Capítulo III

Existían varios motivos por los cuales estaba ansiosa de volver al Junco: extrañaba a mi abuelo, necesitaba vender la hacienda y, sobre todo, añoraba la paz y tranquilidad que solo el Junquito podía brindarme. Toda mi psiquis estaba fracturada, llena de estrés acumulado con el tiempo, pensamientos sofocantes y el inmenso dolor que me había dejado la muerte de mis padres.

Un mes no era suficiente para superar la perdida repentina de mi familia, de hecho, creía que no habría medida de tiempo que pudiera ayudarme con ello. Me vi obligada a levantar la cabeza y seguir adelante demasiado pronto, mi propia supervivencia y la de mi abuelo, dependían de ello.

En el Junco esperaba encontrar, aunque sea un corto respiro entre la naturaleza para poder seguir con mi cruzada; pero, lamentablemente mi anhelado retiro espiritual se estaba convirtiendo en un paseo por el infierno.

Al descubrir los secretos de mi abuelo en el desván, me esforcé por volver a subir al segundo piso, pero no pude hacerlo. Sentía que, si ponía un pie de nuevo en ese lúgubre lugar, los fantasmas de aquellas desafortunadas víctimas emergerían de las sombras y me devorarían. Un sentimiento de culpa que no me pertenecía, por algún motivo se esforzaba por consumirme.

Me vi obligada a mentirle a Antonia, diciéndole que era muy distraída como para recordar apagar las velas y que, por ese motivo prefería dormir en el estudio de abajo. Creí que esa era la única forma en la que podría retomar la búsqueda por mi paz mental y descansar un poco, pero me equivocaba.

Si la culpa ajena me abandonaba por unos minutos, el silencio que en un momento me resultó atractivo y tranquilizante, se encargaba de tornarse perturbador. La primera noche en la hacienda, estuve tan ensimismada en mi descubrimiento que no fui capaz de oír a los grillos y las chicharras que habitaban en el pasto alto que rodeaba la casa.

No obstante, para la segunda y tercera noche, eso era lo único que podía oír, sumado al incesante viento que mecía las ramas y golpeaba los tejados. Para mi tercer amanecer, me encontré añorando la ciudad con vehemencia y me di cuenta de que la paz que tanto buscaba no dependía del lugar donde estuviera, sino de mí misma. Así que, debía comenzar a tomar cartas en el asunto, si quería conseguirla

Si bien no podía resolver inmediatamente los problemas económicos, podría al menos, quitarme el dolor de cabeza que el supuesto pasado de mi abuelo había despertado. Tenía que ser fría al respecto y confiar en los hechos. Sí, Evaristo pudo ser un asesino, pero de nuevo me pregunté: ¿qué podía hacer al respecto?

Nada bueno saldría de revivir los fantasmas del pasado cuando un caso estaba cerrado. Además, mi abuelo siempre había sido bueno y amoroso conmigo, ¿acaso eso no contaba? Tal vez la primera impresión de la situación me sacó un poco de mis casillas, pero al analizarlo con la cabeza fría, comencé a ser capaz de esconder aquellos malos pensamientos en mi propio desván mental.

Mi abuelo estaba pagando por lo que hizo, si es que lo hizo en realidad. Eso es todo lo que debía importarme.

Convencida de que el camino hacia mi tranquilidad era vivir un día a la vez y aprovechar los últimos años del único pariente que me quedaba, me esforcé por atesorarlo cada día más y solo conservar los recuerdos bonitos que compartimos.

—Eres difícil de amedrentar —dijo Simón, al verme salir al porche con el desayuno para mi abuelo.

—¿Disculpa?

—El primer día que lo alimentaste, pensé que sería la última vez que lo harías. Ahora ya parece ser algo natural en ti.

—Me agarró fuera de base [*] —aclaré—. Hace mucho que no lo veía y fue difícil.

—Entiendo.

Simón se sentó en el suelo, recostado en una viga de madera. Me dispuse a continuar con mi tarea, mientras mi abuelo, obedientemente y con la mirada fija en las montañas, abría la boca, masticaba y tragaba.

—Ni yo me acostumbro, ¿sabes? —agregó Simón—. Don Evaristo ha sido como otro padre para mí y aunque lo he visto deteriorarse con los años, no deja de ser duro.

Y esa era otra cosa que me convencían de esforzarme por olvidar al Ánima: el cariño y lealtad que la familia Chirinos le profesaban a mi abuelo. Era indudable que cada uno de ellos guardaba en su corazón un pedazo del anciano.

En mi estancia, había descubierto que Francisco lo idolatraba por ser un dedicado líder y jefe. Antonia, lo quería como a un padre por haberle acogido en su hogar, incluso cuando, para aquella época mi abuelo contaba con otras tres mucamas y no necesitaba más. Y Simón, pues, desde muy pequeño era inseparable de don Evaristo; mi abuelo jamás lo consideró un empleado, su relación siempre fue paternal y la más pura amistad.

Un hombre tan querido en su hogar, definitivamente no podía ser un asesino. Los esqueletos en el desván cada vez se me hacían más irreales. Incluso, llegué a pensar que el descubrimiento había sido obra de mi perturbada imaginación.

Alimentar a Evaristo y pasar tiempo con él, ya se me estaba haciendo rutina. Tanto así que ya no me daba cuenta cuando llegábamos al último bocado. No obstante, esa mañana un sonido poco familiar rompió con nuestra reciente costumbre.

Desde que llegué al Junco, ni un solo coche había pasado por la carretera de tierra que se encontraba a varios metros de la casa. Así que, ver dos camionetas doble cabina y último modelo, fue definitivamente algo fuera de lo común; más aún, cuando los vehículos comenzaron a desviarse en nuestra dirección.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Simón.

El joven se incorporó con el ceño fruncido y cuadró los hombros, me recordó a un perro listo para marcar territorio.

—Sí, pero debía llegar la próxima semana.

Simón me interrogó con la mirada.

—Es un posible comprador para la hacienda —agregué.

El cambio de actitud de Simón, fue instantáneo: volvió a recostarse en la viga y sacó un cigarrillo. Mostró por completo desinterés por el hombre de un metro ochenta y zapatos de cuero, que acababa de bajar de una de las camionetas, en compañía de tres hombres más que no se veían tan adinerados como el primero.

—¡Buenos días! ¿Se encontrará el señor, José Luis Castillo? —exclamó el recién llegado.

Simón fingió no haber escuchado al hombre mientras le daba una fuerte calada al cigarrillo. Por mi parte, me incorporé y dejé el plato vacío en el sillón.

—Buen día, ¿quién lo busca? —inquirí.

El hombre se retiró los lentes oscuros que traía puestos, sin duda aquel accesorio de marcos dorados costaba más que dos canastas básicas completas. Me atravesó con sus intensos ojos azules por un largo rato antes de responder.

—Joffre Abud. Comisionado del ministerio de Agricultura y encargado general de la Misión Agro-patria. —Enseñó una identificación que corroboraba sus palabras—. Mi equipo y yo vinimos a realizar una inspección a las haciendas de la zona.

—El señor José Luis era mi padre, murió hace un mes y...

—Lamento oír eso. —Me interrumpió con tono prepotente—. En los registros de la alcaldía municipal no se encuentra actualizada la sucesión del terreno, ¿ya comenzó los trámites, señorita...?

—Camila Castillo, y sí, ya tengo la hacienda a mi nombre...

—Pero no ha hecho el cambio en el catastro municipal —Volvió a interrumpirme—. Por si no lo sabe, es una clara infracción a las leyes inmobiliarias del gobierno.

—N-No lo sabía —admití—. He estado fuera del país muchos años y desconocía las nuevas leyes, pero le aseguro que esta semana...

—El cambio tarda aproximadamente un mes, mientras el proceso está en trámite la hacienda prácticamente se encuentra "sin dueño".

—Eso es ridículo —intervino Simón—. Ya le dijo que tenía los papeles listos. Por lo que entiendo solo le falta una formalidad...

—Una formalidad muy importante, especialmente para las inspecciones que venimos a realizar.

El comisionado hinchó el pecho y cuadró los hombros al interrumpir a Simón. Su voz, que de por sí ya era arrogante, se tornó más soberbia.

—En vista de la precaria situación del país, el gobierno se ha visto en la necesidad de incentivar a la población para producir sus propios alimentos —continuó el recién llegado—. La misión Agro-patria se encarga de censar los terrenos aptos para estos menesteres, con el fin de identificar cuáles se encuentran en abandono o no son aprovechados debidamente.

—No comprendo qué tiene que ver el dichoso censo con el requisito que me falta...

Abud ignoró mis palabras y comenzó a darle instrucciones a sus hombres. Los mandó a medir los terrenos, tocar las tierras, contar los cultivos en caso de haberlos y ver el establo. Sus secuaces tenían oídos sordos a mis preguntas, al igual que él. Sin esperar mi autorización, los hombres se adentraron en la propiedad seguidos de otros cuatro más que se bajaron de la segunda camioneta.

—Le seré claro, señorita. Por lo que se ve a simple vista, esta hacienda cuenta con, ¿qué? ¿Unas cuatro o cinco hectáreas? De las cuales dudo que tengan una sola sembrada. Tampoco aparenta tener ganado ni aves. Además, está sin dueño legalmente. Para ojos del gobierno, tenemos un claro caso de terreno ocioso y mal uso de recursos.

—¿Y? Hasta donde yo sé, cualquiera puede hacer con su propiedad lo que se le dé la gana —masculló Simón.

—Por supuesto, mientras sea su propiedad. Señores, no espero que ustedes entiendan estas cosas y tampoco perderé mi tiempo explicándoselas —exclamó el comisionado con superioridad y una sonrisa burlona—. El país necesita tierras fértiles para la siembra y ustedes están desperdiciandola.

Simón resopló, apagó el cigarrillo en la viga de madera y se irguió. Por la tensión en sus brazos y mandíbula, se notaba que su aparente expresión calmada era una máscara para sus verdaderas emociones.

—Si tuvieran sembradíos o animales, solo le pondríamos una multa por no tener los papeles en regla, pero como no los tienen, les diré lo que va a pasar —continuó el arrogante hombre—. Al terminar la inspección, lo más que puede el gobierno hacer por ustedes es ofrecerles una razonable cantidad monetaria por la propiedad.

—¿Disculpe? ¿Quiere comprarme la hacienda? —Mi confusión cada vez era más grande.

—¿Comprársela? ¡Señorita, legalmente esta hacienda no es de nadie! —replicó entre risas—. Considere la propuesta como una, ayuda, que el gobierno le daría para que abandone la propiedad.

—En pocas palabras, estarían expropiando la hacienda —concluyó Simón, con una sonrisa que expresaba todo, menos alegría.

—Expropiar es una palabra muy fuerte considerando que la hacienda no tiene dueño, en teoría ustedes son los que la están habitando ilegalmente. —El comisionado guardó sus manos en los bolsillos, con expresión inocente.

—¡P-Pero no puede hacer eso! —mascullé.

Mis manos estaban hechas puños a mis costados. Mi mente intentaba asimilar cada palabra, pero la desesperación y mis planes, derrumbándose, nublaban mi razón.

—Escuche, estoy próxima a vender la hacienda. Seguramente el nuevo dueño querrá trabajar las tierras, solo necesitamos unas semanas para...

—¿Acaso no entiende? ¡La hacienda no tiene dueño! ¡No puede venderla a nadie más que al gobierno y ni la consideraríamos una venta! Es más, debería sentirse afortunada por el dinero que le daremos.

—¡Eso es ridículo! Las haciendas que han expropiado por la zona, las han comprado por precios muy por debajo de la realidad, además muchos se han quejado de que los pagos no llegan completos. ¡Está demente si cree que dejaremos que le quiten la hacienda! —bramó Simón.

Tuve que interponerme en su camino, ya que mi iracundo amigo estaba avanzando peligrosamente hacia el comisionado. La vena palpitante en su cuello y la mirada cargada de odio, anunciaban la llegada de la tormenta perfecta, aunque Abud estaba tan envalentonado que poco le importó la actitud amenazante de Simón.

—¡Simón, por favor! Calmémonos un poco, ¿sí? —rogué, antes de dirigirme hacia el comisionado—. Por favor, señor Abud. Debe haber algo que pueda hacer para evitar esto.

El aludido se acarició la barba naciente en su mentón con una mano, sus profundos ojos azules me recorrieron de pies a cabeza. Me sentí de cierta forma evaluada, como si estuviera frente a algún examen o interrogatorio; un ganado a punto de ser comprado. Al cabo de un rato, el hombre sacó de su chaqueta de cuero un gran puro y con calma, lo encendió y le dio una larga calada.

—Si puede haber algo —dijo al soltar el humo en mi dirección—. Pero tendríamos que hablarlo en privado. Me estoy quedando en una posada del sector. Si gusta pasarse esta noche, podríamos negociar alguna solución...

Palabras no fueron necesarias para interrumpirlo, ya que el puño de Simón fue quien lo hizo. No se amedrentó por las dos cabezas que el comisionado le ganaba de altura, ni por su cargo en el gobierno, ni el dinero que aparentaba tener. Al darse cuenta de a dónde se dirigían sus insinuaciones, actuó sin pensarlo dos veces.

—¡Simón! ¡¿Qué te pasa?! —grité, sin saber muy bien si estaba agradecida o atemorizada.

Me interpuse de nuevo entre los hombres, pero en esta ocasión conteniendo la fuerza animal de mi amigo de la infancia, quien claramente no estaba feliz solo con un puñetazo.

—¡Te arrepentirás de esto, hijo de puta! —bramó el comisionado—. ¡Olvídense del dinero! Los tendré de patitas en la calle sin un bolívar en sus manos antes de que ni siquiera puedan pestañear.

Intenté hacer entrar en razón al hombre, le rogué que perdonará el arrebato de Simón, estuve a punto de arrodillarme a sus pies, pero Abud era una pared de concreto ante mis súplicas. Hecho una furia y con la nariz sangrando a chorros, llamó a sus hombres y se marchó lo más rápido que pudo.

—¡Esperen el aviso de desalojo! —rugió desde la camioneta.

Los gritos inevitablemente atrajeron a Francisco y a su esposa; aunque desconocían la historia completa, por algún motivo culparon automáticamente a Simón.

—Ay, Camilita, ¿será cierto lo que dijo ese señor? ¿Nos echaran a la calle? —inquirió Antonia con desesperación.

Mi psiquis intentaba encontrar, aunque sea un poco de sentido ante lo que estaba ocurriendo; me hubiera gustado tener las palabras para calmarla, pero ni siquiera podía tranquilizarme a mí misma. Sacudí mi cabello con ambas manos, como si así de sencillo pudiera sacudirme todas las preocupaciones.

—Antonia, por favor, ahora no —murmuré, mientras masajeaba mi frente—. No se preocupen por esto, ¿de acuerdo? Buscaré asesoría legal con unos conocidos e intentaré adelantar la venta de la hacienda. Mientras, en vez de preocuparnos, ocupémonos. Necesitamos comenzar a clasificar las cosas, lo que se puede vender, botar o regalar y lo que conservaré.

—Camila, yo...

Simón intentó hablar, pero lo detuve. La verdad ya mi cabeza no daba para más. Necesitaba poner mis manos en algo, dejar de pensar y comenzar a actuar.

—No pasa nada, Simón. Ya lo hecho, hecho está.

Lo dejé con la boca entreabierta, quizás buscando que más decir o sorprendido ante mi cortante tono de voz. Así de sencillo, mis pequeñas vacaciones terminaron antes de comenzar y la vida, se encargó de darme otro golpe que, de alguna manera, también tendría que soportar.

Esa misma noche, después de una larga tarde de arduo trabajo en la hacienda; me hallaba dando vueltas en la colchoneta del estudio, intentando conciliar el sueño. Sin embargo, las preocupaciones por la eminente amenaza de expropiación, me impedían cerrar los ojos y cuando lo lograba, me despertaba de un salto con miedos irracionales cabalgando en mi corazón.

Mis cortos sueños, me repetían una y otra vez la puerta del desván. Como si de aquel oscuro lugar, emergiera un lejano canto de sirena. Atrayéndome en la noche, instigándome a seguir a las sombras.

Exhausta de luchar contra mis preocupaciones, salí del estudio. Creí que quizás el frescor de la noche pudiera disipar un poco la brumosa tempestad en mi corazón. En el jardín interior me recosté de una viga de madera. Solo había un foco de luz cálida, encendido al otro costado del lugar, así que la oscuridad me resguardaba. Me concentré en mirar las estrellas, como si en ellas, pudiera encontrar todas las respuestas a mis problemas.

De pronto, el silencio fue interrumpido por el chirrido de una puerta. No muy lejos de mí, una sombra delgada y un poco más alta que yo, emergió de la habitación de Antonia. La luz del foco iluminó un poco el rostro de Francisco, quién —gracias a las sombras—, no se percató de mi presencia. Pensé que el capataz iría al baño, pero en vez de eso, fue a la cocina.

No tenía intenciones de inmiscuirme en sus asuntos, pero el sonido de la puerta trasera, ocasionó que la curiosidad picoteara mi pecho. Lo más sigilosa que pude, seguí sus pasos.

El capataz no solo había salido al jardín, sino que también estaba rodeando la casa. Decidida a no caminar entre la maleza y los juncos, temerosa de encontrarme con bichos o animales nocturnos, di media vuelta y volví a entrar. Sea lo que sea que fuera a hacer Francisco, no debía entrometerme.

Con el estrepitoso sonido que hacía la camioneta al arrancar, una pregunta se me quedó presente: ¿A dónde iba Francisco a medianoche?  

Glosario:

Fuera de base: Es como cuando ocurre algo que no esperabas, algo sorpresivo. Similar a como cuando le dan un out a un jugador de béisbol que se encuentra fuera de su base.

¿Me faltó alguna palabra o frase? Házmelo saber ->

N/A:  Las cosas se están poniendo color de hormiga para Camilita. 

¿Cómo creen que saldrá de esta? 

Además, ¿qué onda con Francisco? ¿A dónde va a media noche?

*Fun fact* Las expropiaciones en Venezuela de terrenos agrarios, fincas, haciendas, ranchos, entre otros si ocurrieron. El gobierno usó la misma excusa de que los propietarios tenían "terrenos ociosos y desaprovechados" para obligarlos a venderlos..., lo irónico fue que una vez realizadas las expropiaciones, dichas tierras se arruinaron más de lo que ya estaban, dando origen a mucha más escasez de alimentos.

 ¿Te gustó este capítulo? ¡Házmelo saber con una estrellita!

Editado el 23/07/2024

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top