Capítulo 10

¡Maldito momento aquel! ¡Maldita sensación! ¡Maldita tormenta conspiradora! El suceso estaba a punto de corroer la fortaleza de Leonor aquella mañana. Ya no habría serenidad alguna, porque ella, notaría la ausencia de su hija con una muerte prematura en cada entraña. No habría tranquilidad cuando el vacío en su cerebro fuera la ausencia de escucharla cada día. No habría paz cuando el respirar se hiciera más lento, y la risa se quedará sin boca sentenciada a padecer en los preludios de la muerte.

Como una profecía cifrada, se mecía entre la incertidumbre la primera frase que Lucía escribió y que ocultaba en el libro "De amor y de sombra". Entre tanto, sobre la vía a Palmas que conduce a Medellín, el asesinato cometido era desconocido por las autoridades, lejos de imaginar las causas políticas acaecidas.

Don Eladio, era un cadáver respetuoso del tiempo, parsimonioso y a la espera de ser reconocido que comenzaba a perder su encanto. Un cardumen de moscas nadando en la frialdad húmeda de la tarde, era la perfecta evidencia de un alma ausente. La suya, se escapó desconsolada por los poros de la vida, se esfumó mágicamente a través del cristalino de sus ojos apagados. El tono grisáceo natural de las canas fue tinturado de sangre, y las frescas arrugas en la frente eran canales de plasma, dolor y lástima coaguladas.

La voz de alerta a través de los medios de comunicación llegó dando zarpazos como un suceso extraordinario de última hora que suponía una trágica pena. La víctima en la vía Palmas fue identificada como Eladio Cantabria, el conductor de la congresista Lucía Cadenas. El panorama comenzó a tornarse turbio. Rumores álgidos y callejeros siguiendo el rastro político relacionaban el homicidio con un supuesto secuestro de la parlamentaria, y atrevidamente, aseguraban tener raíces encastradas en el seno del Estado por enemigos ocultos, pero conocidos. ¿La razón? Retirarla del poder.

Cuando el pueblo insinúa, habla, canta o tararea, señala y vive en incertidumbre asqueado de sufrir por el látigo de la violencia, no es complejo imaginar a un hombre sin escrúpulos, embestido de político, sucio e involucrado en negocios con la guerrilla, ser el creador intelectual del secuestro a cambio de libertad política para manipular sus vicios. Brindar la información requerida, y planear la estrategia para el plagio en un supuesto complot cuando se dirigía a su ciudad natal, era sólo parte de la logística.

El rumor de su secuestro se abría camino peligrosamente como una toxina. Toda clase de comentarios sin fundamento parecían diminutos reptiles que corrían despavoridos por la selva de cemento; la diferencia radicaba en que los comentarios no eran exclusivos de sangre caliente. Los rumores, cada vez más agresivos, impactaban con severidad desvirtuando el secuestro de la doctora Lucía Cadenas, a un posible asesinato por intereses políticos. Otro más, señalaba el plagio como un acto de venganza liderado por un grupo terrorista de identidad desconocida, censurado como enemigo de sus pensamientos. Algún otro rumor de carácter insultante y anónimo acreditaba para los medios de comunicación, que se trataba de un autosecuestro, o un supuesto secuestro armado con fines políticos. De cualquier forma, el tema era materia de investigación, con la esperanza de que condujera a la liberación de la congresista y líder política. Hasta la historia de su vida pasaba por los medios como una conmemoración con el sello de la despedida, que no suponía un despliegue e interés de las fuerzas armadas del Estado por recuperarla.

La aeronave llegó al sureste de Colombia, a un helipuerto oculto en el departamento del Amazonas abanicado con nubes de calor y serpentinas de sol, sobre una tarde dilatada entre incógnitas. La exuberante selva lo observaba minúsculamente; parecía una libélula indefensa, presta para ser devorada. La Amazonía estaba despierta esperando la llegada. Los guerrilleros descendieron ávidos, y Lucía, torpe, sujetada por los toscos brazos de dos combatientes que la sacaron casi a rastras, todavía atontada por el medicamento. Debieron esperar su recuperación en un bohío indígena antes de adentrarse en las profundidades del ego de la Amazonía tropical. Justo al lado opuesto de su ciudad y de su familia; al otro lado de su mundo. Al lado emocionalmente opuesto de su atormentado corazón.

Sobre la geografía anatómica de un cuerpo humano, su tierra y su madre, se hallaban en la zona del órgano cardíaco debajo del hombro izquierdo, y ella, sobre la zona del astrágalo y el talón, donde se conectan la tibia y el peroné del pie derecho, distanciados por un arsenal de huesos, cartílagos, músculos y órganos tejidos en un laberinto de manojos de arterias, de venas y de prolongaciones nerviosas, asemejadas a la densa vegetación y las raíces de la enmarañada jungla.

Lucía despertó entre la euforia y el adormecimiento con los reflejos lastimados, saboreando los efectos ponzoñosos de un castigo sin culpas. Se hallaba en el ocaso de una felicidad en ruinas, en las fronteras del cielo y el infierno con una puerta cerrada y la otra entreabierta. Para su juicio, tropezaba con dos bestias, la una mansa y la otra descubriendo sus fauces. Era de esperarse, que el eco de su ira arremetiera en su interior como un torbellino de venganza, que de ser permitido, no tendría piedad sobre sus enemigos. Pero no estaba en posición de contrariar. La selva no era el Congreso de la República, ni los insurgentes sus compañeros; ni su temática de vida, era la sesión para ser debatida en una plenaria; ni el monstruo aquel, que la asustó al abrir los ojos por lo que creyó que estaba en el infierno, y que cargaba un arsenal entre manos, cintura y espalda, con una enorme cicatriz en el rostro hacia el lado derecho que parecía un cordón de color rojo a punto de desatarse para mostrarle su horrenda cara criminal, y que la miró atemorizante paladeando una sonrisa diabólica licuada entre dientes amarillentos, era Clímaco. Pero en el fondo, había cierta similitud.

Al tratar de reaccionar con actos involuntarios de ira represada para sentirse viva, se esforzó por pensar en que todo aquello, no era más que una escena fantasiosa que sólo correspondía a un acto de demencia, que entre el sinsabor de una horrenda pesadilla, su mente, extenuada por tanto trabajo, recreaba como una placentera realidad. Pero, no demoró en darse cuenta que se trataba de una vivencia real impregnada de miedo, y que cualquier intención de evadir ese miedo aflorado en su condición de rehén, sería un estímulo para su cerebro, que harto de lesiones en sólo unas pocas horas desde el secuestro, ya estaba propenso para entrar en shock, con la consanguínea amenaza de crear nuevos traumas.

El comandante de la horrenda cicatriz en el rostro que se extendía desde la esclerótica del ojo derecho, ascendiendo por el pómulo para desbocarse hacia la barbilla y desembocar bajo el ángulo del mentón, dio la orden para que los insurgentes emprendieran la larga y escabrosa travesía rumbo a su destino. ¿Dónde? Habría que verlo.

Ante el futuro incierto, era necesario aprender a vivir desde el primer instante con la enfermedad del secuestro, para contrarrestar el daño crónico de la incertidumbre. Un pensamiento prematuro con lógica y sentido común, que debía ser enseñado como cátedra, para sensibilizarnos de una realidad hostil que no se puede obviar.

Bastaría solo ocho horas de camino, una jornada laboral, para que el cansancio la atropellara impunemente hasta abatirla. La parada era obligatoria. Algunas tiendas improvisadas se levantaron para apaciguar la primera noche de sueños tormentosos en la selva. Era prematuro para que el cerebro de Lucía, como un hermético vientre de ideas suicidas que intentaba aprender a sobrevivir, distinguiera el sueño de la vigilia, abismado por una tragedia que no entendía, y que la hacía delirar en medio de una horrenda pesadilla, donde sus seres queridos, ahora extraviados en la desesperanza, eran humillados por la muerte que en forma de ángel endemoniado, la llevaba cargada por los aires a su encuentro, permitiéndoles tocar su cuerpo esbelto envuelto en sábanas blancas perfumadas, que en el acto, se desmoronaba en tierra y humo maloliente, en medio de gritos aterradores, aullidos inhumanos inimaginables y una risa de muerte pavorosa que brotaba de sus entrañas y vertía con fuego de su boca, que ante el dolor, se hacía deforme.

Lucía despertó horrorizada, abortando gritos de pánico que, como puñales asesinos, desgarraban por dentro carne y pensamientos. Fue entonces cuando se dio cuenta que la vigilia y el sueño, serían iguales. La realidad no era distinta. Durante los siguientes días de camino, sedada por el temor y la desesperanza que comenzaba a echar raíces, cada que lograba conciliar el sueño cuando la fortaleza humana llegaba a límites extremos, un inminente miedo la obligaba a despertar sobresaltada en medio de la noche, con la oscuridad tupida de fantasmas como estrellas, aquellos, que roban la más preciada calma y pintan de luto hasta los más claros pensamientos. Luego, perdía la noción del tiempo y se convencía de que seguía dormida en el umbral de una horrenda pesadilla.

El miedo en su forma natural es miedo, y simplemente, no tiene escrúpulos. Su corazón enfermo y atormentado por el sinsabor de la incertidumbre que le servía de cobija, de sostén, de elemento de aseo, de vigía, de carcelera, de médico, de compañera de viacrucis y hasta de consejera, estaba a punto de colapsar sin premeditar que el camino del tormento apenas comenzaba.

La expedición planeada para llevarse a cabo en medio de la selva, se hacía imposible con el invierno que ayudaba con su cuota; sus raptores parecían buitres expertos que no vacilaban para encarar cada situación. Las jornadas se hicieron eternas y el cansancio para la secuestrada, no era más que un ingrediente de la fatal receta del secuestro. Era de suponer, que la travesía no era nada piadosa, pero nada tendría piedad para su nueva vida, a la que debía adaptarse sin la posibilidad de renunciar voluntariamente, a menos que en la renuncia, incluyera la vida. La ropa de Lucía se fue amoldando a las necesidades hasta quedar en harapos. Su mística vida no sería diferente. La expresividad de su miedo, era un diseño exclusivo para la ocasión. El viaje continuaba en medio del silencio y el desequilibrio emocional para la víctima.

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