara en forma de paloma, intentando desplumarlo para saciar su hambre y satisfacer sus miedos?
Bajo el seudónimo de secuestrados habían extraviado el eslabón en la cadena alimenticia.
Los rasgos físicos de Lucía se deterioraban con la aparición de enfermedades como una sucia y postiza amenaza; el semblante demacrado había borrado las marcas de una mujer fuerte y decidida; de forma inexplicable, los rasgos humanos todavía permanecían ocultos, vertidos de nobleza y humildad entre los andrajos de piel y ropa. La fe, a medias, retornaba suplicante; a veces se esfumaba con el dolor, y otras veces, se percataba en sentirla o buscarla bajo el ritual de un beso a los ojos de Santa Lucía, que a través del recuerdo la acercaba a su madre. Por épocas, también acostumbraba a escondidas en su propio cuerpo, darse una temblorosa santiguada cada amanecer y cada anochecer, como dando las gracias sin pensar en quién, aunque en lo profundo se hacía a la idea de que era a su padre, que convertido en su ángel guardián, se esforzaba por mantenerla en pie así fuera a rastras. El ritual, no era un sentimiento loable para afirmar que había hecho las paces con Dios. Seguía enojada.
A su padre lo recordaba amorosamente con la valentía de la edad en que partió de la nefasta mano de una enfermedad terminal. Estaba próximo a cumplir los cincuenta y tres años, que ni lo hacían joven ni lo hacían viejo. «El cáncer acorraló su espíritu entre los escasos órganos que se revelaban a parar su actividad funcional, hasta que una mano celestial lo rescató para que no se angustiara de dolor». Era el inocente relato de su madre para amortiguar el sufrimiento de sus hijas. Un héroe que a las edades de catorce y dieciséis años para Lucía y su hermana, ya les había enseñado aparte de muchas cosas triviales, el concepto fundamental de que no hay castigos ni premios, sólo actos y consecuencias. Que el respeto es una golosina para disfrutar toda la vida sin establecer diferencias ni condiciones, y debe ser practicado con todos los seres vivos. Que la perseverancia, la disciplina y el esfuerzo, es la trinidad terrenal a la que hay que rendirle culto. Que la vanidad es un accesorio para lucir bien, y que ostentar lo que no se es, es no lucir bien para la vida y el primer gran error para cometer otros. Que el perdón es necesario, y que el pecado, es tan sólo un accidente circunstancial cuando no se medita antes de actuar. Que los valores existen, así como la necesidad de cometer errores para aprender, pero que, ante esta libertad, hay que ser cautos y selectivos. Que entre el ser y el hacer hay una enorme diferencia, y que al final de cuentas, nos definimos no por lo que somos, sino por lo que hacemos. Que siempre es importante calzar en los zapatos de otro antes de sentenciar. Que no es preciso ser igual al otro y que si se es desigual, hay que saber serlo.
Pero lo más importante que les enseñó y que tanto Lucía como su hermana Karen lo tenían siempre presente, estaba relacionado con la desilusión y la derrota. Les recalcó una y otra vez, que así no fuera fácil, había que intentar levantarse después de una caída y entender, por más que estuvieran en desacuerdo, que habría muchas caídas en la vida, ante las cuales, no se podía perder la fe. Lucía no la perdió, solamente la ocultó en lo más profundo de su ser porque se sentía molesta. Con tantas enseñanzas para sus hijas, que con habilidad fueron alternadas y tejidas entre el esparcimiento de cada día, cómo olvidar al principal protagonista de sus juegos.
Y entre las doctrinas paternales, así no fueran suficientes para la vida, era inevitable no hablar de la partida al cielo. El paraíso que Dios tenía destinado para todos sus hijos, y que venturosamente para su padre, así el vehículo de la enfermedad lo hubiera tristemente paseado entre sus delirios acortando el tiempo para su familia, ya se encontraba participando de la aventura celestial. Pero a la edad de catorce años, inmensamente enamorada de él, con el dilema de escoger entre el Danubio azul de Johann Strauss y el Lago de los cisnes de Tchaikovski para la gran fiesta de los quince años, en la que bailaría el primer vals de pareja con su papaíto, como solía llamarlo, quien se había ganado el derecho por encima de todos los edecanes, y siendo atormentada su ilusión con la prematura llegada de la parca, era igual inevitable, no enojarse con quienes no debía. Hasta Dios se hizo acreedor a una rabieta sin límites en la que Lucía no dudó en darle la espalda.
Con la muerte de su padre y la frustración de la fiesta de los quince años, fue cuando su fe comenzó a debilitarse por una profunda herida al alma, que la bondad de su papaíto, reparó milagrosamente desde el cielo para que no se le esfumaran los últimos vestigios de una creencia edificada en el amor. Así lo interpretó, luego que, en sueños, lo sintiera y lo escuchara en sus palabras mágicas y alentadoras como siempre lo hacía a su llegada del colegio, durante los primeros años de vida. Desde aquel entonces, su fe, flotaba y se hundía como un barco de papel y plástico que cambiaba de parecer, cuando navegaba en aguas de conciencia o inconsciencia.
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