Capítulo XVII
Por la madrugada, la niebla dibujaba siniestros lazos entre los árboles y el silencio solo era perturbado por el constante sonido de los insectos que habitaban los pastizales. A pesar de que el frescor de la noche engullía cada partícula de mi ser, no dejaba de percibir cierto aire cálido rozando la parte posterior de mi cuello.
Dicen que el cazador no es el que mata, sino el que disfruta de la caza, y yo, definitivamente, amaba cazar. No obstante, para estas alturas del partido la frustración se proponía a nublar mi juicio; sentía al asesino respirándome en la nuca, podía imaginarlo burlándose de mis tropiezos y teorías erradas. Cada minuto que pasaba sin resolver el caso, podía ver al autor de los hechos con una sonrisa macabra deformando su rostro.
La muerte del comisionado le había dado fuerza al único hilo que podíamos seguir, solo que esta pista resultó ser más escabrosa de lo que pensábamos. Maldije para mis adentros mientras encendía un cigarrillo.
Simón Chirinos tenía motivos para asesinar al menos dos de las cuatro víctimas, pero ¿qué había de su conexión con las demás? Una vez más, mi instinto me reprendía por no haberle insistido a Martínez para que me dejara seguir interrogándolos. Debí haber mencionado a la tercera víctima: el español interesado en comprar una hacienda; pero alertar al asesino sobre nuestras sospechas era el mayor temor de mi jefe.
En mi opinión, una grandísima estupidez.
Lo único que conseguimos con omitir preguntas esenciales era no tener nada que conectara al principal sospechoso con los demás asesinatos. Además, si Simón los había matado por las razones que tenía en mente: ¿por qué el mismo ritual para todos? ¿Qué sentido tenía mutilar a las víctimas de aquella manera? Y lo más importante, ¿por qué solo uno de ellos se había defendido?
Un hombre celoso sería impulsivo, mucho menos metódico con tal de conseguir su objetivo. «¿Qué me falta? ¿Qué me perdí?», pensaba incesantemente a medida que todas las escenas del crimen, todos los perfiles de las víctimas y los testimonios se repetían como un catálogo abierto en mi cabeza.
—Entonces, ¿no me piensas decir que carajo te dijo Simón? —preguntó Rosales por enésima vez—. ¿Qué mierda está pasando? ¿Fátima tiene una gemela o qué?
Rosales me sacó de mis cavilaciones y en un parpadeo volví a la humilde posada donde nos estábamos hospedando en el Junquito. En ese momento, veía por la ventana a la oscuridad del bosque, dándole la espalda a mi querido jefe y a mi compañero.
Nuestros superiores nos prohibieron volver a Caracas hasta que el caso quedara cerrado y nos vimos en la necesidad de compartir habitación, no era algo que me complaciera, ni mucho menos a Alejandra, pero órdenes eran órdenes. Me encogí de hombros y le di una calada al cigarrillo antes de responder a su pregunta:
—Es más complicado de eso.
La corta conversación que había tenido con Simón complicó en gran medida la situación, de hecho, todavía no sabía cómo lo que me había dicho encajaba en el caso, pero mi instinto me decía que era una pieza del rompecabezas que no debía desestimar.
—Verás —continué—, Fátima es...
—¡Maldita sea!
Los gruñidos de Martínez me interrumpieron. Al encontrarnos con un acertijo sin resolver, nos habíamos quedado en vela revisando cada una de las evidencias y nuestro jefe era el que más se había tardado en ello ya que no asistió a los primeros asesinatos.
—Buenas noticias, supongo —mencioné con ironía, mientras daba otra profunda calada al cigarrillo y me giraba para encararlo.
Martínez acababa de terminar una larga llamada de la cual, solo escuchamos asentimientos como respuesta de su parte. Desde que el teléfono sonó, sabíamos que solo traería malas noticias, nadie llama casi a las cuatro de la mañana para saludar.
—Tenemos otro cadáver encima, compañeros —masculló—. Ya están acordonando la zona, ¡debemos ir ya!
Resoplé, ya me estaba acostumbrando al modo de actuar de mi presa, no seguía un patrón fijo entre los asesinatos y en mi mente se estaba hilando un interesante perfil. Era pasional, un ser vengativo lleno de ira, pero al mismo tiempo frío, lógico; pero también, era contradictorio, asesinaba cuando le venía en gana, pero trataba de mantener el ritual al pie de la letra sin importar que las cosas se le salieran un poco de control como ocurrió con su tercera víctima. Quizás solo quería perfeccionar su técnica o intentaba descubrir un método que más se le ajustara, tal como lo haría un novato. Todo me indicaba que el asesino debía ser mujer, pero mi única sospechosa a pesar de tener la altura adecuada, no parecía tener la fuerza necesaria.
Ya sabía que unía a las víctimas, pero todavía no conseguía la manera de enlazar el motivo a mis principales sospechosos. A simón lo impulsarían los celos, pero ¿qué tendría Fátima en contra de los infieles, si ella misma era la representación de la promiscuidad?
Llegamos a la nueva escena del crimen en menos de veinte minutos, esa era una de las ventajas de habernos quedado en el Junquito. La sensación de déjà vu de nuevo palpitó en mi pecho; una vez más estábamos en la carretera vía La Niebla, aunque en esta ocasión el cuerpo no se localizaba en la hierba alta.
El lugar comenzaba a llenarse de curiosos, paulatinamente; pueblerinos y turistas atraídos por el sonido de las sirenas, asistían a la locación caminando o en coche, estacionándose a los costados de la carretera.
La vía, que de por sí era angosta —solo de dos carriles—, estaba acordonada hasta la mitad. Eso, aunado al populacho que iba aglomerándose sólo dejaba un pequeño margen para que el tráfico circulará; por suerte, a esas horas era casi inexistente.
Tratamos de espabilar a los curiosos con el Jeep, con la sirena de la patrulla al máximo amenazamos con atropellar a quien se pusiera al frente. El populacho ya estaba con los ánimos caldeados, con las muertes acumulándose y sin ninguna respuesta que ofrecerles, ya las personas ni se inmutaban cuando veían nuestras patrullas.
De hecho, el sonido de las sirenas solo conseguía atraer a más personas.
Los vecinos se aglomeraban contra el vehículo, golpeándolo con las palmas abiertas en medio de gritos cargados de ira. Exigían justicia, clamaban por ella. Para ese entonces, los chismes y la ignorancia ya habían tomado rienda suelta y, entre la gente divisé varias biblias, agua bendita y rosarios; muchos se santiguaban, a medida que las palabras "espíritu vengador", "ánima castigadora" y "La Sayona del Junquito" hacían eco tras sus exigencias.
A lo lejos, los periodistas documentaban absolutamente todo lo que estaba ocurriendo. No tardé en ver a Patricia con su micrófono en mano, señalándonos sin parar de narrar.
Logramos estacionarnos justo frente del cordón policiaco a pesar de los contratiempos y con ayuda de otros funcionarios, conseguimos atravesar a la gente. Enseguida nos encaminamos directo a la escena: una camioneta plateada estacionada al costado de la carretera, con la puerta del copiloto abierta y manchas de sangre en ella.
Era imposible evitar que los civiles y la prensa no tuvieran acceso ilimitado al brutal escenario, así que, para esa misma mañana, ya las imágenes y videos se habrían hecho virales por internet anunciando que el "Ánima del Junquito" atacaba de nuevo.
—Espero que te hayas tomado tus medicinas, Martínez —exclamé jocoso—. Aún no llega la ambulancia y no somos muy buenos con los primeros auxilios.
La tez de mi jefe se tornó un poco más colorada de lo que ya estaba y con cara de pocos amigos, restregó el sudor de su frente con el pañuelo que en algún momento de su existencia fue blanco.
—Sí, me las tomé antes de salir y te recuerdo, que no todos los días se ve un pito desmembrado, González —replicó mi jefe—. Aunque escuchaste a los paramédicos, me desmayé por una baja de azúcar.
Reí para mis adentros.
—Si gusta podemos encargarnos nosotros de la escena —mencioné.
—Negativo, trabajamos los tres o nos despiden a todos.
Al cabo de unos segundos, ya estábamos frente a la camioneta. Los peritos tomaban fotos, etiquetaban posibles evidencias y buscaban por cualquier mínima cosa que pudiera pasarse por alto; al vernos, el encargado de las fotos interrumpió su trabajo y dio un paso atrás.
—¿Qué tenemos? —preguntó Martínez.
—Lo mismo, señor: marcas de estrangulamiento, genitales mutilados y globos oculares apuñalados. El asesino se llevó su identificación al igual que las otras cuatro veces, aunque... —El perito hizo una pausa dubitativa—. Hay algo fuera de lo normal.
Observé la dantesca escena mientras escuchaba su reporte. La sangre manchaba con intensidad la parte delantera del vehículo, el cuerpo se encontraba apoyado sobre la puerta del piloto, con su cabeza cayendo hacía afuera.
—Hable, hombre, ¿qué encontraron? —exclamó Martínez.
—Por los patrones de la sangre, pareciera los globos oculares fueron apuñalado antes de morir, aunque habría que esperar los resultados de los patólogos para confirmar. Además, hay mucha más premura en los hechos —explicó el perito—. Normalmente, encontramos los órganos mutilados a un costado del cuerpo, como si tuvieran cierto orden, sin embargo, esta vez, están arrojados dentro del coche en direcciones opuestas.
—Veo que se ha resistido mucho más que el español, además lo asfixió con sus propias manos —deduje, al ver en el cuello de la víctima marcas de dedos y uñas rasgando su piel.
—Eso parece, además, sus trabajos normalmente son bastante impolutos —continuó el perito—. Deja poca sangre y casi ninguna huella o manchas que señale a un asesino, pero esta vez, no tuvo tiempo de limpiar su desastre. —El hombre señaló las manchas en la puerta—. Intentó eliminar sus rastros, quizás con alguna prenda de ropa, pero la sangre ya estaba muy coagulada como para que no se notara.
—¿Se consiguieron las prendas? —preguntó Rosales.
—No, señor, como de costumbre no dejó pistas.
—Entonces, quien sea que sea el asesino debe tener consigo varias prendas llenas de sangre —supuso Rosales—. Propongo que hagamos una requisa en las haciendas cercanas, más que todo en la del Junco.
—No nos adelantemos, detective —murmuró Martínez, cubriéndose la boca con el mismo pañuelo con el que se secó el sudor—. Tenemos que actuar con sumo cuidado en esta situación, ya se lo he dicho a ambos.
Ignoré la discusión que mis compañeros protagonizaban e inspeccioné una vez más la obra de arte fallida de mi presa; en ella pude ver marcas pasionales que en los demás cuerpos no había, debía conocer a la víctima, o algo de él despertó con más intensidad sus bajos instintos.
—¿Y sabemos quién es el desafortunado esta vez? —inquirí.
El perito llamó a otro que traía una carpeta en sus manos y una bolsa plástica con un celular con manchas de sangre dentro.
—Por las placas del coche y la información que encontramos en el celular, dimos con su identidad —explicó, entregándome la carpeta—. No era oriundo de aquí, vivía en Lechería, Anzoátegui. Aparentemente, vino para concretar la compra de una propiedad.
Con la expectativa punzante en mi pecho, abrí el legajo casi con desespero.
—La hacienda del Junco —murmuré al confirmar mis sospechas.
Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo, mi ser pidió a gritos un cigarrillo. Me encontraba cerca de mi presa, tan cerca que casi podía olfatearla, esa maldita hacienda escondía a un asesino; estaba convencido de eso, ¿quién? Eso era lo único que me quedaba por confirmar y mi balanza, ya estaba inclinada a favor de uno de ellos. Faltaba poco para terminar este juego y sabía, que solo uno de nosotros podría resultar ganador.
N/A: Christopher alias "El Gringo" ha salido del chat.
Nuestros detectives hacen lo que pueden con lo que tienen. Y Simón, se encuentra en la mira del halcón.
¿Sus esfuerzos serán suficientes para atrapar al asesino?
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Editado 26/07/2024
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