Capítulo XII


El calor era insoportable, pero al mismo tiempo un frío extraño calaba mis huesos. Sudor curiosamente helado corría por mi frente y mojaba el cubrebocas que tenía en el rostro. Sobre mi pecho, el peso de aquella molesta piedra que amenazaba con dejarme sin aire a menos que llevara un cigarrillo a mis labios, palpitaba con más intensidad que nunca. Sabía que era un mal momento para prometerle a Alejandra que dejaría de fumar; aunque, en realidad, ¿había buenos momentos para ello?

Durante mis veinte años de carrera policiaca he visto muchas cosas despiadadas, y, desde que se me asignó este caso, por algún motivo buscaba entre mis recuerdos alguno tan crudo y difícil como este, pero ninguno se asemejaba. Aunque siendo honesto, creo que mucho más mórbido era el lugar donde estaba.

Fantaseé con el delicioso sabor y aroma de la nicotina en mi boca, como si eso fuera capaz de alejar los olores de una morgue con el aire acondicionado averiado y algunos refrigeradores mortuorios en el mismo estado.

—No sé cómo lo soporta, Ramírez —mascullé.

El patólogo se encogió de hombros, una sonrisa tras su cubrebocas fue visible en las comisuras de sus ojos, cubiertos también por gafas protectoras.

—Eventualmente te acostumbras —mencionó como si no fuera gran cosa.

Mario Ramírez era uno de los tres patólogos de aquel condenado lugar y yo estaba convencido de que el asqueroso olor ya se había encargado de fundirle la razón; nadie podía pasar más de ocho horas al día entre cuerpos putrefactos sin buena refrigeración y todavía seguir cuerdo.

—Si va a vomitar como su compañero, detective González, le recomiendo que no lo haga sobre el occiso —agregó con otra sonrisa en su mirada—. Insisto que esto no era necesario, tampoco veo la necesidad de que estuvieran presentes.

Contuve una arcada cuando el hombre comenzó a sacar los intestinos de la última víctima, una larga tira similar al chorizo escurriéndose entre sus manos. «Piensa en el cigarro, piensa en el cigarro, piensa en el cigarro», me repetí mentalmente. Rosales había sucumbido ante las náuseas; no podía juzgarlo, no cualquier estómago sería capaz de permanecer firme frente tanta podredumbre y bestialidad.

—Es sumamente necesario —afirmé.

—El hombre murió por asfixia, al igual que los otras tres; ya se los han dicho los forenses y lo hemos confirmado dos patólogos...

—No quiero faltarle el respeto, doctor. Pero no tengo el deber de explicarle cómo funciona nuestro trabajo. —Lo interrumpí—. Ya sabemos que las tres víctimas murieron por asfixia y luego fueron mutiladas, no hace falta que nos lo repita. Lo que queremos es que nos diga algo que no sepamos todavía de ellos. ¿Tenían alguna droga en su sistema al momento de su muerte? ¿Alguna enfermedad? ¿Condiciones hereditarias? ¿Algo distinto que antes no hayan visto? Solo denos algo. Uno solo de ellos intentó defenderse, ¿por qué los demás no? ¿Se dejaron asfixiar y ya? No tiene sentido.

El patólogo se encogió de hombros y continuó su labor en silencio, tal cual como debió hacer desde un principio.

Venezuela estaba totalmente jodida, y ser detective del CICPC no me hacía exento a vivir casi las mismas dificultades de todos los venezolanos. El sistema de salud estaba por los suelos, la escasez de insumos médicos empeoraba cada día y la migración del personal médico poco a poco era más notable.

La morgue de Bello Monte, una de las dos morgues de la capital del país, se encontraba abarrotada de cuerpos y contaba tan solo con tres patólogos graduados para todos ellos. Los fallecidos se apilaban en las esquinas de aquel tétrico establecimiento, la gran mayoría sin ser reconocidos aún por sus familiares y otros, sin poder ser reclamados por ellos, ya que no contaban con los suficientes recursos para enterrarlos.

Era seguro que el doctor Ramírez mostraba renuencia a repetir las autopsias por las toneladas de trabajo que se le acumulaban hora tras hora. Lamentablemente, mis labores también se estaban aglomerando sobre mi escritorio, al igual que los cadáveres a mis espaldas.

Tres víctimas, mismo ritual y nada que los uniera, solo coincidencias; mis sospechas eran meras suposiciones. No tenía nada, absolutamente nada, que me ayudara a resolver el maldito caso y, mientras más días pasaban, más podía sentir al detective en jefe Martínez y al inspector Rodríguez respirando sobre mi nuca.

En este trabajo y en este país, las cosas eran simples: los detectives resolvíamos los casos importantes en poco tiempo, o nuestros jefes se encargaban de resolverlos por nosotros; y la mayoría de las veces que eso ocurría, las investigaciones eran cerradas a la fuerza.

Ya sea porque había dinero de por medio o por presión de los altos cargos, los sucesos tan llamativos como un asesino serial en libertad, debían cerrarse lo más pronto posible, al gobierno no le interesaba darle otro motivo al populacho para que recordaran estar enojados por su incompetencia.

—Los nuevos exámenes de laboratorio estarán listos en una semana, aunque no le garantizaría que sean más exactos que los primeros —murmuró Ramírez, al terminar su labor—. Algunos reactivos están vencidos y el estado de descomposición de los cuerpos ya está muy avanzado, además las máquinas...

—Entiendo, haga lo que pueda, cualquier cosa nueva que consiga me será útil.

Al menos eso esperaba.

Ramírez me guió fuera del recinto y apenas vi la luz del día, me arranqué de un manotazo el cubrebocas; sentir en mi rostro la leve brisa fresca de la ciudad de la eterna primavera[*], fue como recibir algún tipo de bendición divina. Agradecí rotundamente haber sobrevivido aquel calvario y, al mismo tiempo, me compadecí por la pobre alma del doctor, quien debía volver a su putrefacto encierro.

Mi compañero, Andrés, se encontraba inclinado junto a una luminaria, aferrándose con una mano a ella; su rostro todavía era verduzco, contrastando enormemente con su cabello negro. En vez de ir a ver como se encontraba, lo primero que hice fue dirigirme al quiosco más cercano.

La culpa por romper mi juramento con Alejandra para ese punto me importaba lo más mínimo, estaba desesperado por satisfacer mi vicio. Compré una caja de cigarrillos y prometí de nuevo dejar de fumar una vez el caso estuviera resuelto; por supuesto, no me creí aquella promesa.

Mi ansiedad estaba al borde del límite racional y si no encontraba alivio, era seguro que iría al maldito Junquito a buscar a ese tal Simón para exprimirle todo lo que sabía, si es que sabía algo. Sería eso, o descargar mis energías con su noviecita, Fátima.

La nicotina invadió mi sistema a la primera calada, me calmó un poco, más no aclaró mi mente. Frente a mí tenía dos opciones; la más fácil era dejar que mis superiores se hicieran cargo, pero eso significaría tener bajo mi conciencia las consecuencias.

Mis jefes se encargarían de encerrar a la persona equivocada, sembrarían pruebas que no había, maquillarían las escenas del crimen y crearían motivos que no existían; y lo peor de todo sería que el verdadero asesino permanecería en libertad.

Di otra larga calada al cigarrillo y el poder de la nicotina comenzó a deshacer finalmente la piedra que presionaba mi pecho. La mente se me despejó un poco y mi segunda opción, la de continuar con la investigación hasta el final; volvió a verse atractiva.

Mientras más mi cabeza se aclaraba entre cada calada y el frescor de la brisa, mi mente me trasladó a las escenas del crimen. Quizás nunca fui bueno en las matemáticas, ni mucho menos leyendo los pesados libros de historia y geografía en el colegio, pero, si para algo tenía un don, era para la estadística, el análisis y la estrategia.

Cada caso para mí era un nuevo reto y este, por más frustrante que fuera, no iba a ser diferente. Sin importar que tan simple fuera el asesinato, siempre había una historia tras él que debía ser contada. ¿Cuál era la historia tras los asesinatos del Junquito?

—¿Tiene fuego, detective?

De una calada me acabé el primer cigarrillo, exhalé el humo con hastío y no sé cómo me contuve para no echárselo en la cara a Patricia Valero, la reportera que oficialmente se estaba convirtiendo en mi acosadora de bolsillo.

La miré con una ceja arqueada, mientras encendía mi siguiente cigarro y luego, el suyo. Patricia me sonreía coquetamente, su cabeza ladeada ocasionaba que su cabello castaño cayera hacia un lado.

—Si nos seguimos encontrando así, querida Patricia, voy a pensar que te interesa algo más que una historia.

Ella sonrió más y le dio una calada al cigarrillo seductoramente.

—Soñar no cuesta nada, Halcón —mencionó, jugando con el cigarrillo entre sus dedos—. ¿Fue satisfactoria su visita a la morgue?

—Pregúntele a mi compañero —murmuré, señalando con la cabeza a Rosales quién finalmente había erguido la cabeza y mantenía la mano, sosteniendo su estómago.

Patricia ensanchó su sonrisa y unos adorables hoyuelos aparecieron en sus mejillas.

—¿Siempre es así? —preguntó, refiriéndose a Rosales—. Cada vez que lo veo tiene esa expresión nauseabunda en su rostro.

—Si vieras lo que él ha visto, quizás tú también tendrías la misma expresión.

—Hablando de eso —insinuó, acercándose un poco más a mí con complicidad—. ¿qué tal va el caso?, ¿algún progreso?

—Patricia, ¿acaso no te cansas? ¿no te aburre seguir insistiendo en algo que no conseguirás? —inquirí con ironía.

—¿Acaso tú si, Halcón? ¿Abandonarías un caso difícil?

Sonreí, alzando levemente los hombros.

—Touché.

—Gabriel, tienes que darme algo. Aunque sea lo más mínimo, por favor.

—No estoy autorizado, Patricia. Lo sabes.

—En las calles del Junquito la gente está hablando —mencionó, observando el cigarro en sus manos—. ¿Sabes que dicen?

Alcé mis hombros con indiferencia y con una mueca la invité a continuar.

—Dicen que el asesino es un espíritu. —Hizo una pausa y le dio una calada al cigarro—. Que es una especie ánima, que vino a castigar a los hombres infieles.

—Que yo recuerde, el mormón no era infiel.

Patricia se carcajeó.

—Pero sí una mosca muerta. Ya se corrieron los chismes de que era más putito de lo que pensaban sus vecinos, tenía varias mujeres encima y a todas les pidió que mantuvieran su relación oculta con la promesa de hacerlo público cuando sus padres lo visitaran.

Fingí no saber nada de eso y también que no me importaba, aunque la verdad era que eso era la única cosa que unía a mis víctimas.

—La gente está empezando a creer que la asesina es la Sayona [*] —agregó con una sonrisa—. Incluso, muchos aseguran haber escuchado una tétrica risa femenina las noches en que ocurrieron los asesinatos.

—Son puros cuentos de viejas, Patricia, por favor. Te aseguro que el asesino es tan real como tú y yo.

—¡Entonces ayúdame con información, Gabriel! —suplicó—. Vamos, dime algo pequeñito. Nadie sabrá que fuiste tú el que me pasó el dato, lo juro. Te daré lo que quieras.

La miré de reojo, recorriéndola de pies a cabeza con una ceja arqueada. Por un momento, la sonrisa coqueta se borró de su rostro y sus mejillas se sonrojaron.

—Lo que sea menos lo que estás pensando, Gabriel González —advirtió.

Dejé escapar una risotada, y saqué otro cigarrillo.

—Estaba jodiendo, Patricia. No te preocupes, no le pediría eso ni a ti ni a ninguna mujer —aclaré.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Absolutamente nada, porque como ya te he dicho mil veces. No te diré nada.

Patricia soltó un gemido quejumbroso, arrojó lo que le quedaba del cigarro al suelo y lo pisoteó con molestia.

—Algún día necesitarás de mí, Gabito. Y ese día tendré muy presente este momento.

—Pues, amanecerá y veremos.

La reportera puso los ojos en blanco y apretó la mandíbula con fuerza, sin despedirse se dio media vuelta y se marchó con pasos firmes, dándole un empujón a Rosales quién se atravesó en su camino.

—¿Y a esta que le paso? —murmuró Rosales.

—Quién sabe, quizás no la cogieron bien anoche.

Mi compañero se carcajeó, observando como Patricia se alejaba.

—Pendejo el que tuviera la oportunidad de cogérsela y termine cagandola [*].

Miré la expresión embelesada de Rosales mientras seguía con la mirada todos los movimientos de la reportera.

—Cuida'o marico, límpiate la baba que estás dejando un charco —dije burlón.

Rosales se peinó el cabello con ambas manos y contuvo una sonrisa mordiendo su labio inferior.

—Verga [*] es que esa caraja [*] lo que está es buena. No sé cómo la has dejado pasar, compañero.

—Sencillo, tengo todo lo que necesito en casa, no me hace falta más —aclaré—. Cuéntame, dijiste que saldrías a seguir una pista de la susodicha hacienda que iba a comprar el español. ¿Si lo hiciste o solo te dio tiempo de vomitar como un desgraciado?

Rosales se encogió de hombros y se giró para concentrarse en nuestra conversación.

—Hay aproximadamente siete haciendas en venta en la urbanización La Niebla. Ya conseguimos las direcciones de todas. También encontramos algunos testigos en el Junquito que aseguran que vieron al español hablando con un hombre llamado Francisco Chirinos, es capataz de una hacienda en esa zona que casualmente está en venta.

—¿Chirinos? —pregunté, con una punzada instintiva en mi pecho—. ¿Algún parentesco con Simón Chirinos?

—Así es, es su padre.

Por dentro, estaba brincando de la emoción. Mi intuición muy difícilmente se equivocaba y saber que había algo, así fuera pequeño, que relacionara a Simón con el español, era como un alivio para mi alma.

—¿Y Fátima?

—Sigue siendo un fantasma. De no ser porque la hemos visto en persona, pensaría que no existe.

—Concuerdo. Es una maldita y hermosa aparición.

Rosales sonrió, él también había caído bajo el hechizo de la misteriosa mujer con solo verla una vez, una noche en un restaurante.

—Tenemos que interrogarlos, a ambos —agregué.

—Afirmativo, es la única pista que tenemos —concordó—. Aunque, creo que debemos actuar con cuidado. No tenemos pruebas determinantes que los acusen de algo, si tienen que ver con los asesinatos y nos precipitamos, podríamos alertarlos.

—Estoy de acuerdo. Si nos descuidamos, en un parpadeo podrían estar cruzando la frontera.

El timbrar del celular de Rosales, nos sacó de nuestras cavilaciones. Mi compañero contestó apretando la mandíbula a medida que su rostro palidecía un poco. Sus respuestas a cualquiera de las preguntas que le hacía quien llamaba, eran monótonas y monosílabas en su totalidad.

No pasó mucho tiempo hasta que me extendió el celular, cubriendo el micrófono y dijo:

—Es Martínez.

El detective en jefe quería hablar conmigo, lo cual quería decir: el tiempo para resolver este acertijo, se ha acabado.

—González —contesté, de mala gana.

—Halcón —masculló Martínez al otro lado del auricular—. Se les está escapando la presa, papá.

—¿Desde cuándo dejo que eso pase? —inquirí con soberbia—. Me conoces, Martínez. Quizás me tome un tiempo, pero ninguna presa se me escapa.

—Pues, el tiempo se te está acabando. Hay otra víctima.

Me contuve de darle un puñetazo a la luminaria, el asesino nos había ganado la partida una vez más.

—Mándame la información, estamos en Bello Monte, pero saldremos directo para allá.

—Ya te la envié. Nos vemos allá.

—No es necesario, Martínez...

—Detective —me interrumpió con tono cortante—. Esta vez es diferente, los inspectores están pidiendo resultados, el mismo comisario Rangel solicitó que se les removiera del caso.

—¡¿Qué?! ¡Pero no nos han dado suficiente tiempo!

Martínez resopló. Pude imaginármelo restregando su regordete y sudoroso rostro con una mano.

—No lo entiendes, esta víctima ha cambiado todo —murmuró—. Es alguien importante para el gobierno. Es imperativo encontrar al asesino, al verdadero asesino.

—¡¿Y creen que yo no lo haré?!

—Yo sé que eres el único que puedes hacerlo. Es por eso que le jale bolas[*] al comisario para que te quedaras en el caso con la condición de que trabajemos juntos.

Esta vez fui yo el que resopló. Trabajar con Martínez era peor que trabajar solo, pero haría lo que fuera por permanecer en el caso.

—¿Y quién fue el desafortunado? ¿El hijo del presidente o qué? —pregunté con molestia.

—Sobrino en realidad.

Apreté la mandíbula al escuchar eso.

—El encargado nacional de la misión Agro-Patria, Joffre Abud —concluyó.

Glosario:

Ciudad de la eterna primavera: Así suelen decirle a la ciudad de Caracas, Distrito Capital de Venezuela, debido a su agradable clima primaveral que prevalece durante todo el año.

La Sayona: es un espíritu oriundo de los llanos de Venezuela, dicen que es el fantasma de una mujer celosa que regresa de la muerte para castigar a los hombres infieles.

Caraja: Mujer, chica, muchacha.

Verga: En venezuela es una palabra versátil, similar a vaina, la usamos para todo, como verbo, adjetivo, expresión, etc. En el contexto que aparece aquí es más como un "chale" mexicano. 

Cagarla: Arruinar algo.

¿Me faltó alguna palabra? ¡Házmelo saber! ->


N/A: Como lo he dicho antes, Gónzalez es un reto para mí.

 No es fácil personificar a un hombre de cuarenta años y mucho menos, a un detective del CICPC. En venezuela, la justicia se maneja diferente a otros países. 

Además, la muerte del comisionado marca una pauta importante en la historia. En pocas palabras, empezamos el clímax de la historia 😱

Si leiste la versión anterior, podrás notar que este capítulo fue el primero que hice del detective, me parece increíble todo lo que ha cambiado y espero que lo hayan disfrutado mucho más que su versión anterior.

¿Te ha gustado el capítulo? ¡Házmelo saber! Recuerda, ¡tus interacciones son mi gasolina!

Editado 26/07/2024

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