Capítulo 4.

Cassius me conduce a una zona un poco alejada del Mercado Rojo, hasta lo que parece ser una pequeña aldea de casas de adobe. La gente camina apresuradamente, y hay niños jugando por las calles. Pero apenas puedo concentrarme en el escenario ante mí, ya que me preocupa el hecho de que Cassius haya adivinado mi objetivo tan rápido. Él y su padre son astutos y ávidos observadores, ¿realmente merece la pena mentir? ¿Negar la acusación del hijo del vendedor? También está la opción de huir. Podría golpear a Cassius en las costillas con mi codo derecho ahora mismo, subirme a Tormenta y galopar dirección al horizonte.

El cometa de Ashargar brilla con fervor sobre mi cabeza. He entrenado durante largos e interminables meses, y cuento con un mapa que dibuja el camino a seguir entre las estrellas, pero también en la inmensidad del cielo azul. ¿Acaso necesito algo más? ¿Puede este sombralí darme indicaciones que no haya recibido antes?

––Hemos llegado ––dice Cassius, sacándome de mis pensamientos.

Ante nosotros se halla una vivienda bastante reducida, de aspecto deteriorado y repleta de finas grietas que danzan sobre el material amarillento. El joven señala un poste cerca de la puerta, y finalmente decido que tal vez merezca la pena escuchar qué es lo que tiene que decir. Acaricio la cabeza de Tormenta con pesar y ato las riendas al amarradero. Apoyo la mano con disimulo sobre mi bolsa y Brox toca delicadamente la zona, dándome a entender que está bien.

Que está conmigo.

Cassius y yo nos adentramos en la casa y reposo la otra mano sobre el mango de mi fiel espada. Nunca se es suficientemente precavida.

La vivienda tiene una decoración bastante vacua e insípida. Apenas hay muebles, la mayoría de ella construidos a base de madera, y unas escaleras descienden hasta lo que parece otra planta localizada por debajo del suelo. Cassius se acerca a la reducida encimera de adobe y toma dos vasos y una jarra de arcilla, intentando apartar la vista de mí lo menos posible.

––Ponte cómoda, preciosa.

Me siento en uno de los bancos que rodean las paredes del hogar y apoyo los antebrazos sobre la mesa de madera ante mí. Cassius no tarda en unirse, cediéndome uno de los vasos.

––Espero que te guste el sotol sombralí. En caso de que no sea así, te invito a abandonar mi casa y prometo que fingiré que nunca has osado insultarme de esa manera ––dice el joven con cierto deje juguetón mientras llena ambos recipientes de líquido amarillento. Reparo en que ha comenzado a tutearme, así que hago lo mismo.

––¿Pretendes emborracharme para sacarme información? ––respondo sonriendo levemente––. Porque he apuñalado a cosas más peligrosas que tú en condiciones mucho peores.

Cassius ríe entre dientes y se pasa una mano por el pelo rizado.

––Sólo pretendo ser un buen anfitrión, milady ––asegura haciendo una pequeña reverencia, dando seguidamente un trago a su bebida––. Ahora... hablemos.

––Hablemos, pues ––me despojo de la bolsa y la dejo con cuidado a mi lado, en una zona que queda bastante a la sombra––. ¿Qué sabes del anillo?

––Así que ésta es tu manera de confirmar mis sospechas, ¿eh?

Sonrío y pruebo un poco de sotol. El olor es fuerte y agudo, penetrando mis fosas nasales y dejando una estela de llamaradas a su paso. La bebida sombralí es famosa en todo el continente por su intensidad, y el ardor que siento en la garganta mientras desciende hasta mi estómago es una clara prueba de ello. Cassius me observa atentamente, esperando algún tipo de reacción por mi parte, tal vez un leve temblor en el ojo, algo de tos rasposa o simplemente el más leve signo de disconformidad. Pero no le doy esa satisfacción.

––Voy a encontrar ese anillo, Cassius. Con tu ayuda o sin ella. Pero has insistido en que hablásemos, así que... Aquí estoy.

El joven asiente, entretenido.

––Veamos... qué sé sobre el anillo ––se lleva una mano a la barbilla, en un exagerado gesto pensativo––. Sé que es una creación de Adelram y que le da poderes inimaginables e ilimitados a quien lo porta. Hay quién cree que una misteriosa criatura vive en su interior, preparada para concederle los deseos que sean al valiente que halle la joya.

––Eso es lo que dicen las leyendas, claro ––murmuro decepcionada.

Cassius alza la mano, mandándome callar.

––Y las leyendas no se equivocan. Ese puto anillo es tan real como tú y yo. Como el sotol que relaja al pesaroso borracho y el sol que baña nuestras pieles cada mañana ––confirma con seguridad, casi como si fuese evidente––. Pero eso tú ya lo sabes ––hace una pausa, como si estuviera inseguro sobre si continuar o no––. Al igual que sabes que Zanrias ha regresado.

Por un momento el aire parece abandonar la sala. El calor se vuelve más pesado, asfixiante e intolerable. El ambiente juguetón y travieso que antes se respiraba ha desaparecido tan rápido como había llegado. Trago saliva y me humedezco los labios, resecos y cuarteados a causa de las altas temperaturas.

––Sí, lo sé. La pregunta es por qué lo sabes tú ––respondo con seriedad.

Cassius le un nuevo trago a su bebida, aunque más largo y desesperado en esta ocasión. Cuando termina se limpia la boca con la manga blanca de su camisa.

––Algo me dice que estamos en el mismo bando, Adamaris.

El joven ha ignorado mi pregunta, pero decido dejarlo pasar, al menos por ahora. Así que en lugar de presionarle, me centro en su nueva afirmación.

––¿Y qué bando es ese?

––Mi lealtad radicará siempre en el lado de los dioses.

––En ese caso sí, Cassius. Supuestamente estamos en el mismo bando. Pero las palabras no tienen mucho poder, como he demostrado hace un rato en el mercado. Podrías estar mintiendo ahora mismo ––acuso entrecerrando los ojos.

La tensión es palpable, flotando y dibujando siluetas en el espacio inscrito entre nosotros. Si sacara mi espada y describiera la forma de una estocada en el aire, el sonido de cristales rotos, del desgarro de tal intensidad y desconfianza podría perfectamente acabar con el silencio que ahora reina.

––Te equivocas, Adamaris ––responde por fin––. Es eso precisamente lo que hace a las palabras poderosas.

Niego levemente con la cabeza y doy un trago a mi bebida. Una vez más, la lava desciende por mi garganta, produciendo una oleada de calor y liberación que sacude mi organismo. Siento una gota de sudor resbalar lentamente por el lateral de mi rostro.

––No eres la única en busca del anillo, ¿sabes? ––dice Cassius, provocando agitación en mi estómago––. Los seguidores de Zanrias se han extendido por el continente en su búsqueda. Yo mismo he lidiado con muchos de ellos, deslizando el filo de mi cimitarra sobre sus gargantas.

La realización cae sobre mí como un balde de agua fría.

––Zanrias... Si consigue el anillo sus poderes se verán infinitamente multiplicados. Nadie ni nada podrá detenerlo ––aprieto los puños, furiosa––. Pero no lo alcanzará, no lo permitiré.

Cassius ríe, una risa auténtica. Frunzo el ceño en su dirección.

––¿Y qué se supone que te diferencia de los perros falderos de Zanrias, preciosa?

Esbozo una leve sonrisa de superioridad, incapaz de contenerme.

––Yo tengo un mapa, Cassius.

Decido decir la verdad. Tengo un mapa, sí. Pero no uno dibujado en un pergamino, sino uno inscrito en las estrellas, en el cielo. Ni Cassius ni nadie puede arrebatármelo.

El joven asiente, pensativo. El humor ha abandonado nuevamente sus facciones, ahora dominadas por un aire reflexivo e introspectivo.

––Así que un mapa, ¿eh? Eres toda una caja de sorpresas ––asegura aún absorto en sus propios pensamientos––. Aún suponiendo que ese trozo de pergamino sea correcto... nada puedes hacer nada contra un dios. Zanrias no descansará hasta tener ese anillo. Estás en una carrera por el poder, preciosa, pero compites contra las grandes ligas. No puedes ganar.

––¿Qué sugieres entonces, Cassius? ¿Resignación? ¿Cruzarnos de brazos mientras el continente se convierte, una vez más, en el campo de batalla de los dioses?

Cassius niega energéticamente con la cabeza.

––Claro que no. Simplemente estoy constatando los hechos ––dice encogiéndose de hombros––. Somos putas marionetas, Adamaris. Los dioses nos manejan a su antojo y el destino fija nuestro camino antes incluso de que nazcamos ––niega con la cabeza––. Hay cosas que simplemente nos superan. El anillo está rodeado de pruebas imposibles para un ser humano, ese es el secreto que nadie te ha contado.

Niego con la cabeza, incrédula. Si fueran imposibles Ashargar no me habría entrenado durante dos largos meses. No habría depositado sus esperanzas en mí. Ocmérilia no me habría dedicado su último y gélido respiro en este mundo.

––Conozco el Juicio de los Dioses ––aseguro––. Son pruebas duras, sí. Que te llevan al límite, física y emocionalmente. Pero no son imposibles. ¿Cuál sería el fin de un objeto tan poderoso si solo pudiese ser alcanzado por quienes lo crearon?

Cassius apoya la espalda contra el banco en un movimiento delicado y felino, dejando el brazo derecho extendido sobre el respaldo del mismo. Su posición denota comodidad y seguridad, pero las llamaradas en el interior de sus iris dorados expresan lo contrario. Desconfianza y recelo. Eso es todo lo que veo.

––La historia ha sido escrita por y para nosotros, preciosa. Los apestosos y egocéntricos mortales. ¿Acaso ha acudido a tí el mismísimo Adelram? ¿Te ha dicho él todo esto? ––no respondo––. Te dejas llevar por las leyendas. Hay verdad en ellas, porque aún queda parte de la evidencia de los dioses. Pero los mitos han sido contaminados por el hombre. ¿De verdad crees que los dioses depositarían tanto poder en una joya destinada al ser humano?

Trago saliva, intentando que la inseguridad no se apodere de mí. Cassius suena convencido, fiel creyente de sus palabras. Pero los hechiceros son el puente de comunicación entre el mundo terrenal y la Isla de los Dioses. Ashargar no es un simple anciano, desvariando y encomendándome misiones imposibles de llevar a cabo. Lo mismo sucede con Ocmérilia.

––El anillo es real ––repito sus palabras––. Y nuestra única salvación. Voy a encontrarlo, Cassius.

El chico ríe mientras niega con la cabeza, como si se estuviera dando por vencido. Un maestro decepcionado con su alumno, consciente de que nunca será capaz de entrar en razón con él.

––Dijiste que me ayudarías.

Cassius asiente y se echa hacia delante, apoyando los antebrazos sobre la mesa e imitando mi postura.

––Intento salvarte la vida, preciosa. Vuelve a Niembreria. Asesina a los bastardos que intenten sembrar el caos en tu región. Aporta algo real ––sus ojos reflejan decisión, seguridad––. Nunca superarás el Juicio de los Dioses.

––¿Quién te ha confiado información de tanto peso? ––pregunto de pronto, sintiéndome levemente mareada.

––Mynthos, el mismísimo hechicero de Sombralia me lo dijo. Ningún ser humano ha podido, ni podrá jamás, alcanzar ese estúpido anillo.

No puede ser. Tiene que estar mintiendo. Su versión y la mía chocan, opuestas la una de la otra. Ashargar ha confiado en mí, ha depositado sus últimas esperanzas en el pequeño grembro y yo. Jeremiah depende de mí, pero el resto del continente también. La sombra del dios oscuro se cierne sobre Creyteria, y soy la única capaz de detenerla. De salvar a mi prometido.

Me levanto bruscamente del banco con la intención de marcharme, pero un mareo intenso me sacude con intensidad, obligándome a apoyar el cuerpo contra la mesa de madera. El sudor baña todo mi cuerpo, húmedo bajo las telas negras de algodón.

Rápidamente mis pupilas se dirigen al vaso que minutos antes Cassius me había ofrecido.

El sotol.

––¿Qué me has hecho? ––pregunto con rabia.

La ira quema mis venas, impidiéndome pensar con claridad. Consigo erguirme con algo de dificultad mientras el chico me observa impasible desde el banco. Su posición no ha cambiado en lo más mínimo, intentando aparentar entereza y serenidad. Pero sé ver más allá de esa fachada. Veo la precaución resplandecer en su mirada dorada.

Cada vez me resulta más complicado respirar. Mis pulmones intentan funcionar bajo el peso del veneno.

––Te dije que me encargaba de acabar con los perros falderos de Zanrias, preciosa. Y nada me asegura que tú no seas una de ellos ––dice por fin, levantándose con pesadez––. Si quieres el antídoto, tendrás que demostrarme que puedo confiar en tí ––saca un pequeño frasco de la parte trasera de su cinturón, sosteniéndolo con petulancia––. Sino... Siempre puedo darte una muerte rápida.

Prediciendo su próximo movimiento, desenvaino mi espada rápida y limpiamente. Cassius hace lo mismo con su cimitarra. El joven frunce levemente el ceño, tal vez sorprendido por mi agilidad bajo los efectos del veneno.

Antes de que pueda tomar una nueva bocanada de aire, Cassius embiste contra mí, cimitarra en alto. El veneno me corroe por dentro, pero la furia que arde en mi interior es suficiente para mantenerme en pie y darme la fuerza suficiente como para bloquear su estocada. Los filos de nuestras armas chocan con un potente sonido metálico y pronto la melodía de nuestros jadeos y golpes inunda la habitación.

Cassius es rápido y ágil, pero no tanto como yo. Aún así, el veneno ralentiza mis movimientos y empeora mi sentido de la coordinación. Las estocadas del joven son violentas, pero por la forma en que ataca sé que solo pretende desarmarme. Dejarme indefensa pero con la posibilidad de demostrar mi inocencia. Viva pero a un paso de una muerte certera en caso de no alcanzar sus expectativas.

Nos movemos por la casa de adobe inmersos en una mortífera danza. Cassius no es un luchador entrenado, centrándose excesivamente en un ataque mordaz y fuerte en lugar de una defensa resistente. No planifica, no analiza. Enfoca su atención única y exclusivamente en lanzar estocadas. Una y otra vez, sin margen para que su contrincante respire. Pero él tampoco.

Tarde o temprano no tendrá más remedio que bajar la guardia. El subidón de adrenalina no le durará mucho más tiempo.

Consigo aguantar unos minutos, bloqueando todos los ataque del chico sombralí. Pero no soy invencible. El veneno es potente y me debilita por momentos. Pronto siento un hilo de sangre resbalar desde mi nariz a mis labios. El líquido rojizo mancha mi boca reseca y su sabor metálico me produce un escalofrío.

La respiración de Cassius es cada vez más pesada, aunque no tanto como la mía. Los dos jadeamos y gritamos con cada golpe, ansiosos de ver sangre salpicar los suelos terraceos.

Aprovechando un momento de debilidad me agacho con un giro sobre mí misma, logrando que la cimitarra del joven dibuje la silueta de un semicírculo sobre mi cabeza. Siento el filo de acero cortar limpiamente mi larga trenza azabache... a la vez que mi espada saja la pierna de Cassius.

La cimitarra cae al suelo con un sonido sordo y metálico.

El chico la sigue, derrotado. Los gritos que escapan de su garganta son angustiosos, desesperados. La herida es profunda y la sangre no tarda en manar del corte a una velocidad vertiginosa. Sé perfectamente dónde he infligido el daño. La arteria localizada en la zona anterior al gemelo.

Cojo aire, sintiéndome exhausta. No siento pena. Ni compasión. No siento nada.

Veo a Brox volar hacia la cimitarra, tomándola discretamente. Cassius está tan concentrado en su herida que no se da cuenta.

––Si quieres vivir ––murmuro con dificultad, repitiendo sus palabras––, tendrás que darme el antídoto––alzo mi espalda, de manera que queda a milímetros de su cuello––. Sino... Siempre puedo darte una muerte rápida.

Cassius sujeta su pierna, intentando detener los chorros de carmín que escapan de ella. De sus labios escapan aire y saliva, siendo su respiración cada vez más rápida y desesperada.

––Hija de...

––Creo que no estás en posición de insultar a nadie.

El chico me mira con odio. Sus iris resplandecen con rencor y rabia contenida. Sé que si pudiera me degollaría aquí y ahora.

Lentamente, aparta una mano del corte, dando pie a la salida de aún más sangre. El olor es nauseabundo y metálico, y el color rojizo contrasta contra los casi blancos suelo y paredes. Cassius saca un frasco de su cinturón trasero y me lo ofrece con desprecio.

––No ––susurro––. Tú primero.

El joven sombralí me observa desde el suelo y el aborrecimiento reflejado en sus expresivos ojos dorados se multiplica. Tras unos segundos, arroja el frasco al suelo con furia, gritando. El cristal se rompe en mil pedazos, al igual que sus esperanzas de salir victorioso de este enfrentamiento.

––El auténtico, Cassius. Lo quiero ahora ––amenazo––. Aunque no mueras desangrado, lo más posible es que a este ritmo pierdas la pierna ––el chico grita de nuevo, furioso y en agonía––. No me obligues a cortar la otra también.

El remordimiento nunca llega. La vergüenza no me sacude. La atrocidad de mis acciones y palabras no me genera el más mínimo desosiego.

Brox espera paciente detrás de Cassius, sin volar o moverse. Imagino que su expresión será la de un grembro asustado, espantado por la máquina de matar ante él. Pero no tengo ocasión de comprobarlo. Todos mis sentido recaen en el hombre mutilado a mis pies.

Nubes oscuras comienzan a nublar mi campo de visión y noto como mis ojos se cristalizan. La mano que sostiene la espada comienza a temblarme.

––¡Cassius!

Finalmente, con gesto cansado y derrotado, el chico habla.

––En la... En la habitación al final del pasillo... de la planta baja ––asegura––. En el armario de madera oscura... Es un frasco verde... verde esmeralda.

Alzo la vista lo suficiente como para alcanzar a ver a Brox, al que le dedico un asentimiento. Para mi sorpresa, la expresión del grembro es neutral y seria. Como si se hubiera visto involucrado en este tipo de situaciones incontables ocasiones.

Cassius gira el rostro, únicamente para encontrarse de lleno con el filo de su propia arma apuntándole. Brox sujeta la cimitarra con dificultad mientras aletea a escasos centímetros del rostro del joven. 

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