Capítulo II
Todo mi cuerpo temblaba y quisiera decir que se debía a la tercera taza de café que tenía en mis manos. No supe en qué momento el reloj aceleró sus manillas, pero al salir del desván, eran casi las cuatro de la mañana. Corrí como alma que lleva el diablo a la cocina, el único lugar donde la luz del foco incandescente espantaba las sombras que amenazaban con consumirme.
Llevaba una hora en ese lugar, bebiendo café taza tras taza, como si eso fuera capaz de calmar mis nervios y no causar todo lo contrario. Después de muchos años de pensar en lo que mi abuelo escondía, finalmente había levantado esa cortina y lo que me había encontrado era muy distinto a lo que cualquiera de mi familia hubiera imaginado.
No sabía si era capaz de entrar en la antigua habitación de mi abuelo, esa que, con tanto esmero, Antonia me había preparado. Lo único que tenía claro, era que debía escapar de la oscuridad que gobernaba el segundo piso; estaba abrumada por la paranoia, sentía que, en cualquier esquina iluminada por la tenue luz de la vela, estaría escondido el Ánima, esperando el momento preciso para atacarme.
Refugiada en la cocina, donde todo parecía tener más sentido y alejado de la ficción, decidí usar la razón, más no dejarme llevar el temor. ¿Por qué mi abuelo tendría tales cosas en el ático?, ¿podría ser que esas cosas no le pertenecieran? Tal vez, estaba cubriendo a alguien, pero ¿a quién?
Nuevos pensamientos invasivos me bombardearon, con ideas mucho más tétricas que las anteriores. Me imaginé delicada abuela, asesinando a sangre fría a sus víctimas; «no, ella no sería capaz de eso, ¿o sí?» me cuestioné. Mi cabeza martilleaba ante tantas nuevas ideas y la falta de sueño, ya casi amanecía y todavía no era capaz de controlar mis miedos.
Si había algo que odiara, eran los rompecabezas y acertijos, ya que cuando uno llegaba a mis manos tenía que resolverlo a la fuerza, o si no, perdía por completo la razón. Este era uno de esos casos, si no descubría la respuesta a ese misterio estaba segura de que mi mente no se calmaría. Sin embargo, al mismo tiempo una pregunta se asomaba entre tantos pensamientos difusos: ¿qué haría de confirmar quién era el asesino?
Si mi abuelo era el Ánima, ¿lo entregaría a las autoridades?
Los sucesos habían ocurrido hace casi sesenta años, era un caso olvidado y posiblemente cerrado; además, don Evaristo no estaba en sus cabales, ¿de verdad lo enviarían a la cárcel por algo que posiblemente ni recuerda que hizo?
Golpeé mi cabeza contra el amplio mesón repetidas veces, fuera o no el Ánima, tenía que encarar a mi abuelo. Necesitaba saber la verdad y luego, vería qué hacer con ello. No podía vivir con la zozobra del «y que tal sí» siempre danzando en mi cabeza.
Terminé esa última taza de café con la esperanza de haber conseguido algo de valor para volver a subir al segundo piso. Cuando estuve a punto de incorporarme para enfrentar mis temores, una sombra corrió tras una de las ventanas de la cocina que daban al jardín trasero.
Pensé que había sido mi activa imaginación, pero cuando la sombra se concentró en la puerta trasera y comenzó a tratar de abrirla, todas mis alarmas se encendieron: alguien intentaba irrumpir en la casa.
Sin pensarlo dos veces, tomé el sartén de hierro más cercano que encontré y con todo mi cuerpo cargado de adrenalina, me escondí a un lado de la puerta. Mi plan era simple, apenas el intruso consiguiera abrir la puerta, lo golpearía con todas mis fuerzas y gritaría lo más que pudiera. Francisco y Antonia me oirían. Estaba segura de que, en este caso, el silencio se convertiría en mi aliado.
Tal como lo había planeado en mi mente, los hechos se desarrollaron segundos más tarde. El intruso entró y yo ataqué en medio de gritos desesperados. Lo golpeé en la cabeza con todas mis fuerzas, pero el intruso no cayó.
Contrario a lo que yo esperaba, el hombre alzó las manos; se cubrió la cabeza para bloquear mi siguiente golpe y luego, consiguió quitarme el sartén. Me sujetó las muñecas con agarre de hierro, mientras forcejeaba y gritaba lo más que podía; parecía un caballo salvaje, intentando liberarme de mi captor.
—¡Tranquila, mujer! —gritaba el hombre—. ¡Tranquila!
El ladrón se las arregló para clavarme contra la pared y detener mis forcejeos, sorprendentemente sin lastimarme en el proceso. Mi visión se aclaró poco a poco con los primeros rayos del sol que iluminaron su rostro. Era un hombre joven, con la piel levemente besada por el sol y rasgados ojos café.
—Ya, tranquila, no te voy a hacer nada —susurró.
Su marcado acento caraqueño, aunado a su voz ronca, logró despertar un escalofrío en mi espina. Nuestros cuerpos estaban lo suficiente cerca como para poder sentir su abrumador calor corporal e inevitablemente, me quedé sin fuerzas para continuar gritando.
—¡¿Simón Antonio?! ¡¿Qué coño [*] está pasando aquí?!
Los gritos de Francisco, hicieron que el intruso me liberara abruptamente, como si una corriente lo hubiera atravesado.
—¡Pero bueno, Simón, ¿qué significa esto?! —bramó Antonia, quien llegó a mi lado y me cubrió con sus brazos—. ¡¿Qué le estabas haciendo a la muchacha?!
—¡Nada, vieja! ¡Nada! ¡Ella fue la que me atacó a mí! ¡Yo solo estaba defendiéndome!
—¿L-Lo conocen? —pregunté, intimidada por las miradas confusas de aquellas tres personas.
—Ay, mija, ¿no te acuerdas de Simón? —dijo Antonia—. ¿Simoncito? Ustedes se la pasaban jugando por el terreno; eran inseparables.
Observé a Simoncito de pies a cabeza, en definitiva, no era el niño flacucho que había conocido en mi infancia. Mi amigo y único hijo del matrimonio Chirinos se había convertido en un hombre de aproximadamente un metro setenta, fornido y atractivo, muy atractivo.
—P-Pero ¡¿qué carajo hace entrando por la puerta de atrás?! ¡Pensé que era un ladrón! —exclamé en defensa, esperando que mi rubor pasara desapercibido.
—Coño, es que la puerta principal hace mucho ruido y no quería despertar a nadie, ¿qué iba a saber yo que usted estaba en la cocina?
Oculté mi rostro entre mis manos, completamente avergonzada por lo ocurrido. Cuando estaba lista para disculparme, Simón agregó:
—Bueno, al menos ya sabemos que estamos seguros con Camila, pobre del ladrón que quiera entrar porque lo caerá a sartenazos.
Pensaba que no era posible que tuviera más vergüenza, pero como de costumbre, me equivoqué. Antonia me abrazó con fuerza y Francisco, dejó escapar un malhumorado Bah antes de marcharse.
—Lo siento, de verdad, qué pena contigo —dije con un encogimiento de hombros.
—Bah, todo bien, soy cabeza dura —respondió Simón, con una arrebatadora sonrisa—. Bueno, si me disculpan iré a darme un baño antes de que don Evaristo se despierte. Vieja, pégame un grito cualquier cosa.
Simoncito se fue con la misma sonrisa, no sin antes echarme una mirada rápida de pies a cabeza, mirada que fui capaz de sentir traspasarme la piel. Pasé saliva y alboroté mi cabello con ambas manos para disipar aquellos lascivos pensamientos que el galante hombre logró despertar con solo una mirada.
Siendo honesta, parte de mí agradeció la distracción ante tanto caos que revoloteaba en mi mente. Después de aquello, al menos comenzaba a sentir que el Ánima estaba pasando a un segundo plano, como debería ser. Al fin y al cabo, si mi abuelo era o no un asesino, ya no había mucho que pudiera hacer.
Antonia se dispuso a hacer el desayuno, alegando no poder volver a dormir después de tantos sustos. Mientras, yo me concentré en hacerme un té de manzanilla, ya había tenido suficiente cafeína por un día.
—Antonia, ¿quién tiene la llave del desván? —pregunté distraída.
La manzanilla empezaba a contrarrestar los efectos de la cafeína y la cordura recuperó control de mi cuerpo gradualmente.
—Su abuelo, siempre la ha tenido él. Sabe que nadie tiene permitido subir allí, ¿por qué?
—Lo sé, pero ¿Ni siquiera usted ha subido a limpiar o algo? O, ¿Francisco a mover alguna caja?
—No, en absoluto. Bueno, subo a la segunda planta de vez en cuando para limpiar y Simón me ayuda con las cosas pesadas, pero de resto nadie se acerca a la puerta del desván.
—Y, ¿sabrá cuando fue la última vez que mi abuelo subió al ático?
Antonia interrumpió sus labores, secó sus manos en el delantal que se había puesto y me observó con curiosidad.
—Quién sabe, mija. Tal vez cuando empezó a perder la memoria, allí subía al menos una vez por semana hasta que un día dejó de hacerlo. Podría saber, ¿a qué se debe el interés?
—Es que, si voy a vender la hacienda, tendré que subir al desván en algún momento. No podemos entregar la casa con objetos personales, o lo que sea que el abuelo tenga allí.
Me encogí de hombros, esperando a que mi excusa —aunque era real—, fuera lo suficiente creíble como para ocultar el trasfondo de mis preguntas. Por suerte, Antonia parecía complacida.
—Me dijo que mi abuelo tenía días malos y otros buenos, ¿qué tan buenos son los buenos?
El cambio de conversación, aparentemente la tomó por sorpresa, pero aun así respondió con una sonrisa amable.
—Como todo, mija. A veces recuerda cosas, pregunta por su familia, por la hacienda. Otras veces dice algunas incoherencias, pero al menos habla.
—¿Incoherencias? ¿Cómo cuáles?
—Habla mucho de doña Pepita, ¿sabe? El otro día me contó muy molesto sobre un hombre que la acosaba y que él no dejaría que le robaran a su mujer —dijo entre risas—. Habla mucho de cosas así. Para mí son incoherencias, porque conocí a la señora Josefina y ella solo tenía ojos para él; ningún hombre se le igualaba a don Evaristo.
—¿Es siempre el mismo hombre?
—Hombre, hombres. Da lo mismo, no dejan de ser incoherencias la mayoría del tiempo. —De nuevo, Antonia detuvo sus quehaceres y me encaró con una ceja alzada—. ¿Y eso? ¿Por qué el interés?
Me removí en el asiento y jugué con lo que quedaba de mi té de manzanilla. Había conseguido una excusa para lo del desván, pero la falta de descanso y el abandono de la cafeína comenzaba a hacerme efecto; mi mente ya no estaba tan rápida como hace unos minutos. Nunca fui buena guardando secretos, ni mucho menos mintiendo, sabía que soltaría la sopa en cualquier momento.
Cuando estuve con la soga al cuello, la boca entreabierta y sin ninguna palabra que ocultara mis verdaderos motivos, Simoncito entró en la cocina con su rizado cabello húmedo y una camisa a medio abotonar que dejaba entrever su lampiño y firme pecho.
—Vieja, don Evaristo ya despertó —anunció—. Venga rápido, porque amaneció quejumbroso.
Salvada por la campana, el aire que estaba conteniendo salió de mis pulmones en un sonoro suspiro. Antonia se quitó el delantal y salió corriendo de la cocina, sin percatarse del alivio que invadió mi cuerpo.
—Entonces, Camilita, ¿quién diría que las pecas algún día se te verían tan bonitas? —dijo Simón con picardía.
Se apoyó en el mesón, muy cerca de mí. Su fresca y masculina fragancia inundó mis fosas nasales y me abrazó por completo.
—¿Arrepentido de joderme [*] tanto con mis pecas? —pregunté, siguiéndole el juego.
—En absoluto, nuestros mejores momentos fueron gracias a esas jodederas.
Sonreí al recordar cuando Simoncito, una que otra vez me fastidiaba con mis pecas, diciendo que mi cara era similar a una pizza con muchos ingredientes en ella. Solía corretearlo por toda la hacienda, intentando alcanzarlo para devolverle las bromas a golpes; sin embargo, nunca llegué a atraparlo, y de haberlo hecho dudaba que fuera a cumplir mis amenazas. La verdad era que disfrutaba perseguirlo tanto como él disfrutaba correr de mí.
—Bueno, supongo que con el sartenazo quedamos a mano. Al fin te atrapé.
Simón dejó escapar una carcajada.
—Supongo que sí, me atrapaste.
Inconscientemente, nos habíamos acercado un poco más mientras hablábamos hasta llegar al punto de rozar nuestros hombros con complicidad.
—¡Simón! ¡Mijo, te necesito!
Los gritos de Antonia rompieron nuestra burbuja, lo cual agradecí profundamente en mi interior. Simoncito estaba despertando cosas en mi corazón que pensaba que ya no tenía. Solo con una mirada o una sonrisa, lograba ponerme la piel de gallina, algo que no podía permitirme, no en ese momento con tantos problemas en mi cabeza. Una hacienda que vender, deudas que pagar y un serio problema familiar por resolver.
Con el cansancio acentuándose cada vez más sobre mis hombros y párpados, me obligué a terminar el desayuno que Antonia estaba haciendo. Luego, serví los cinco platos en el mesón de la cocina, era lo mínimo que podía hacer después del escándalo de hace un rato.
—Ay, mija, no tenía que hacer eso —dijo Antonia al volver.
—No es molestia, en absoluto, de hecho, estaba pensando en darle yo misma el desayuno a mi abuelo, si no hay problema.
—Pero mija, usted no está acostumbrada a eso...
—Por eso mismo. Cuando venda la hacienda quizás no me quede dinero para conseguir una enfermera y sabemos que dejar a un anciano en un hospicio de Venezuela es prácticamente matarlo, así que tengo que aprender a cuidar de mi abuelo.
Antonia accedió con renuencia y me instruyó levemente sobre cómo cumplir con la tarea. Dejé a un lado el agotamiento para armarme de valor y enfrentar a mi abuelo. La parte más cobarde de mi ser, temblaba ante el inminente encuentro, como si aquel decrépito anciano fuera capaz de levantarse de la silla y asesinarme de igual manera que a las víctimas del Ánima.
Mi abuelo esperaba en el porche, abrigado de pies a cabeza. Antonia me comentó que disfrutaba del frescor de la mañana y el suave calor de los nuevos rayos del sol, todos los días recibía su desayuno en ese mismo lugar.
Ya tenía en su silla de ruedas una especie de mesita adaptada para poner el plato frente a él; a su lado había un viejo sillón de madera. Simón estaba haciéndole compañía, recostado en una de las vigas de madera, con los brazos cruzados y, al igual que mi abuelo, con la mirada perdida en las montañas.
El único que percibió mi presencia fue Simón, quien de nuevo me inspeccionó con lascivia de pies a cabeza, aunque esta vez, se mordió el labio inferior en el proceso. Fingiendo que no me percate de aquello me concentré en lo que importaba, mi abuelo.
Con los primeros bocados, el anciano solo se molestó en abrir la boca y comer, con paciencia y algo automatizado, era más un robot que persona. Cuando íbamos a mitad del plato, don Evaristo pestañeó varias veces y su mirada, por fin, se desvió en mi dirección.
—¿Josefina? —preguntó en un susurro—. ¿Dónde habías estado?
No tenía mucha experiencia con personas con demencia, pero sabía que si lo corregía podría estresarlo o alterarlo. Así que decidí seguirle la corriente.
—De viaje, E-Evaristo. Llegué anoche.
—Estabas con ese hombre, ¿cierto?
Simón se interesó más en la conversación, redirigiendo su postura hacia nosotros con una ceja arqueada.
—¿Cuál hombre?
—No te hagas la loca, ese pendejo[*]. El que vino de la capital.
—E-Estuve visitando a mi familia.
—¿Lo juras?
Me escrutó con intensidad y una de sus manos tomó la mía, esa que sostenía la cuchara con el próximo bocado. Tenía muchísimo tiempo sin ver a mi abuelo, pero en ninguno de mis recuerdos guardaba esos ojos cargados de ira.
—Porque si es mentira, ya sabes lo que pasará —amenazó.
Su agarre cada vez era más fuerte y no pude evitar temblar ante tal mirada. Ese no era el abuelo cálido que conocí una vez, era otra persona, un completo desconocido.
—Muy bien, don Evaristo, ¿no cree que doña Pepita merece descansar? —intervino Simón—. Ha tenido un largo viaje, ¿qué le parece si yo continúo dándole la comida?
El aludido desvió su atención a Simón, liberando mi mano con suma rapidez. Su expresión enseguida cambió, como si una máscara hubiera cubierto su verdadero ser. Con una sonrisa, asintió.
—Tienes razón, Francisco. Dígale a Toñita que le preparé un baño caliente y la atienda, por favor.
Simón me hizo una seña para que me marchara, encogiéndose de hombros ocupó mi lugar en el sillón y sin pensarlo dos veces, me escabullí como un gato entre las sombras. En menos de veinticuatro horas, había descubierto cosas siniestras y conocido a un posible asesino que por muchos años se ocultó tras la careta de un abuelo amoroso. Creí que podría enfrentarlo y conseguir la verdad, pero estaba tan abrumada por la posible realidad que no fui capaz. Había sido un largo día, demasiado largo como para fingir que todo estaba bien.
Todavía renuente a subir las escaleras, mis pasos me llevaron al viejo estudio de mi abuelo dónde un viejo sofá me esperaba. Tenía algunos resortes vencidos, y temí que entre los pliegues habitaran bichos, pero estaba tan agotada que apenas mi cabeza se apoyó en incomodo reposabrazos un oscuro velo cubrió mi visión.
Glosario:
Coño: Tiene muchísimos significados en venezuela, puede manifestar una situación: "¿Que coño pasa?" Un golpe: "Se dio un coñazo" Insulto o descripción de mala persona: "Coño'e madre" etc, etc.
Joderme: Hechar broma o molestar.
Pendejo: En venezuela tiene varios significados, algunos por ejemplo: Idiota, tonto, tarado, una persona muy quedada o inocente.
¿Me faltó alguna palabra? Házmelo saber ->
A/N: Simoncito, definitivamente se las trae. Debo confesar que amo este personaje.
¿Que onda con el abuelito inocente? Parece que no es tan tranquilito después de todo 🫢
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Editado 23/07/2024
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