Capítulo 1

Febrero de 1999.

—Estúpida obsesión —comentó Lucía después de mirar el calendario de metal. Los números eran los mismos, pero no los días que estos representaban cada mes... Siempre estaba dispuesto sobre el tocador, y lo observaba más que su reducido estuche de cosméticos. ¿Alguna premonición?

Lucía estaba algo adormilada; se esforzaba por escuchar la grabación... reclinada con los pies recogidos en una antigua silla mecedora de mimbre estilo thonet de madera curvada. La respiración no era sosegada... Ni los latidos de su corazón eran pacíficos... Ni los pensamientos eran mansos. Le hacía falta ver a su madre.

—No es una sensata excusa —expresó ella en la parte final de la conferencia—, ni menos, una justificación racional pensar con desatino en que la violencia es necesaria, cuando es innegable el hecho de que el gran talón de Aquiles en el proceso de paz, es... las ganas de violencia, unas ganas que son efecto del accionar delictivo de grupos terroristas como el ERAL, que han hallado correspondencia del Estado en sus nefastas pretensiones, evolucionando desde el inofensivo síntoma del malestar al agresivo virus de la demencia, cuando el secuestro y la muerte, entre otras obscenidades, son consideradas necesidades elementales para su propósito gremial. Su antes bien formada ideología tuvo un principio, pero su evolución distorsionada en el tiempo se ha reencarnado en un pensamiento burdo, generando la pérdida de identidad y la cuenta regresiva de los días sabios, hoy extraviados en la pesadumbre de un pasado oculto por las riendas de la historia.

Concentrada en lo ocurrido, recordó que, en esa parte del discurso, tomó un sorbo de agua y observó con disimulo el reloj mientras colocaba el vaso al lado del atril.

»La tranquilidad que debiera irrigar los corazones de los habitantes de esta nación —prosiguió—, estimular cada sueño y fortalecer el aliento de vida en la vigilia, ha sido transformada en un amuleto de la discordia; la carroña de tantos pandilleros que con sus acciones bélicas, han mutado la esencia de la paz, aquella que dormita en la mente de millones de colombianos bajo el emblema simbólico de una inocente y nívea paloma, para verla convertida en el buitre de la guerra. Le han arrancado la matriz a la collareja y denigrado el símbolo que apacigua el alma y reverdece la esperanza, para depositar el virus de la violencia que germina inocente como un insulto al amor, avasallando todo a su paso.

Una leve pausa con un levísimo sonido gutural que por poco no queda grabado, insinuó un nuevo sorbo de agua. La garganta se le estaba resecando rápidamente.

»La epidemia del mal poder no tiene cura y causa daño irreversible —persistió escuchando mientras sus labios recreaban perfecta y mudamente la oratoria por partes—. Se trata de actos inhumanos de hombres despiadados que los imaginamos sin corazón, pero realmente ocurre como dijo Hernest Hemingway: «El hombre tiene corazón, señor mío, aunque no siga sus dictados». A lo que yo diría: «O probablemente los siga al pie de la letra, es solo que el mensaje nacido del corazón tiene su propio razonamiento; basta con conocer los resultados para saber si tal corazón en su entorno es pacífico o violento, virtuoso o inmoral».

Repitió de memoria esta última reflexión con tono sonante mientras la escuchaba. En el eco diluido de un murmullo, se oyó la póstuma respiración del silencio antes de emitir las dos palabras faltantes:

—Muchas gracias —culminó a la par con la grabación.

Una ola de aplausos fue la señal del final del discurso. El cansancio en su rostro parecía un lienzo amargado. Apagó la grabadora digital, que por más de una hora le calentó los oídos a través de los audífonos. Era la tercera vez que la escuchaba en menos de una semana. Quería estar segura de lo dicho en aquel día, exactamente un mes atrás, cuando participó como conferencista invitada por la Universidad de Antioquia, durante el evento de la Jornada por la Paz y la Convivencia que se celebró en Medellín con motivo de la Semana por la Paz y la Dignidad.

No acostumbraba a escuchar las grabaciones de sus discursos improvisados, pero esta vez era distinto; estaba a las puertas de una sesión en el Congreso donde sería el plato fuerte para sus opositores. Se levantó de la silla en dirección a la cocina con las ganas de saborear un tinto amargo que no dudó en hacerlo realidad. Escurrió el último ripio de la cafetera que apenas alcanzó para menguar las ganas con el pocillo a medias, por lo que fue necesario obviar el azúcar. Se acercó a la ventana que desde la cocina daba hacia el jardín, mientras acariciaba con la mano izquierda la tensa frontera entre el cuello y el hombro derecho. La otra mano, tiesa como una silueta sin dueño dispuesta en el espacio y olvidada momentáneamente por el cerebro en trance, sostenía el pocillo que exhalaba el aroma fantasioso del café amargo, aún caliente, aspirado con apetencia desde sus pulmones hasta desenhebrar el último de los hilos de vapor que se colaba por las fosas nasales para despertar el aliento. Sabía que en la plenaria del Congreso el día sería más tenso. Y estaba a unas cuantas horas de sueño para el gran suceso.

Un bostezo fue suficiente para recordarle el tema que seguía. Ya tenía la piyama puesta, y encima, una chaqueta térmica para combatir el frío agresivo de la capital que por aquellos días andaba de fiesta. Era el tipo de ropa que acostumbraba a vestir en casa de inmediato a su llegada, a menos que existiera un compromiso que la obligara a ausentarse de nuevo. Retornó a la habitación dispuesta para descansar y añorando estar en la casa de su madre; todavía faltaban algunos días para el viaje.

Antes de ir a la cama se sentó en un butaco de madera, al frente del tocador de color miel y bronce en una combinación armónica y desestresante. Con los codos apuntalados sobre las piernas y los dedos entrelazados, observó el espejo completo que vorazmente la engulló de un solo bocado para mostrarle sus encantos y desencantos. Los primeros eran muchos, los segundos no se apreciaban con facilidad.

La luz de la habitación refulgía sobre la claridad de la tez blanca, con una imperceptible dosis de coloración trigueña oculta en alguna parte del cuerpo. Tendía a ser semejante a su madre. Las ojeras claramente demarcadas insinuaban un rostro agotado, que semanas atrás, lució resplandeciente, joven y terso. Se hacía obligatorio un truco de maquillaje para desaparecerlas. Algunos pliegues finos en la frente, manifestaban el inicio del proceso de envejecimiento interno. Las patas de gallo, apenas levísimas aflorando al lado de los ojos, delataban un sobreesfuerzo en las facciones del rostro que tenía mucho que ver con su vida profesional. Ante aquel vergonzoso paisaje anatómico que prematuramente la angustiaba, sólo se le ocurrió pensar que, si no tomaba la vida con calma en todas sus facetas, muy pronto el rejuvenecimiento facial sería extremo y necesario. Un fino manojo de cabello castaño y lacio intentaba disimularlo.

Sobre la mesa de noche descansaba plácido el libro "De amor y de sombra", escrito por Isabel Allende; aquella majestuosa novela que inició su lectura hacía más de un mes, pero los últimos sucesos sociales postergaron el deseo de continuar leyendo. Lo tomó al menos para acariciarlo, y al abrir la barriga, dejó escueta una hoja de block doblada a la mitad, que hacía las veces de separador de texto. Se dejó tentar... la desdobló antes que pudiera ingresar en un sueño profundo. Contenía un par de frases escritas de tres enumeradas, que leyó entre susurros mencionando una a una en orden numérico.

«Uno: ...Y la risa se quedó sin boca, sentenciada a padecer en los preludios de la muerte. Dos: El amor es un intruso que no tiene nada qué hacer donde el desamor gobierna, pero hay ocasiones en que la desesperanza no debe existir, así nos veamos reflejados en el espejo de las incomprensiones. Tres...»

Sonrió; procuró recordar el momento en que había iniciado el escrito con esa extraña forma filosófica que intentaba descifrar, y que por los puntos suspensivos al principio y al final del párrafo, con el numeral tres, vacío, daba la impresión de haber quedado a medias.

—Sabrá Dios en que estaba pensando —dijo—, pero por ahora, es mejor hacerle caso al sueño. Mañana será otro día. Buenas noches, papá. Que descanses como siempre...

Mientras se santiguaba, murmuró la última frase con regocijo antes de meterse a la cama, dirigiéndose a la fotografía de colores sepia, del tamaño de la palma de su mano, que resaltaba sobre el portarretrato de madera pálida, puesto sobre el nochero hacia su lado derecho.

——Estúpida obsesión —dijo de nuevo después de mirar el calendario de metal. Ya llegaría el día... y el día... y otro maldito día cada día hasta que perdiera la cuenta, y no hiciera falta tener un despiadado calendario para atormentarla.

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