Capítulo VIII

El canto de las guacamayas me sacó de mi ensimismamiento, al asomarme por la puerta de mi estudio que daba a la sala, vi a mi esposa, alimentando a las aves a través de la ventana con fruta recién picada. Su sonrisa y ese lindo brillo en sus ojos que relucía solo cuando hacía lo que amaba, además de su contorneada figura alterada por tener a mi hijo creciendo en su interior, enterraron más profundo en mi pecho al puñal de la culpa.

Me sentía como un idiota al recordar los pensamientos lascivos que Fátima había despertado. Mi mujer no se merecía eso, mucho menos cuando me había dado tanto. En un intento por quitarme ese asqueroso sentimiento de mi sistema, me obligué a enfocarme de nuevo en el caso.

Quizás, la atracción hacia esa mujer de verdad se debía a mi sexto sentido, a mi intuición; quise creer fieramente en ello. Así que, dejando a la maldita culpa a un lado, me encargué de investigarla.

Ese jueves en el restaurante, no pude acercarme a ella. Su acompañante acaparaba demasiado su espacio y no me pareció prudente interrumpirlos, sin embargo, los días posteriores, volví al maldito Junquito.

La vi de nuevo el viernes, con ropa mucho más vulgar que no dejaba nada casi nada a la imaginación. Estuvo sola por un rato, coqueteando con algunos mesoneros [*] e incluso, unos cuantos clientes; no obstante, el acompañante del jueves hizo de nuevo acto de presencia.

Era un joven de mediana estatura, quizás de aproximadamente unos treinta años. Su piel era bronceada, al igual que la mía y bajo su brazo, mantenía un casco de motocicleta. Se acercó a la chica primero con el ceño fruncido y actitud amenazante, pero cuando comenzaron a hablar, ella acarició sus brazos con coquetería; de alguna manera consiguió apaciguarlo y el hombre tomó asiento junto a ella.

Bebieron unas cuantas cervezas y luego, ella lo devoró a besos. A pesar de que el hombre estaba completamente perdido en Fátima, era tan respetuoso que jamás se propasó de ninguna manera, de hecho, muchas veces intentaba detenerla.

Aquel intercambio me parecía curioso, ¿qué clase de hombre desaprovecharía tal bombón en bandeja de plata?

El domingo, no los encontré en ningún lado. Me encargué de hacer preguntas, todos sabían el nombre de la chica, más no el apellido ni mucho menos donde vivía. Algunos borrachos me dijeron que sí la vieron charlando con Tomás, el mormón recientemente asesinado, pero opinaban que el occiso solo buscaba ayudarla a encontrar el camino del bien, nada más.

Ese día, decidí darle un nuevo enfoque a mi investigación; en vista de que no encontraba información sobre Fátima, quizás conseguiría algo sobre su motorizado amigo, eso fue mucho más sencillo.

Todos lo conocían, se llamaba Simón Chirinos y vivía en una hacienda en la urbanización La Niebla. Todas las personas a las que entrevisté, concordaban en lo mismo: la mayoría de las veces que la chica aparecía, Simón llegaba un rato después. Era muy raro cuando no lo hacía.

Nadie sabía si eran pareja, pero muchos estaban convencidos de ello, muchos menos una señorita que escuchó mis preguntas e intervino furiosa, declarando que Fátima solo era una simple aventurilla y que Simón, era su novio de hace muchos años.

Al no encontrar nada que los enlazara oficialmente con las muertes, decidí dejar que esa pista se enfriara. Probablemente mi desesperación por avanzar en el caso me estaba haciendo ver cosas en donde no había nada; esperé que fuera así y que no estuviera desestimando al verdadero o a los verdaderos asesinos.

—Gabo, cielo, te está llamando, Rosales.

La voz de Alejandra me hizo dar un salto, estaba tan absorto en mi trabajo que no me di cuenta en qué momento entró al estudio. Me pasó el teléfono inalámbrico de la casa y cubrí el micrófono con una mano.

—¿Y eso? ¿Por qué no me llamó al celular?

—Dijo que lo intentó, pero no le cae la llamada —Alejandra se encogió de hombros y me animó a contestar.

—González —mascullé al teléfono.

—¡¿Dónde carajo estabas?! —bramó Rosales—. ¡Tengo media hora llamándote, maldita sea!

—Primero, bájale dos, ¿de acuerdo? No estás hablando con algún cadete ni ningún gueboncito [*] amiguito tuyo.

—L-Lo siento, y-yo...

—Segundo, ¿qué es tan urgente? —lo interrumpí—. Espero que sea importante para tener que soportar tu altanería.

—Otra víctima.

Resoplé, pasándome una mano por la frente y el cabello.

—Pásame la ubicación, te veo allá.

Colgué el teléfono y busqué mi celular, estaba sin batería el maldito. Tomé mi batería portátil, lo conecté y después de dos eternos minutos, recibí la ubicación: Vía la urbanización La Niebla.

Recogí mis cosas, me despedí de mi esposa y en menos de media hora, ya estaba esquivando coches con la sirena de la patrulla a todo lo que daba, al igual que el acelerador. Era medio día y por suerte, el tráfico no era mucha molestia.

Llegué cuarenta minutos más tarde, la escena del crimen estaba al aire libre, a un lado de la carretera Vía La Niebla. Debido a la ubicación, no había muchos curiosos, solo uno que otro coche que pasaba por la ancha calle de un solo carril.

La zona estaba acordonada, con uno que otro periodista intentando fotografiar lo que pudieran entre la maleza y los juncos. Por primera vez, Patricia la maldita reportera, no reparó en mi presencia.

Pasé el cordón oficial y me encontré con Rosales, su rostro estaba colorado, tal vez por el sol del mediodía o por el estrés, ya que se mordía las uñas con intensidad.

—Ponme al corriente —mascullé, al llegar junto a él.

—Informé a Martínez.

Contuve las ganas de golpearlo, inhalé profundo y apreté mi tabique con mi pulgar y dedo anular.

—¿Qué hiciste, qué?

—Le informé a Martínez —reiteró nervioso—. ¡Es la tercera víctima y no tenemos nada!

—¿Qué dijo?

—Que haría lo posible por ayudarnos...

Sonreí, de hecho, una sonora carcajada escapó de mis labios. Palmeé a mi compañero en el hombro y dije:

—Ese no hará una mierda.

Rosales me vio confundido, con su labio inferior temblando cuan niño miedoso.

—N-No entiendo, señor.

—Martínez solo se inmiscuirá si su superior se lo ordena, de resto, mis casos los deja a mi criterio —aclaré—. A menos, que empiecen a llamar la atención y me temo, que una tercera víctima no nos deja muy bien vistos.

Rosales se encogió de hombros y pasó saliva.

—Háblame de la escena, ¿lo mismo de siempre?

—Algo así —dijo asintiendo—. La diferencia es que hay más marcas de lucha, parece que este se resistió un poco, tampoco lo desnudó por completo. Además, lo ahorcaron con un mecate y no le dio chance de extraer los ojos, solo los apuñaló. Los peritos afirman que el crimen sucedió al menos hace un día y medio, lo encontró un ciclista.

—Ya, ¿quién es el occiso?

—Aún no tenemos información, al igual que los otros no tiene documentos.

Resoplé, acuclillándome frente al cuerpo de la víctima. Otro hombre caucásico, de rasgos perfilados y aunque no tenía manera de ver el color de los ojos, no dudaba que los tuviera claros.

—Oficialmente lidiamos con un asesino serial amateur —mencioné—. Creo que esta víctima fue algo improvisado, quizás no planeaba matarlo aquí, tal vez hizo algo que le molestó o logró hacerlo perder la paciencia a mitad de camino del destino final, dudo que haya sido su objetivo dejar el cuerpo a la intemperie y con tanta prisa. ¿Algo más?

—Los peritos y forenses están de acuerdo con algo, buscamos a un asesino fuerte de máximo uno setenta de altura —agregó Rosales.

—¿Ya llegaron los informes oficiales de los patólogos?

—Si, confirmaron la muerte por asfixia.

—¿No tenían ningún estupefaciente en el sistema?

Rosales buscó en una carpeta que traía bajo su brazo.

—No, nada.

—¿Están convencidos de que el asesino es hombre?

—No hay otra alternativa, debe serlo para tener la fuerza de dominar a sus víctimas.

—Pero hasta ahora solo este cuerpo ha mostrado signos de resistencia. ¿Por qué los demás no? —murmuré, más para mi mismo que para Rosales—. ¿Encontraste algún asesinato similar?

—Nada en los últimos setenta años, ni en el Junquito ni en Venezuela hay registros de asesinos seriales que tengan similitudes al nuestro.

—Algo estamos pasando por alto, busca a nivel internacional.

Rosales arrugó el ceño levemente.

—¿Y si son dos personas? —agregué rápidamente, esperando no oír sus quejas.

Mi compañero lo meditó por un momento.

—Solo se encontraron un tipo de huellas, no concordaría.

Asentí. Tras Rosales, un oficial se acercó.

—Disculpen, detectives. Aquel hombre en el cordón, dice que cree que el occiso es su amigo y pide que lo dejen confirmarlo.

Me incorporé y agradecí al oficial, pedí a los peritos que cubrieran lo más que pudieran las partes obscenas del cuerpo ya que habían terminado de recoger las evidencias y procedí a tomarle una foto a su rostro. Por más que intenté que no se viera mórbida, no lo logré. Me acerqué al hombre en el cordón, con el mentón en alto y los hombros cuadrados.

—Ciudadano, soy el detective Gabriel González, me dicen que cree conocer a la víctima.

El hombre agitó un poco la cabeza, aunque no sabría decir si fue un asentimiento o un leve temblor nervioso.

—Ruego a dios que no sea él, pero desapareció el domingo por la noche sin dejar rastro. Ya lo busqué en todos lados y solo encontré su motocicleta en un restaurante del Junquito, ya no sé qué más hacer. Irse sin más, no es algo que él haría —dijo, con perfecto acento español.

Sin perder más tiempo, le mostré la foto que había tomado; el español palideció y su boca se abrió y cerró en medio de incontrolables espasmos, por sus mejillas, las lágrimas comenzaron a correr.

—S-Si, es él, es Alberto —jadeó.

Guardé el teléfono y alcé el cordón para pasar por debajo de él.

—Sé que esto debe ser difícil, pero necesito hacerle unas preguntas.

El hombre asintió y dejó que lo guiara hasta mi patrulla; allí, abrí las puertas traseras de la camioneta y le permití tomar asiento.

—Empecemos por lo básico, ¿cuál es su nombre y como se relaciona con la víctima?

—Me llamo Jean Franco Santiago —gimió, entregándome su pasaporte y secándose las lágrimas—. Soy español al igual que Alberto. Somos amigos de hace mucho tiempo. Él y yo vinimos con otros amigos a Latinoamérica para cumplir nuestro sueño: recorrer el continente entero en motocicleta.

—¿Cuándo llegaron al país y donde se hospedaban?

—Llegamos hace un mes, por la frontera de Brasil. La última semana nos hospedamos en un hotel de la Colonia Tovar. Nos encantó Caracas y el Junquito, así que decidimos quedarnos más de lo planeado.

—Hay algo que no entiendo, si viajaban juntos, ¿cómo perdieron a su amigo de vista?

Jean Franco se encogió de hombros y sollozó con fuerza, sus manos cubrieron su rostro.

—¡Yo se lo dije! ¡Se los dije a todos, tío! ¡No debíamos dejarlo ir solo, joder!

—Necesito contexto, señor Santiago.

—Alberto se enamoró de este maldito lugar y al enterarse de lo baratas que están las casas y las haciendas, se empeñó en comprar una —sollozó—. Todos nos burlamos, le dijimos que era una pérdida de dinero y que lo estafarían. Él se molestó y encontró por sus propios medios un vendedor. Ese domingo nos dijo que iría a ver a su contacto, le mostraría la hacienda y hablarían de negocios.

»Tío, ¡nosotros solo nos burlamos y le dimos la espalda! ¡Preferimos ir a cenar en vez de acompañarlo! ¡Por nuestra culpa murió!

Anoté todo con lujos y detalles, para revisarlo después con más calma.

—Entonces, no conocían al vendedor, ¿cierto?

—No, el solo arregló todo. Solo sabemos que la dichosa hacienda queda en la urbanización la Niebla.

Ese dato punzó en mi pecho y de inmediato, me recordó a quienes tenía en la mira.

—El nombre Simón Chirinos o Fátima, ¿le suenan en algo?

Jean Franco negó, recuperando un poco la calma.

—¿Cómo se enteró de que habíamos descubierto el cuerpo?

—Estaba en el pueblo, preguntando por los restaurantes a ver si habían visto a mi amigo, en eso escuché personas hablando del asesino suelto y de rumores de que encontraron a otro cadáver, no perdí tiempo y vine.

—Muy bien, por último, señor Santiago. ¿Su amigo era casado, por casualidad?

—Si.

—¿Y era fiel a su mujer?

El aludido arrugó el ceño.

—¿Y eso que tiene que ver?

—Solo responda, es una pregunta de rutina.

—Pues... —Santiago dudó en poco, pero al cabo de un rato dijo—: Tío, Alberto podía ser el mejor esposo, pero le seré honesto, en este viaje lo menos que pensamos es en nuestras mujeres allá en España.

—De acuerdo, señor Santiago. Necesitaré corroborar la información, pero me parece que por ahora es todo. —Le hice señas a un oficial, y este vino corriendo—. Por favor, tómale los datos al caballero y anota la información de la víctima —le dije al oficial y luego, volví a encarar al español—. Señor Santiago, como medida cautelar le retiraremos el pasaporte hasta que todo lo que dijo sea confirmado.

Santiago se veía listo para protestar, pero no se lo permití.

—No se preocupe, son procedimientos de rutina y no tardarán más de una semana. Le aconsejo que, si quiere que sea más pronto, vaya mañana temprano con el resto de sus amigos al comando del CICPC en la avenida Urdaneta, piso cuatro. Pregunte por mí, estaré esperándolos.

Las quejas hicieron acto de presencia, pero no me tomé la molestia en escucharlas, me di media vuelta y me marché directo a la escena. La frustración comenzaba a hacer acto de presencia y la urgencia por conseguir alivio con un cigarrillo, cada vez era más intolerable. Necesitaba conseguir una pista fiable que seguir antes de que el cazador, terminara siendo la presa.

Glosario:

Guevoncito: pendejito, bobito, taradito, tontito.

Mesonero: Mesero.

¿Me faltó alguna palabra? ¡Házmelo saber! ->

N/A: Seguimos con otro capítulo que no estaba en la versión anterior. 

Los detectives están pasando por un mal momento, y nuestro asesino sigue dejando un camino de cuerpos como si fueran migajas de pan.

Espero les esté gustando como va la historia.

¡Recuerden, sus comentarios y votos son mi gasolina!

Publicado el 26/07/2024



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