Capítulo XIV

Las tareas domésticas en la hacienda del Junco estaban muy bien planificadas por Antonia; de hecho, ella parecía ser el capataz del lugar más que su propio esposo. Su agenda era estricta y Dios salve a la pobre alma que osara intentar alterarla.

En los fines de semana se cortaba la yerba alta, a mano como mi abuelo siempre lo había preferido. La limpieza del primer piso de la casona era cada dos días y la del segundo piso, una vez a la semana. Las compras de víveres e insumos se hacían todos los miércoles por la mañana.

Y cada dos semanas, se limpiaban las maquinarias y medios de transporte —incluyendo las que se mantenían sin uso—; para Antonia, no importaba si los cacharros servían o no, con tal de que se mantuvieran limpios y en buen estado, suponía que por ello el granero estaba tan ordenado.

Sin embargo, ese sábado en la mañana sucedió algo que no estaba agendado: Simón limpiaba su motocicleta. Estaba consciente de que mis pensamientos y sospechas sobre él se encontraban llegando a otro nivel.

«Vamos, Camila, solo te mintió una vez. Que lave la moto un día que no corresponde no significa nada», me regañé en mi interior.

—Si quiere yo puedo seguir, Camilita.

La sugerencia de Antonia me hizo dar un salto en el sillón. Me hallaba tan concentrada supervisando cada movimiento de Simón, que me había olvidado de que le estaba dando el desayuno a mi abuelo.

—No, no, está bien. Solo estoy un poco distraída.

—Lo sé, ha estado toda la mañana así —mencionó—. Eso no acabará bien.

Antonia continuó barriendo el porche, como si sus palabras no tuvieran importancia.

—¿Qué?

—Usted y Simón —contestó con el mismo tono—. No es buena idea.

—Antonia, no creo...

—Sé que no cree que sea mi problema, Camilita, pero lo es.

Dejó de barrer y me encaró, su tono de voz tenso y despectivo ya me era familiar, usaba el mismo cuando regañaba a su familia.

—Simón es mi hijo y lo conozco como la palma de mi mano —continuó—. También la conozco un poco a usted, al menos por las cosas que su madre me contaba. Ustedes son de mundos diferentes, crianzas diferentes. Quizás ahora estén como tortolitos porque es algo nuevo y emocionante, pero con el tiempo nada bueno saldrá de esa relación.

Me quedé sin palabras, aunque no era algo de lo que no estuviera consciente. Sabía lo diferentes que ambos éramos y tenía claro que nuestro futuro era incierto, pero no esperaba fuera tan sincera y, sobre todo, tan pronto.

—Ay, Toña, tú si exageras.

La intervención de mi abuelo nos hizo dar un respingo.

—Son jóvenes, déjalos que se diviertan. Además, Simón es un buen muchacho, no va a lastimar a mi Camilita —agregó.

—¿Ahora si sabes que ella es Camila? —replicó Antonia, con ambas manos en las caderas.

—¡Claro! ¿Quién más podría ser?

Antonia resopló, puso los ojos en blanco e ingresó a la casa dando fuertes pisadas. Mi abuelo se carcajeó de su mal carácter como niño pequeño que hubiera hecho alguna travesura.

—No le hagas caso, mija. Toña protege a ese muchacho como si todavía tuviera pañales —agregó, todavía jocoso.

Fue inevitable unirme a sus risas, creo que era la primera vez desde que llegué a la hacienda, que veía una pizca del hombre que conocía como mi abuelo. Ese hombre agradable, bromista y simpático que a casi todo el mundo le caía bien.

—Abue, ¿recuerdas lo que hablamos la otra noche?

Arrugó el ceño y sus labios rumiantes, se menearon de un lado al otro.

—Sobre el desván —agregué.

—¿Quieres subir al desván? ¿Por qué? Sabes que no me gusta que nadie suba allí.

—Lo sé, lo sé, pero ¿recuerdas que venderemos la hacienda? Necesito volver a entrar al desván...

Mi abuelo concentró su mirada en el plato vacío sobre la mesita improvisada de su silla de ruedas. Su mano temblaba un poco más de lo normal y temí que pronto pudiera perderlo.

—¿Quién era el Ánima del Junquito, abuelo? —supliqué.

—El Ánima, el Ánima, el Ánima del Junquito —repitió constantemente.

—Sí, ¿quién era? Necesito saberlo, por favor...

—Una vez vi a un espíritu, ¿no te he contado? —dijo con una sonrisa—. A medianoche, en los campos, cuando sembrábamos duraznos. Si, qué duraznos más deliciosos.

—Abuelo...

—¿No tenemos duraznos? Quisiera uno...

—Abuelo, te pregunté sobre el Ánima del Junquito.

—¡Ah! Yo una vez vi un espíritu, a medianoche en los campos de duraznos...

Respiré profundo, la situación ya empezaba a frustrarme y la verdad era que la paciencia se me estaba acabando.

—Abuelo, ¿dónde guardas la llave del desván?

—Cuántas veces te lo tengo que decir, Pepita. No quiero que subas allí, ¡es una orden! —exclamó enojado.

—¡¿Por qué no?!

Dejé que la frustración me dominara y sin darme cuenta, le había gritado a un anciano en decadencia que ni podía reconocer a las personas que lo rodeaban. Al ver sus ojos vidriosos cargados de temor por mi actitud amenazadora, el remordimiento me carcomió inmediatamente.

—¿Todo bien por aquí?

Estaba tan absorta en la conversación con mi abuelo, que no noté cuando Francisco había llegado del pueblo. Como de costumbre, todos los fines de semana bajaba muy temprano al Junquito para comprar periódicos y tickets de lotería para Antonia.

Atrás del capataz, me esperaba la mirada inquisitiva de Simón, quien también se había visto atraído por mis gritos.

—Sí, lo siento, me exasperé un poco, estoy bajo mucho estrés y me dejé llevar.

Francisco me escrutó detenidamente por un largo rato; en definitiva, me sentía como un pequeño animalito siendo evaluado, esperando que mi captor decidiera si llevarme al matadero o liberarme.

—Bueno, mija, a trabajar en esa paciencia porque el pobre viejo no tiene la culpa —masculló—, aunque a pesar de todo la entiendo, lo que está viviendo no es fácil, pero creo que le tengo una noticia que le mejorara un poco las cosas.

Francisco abrió uno de los periódicos que traía bajo su brazo, buscó una de las primeras páginas y me extendió el diario. Ahogué un grito al leer el enunciado de un artículo que cubría casi toda la hoja y mis manos, estuvieron a punto de romper el papel por la fuerza con la que lo sujetaron.

—¡N-No puede ser! —exclamé.

—Al menos ese dizque asesino sirve pa' algo —mencionó Francisco.

El capataz se recostó de una viga de madera y encendió un cigarrillo.

—¿Qué paso? —intervino Simón.

Con temblores apoderándose de mi ser, releí una vez más el artículo del periódico. Este suceso mis sospechas, ya no tenía cabida para dudas; era imposible que los asesinatos fueran casualidad o meras coincidencias.

—El comisionado Abud —jadeé—. Fue asesinado...

—¡¿Qué?!

Simón acortó la distancia entre nosotros y me arrebató el periódico para confirmar con sus propios ojos lo que había dicho. Mientras tanto, todo mi cuerpo se vio poseído por el terror. Lo vi fingir sorpresa cuando leía cada palabra, sí, fingir, porque estaba segura de que él o su padre habían cometido el atroz asesinato la madrugada del viernes, no podía ser una coincidencia.

¿Quién más querría asesinar a un alto rango del gobierno? Solo un demente que quisiera ser el más buscado de todo el país, o alguien que podría conseguir un beneficio. Después de todo, él mismo me dijo que haría lo que fuera por ayudarme, ¿eso incluía convertirse en un asesino serial?, o, ¿ayudar a su padre a serlo?

Mi cuerpo entero comenzó a picar; no obstante, por más que me rascaba los brazos, nada podía calmar mi desesperación.

—¿Camila? ¿Estás bien? —preguntó Simón

Lo señalé con el dedo índice al incorporarme de un salto, quería gritarle mil y una cosas, pero nada salía de mi boca. Mis sentimientos se entremezclaban en mi interior, tanto, que ya no sabía si el miedo era lo que dominaba mi razón.

Por un lado, estaba enojada, molesta porque Simón arruinara su vida de esa manera; por la mentira de la noche anterior, por el engaño, sobre todo el engaño. Era un enfermo y yo había caído en su sonrisa y calidez.

La tristeza también galopaba en mi pecho, había encontrado una nueva razón para vivir y de nuevo, aplastaron y masacraron mi corazón con mentiras.

Y al final, la esperanza intentaba contradecir todas las evidencias, Simón no podía ser el asesino; era un hombre bueno, cariñoso, dedicado, debía haber una explicación a todo esto.

Incapaz de reclamarle frente a su padre todo lo que se arremolinaba en mi cabeza y corazón, caminé hacia él, lo tomé con fuerza por la camiseta y lo llevé a rastras hacia el granero. Una vez solos, luché contra mi respiración y pensamientos para darle sentido a la conversación que tendríamos. Durante todo el rato, Simón no dejó de exigirme explicaciones y preguntarme si me sentía mal, dificultando más mi tarea de serenarme.

—¡Silencio! —bramé—. Te preguntaré algo y espero que me respondas con la verdad esta vez. —Lo amenacé, apuntándolo con mi dedo índice—, ¿Dónde estuviste en la madrugada del viernes?

—E-En el baño.

—¡Maldita sea, Simón! ¡Te dije que no me mintieras!

—¡No lo hago!

Dio unos pasos en mi dirección y yo di unos en retirada. Un pensamiento atroz se apoderó de mi mente: ¿Simón sería capaz de lastimarme?

—Te vi —repliqué con más calma—. Te vi empujando la moto por el camino de tierra.

Simón tomó distancia y restregó el cabello con ambas manos, una sonrisa irónica apareció en su rostro.

—¿Todo esto es porque me viste con la moto en la madrugada? —inquirió con sarcasmo—. ¿Puedo saber qué tiene eso de malo? ¿Es un ataque de celos o algo así?

—El comisionado —susurré—. El comisionado murió esa noche, en la madrugada.

La sonrisa se borró del rostro de Simón y su piel tostada se tornó pálida, parecía haber visto un fantasma.

—¿Q-Qué estás tratando de decir, Camila?

—Abud se estaba quedando en una posada de este sector. Tú lo sabías...

—Y por eso crees que después de hacerte el amor, salí en la madrugada a matarlo —exclamó, mientras sus manos revolvían su cabello una vez más—. No puedo creer que pienses eso de mí. ¡No puedo creer que pienses que soy un maldito asesino!

Tragué en seco y traté de no perder el horizonte, ahora que las cartas estaban puestas sobre la mesa entendía lo incoherente que parecía mi teoría.

—Entonces, dime. ¡Dime que hacías remolcando la moto a esa hora!

—Camila, eres sonámbula.

Su declaración me cayó como un balde de agua fría. No comprendía que tenía que ver una cosa con la otra hasta qué continuo.

—Te levantaste en la madrugada, tomaste la moto y agarraste carretera. Por suerte me despertó el sonido del motor y cuando llegué al camino de tierra, te vi caer por en el lodo. ¿Por qué crees que no encontraste tu ropa al amanecer? Estaba en la lavandería llena de tierra.

—E-Es imposible, no recuerdo nada y no tenía rastros de lodo al despertar...

—Porque te limpie, Camila. Te limpie, llevé la ropa a la lavandería y devolví la moto a su lugar.

—P-Pero mis zapatos, ¡mis zapatos están limpios!

—Usaste mis botas de trabajo —aclaró—. Quizás no encontraste los tuyos en la oscuridad, ¡qué sé yo!

—N-Nada de esto tiene sentido...

—¿Y si lo tiene que yo sea un asesino? ¿Un enfermo que anda por allí sacándole los ojos a la gente y cortándoles el pito?

La ironía y la rabia en su voz eran tan palpables, que las podía sentir atravesándome el corazón.

—¿Qué ganaría yo con eso, Camila? ¡Explícame por qué no entiendo!

—D-Dijiste que te encargarias, que me ayudarías, que harías lo que fuera...

—¡No me refería a matar a alguien! —bramó.

Simón se restregó el rostro con ambas manos y resopló, noté que hacía un gran esfuerzo por controlarse.

—Escucha, matar al comisionado no resuelve nada —dijo mucho más tranquilo—. Para solucionar el problema de la expropiación, tendría que destruir a todo el gobierno. ¿Acaso crees que el régimen dejará de enviar gente? Abud solo fue el primero, quizás tengamos algunos días de calma, pero eventualmente vendrá otro. No dejarán de hostigarnos solo porque un hombre haya muerto, Camila.

Cubrí mi rostro con ambas manos, mientras más escuchaba a Simón, más demente me sentía. Él tenía razón, nada ganaría con la muerte de ese hombre, pero ¿quién lo había asesinado entonces? ¿Quién seguía afuera, imitando al Ánima?

—¿Qué hay de tu padre? —susurré, descubriendo mi rostro y enfrentando su mirada.

Simón arrugó el ceño, escrutando mis facciones. Deseé poder leer su mente, saber que pasaba por su cabeza en ese momento.

—¿Qué hay con él?

—¿Francisco mató al comisionado? —inquirí—. ¿Asesinó a esos tres hombres del pueblo?

Simón se pasó ambas manos por el cabello con tanta fuerza que las líneas de expresión en su frente desaparecieron.

—Camila, ¿te estás oyendo? —Dio un paso hacía mí, uniendo las palmas de sus manos frente sus labios—. ¿Por qué mi viejo haría eso?

—Lo vi salir la noche en que murió la primera víctima.

—¿Y? ¿Acaso salir de noche es un pecado?

—N-No, pero...

—Pero ¿qué? —Volvió a pasar sus manos por el cabello e inhaló profundo—. Mi vida, quiero ayudarte ¿sí?

Dejé que sus manos tomaran las mías, mientras que todo lo que creía lógico se tambaleaba en un hilo.

—A ver, ¿qué te ha llevado a pensar todo esto? Debe haber algo que te haga creer que somos unos asesinos.

—N-No sé si deba decirte.

Sus manos acariciaron mis mejillas y besó mi frente.

—Camila, puedes confiar en mí —declaró—. Por favor, para entenderte necesito saber.

Resoplé, abrazándome a mí misma con fuerza. ¿De verdad podía confiar en él?

—¿Has escuchado sobre el Ánima del Junquito?

Simón arqueó una ceja, aunque su expresión me era inescrutable.

—¿Es un fantasma o algo así?

—No me mientas, por favor.

Volvió a tomar mis manos y las estrujó entre las suyas.

—Camila no tengo ni idea de lo que estás hablando, lo juro.

—El Ánima fue un asesino serial, el único que ha tenido el Junquito.

—Nací aquí, crecí aquí y jamás he escuchado sobre eso —replicó.

—Ocurrió en los años sesenta —expliqué—. Jamás atraparon al asesino, fue un suceso popular.

—Mi vida, no entiendo a donde quieres llegar con esto.

Respiré profundo, armándome de valor para confiar en él. Parecía sincero, ignorante sobre todo lo que el Ánima representaba, no podría estar actuando, ¿o sí?

—Cuando llegué a la hacienda, subí al desván —murmuré—. Allí, allí encontré mucha información sobre ese asesino y también... —sollozos cortaron mis palabras y el aire comenzaba a faltarme.

—Shh, tranquila. —Simón me resguardó entre sus brazos, apretándome con fuerza contra su pecho. Su calor y masculino aroma, calmó mis nervios—. Tranquila, está bien. No tienes que contarme que más conseguiste si no quieres.

—Es un asesino, Simón —jadeé contra su pecho—. En el desván hay pruebas de que mi abuelo era el Ánima.

El aludido me separó de su cuerpo para verme a la cara. No era necesario leer su mente como para darme cuenta de que no me creía, pensaba que estaba loca, lo sabía.

—Sé que es algo difícil de creer, incluso decirlo me parece una locura —exclamé—. ¡Pero en el desván está todo! ¡Mi abuelo fue un asesino!

—De acuerdo, digamos que es cierto —meditó Simón, alejándose de mi—. Digamos que Evaristo fue un asesino ¿Qué tiene que ver el Ánima con los recientes asesinatos? Sigo sin entender.

—¡El Ánima usaba el mismo ritual! —susurré—. También asesinaba hombres similares.

Simón se cruzó de brazos y encogió de hombros.

—Y eso tiene que ver con nosotros, porque... —En su mirada, una chispa de reconocimiento apareció y su expresión cambió en un parpadeo—. ¡¿Acaso crees que estamos imitando al supuesto Ánima?!

—¿Te parecen coincidencia los asesinatos? ¡Alguien mató al comisionado porque pensó que podría ayudarnos!

Cada vez que abría la boca y escuchaba mis propias palabras, mi confianza y creencias se resquebrajaban. La expresión de Simón, aunada a su mirada lastimera, solo conseguían hacerme sentir como la loquita que creaba cuentos de hadas.

—No puede ser casualidad, Simón —susurré—. No puede ser casualidad todo lo que está en el desván y que el asesino escogiera al comisionado.

Intentó tomarme las manos de nuevo, pero no lo permití; no cuando cada poro de su cuerpo gritaba pena, lástima y preocupación.

—Mi vida, Camila, escúchame —rogó—. Analicemos esto, ¿sí?

—Simón...

—Solo escúchame, por favor. No sé qué en que problemas se habrán metido las primeras víctimas, pero estoy seguro de que el comisionado tenía mil y un enemigos, sobre todo en el Junquito, ¿no crees?

Me crucé de brazos, algo me decía que Simón encontraría la manera de hacerme cambiar de opinión, de convencerme de que estaba equivocada. No obstante, era inevitable no caer en sus redes cuando usaba ese tono de voz tan sereno, así que asentí sin darme cuenta.

—También me dijiste que el Ánima fue una noticia popular, ¿no?

Volví a asentir, sabía a dónde se dirigía y la vergüenza, comenzaba a carcomerme.

—Entonces, ¿no crees probable que haya alguien más copiándolo? Si fue tan popular, debe haber gente en el pueblo que lo conozca. Cualquiera podría estar imitándolo.

—Pero el desván...

—¿Qué te parece si mañana a primera hora abro el desván? —Sus manos me acariciaron los hombros—. Veremos qué diablos hay allí a la luz del día, con la mente abierta y decidiremos que hacer, ¿sí?

—Debes creer que estoy demente —murmuré, cubriéndome la cara con las manos.

—Jamás pensaría eso de ti, Camila. —Tomó mis manos con delicadeza y descubrió mi rostro—. Solo estás pasando por un mal momento. No estás loca, ¿de acuerdo? —exclamó—. No estás loca y necesito que lo tengas bien claro.

Sus palabras y la fiereza en su voz lograron finalmente quebrarme.

—Lo siento, lo siento tanto —lloriqueé, abrazándolo impulsivamente. Simón era mi roca y necesitaba su fuerza—. En serio pensé...

—Shh, tranquila. Estás pasando por muchas cosas, lo entiendo. Todo estará bien —Acarició mi cabello y besó mi frente—. Las cosas se solucionarán poco a poco.

—¿Cómo, Simón? —gemí contra su pecho—. ¿No te das cuenta de que cada día sumó un problema más a mi lista?

Simón me abrazó con fuerza, rodeándome con su calor corporal y su delicioso aroma.

—Una cosa a la vez, mi vida. Empecemos por la venta de la hacienda. La muerte de Abud nos da un pequeño respiro —murmuró—. De seguro el gringo este pueda aumentar la oferta ahora que no tenemos tanta presión por parte del gobierno.

Me separé un poco de su cuerpo, lo suficiente como para ver su rostro.

—¿Tú crees?

—Valdría la pena preguntar. —Su mano tomó mi mentón y su dedo acarició mi labio inferior que aún temblaba por el llanto—. Mientras, podemos encargarnos de otra cosa ¿qué te parece bajar a Caracas esta noche?

—¿Bajar a Caracas?

—Sí, creo que necesitamos despejarnos un poco, salir de este monte y culebra[*] por un momento, ver más gente, escuchar música, bailar un poco. ¿Qué dices?

Nunca he sido alguien extrovertida, ni mucho menos fiestera; pero, la idea de olvidarlo todo por un rato diferente junto a Simón era definitivamente atractiva.

—De acuerdo, vamos.

Glosario:

Monte y culebra: En Venezuela hay un dicho: "Caracas es Caracas y lo demás es puro monte y culebra". Este dicho proviene del auge petrolero, cuando las personas abandonaron los pueblos para ir a la capital en busca de mejores empleos. En la actualidad es común decir que un sitio es puro monte y culebra cuando no se asemeja a una ciudad o es un pequeño pueblito.

N/A: A pesar de las sospechas de Camila, parece que Simón la tiene totalmente bajo sus encantos.

¿Qué les pareció la respuesta de Simón? ¿Le creerían?

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Editado 27/06/2024

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