Oscuridad

La ambulancia no tardó en llegar, les expliqué que habíamos sufrido un accidente en las escaleras y no les di más detalles. Tenía miedo de que él despertara y me acusara. No quería que las personas sospecharan de mí. Así que hice lo que tenía que hacer.

En la ambulancia telefoneé a mi suegra. Le avisé sobre el accidente. Las piernas me temblaron cuando dijo entre lágrimas:

—Mi pobre niño, bueno, al menos te tiene a ti. En cuanto pueda estaré por allá. Gracias por cuidármelo, hija.

En el hospital confirmaron mi aborto. No lloré. Me dediqué a jalar con fuerza un padrastro. Líquido rojizo brotaba de mi dedo y me hacía revivir la caída de mi esposo. Pensaba que era probable que él se hiciera la víctima. Lo más sensato era huir ahora que todo parecía un accidente, pero una sensación enfermiza me detenía. Quería saber si él sobreviviría. En un lugar ominoso de mi cabeza los planes para asesinarlo comenzaban a maquinarse. La oscuridad agazapada en mi interior esperaba ansiosa por volver a salir. 

El doctor llegó y me explicó la condición de mi esposo: tenía una fractura vertebral que lo había vuelto parapléjico. Sus brazos volverían a funcionar con terapia y el yeso.

Durante el camino para verlo la oscuridad susurraba dos palabras: Despertará pronto.

La sensación fría de las esposas en mis muñecas se sentía tan cercana. Pronto me arrestaría y tendría que pudrirme en la cárcel.

La enfermera me dejó sola con él. Aún dormía. El almohadón de la cama vecina llamó mi atención. Tuve una fantasía: lo tomaba y le asfixiaba; él luchaba por su vida y yo lo apretaba más fuerte contra su cara hasta que no hubiera resistencia. Apreté mi puño. Esa no era yo. Yo era una buena persona. Sí, lo volví como un mantra.

La fantasía volvió a rondar mi mente y un resquicio de duda se instaló en mi corazón. No podía dejar de pensar que me acusaría de intento de asesinato. Por un momento abracé con fuerza la idea de que podía no despertar jamás. Sin embargo, como era su costumbre fue contra mis deseos y despertó. Tuve una gran suerte porque él no mencionó el incidente, parecía no recordarlo.

Las semanas en el hospital pasaron sin incidentes. Mi suegra ayudó a cuidarlo.

En casa me recosté en la cama y di de vueltas. No podía dejar de pensar en las escaleras. Al final decidí servirme una copa de vino y vi por un largo rato como los últimos rayos de sol se reflejaban en las manchas carmesí de los escalones. Las manchas estaban secas. Mi suegra me sugirió limpiarlas. Yo no podía hacerlo. Verlas me llevaba a revivir todo lo acontecido. Me hacía sentir poderosa y dueña de mi vida. La sangre se volvió una especie de trofeo para mí. Y aunque supe que estaba mal no pude evitar que mi corazón bailara de felicidad. A pesar de mi reticencia llevé una cubeta con jabón y trapos. Me arrodillé y no sé por cuánto tiempo observé las manchas. Ya era muy tarde, por lo que decidí posponerlo por un día más. Ese día se volvió un mes de retraso. Esas manchas duraron lo que mi esposo estuvo hospitalizado.

Claro que no pensé en matarlo. Quería que él pudiera valerse por sí mismo para pedirle el divorcio. Aunque la oscuridad estaba al acecho.

Durante el tiempo en que tuve la ayuda de mi suegra todo parecía ir bien: él era amable y mi oscuridad solo susurraba. Cuando ella se fue a su crucero la pesadilla comenzó.

Marqué en el calendario con una X el día que ella regresaría.
Realizarle las curaciones y el aseo personal eran un infierno engorroso. Mi esposo solo gritaba las mismas palabras una y otra vez:

—¡AHHH! Estúpida, hazlo con más cuidado… ¿qué no ves que me duele?

Cada vez que lo oía deseaba abandonarlo o asfixiarlo. La culpa y la misericordia me obligaban a quedarme. Además, estaba lo que hablarían de mí: “Cómo pudo dejar a un inválido.” Al final él terminaría siendo la víctima y yo sería la mala. No, tenía que quedarme.

Una vez me sorprendí agregado
cloro a la sopa. Juro que no era yo, era esa oscuridad apropiándose de mi mente.

Los días de rehabilitación no ayudaba a mantener controlada a la oscuridad. Era tanto placentero como una tortura verlo sufrir al sostener su brazo y subirlo con lentitud. El dolor se le podía ver en las pupilas dilatadas. Lo malo comenzaba cuando él muy estúpido expresaba su dolor con amenazas:

—Te juró que cuando me recupere te las verás conmigo.

Fui paciente por varios días hasta que la copa de mi paciencia se estrelló. La oscuridad reptó de las grietas diciendo: “Tiene que pagar.”

Decidí que lo mejor para ambos era ignorarlo hasta que pudiera controlar mis pensamientos.

Acostada en la tumbona cerca de la alberca escuchaba como gritaba.

—AMELIA, AMELIA…

Después de un rato su voz se volvió ronca. Al final del día fui a verlo. Tuve que taparme la nariz y la boca para ignorar el olor a excremento. Corrí a abrir la ventana y tosí un poco.

—Lo siento mucho, no te había escuchado. No volverá a pasar —le dije esa vez y lo volví a repetir en varias ocasiones.

—Aparte de estúpida eres sorda —gritó.

Deseaba dejarlo ahí para que se pudriera en su propio excremento. Era un martirio tener esos pensamientos porque yo me sentía responsable y para enmendar lo que hice debía cuidarlo. Me disculpe mientras lo aseaba. Las piernas estaban tan pesadas y fofas como un costal de patatas. Era una tortura levantarlas para quitarle el pañal y limpiarlo. Con el pasar de los días esa tarea fue pan comido, aunque no dejaba de ser asqueroso. Llagas rojizas se fueron formando en su trasero, parecía que el Karma le estaba dando su merecido. Después de todo él había sido como una llaga en mi trasero todo el tiempo. Debo confesar que las líneas de mi moralidad y la oscuridad se iban desdibujando cada día más.

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