La Verdad

Noches más tardes, algo frío recorrió mi espalda. Un sudor helado se deslizó en mi nuca.

Comprendí que él estaba acostado a mi lado. Apestaba a cloro y eso me daba nauseas. Tragué saliva para darme valor y salir corriendo.

La habitación estaba a media luz gracias al foco del baño. Veía con claridad la puerta. Apreté los dientes cuando sentí las piernas duras como plomo. No podía dejar de temblar.

Toda esta pesadilla se volvía a repetir una y otra vez. ¿Me estaba volviendo loca o era real? No lo sabía, de lo único que estaba segura era de que detestaba ambas opciones.

Algo húmedo se enroscó en mi brazo. Di un grito al ver la mano arrugada. Con fuerza me giró. Apreté mis parpados. Sentí el toque húmedo y flácido en mi barbilla. Al abrir los ojos encontré ese rostro demacrado. Lo peor era la mandíbula. Estaba desencajada de la cara.

—Tú estás…

«Muerto», la palabra se me atragantó cuando él se subió a mí. El peso en mi estómago hacía que se me escapara el aire.

Todo el ruido alrededor se apagó excepto el latido de mi corazón que parecía estar al ritmo de una lavadora.

Su cabello salpicaba gotas en mi cara. Una de esas gotas aterrizó en mis labios. Sabía amarga. Escupí, pero mi garganta estaba seca. La tos comenzó y no la pude detener. Me sofocaba. Una risa gangosa afloró de su garganta. Por un momento pensé que moriría ahogada tal y como él lo hizo en la piscina. Solo era dueña de los músculos de mi rostro. Estaba a su voluntad tal y como yo lo tuve.

La tos me dejó mareada y por un segundo pensé que todo había sido una pesadilla.

El peso en mi estómago me arrastró de vuelta. Podía verle los pies arrugados y las piernas cruzadas encima de mi pecho. Sonrió y se inclinó a centímetros de mi rostro. Su mandíbula la tenía tan separada que dejaba ver un agujero profundo. Con horror distinguí un movimiento. Algo reptaba.

Del labio inferior una especie de víbora se arrastraba. Era larguísima y negruzca. Temblé debajo de mi esposo. Esa víbora iba a cercándose a mí. Lengüeteó mi cara y peleó con mis labios. Logró reptar por mis encías. Abundante líquido golpeó directo a mi campanilla.

El vino que había tomado se regresó con fuerza. Entre mi ahogamiento escuchaba un gemido gangoso, que me volvió a evocar los últimos sonidos guturales que él lanzó. Esta era su venganza por haberlo asesinado.

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