Capítulo 16

Era inevitable no adaptarse a las dosis continuas de miedo, cuando los minutos eran iguales y las horas no existían. Bastó solo un día en el campamento para darse cuenta que el demonio tenía sus designios, y ella estaba en sus aposentos. Pero nada majestuoso dentro del mal, era comparable a lo que el destino le tenía preservado. Malos vientos surcaron trayendo consigo el malévolo poder de una tormenta. Fue así, como la ansiosa bestia hizo su arribo al campamento fingiendo la investidura de un ser humano. 

El título de comandante supremo del ERAL, rendía tributo a una larga carrera criminalística, donde las ideas de libertad se habían convertido en diminutas bombas de tiempo. Se trataba de Sadúl Vargas, hombre de aspecto malcarado, de barba abundante que ocultaba una cicatriz en el cuello, ojos enormes y expresivos, mirada certera, caminar sigiloso de felino salvaje, de estatura chaparra y gruesa; líder militar y político, integrante del alto secretariado como el máximo dirigente en la cúpula de mandos del ERAL. Con una historia delincuencial que daba miedo leer su hoja de vida por el temor a que fuera contagiosa; un prontuario criminal internacional, caracterizado por una horrenda ola de crímenes, que integraba: el secuestro, la extorsión, el terrorismo, el narcotráfico, los actos de barbarie que no eran pocos, y cuantiosos delitos menores que lo señalaban como un experimentado genocida. Podría decirse, que el peligro le tenía respeto.

¿Acaso, el diablo le sirvió de lazarillo?

Su llegada tenía un propósito y no tardó para que Lucía estuviera ante su presencia. Llegó resentida y humilde, temerosa ante el encierro, y a la vez, revestida de una extraña fortaleza que no tenía explicación; su mirada fue intimidada por el insólito visitante, doblegada ante la sensación de muerte que le produjo su presencia y la hizo sentir como un trofeo. Una mansa oveja para un lobo hambriento; ajena de su suerte y con el alma pendiendo de su cuerpo, en tono de súplica, dejó de lado el temple y garbo político reclamando el derecho a la libertad. Los demás derechos, era preferible ignorarlos para no hacer más difícil el suplicio.

—¡Libérenme!

Inició con una orden simple, pero débil, con la cabeza y la garganta contraídas para emitir una sola palabra sin autoridad en la que se gastó todo el aire de los pulmones. Las manos inmovilizadas con un trozo de cabuya trenzado a la altura de la muñeca y contraídas hacia el vientre, motivaron la orden.

—¡Quiero mi libertad! —voceó con más fuerza luego de un segundo aire. —¡No quiero estar más en este sitio!... ¡Quiero regresar a casa! —vociferó las últimas palabras lastimando su garganta al forzar la voz arrastrándola con el orgullo herido.

La respuesta no tenía afán, debía esperar a que el comandante desocupara sus labios que mantenía estáticos, al sorbo apacible y lento de un vaso de whisky, mientras deleitaba su mirada recargada de pensamientos impúdicos, cuando su cerebro inundado de conflictos, lo condujo a experimentar una ansiedad morbosa ante la sensualidad y belleza de la congresista, levemente deteriorada, pero oculta entre ropas militares y un miedo pusilánime.

—Ahora eres de nuestro bando —opinó con voz tosca y desproporcionada para su cuerpo chaparro—. Tendrá que disculparme por estropear sus planes en el Congreso. ¿Qué se siente, doctorcita? ¿Prefiero decirle Lucía si no le importa? Habrá tiempo suficiente para que se acostumbre a su nueva vida. Le aconsejo... que mientras más rápido lo asimile, será menos doloroso —se le acercó sigiloso como un felino.

Por un momento, Lucía no emitió palabra alguna, pero su respiración era agitada agravada por el miedo y la ira. Cada dos o tres respiraciones, tensionaba los tendones que se marcaban en el cuello dejando percibir movimientos involuntarios de los músculos. Después de saborear la sensación de un infarto en gestación, el mismo miedo la hizo hablar.

—No pienso acostumbrarme... Pronto vendrán a rescatarme.

—¿Supone que es así de fácil como en el Congreso de este país? —Sadúl abucheó el comentario hecho por Lucía—. No sea ilusa doctorcita, si fuera sencillo, ¿cree que existiría este campamento y habría perdurado por años?

Permaneció callada y sumisa con el miedo pulsando en su sistema nervioso ante las palabras del comandante. «No puede ser cierto». Fue un pensamiento noble y sin voz para contrariar el comentario de su enemigo que le quería hacer ver una realidad larga e interminable.

Tras un nuevo y extendido sorbo de licor, el comandante prosiguió. —¿Sabe, doctora Lucía, porque estoy acá? Para enseñarle que en todo hay límites y premios. Yo soy su límite para sus intenciones gubernamentales, y usted es el premio por mi sacrificio. En este campamento aprenderá cosas nuevas que cambiarán su vida y estoy seguro que se impacienta por aprender.

Se le acercó sin quitarle la mirada.

—¿Cree en Dios, doctora?

Lucía tragó saliva y respiró profundo el malestar suscitado por la pregunta.

—Yo sí. Y usted es la prueba viva de que existe.

La pregunta y la respuesta de su enemigo, cercenaron la poca fe y hasta la creencia de que su padre la cuidaba como un ángel guardián. Lucía sintió que todo oscurecía a su alrededor. El discurso del máximo comandante no era nada halagador, y por el contrario, la acorralaba al ratificar que era su víctima. No pasaron más de cinco minutos cuando comenzó a padecer de angustia extrema y de escalofrío. El extraño silencio la delataba.

—¿Todavía cree, doctora Lucía, que su mierda de proyecto va a diezmar nuestro poderío?

La altanería tomaba su tono, descubriendo una figura insolente capaz de profanar lo más sagrado. Los datos aberrantes de su hoja de vida estaban en lo correcto. El discurso continuaba cada vez más agresivo e insinuante. Prosiguió con la cadencia de la inmoralidad haciéndole cosquillas a la razón.

—No han proliferado los acuerdos de paz en todas sus cochinas formas, ¿qué le hace pensar que tendrá éxito? No me entiendo con mujeres y menos en negocios de paz. Es usted una piedra en el zapato, Lucía, y esta misma noche la quitaré de mi calzado.

La sentencia era clara. Como pispicia que fluía en la sangre, la malicia indígena característica de la región antioqueña rondaba en su cabeza. Cualquier trozo de cerebro sin daño le bastaba para conocer perfectamente su posición de reo. Lucía reaccionó tratando de huir a ninguna parte; las manos amarradas, el cansancio de las noches en vela y los pasos atrofiados entre los huesos de las piernas por el esfuerzo de la expedición, le impedían mover su cuerpo con habilidad. Tarareaba su angustia con dolor y lágrimas. El comandante se abalanzó contra ella tomándola del cuello y cabello sin sutileza alguna, conversando cerca de su oído izquierdo en tono hiriente y amenazante.

—Sabe, doctorcita Lucía... desde hace días vengo antojado de una bandeja paisa y usted me calmará el antojo.

Estaba tan cerca de su rostro, que parecía un pensamiento ruborizando en su interior; estuvo a punto de lamer su oreja con las palabras remojadas de mal aliento. Lucía se contrajo intentando agacharse, cuando el semblante adquiría otra coloración por el ahogamiento.

»Veremos qué tan rica es —intimidó clavando la mirada al interior de su pecho—; reconozco que desde acá se ve exquisita... El uniforme puede esconder sus curvas, pero yo las veo; porque las tiene, doctorcita, y bien marcadas.

Liberó su cuello del apretón y la tos seca se dio como respuesta inmediata. El tono burlesco y sarcástico tenía la forma de un comentario viperino; era una mordaz sentencia que apuntaba con violentar la humanidad de Lucía. El verdadero ritual comenzó al liberarse la gorra que colocó sobre un diván antiguo; un toque de vanidad lo obligó a pasar la mano derecha sobre su escasa cabellera acicalada de canas. Se aflojó el chaleco militar en poliéster ajustable con el sistema de suelta rápida, que más parecía una sagrada faja sobre el abdomen descuidado; jaló su camisa embutida en el pantalón y sujeta fuertemente con la correa sobre la cintura imaginaria que bordeaba la opulencia del estómago. Dio inicio al protocolo de bienvenida, ruborizando con su mirada de animal en celo, la fragilidad del alma oculta en el miedo de la víctima. Parecía la práctica de alguna táctica militar de asalto a mano armada sobre una mártir indefensa, que hasta el alma del grito se hizo muda; desabrochó los botones ajustables de las mangas, luego, le tocó el turno a la camisa, desabotonando con la placidez de la tortura, uno a uno los oscuros pensamientos que comenzaban a revolotear en su cerebro depravado.

Lucía estaba acorralada entre la bestia humana y la perversión de la locura. Era inevitable invocar a su madre. Quería abotonar con el pensamiento todo lo que su victimario liberaba, y ocultarse entre los barrotes del dolor y perder el sentido. Sólo un maniático pensamiento obraba con libertad fuera de su razonamiento, quizá, era cómplice del victimario. «¿Qué pude haber hecho mal para merecer esto?». Dios no estaba al principio ni al final de la reflexión, todavía estaban enojados, así que, prefirió ahogarlo entre los miedos. Retrocedió sin que fuera la mejor solución cuando la puerta estaba cerrada, y sobre sus pasos, el demonio avanzaba firme aflojando la cremallera del pantalón. Sus manos sudaban, su cuerpo adquiría rápidamente la temperatura del horror, pero afuera de la habitación, la temperatura iba en retroceso desbocada cuesta abajo por el mal tiempo; los truenos cercenaban cualquier insinuación de respiro, y adentro, la respiración de Lucía se convertía en fatiga, y la del comandante guerrillero, era igual una fatiga en su forma insipiente cuando las ideas comenzaban a galopar sobre el lomo del placer.

La bandeja paisa estaba servida, suculenta, mortificada y sensual a sus maquiavélicos propósitos. Abrió un pequeño cajón del diván donde reposaba la gorra e hizo un intercambio de sus lentes por un rollo de cinta plástica de diámetro ancho, especial para cerrar cajas, paquetes o simplemente, para amordazar. Sin aflojar totalmente el pantalón que se negaba a resbalar sobre sus piernas, se acercó amenazante. Y se dispuso a cumplir salvajemente el cometido. La mirada desorbitada de Lucía trataba de hallar alguna herramienta que le sirviera de auxilio, pero a esta altura del camino ni siquiera un sermón sofisticado haría efecto. Luego de sujetarla brutalmente, la arrastró hacia la vieja cama matrimonial de barandas de metal, y de un fuerte tirón, la sembró bocabajo entre los altibajos del colchón que ya había perdido su encanto; en medio de horror y gritos, el máximo dirigente guerrillero se le echó encima al girarla con fuerza para ver su rostro, llevando sus manos ligadas hacia la cabeza, que luego sujetó con un garfio de la baranda de la cama, quedando dispuesta y acomodada para las prácticas obscenas.

Su cuerpo quedó inmovilizado por el peso del cuerpo ajeno sin posibilidades de defensa; la bestia interior de Sadúl la abofeteó con brutalidad para domarla; tomó la cinta y le dio tres vueltas alrededor del rostro y la cabeza, sellando la boca y tirando de su cabello que pareció templar la frente y estirar los párpados, recreando una tormentosa expresión de angustia apocalíptica, que parecía un rostro convulso y agarrotado después de un horrible espasmo muscular mantenido por años.

Los gritos mudos se cansaron de redoblar desde su tumba. Hasta la piel blanca había perdido su color natural. El aventajado comandante rasgó la blusa y dejó al descubierto sus pechos para saciar las ganas; tomó un cuchillo y rasgó el pantalón militar y el calzón a la altura del pubis, que la flor vaginal: alebrestada, adormecida y conservada, brotó tímidamente el capullo queriendo ocultar sus pétalos. Luego de ultrajarla en todas las formas que su ignorante imaginación se percatara, los demonios en su interior se apaciguaron para incorporarse fatigado de la cruenta tarea. Se había servido la cena de su triunfo, el premio a su constancia y lealtad. Una indescriptible daga rasgando la moral de Lucía, mutiló los gritos que tasajearon su lengua creando pequeñas heridas hasta pegarse por dentro de su boca a la goma de la cinta, que amenazaban con asfixiarla.

Una noche selvática acartonada de lluvia tormentosa sirvió de fondo musical para el dramático y asqueroso vejamen; las aspiraciones lujuriosas del comandante guerrillero habían sido complacidas. Altanero y orgulloso, estaba lejos de imaginar que el festín de su complacencia se lo había preparado la política para sus despensas. O quizá, era algo premeditado que esperó con ansia. Como las migas sobre el piso quedó la congresista sobre la cama; parecía alimento infectado de inmundicia que mendigaba algo de dignidad para pasar el momento. Conociendo al victimario, no cabe duda que el tormento de Lucía estaba prescrito desde el mismo día del secuestro, o quizá, desde su arribo al portentoso mausoleo llamado Congreso.

Luego de la violación, pensamientos muertos habitaron en su cerebro y las necesidades de su mundo corporal parecieron morir. El cuerpo maltratado y miserable comenzó a desabotonar el espíritu. Se veía extenuada y sin deseos de vivir, cuando los pasos de la impasible muerte fresca, los sentía cerca, demasiado cerca, casi en su interior.

El rostro criminal lucía satisfecho y todavía ansioso; el maquillaje genocida de la perversión resaltaba a la vista. No exteriorizaba la más mínima sensación de culpa, como si hubiera sido bendecido con el honor del sacrificio de su víctima, en pago de su gloriosa carrera criminalística. Un sorbo de licor y luego otro y otro más hasta desocupar el vaso, fueron necesarios para ablandar las penas atascadas en su sistema circulatorio. Una bendición para Lucía habría sido que su corazón colapsara en el intento, pero el diablo formaba parte del atentado.

El destino de la congresista vulneraba su fortaleza interior con la tragedia que apenas daba sus primeros pasos en un largo y acaudalado camino de desgracias. Ahora solo experimentaba una severa repugnancia consigo misma. El comandante Sadúl la miró de reojo, todavía con el alma envenenada y una risa espeluznante que masticaba entre los dientes. La lástima le alcanzó para quitarle la cinta con tal brusquedad, que piel de sus labios y cabello quedaron pegados de la goma; los gritos mutilados se esparcieron sobre el piso y los lamentos recobraron la libertad. La desenganchó rudamente del garfio de la baranda y luego, tomó de su pantalón el filoso cuchillo de combate, con el que cortó el amarre de sus manos para dejarla satíricamente en libertad. No pudo evitar vomitar al borde de la cama y sentirse sucia. Sadúl reprochó el acto con un gesto malhumorado que al instante olvidó; quizá, le llegó un recuerdo volátil de su reciente atentado que al compararlo, la náusea era una absoluta insignificancia.

No quería saber si estaba viva o muerta, no quería pensar en nada. Sentía vergüenza imaginar que su padre, habitando en su corazón, hubiera sentido el cinismo de tales emociones; ni siquiera le daban ganas de pensar en su madre para evitar el verdugo de la humillación irrumpiendo en sus sueños. Pero era inevitable no hacerlo. La furia atrapada en su interior era una bestia a la espera de ser desatada. Ni siquiera estaba dispuesta a maldecir cuando el daño estaba hecho.

Tras las órdenes del comandante, dos militantes de la guerrilla se encargaron de conducirla a rastras al sitio de enfermería en un estado que parecía amnésico, pero que seguramente, jamás olvidaría. El primer medicamento fue una prenda militar nueva para ocultar las penas físicas. El siguiente fue un analgésico para el dolor moral. La recuperación sería lenta. ¿Qué tanto? El tiempo lo diría. Bastó solo una hora para que fuera internada de nuevo en el deprimente calabozo cumpliendo su sentencia. Una sentencia desprovista de delitos, con la única culpa de servir desinteresadamente a una nación en la búsqueda de beneficios para los más desprotegidos. Una culpa que no podía ser enmendada, que lastimaba los intereses de la guerrilla y de algunos políticos. Una culpa imaginaria y macabra, para nada comparable con la conducta demencial de los combatientes del ERAL.

Luego de la siesta de un día entero el comandante Sadúl se marchó del campamento. Y después de que el rey se sacia, las sobras no tienen importancia alguna. En el acantonamiento, bandidos insurgentes de los mandos medios con algo de poder, y ante la ausencia del comandante Sadúl, se aprovecharon de la situación y se sintieron reyes al repelar de forma agresiva y desalmada contra el alimento vivo que colmó la hambruna fisiológica de su líder, la triste humanidad de Lucía.

Vladimiro Montes, como comandante encargado del campamento, fue el segundo en darse gusto. La humedad del calabozo a donde fue trasladada para el servicio expreso a falta de cónyuge, amortiguó los gritos lastimeros de la víctima; la oscuridad se devoró sus miedos quedando la culpa impregnada en la tierra para horrorizar en las noches como un fantasma. Era sólo el inicio de una temporada de sucesos lujuriosos y obligados jamás imaginados en su mundo. Durante largo tiempo, su única arma de defensa y la única salvación para su vida, era la disposición ante el sometimiento, y la razón para soportarlo todo: su madre.

Su condición de mujer, la razón por la que una sabia naturaleza las ha provisto de la más fascinante y prodigiosa maquinaria para concebir un nuevo ser, la fortaleza de Dios en un vientre humilde y femenino, se hacía perpetua con cada sufrimiento; una fe oculta e inexplicable que Lucía negaba desde la muerte de su padre, y que ni Dios mismo la entendería. ¿Hasta cuándo sería su alimento, su miedo y su esperanza?

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