Capítulo 1.

Intentando hacer el mínimo ruido posible, guardo una bola de ropa oscura y vieja en mi bolsa de viaje. Ignoro el nudo atado con fuerza en mi garganta mientras tomo un arco de caza, colocándolo de manera que rodea mi espalda. Logro coger dos docenas de flechas del armario de armas de la sala de estar y rápidamente me hago con una pequeña daga, que escondo en la parte posterior de mi cinturón en caso de requerir el factor sorpresa durante el peligroso viaje que estoy a punto de emprender.

Han pasado dos meses desde que los seguidores de Zanrias se llevaron a Jeremiah. Dos meses en los que nadie ha recibido la más mínima señal de vida de mi prometido. Dos meses que yo he utilizado para entrenar y prepararme, con las palabras de Ocmérilia grabadas a fuego en mi mente: "Encuentra el anillo de Adelram, él te guiará hasta ese que siempre has amado."

Si alguien me preguntara cuáles han sido los días más duros que he vivido, sin duda contestaría que los últimos sesenta y uno. No solo por el esfuerzo mental que ha supuesto mantener la concentración sabiendo que Jeremiah se halla perdido a merced de personas sanguinarias y sedientas de terror, sino que también por la manera en que Ashargar, el antiguo (y ahora de nuevo, con motivo del fallecimiento de Ocmérilia) hechicero de la región ha llevado mi cuerpo al límite.

Cuando abandoné la Casa Mayor de la aldea estaba tan desorientada que no sabía ni por dónde pisaba. Podría haber venido el mismísimo Wartrox y haberme estornudado encima con su aliento mortal, que no me habría dado cuenta hasta que estuviera ya enterrada bajo tres metros de tierra fangosa y nieve.

Hay momentos en los que me pregunto si he superado del todo esa etapa. Mi espíritu lleva dos meses habitando fuera de mi cuerpo, observándome desde las alturas y arrebatándome la oportunidad de vivir como tal.

Habían pasado años desde la última vez que lloré. Casi había olvidado lo que se sentía o incluso como se hacía. Sin embargo eso no impidió que aquella noche me deshiciera en lágrimas. Nunca había sentido un ardor tan grande en el pecho, tan intenso. Tan extremadamente doloroso. Cualquier sufrimiento que hubiera padecido previamente se me antojaba insignificante. Incluso el recuerdo del día en el que me gané la cicatriz que ahora cubre mi mandíbula palideció en comparación a lo que sentí al tener el corazón roto.

Durante los días que siguieron al incidente pasé de un estado de tristeza a uno de enfado en un preocupantemente escaso periodo de tiempo. Una mañana me desperté y cuando me miré en el espejo no pude contener la furia que corría por mis venas. Lo rompí. En mil pedazos. Las marcas blanquecinas en mis nudillos serán siempre un fiel recordatorio de ese instante.

Los recuerdos se reprodujeron en mi mente como luces de colores, cegadoras y rápidas. La vertiginosa velocidad a la que se reproducían me mareó, me desequilibró aún más de lo que ya estaba. Las gotas de sangre que caían al suelo y mi agitada respiración eran los únicos sonidos reales dentro de la sala, pero el intenso pitido que se había acomodado en mis oídos opacaba todo. Pensé en el tiempo previo a la boda, cuando Jeremiah se me propuso y yo acepté, embriagada en felicidad. Pensé también en la inseguridad posterior, que me atormentaba cada vez que reflexionaba sobre lo que verdaderamente iba a hacer. Sobre el poder que iba a dar a Jeremiah sobre mí. Yo no quería ser dependiente de nadie porque temía que algo así pasara.

Si no hubiera aceptado la oferta de Jeremiah, si hubiera hecho caso a mi instinto... él tal vez seguiría aquí.

Pero entonces, la neblina que llevaba ofuscando mi mente días y días comenzó a disiparse. Miré a mi alrededor, y al ver el suelo de piedra cubierto de cristales y sangre me sentí la persona más estúpida de Creyteria.

¿Qué se suponía que estaba haciendo ahí tirada, aparte de ahogarme en autocompasión y los potenciales escenarios que habrían tenido lugar de haber tomado decisiones diferentes?

Nada. Esa era, y sigue siendo, la respuesta.

Esa misma tarde fui en busca de Ashargar, no muy segura de a quién más podía acudir. Tampoco sabía muy bien qué decirle, o más bien, cómo decírselo. Pero algo dentro de mí me impulsó a tomar esa decisión. Un instinto primitivo, bueno. Una corazonada como nunca antes.

En aquel momento tenía muy pocas cosas claras. Pero sí algo sabía era que no tenía derecho a quejarme de lo que había ocurrido porque tampoco estaba haciendo nada por cambiar la situación. Y es que ignorar los problemas no los hace menos reales.

Así que con toques firmes y decididos, golpeé la puerta de la pequeña casa del hechicero. Ni siquiera habían pasado dos segundos cuando el anciano abrió. Nos miramos el uno al otro y distinguí al instante el mismo brillo en sus ojos que vi en los de Ocmérilia el día de la boda: Él me estaba esperando. Sabía que iba a ir. Tal vez los hechiceros son conocedores de todos nuestros futuros, a día de hoy sigo sin saberlo. Pero en aquel momento, fue como si el destino personificado, la voluntad de los dioses, me hubiese abierto aquella puerta de madera roída por los años.

Apenas entré en la vivienda mis pupilas captaron un montón de frascos repartidos por la estancia. Algunos contenían diversos líquidos de múltiples colores, que iban desde el más brillante de los rojos al más apagado de los verdes. Sin embargo, algunos de los tarros eran portadores de cosas que me resultaban muchísimo más familiares. En uno se hallaba el tercer ojo de un lobo de plata. Una mano se movió inconscientemente a mi cicatriz al sentir como el órgano me observaba con su brillante iris amarillo. Me encontraba examinando los mechones de la melena de un león de fuego, aún en llamas a pesar de estar lejos de su dueño, cuando Ashargar me llamó.

––¿Qué te trae por aquí, Adamaris Catressa?

Su voz rasposa y profunda retumbó entre las paredes. De pronto, la estancia se me antojo aún más pequeña de lo que ya era. El anciano es esbelto y anda cojo, con la ayuda de un bastón negro. Pero independientemente de su postura encorvada es la persona más intimidante que he conocido en mi vida.

Vertió un líquido amarillento en un vaso de cristal de aspecto lujoso, especialmente en contraposición a la vieja y desdeñosa apariencia de la cabaña.

––No estoy dispuesta a seguir de brazos cruzados, Ashargar. El peso de la culpa y el miedo me están aplastando, tengo que hacer algo. ––aseguré por fin con un deje de desesperación.

El hechicero asintió lentamente con la cabeza mientras hacía girar el contenido del vaso con movimientos pausados.

––Lo sé.

El silencio se hizo en la sala, pero el abismo entre nosotros parecía cerrarse por momentos.

––El anillo de Adelram ––mi piel se erizó únicamente de cara a su mención ––. Ocmérilia me dijo que partiera en su busca. Aseguró que era la única posibilidad de traer de vuelta a Jeremiah.

––A aquel que siempre has amado ––reafirmó Ashargar con la sombra de una sonrisa condescendiente. Hizo una pausa y por fin alzó la vista en mi dirección. Sus ojos dorados taladraron mi interior, y el poder que su mirada irradió me arrebató el aliento––.Yo lo sé todo, Adamaris. No hace falta que me lo expliques porque estoy presente en cada rincón de esta aldea, del continente ––frunció el ceño con aspecto inquisidor––. Pero, ¿acaso no eres consciente de que hay un mal mucho mayor?

Supe perfectamente a lo que se refería.

Zanrias.

El dios de la oscuridad y del mal. Una criatura producto del engaño, el dolor y la traición entre dioses originales. Ni toda la tinta del continente podría cubrir las manchas de sangre que Zanrias derramó sobre las páginas de la historia de Creyteria.

––Es cierto, ¿verdad? Ocmérilia no mentía, ni deliraba. Él ha vuelto. ––pregunté con aprensión.

Ashargar me observaba con seriedad, el gesto de su rostro pétreo e inamovible.

––En efecto. Y el anillo de Adelram es la única manera de detenerlo.

––¿Y qué papel juego yo en todo esto?

Ashargar caminó en mi dirección, y con un leve pero firme gesto me indicó que tomase asiento delante suyo. Me crugí los nudillos, un hábito molesto y desagradable que a día de hoy no puedo evitar, mientras el hechicero tomaba un sorbo de su particular infusión.

––No soy nadie para juzgar el parecer de los dioses, joven ––anunció por fin––. Al igual que tampoco soy nadie para negarme a cumplir sus órdenes. El destino está sellado, y tu camino se abre en dirección al objeto más poderoso que ha conocido el continente.

Tragué saliva con dificultad. Era tanta información. Demasiada información.

––Si lo sabe todo, le ruego que me dé las respuestas que tanto necesito... ¿Por qué yo? ––pregunté entonces con un hilo de voz–– ¿Por qué en mi boda? ¿Por qué se han llevado a Jeremiah?

Esas preguntas llevaban semanas persiguiéndome hasta en mis sueños. No podía escapar de ellas. Corría y corría, intentando alejarme de ellas; pero siempre eran más rápidas. Y cuando lograban ponerse de nuevo a mi altura, se arrojaban sobre mí, aplastándome y partiéndome en mil pedazos de nuevo.

Ashargar no cambió el gesto. Sus facciones no conocieron movimiento alguno, y su mirada oxidada se mantuvo hierática.

––Es momento de mirar hacia delante, Adamaris. El futuro de Jeremiah está en tus manos, pero el del continente también. Es una carga injusta y pesada, pero necesaria. Cada día que pasa Zanrias es más poderoso, más influyente y peligroso. Si nosotros no pasamos a la acción, nadie lo hará.

Y tenía razón. Hacía semanas que había informado a toda la aldea de las palabras de Ocmérilia, y aunque el mensaje fue transmitido con urgencia a Triponia, región en la que viven los reyes, nuestras cartas nunca recibieron respuesta. Un mensajero partió en dirección al sur, y cuando regresó sus labios se hallaban cosidos irregularmente, impidiéndole hablar. El mensaje era claro: Silencio. Los reyes no querían que el fuego se propagase y el pánico cundiera en todo el continente. Aún así, una parte de mí sospechaba de una posible alianza entre Zanrias y los monarcas.

Ashargar se inclinó hacia delante, aproximando su cuerpo al mío, como si estuviera contándome un secreto.

––El anillo de Adelram es nuestra única esperanza. Tú eres nuestra única esperanza. La de cada niño, cada mujer y cada hombre del continente ––bajó el tono de voz––. La de Jeremiah.

Me mordí el labio inferior con fuerza, y la sequedad de la zona sumada a la presión desmesurada terminaron provocándome una herida. El dolor, aunque muy leve, era punzante, y logró llevarme de vuelta a la realidad.

Creyteria, mi amada tierra... expuesta al caos y la destrucción. Tantas vidas inocentes en riesgo... Tantos niños y niñas que solo conocerían la oscuridad desde el día en que nacieran... Tantos hombres y mujeres que perderían a sus seres queridos en una guerra interminable e inútil, porque nada se puede hacer contra un dios.

No podía dejar que nada malo le ocurriera a mi hogar, no podía permitir que la historia se repitiese.

––¿Quién soy yo para oponerme a la voluntad de los dioses? ––susurre con voz ronca tras unos segundos de prolongado silencio.

Ashargar sonrió. Una sonrisa de verdad.

––Te ayudaré, Adamaris. El proceso será duro y te llevará al límite, pero el viaje que vas a emprender no merece menos ––explicó antes de tomar el último sorbo de su brebaje y levantarse––. Empezamos ya mismo, así que levanta.

Su expresión cambió al instante, pasando de un gesto comprensivo a uno de concentración y contención de poder. Ashargar levantó sus huesudas manos sin dejar caer el bastón, y alcancé a distinguir un leve movimiento en su tensa mandíbula.

––Invocaré algo que te será de ayuda durante el viaje. Una criatura poderosa y sabia, pero que nadie puede ver, ¿entendido? ––ni siquiera se fijó en si asentí o no–– Necesito que cierres todas las ventanas.

Lo hice mientras el hechicero mantenía la vista fija en un punto invisible del centro de la estancia. Tragué saliva y jugué con una pulsera de cuero que me regaló mi madre por mi decimosexto cumpleaños.

Entonces Ashargar se movió, y con él todo el aire de la habitación.

Era como estar en mitad de un torbellino. El anciano movía firme pero grácilmente sus brazos, formando más y más corrientes con cada gesto. Mis pies no se movían del sitio, pero el frío y la humedad chocaban contra mi piel, atravesando con sus afilados picos mis pesadas ropas. A los pocos segundos, litros de verdosa agua se unieron a la fuerza del viento. El torbellino giraba a nuestro alrededor con cada vez más velocidad e intensidad. Alcé los brazos, de manera que cubriesen mi rostro salpicado por el agua salada, mientras me esforzaba por respirar. El oxígeno parecía estarse evaporando de la habitación, y me pregunté si eso es lo que sentirían los marineros que osaban surcar el mar Wartrox segundos antes de perecer bajo el peso de las aguas que la mascota de los dioses controla.

La angustia comenzó a inundarme, y me llevé una mano a la garganta intentando pronunciar el nombre del hechicero. Ashargar había quedado ya fuera de mi vista, oculto tras el torreón de agua, una mera silueta difusa y borrosa. Mis lágrimas se mezclaron con el agua que me rodeaba, y en un desesperado intento por alcanzar al anciano extendí un brazo hacia la corriente.

Mis dedos rozaron el agua salada, y de repente, todo quedó inundado. De un segundo a otro, la estancia completa se llenó de líquido, dejándonos a Ashargar y a mi flotando bajo el agua. Los muebles se mecían con delicadeza a nuestro alrededor, y cuando manchas negras comenzaron a nublar mi campo de visión, una potente luz se formó en el centro del hogar del hechicero.

Y tan rápido como había llegado, el agua desapareció, disolviéndose a nuestro alrededor.

Caí al húmedo suelo, tosiendo chorros de agua y sujetándome el estómago. Cuando me recuperé y pude alzar la cabeza distinguí a Ashargar de pie a mi lado. Seco y sereno.

Pero no estaba sólo.

Y es que, de todas las cosas que pude haber imaginado que aparecerían, puedo asegurar que un grembro no era una de ellas.

La criatura con aspecto de conejo, sentada sobre el hombro del anciano, me observaba con los ojos entornados. Yo ni siquiera sabía qué decir o hacer, así que me limité a devolverle la mirada. Las escamas que decoraban su piel eran de un tono azulado verdoso iridiscente, y sus pupilas moradas se me antojaron bonitas. Vestía una túnica roja y un cinturón plateado para que la ropa se ajustara adecuadamente a su diminuto cuerpo.

Me sonrió.

Y yo le sonreí débilmente de vuelta. Fue un gesto inconsciente, pero también la primera vez que sonreí desde la boda.

––¿Cuál es tu nombre? ––me preguntó. Su voz era aguda, pero no tanto como para resultar molesta.

––Adamaris ––contesté con dificultad, aún recuperándome de mi casi ahogamiento––. Pero puedes llamarme Ada.

El grembro le echó una mirada furtiva a Ashargar, que nos observaba con curiosidad. Asintió con delicadeza y disimulo.

––Yo soy Brox.

El grembro agitó sus finas alas en mi dirección y me extendió la pata, que estreché con delicadeza. Pero entonces una duda asaltó mi mente. ¿De qué me serviría tener a Brox a mi lado durante el viaje? Los grembros son conocidos por ser criaturas holgazanas y con un gran don de palabra. Generalmente habitan la zona este del continente, Legreita, escondidos en árboles y arbustos y acechando a los viajeros que pasan por ahí, preparados para intentar convencerles de darles toda la comida que portan.

Preocupante, sin duda.

Agradecí no tener que formular la pregunta en voz alta, ya que no quería ofender a Brox. Ashargar pareció leerme el pensamiento, pues sonrío cómplice y se sentó en un sillón antes de responder. Reparé en que todos los muebles estaban ya secos.

––Brox y yo nos conocemos desde hace algún tiempo. Puede ser una carga a veces, pero te prometo que es la criatura más leal que he conocido en toda mi vida. Y aunque no fuese así, está en deuda conmigo. Que no sea podero... ––Brox le dedicó una mirada fulminante y yo casi reí. Casi. Ashargar carraspeó–– Que no sea demasiado grande no significa que carezca de habilidades.

A pesar de que pronunció las palabras con total seguridad, yo seguía sin fiarme demasiado de la utilidad de Brox. Sin embargo, permanecí en silencio.

A partir de ese confuso y largo día acudí a la pequeña casa del hechicero cada rato que podía. Se empeñó en que si iba a partir en busca del anillo, necesitaría un entrenamiento aún más severo del que había recibido hasta entonces. Fue duro compaginar mis actividades de guerrera y las sesiones con Ashargar y Brox. Pero fue aún más duro soportar el agotamiento físico y mental que sufría cada noche cuando llegaba a casa, a pocas horas de que saliera el alba.

Niembreria había recuperado enseguida su orden natural. El día de la boda hubo diecinueve bajas, sin contar a Jeremiah, que permanecía desaparecido. Todo el mundo le dio por muerto al instante, su familia incluida. Hubo algunos momentos en los que me sentí como una tonta por ser la única que confiaba en la supervivencia de mi prometido. Una ilusa ahogada en su propia insensatez. Pero las palabras de Ocmérilia se mantenían grabadas a fuego en mi interior, y me era imposible no aferrarme a ese cabo de esperanza. Sin embargo, el resto de la aldea siguió adelante. Jeremiah era sólo una vida más. Un guerrero perdido, pero también una boca menos a la que abastecer. Además, el mensaje de los reyes, esa orden que demandaba silencio, nos obligó a mantenernos impasibles frente a la creciente amenaza que supone el regreso de Zanrias.

Mis compañeros no tienen interés en resolver el secuestro de Jeremiah, al igual que se hallan atados de brazos y manos en lo relativo al dios de la oscuridad. Aún así Pía, la entrenadora de la aldea, ha dificultado los entrenamientos y pasa la mayor parte de las noches encerrada en la tienda de estrategia, preparando posibles formas de enfrentarnos a futuros ataques.

Ashargar, según me ha contado, se mantiene en contacto con el resto de hechiceros del continente. Los cuatro están trabajando juntos, buscando la manera de establecer un hilo de conexión entre su magia y los dioses. Un puente de comunicación.

––Los reyes han exigido silencio ––comenté una mis muchas noches de entrenamiento mientras le daba un mordisco a una manzana–– ¿Diríais que lo que estáis haciendo es traición?

Ashargar, que caminaba junto a mí por los acantilados que dan al mar Wartroxx, hizo una mueca.

––¿Dirías que lo que estás haciendo es una pregunta impertinente?

Fruncí el ceño a la vez que Brox soltaba una pequeña carcajada.

––A veces ––dijo el hechicero tras unos minutos de silencio, deteniéndose––... el fin justifica los medios. El futuro de todos está en juego, y haré lo que esté en mi mano para alcanzar la paz y el equilibrio terrenal. Si tengo que conspirar a espaldas de los ineptos que ocupan el trono, lo haré. Si tengo que depositar todas mis esperanzas en una niña incompetente ––me miró con recelo––, lo haré. Y si tengo que desatar mi ira sobre los bastardos que se han atrevido a seguir las órdenes del falso dios ––la manzana en mis manos se comenzó a pudrir a una velocidad vertiginosa, provocando que la arrojase al suelo con gesto de asco––... lo haré.

––Habláis como si tuvierais potestad sobre todo y sobre todos.

––Adamaris, no soy un hechicero cualquiera. Igual que tu no eres una chica cualquiera ––sonrió levemente, antes de señalar con su bastón la manzana que descansaba sobre los hierbajos azulados del suelo––. Ahora.... termínate esa manzana y prosigamos con el entrenamiento.

Cuando bajé la mirada, la pieza de fruta se encontraba en perfecto estado. Sin embargo, nunca pude darle otro mordisco porque Brox se me adelantó. El grembro apareció en mi campo de visión al segundo, y antes de que pudiera pestañear de nuevo, se encontraba a dos metros de altura saboreando mi cena .

––Hay que andar lista. ––exclamó con la boca llena.

Le saqué la lengua y corrí hacia Ashargar, que ya había caminado unos metros.

Las olas apenas hacían ruido mientras rompían contra las rocas bajo nosotros, algo inusual. El mar Wartrox se caracteriza por su furia e indomabilidad, propiedades que hacen que hasta el más experimentado de los marineros se mantenga alejado de sus aguas.

Cuando llegué a la altura de Ashargar, reparé en que observaba el horizonte ceñudo. Tampoco había mucho que ver. Según las leyendas, en el epicentro del mar Wartrox se encuentra la Isla de los Dioses, una tierra mágica poblada por Adelram, Akyssa, Ácdrec, Athalia, Achaos y Killian, nuestros venerados dioses protectores. Sin embargo, nadie ha podido nunca confirmar o desmentir su existencia, puesto que el horizonte siempre se halla cubierto por una densa capa de niebla blanca. Además, acorde a las historias, las aguas del mar Wartrox dan hogar a cientos de peligrosas criaturas, entre ellas el Wartrox. Un monstruo creado por y para servir a los dioses, la barrera definitiva entre lo mundano y lo celestial.

––El agua está demasiado tranquila, ¿no creéis? ––cuestioné.

––Se avecina la guerra, Adamaris. Y los dioses lo saben. ––respondió Brox con inusual seriedad. Ashargar ni siquiera me miró.

Agito levemente la cabeza, estableciendo una cortina entre pasado y presente.

Me dispongo a caminar en dirección a los establos, cerrando la puerta principal de mi hogar con cuidado y rogándole a Adelram que mis padres estén inmersos en un profundo sueño y no me oigan partir. Lo último que deseo ahora mismo es darles un disgusto o que armen una escena en mitad de la noche. Me muevo discretamente por las sombras, mis viejas y fieles amigas, vigilando que no haya ningún Niembriano cerca. Cuando por fin llego a la altura de las cuadras, echo una ojeada antes de distinguir el oscuro pelaje de Tormenta entremezclándose en la oscuridad. Esbozo una leve sonrisa y me aproximo a ella.

Algo comienza a agitarse en mi bolsa, haciendo ruido al chocar contra las provisiones y algunas armas. Ruedo los ojos exasperada y le doy un pequeño golpe al material de cuero. Brox se detiene al instante y me parece oír un "borde".

Ensillo a Tormenta y le pongo el arnés rápidamente. Cargo algunas bolsas a sus espaldas e introduzco mi pie derecho en el estribo. Cuando voy a tomar impulso para ascender al lomo, unas manos rodean mi cintura. Me sobresalto y ahogo un grito cuando unos dedos se posan sobre mis labios. Aprovecho para darle un mordisco a mi agresor. Escucho un gemido de dolor que me resulta familiar y cuando me suelta el rostro, doy un cabezazo hacia atrás, golpeándole en la nariz. Sus brazos se aflojan al instante y me sueltan, dándome vía libre para girarme a la vez que desenvaino una de mis dagas.

El rostro cansado y sangrante de Earon me recibe. Durante unos segundos no sé qué decir y temo que a Brox se le antoje ser quien rompa el silencio. He aprendido que el grembro disfruta enormemente importunando a la gente y causando problemas, así que me fuerzo a hablar antes de que decida que está lo suficientemente aburrido como para salir de mi bolsa a toda velocidad y gritar alguna tontería.

––Debo irme, padre. ––susurro con voz cansada. El peso de todo lo que he vivido en tan poco tiempo pesa sobre mis hombros más que nunca.

Sus ojos castaños se ablandan, y capto como su nuez se mueve a la vez que aparta la vista. Sin previo aviso me envuelve en un cálido abrazo. La sorpresa me invade y trato de recordar la última vez que viví algo así con Earon. No lo consigo.

Me toma unos momentos, pero cuando reacciono le devuelvo el gesto con la misma efusividad. Apoyo la cabeza en su hombro, no sabiendo muy bien qué más hacer. ¿Significa ésto que me dejará partir? ¿Qué ha aceptado mi destino y cree que ésta será la última vez que verá a su hija con vida? Aspiro su olor. Campo e infusiones. El olor de mi casa, de mi hogar.

Y es en ese instante, abrazando a mi padre en los establos que me han visto crecer, en el que acepto definitivamente mi cometido.

Me estremezco cuando Earon me separa de su cuerpo y deposita un beso en mi frente.

––Lo sé, Ada. Y tienes mi bendición.

Le miro a los ojos con incredulidad. Hacía años que no me llamaba así.

––He dejado una carta en la repisa de la chimenea ––pido con un hilo de voz ––. Leedla por la mañana.

Mi padre asiente y acaricia mi cabello. Sus pupilas se mueven por mi rostro con rapidez y perspicacia. Me doy cuenta de que está memorizando mis facciones. Tal vez esté seguro de que no volverá a verme.

––Que Adelram te guíe en tu viaje y de vuelta a casa.

Su voz, siempre imponente y estable, suena rasposa, reprimida. Y eso me rompe el alma de mil maneras.

Extiende sus manos a la altura de mi rodilla para ayudarme a subir encima de Tormenta. Intento sonreír, mas sé que probablemente parecerá que estoy haciendo una mueca extraña. Cuando ya estoy en el lomo de mi yegua, me pongo la capucha negra de la capa que visto para protegerme del frío. Aprieto las riendas con fuerza y trago saliva, dirigiéndole un último vistazo a Earon antes de guiar a Tormenta a la salida de la aldea. Las palabras de mi padre hacen que me detenga.

––Estoy orgulloso de ti. Hagas lo que hagas, Ada, estoy tremendamente orgulloso. Quiero que lo tengas siempre presente.

Me alegro de que mi rostro esté oculto bajo la sombra proporcionada por la capucha, ya que así no distingue las lágrimas resplandecientes que brotan de mis ojos. No quiero que me vea así.

––Volveré, padre. Lo juro por los dioses. Por Achaos y Akyssa. Por Acdrec y Killian. Por Adelram.

Sueno mil veces más segura de lo que me siento. Mi padre asiente y sé, por el brillo en su mirada, que está haciendo un gran esfuerzo por creerme. Por confiar en mi palabra.

Eso es lo que me da la fuerza suficiente para asestarle un golpe a Tormenta con los talones y salir disparada en dirección al peligroso bosque de Niembreria, dejando atrás mi vida y todo lo que alguna vez me ha importado.

Mientras galopo no puedo resistir echar un último vistazo a mi querida aldea. Las casas de piedra son pequeñas, pero acogedoras. La luz de la luna se refleja en las hojas brillantes de los árboles y me guían. Distingo el pozo al que tantas veces he acudido en busca de agua. El lugar en el que Jeremiah y yo nos dimos nuestro primer beso. Soy capaz de distinguir también en la penumbra el altar de rituales, alzándose imponente como si el ataque jamás hubiera ocurrido. El altar está hecho totalmente a partir de cuarzo, mármol y lapislázuli, con algunos destellos de fluorita. Nadie sabe qué hace ahí o cómo llegó. La historia del altar es desconocida por todos. Según cuentan, hay uno en cada región de Creyteria. Tampoco es que haya tenido ocasión de comprobarlo. Dejo escapar un poco del aire que estoy conteniendo al darme cuenta de que durante los próximos meses lo más probable es que mi aventura me lleve a otros lugares de Creyteria, y que por ende seré testigo del porte de más altares. Algo que nunca llegué a imaginar.

Jamás he salido de Niembreria, aunque conozco algunas costumbres y curiosidades sobre las regiones que limitan con la mía, Sombralia y Legreita. Por otro lado, apenas sé algo sobre la parte sur de Creyteria, Triponia, a parte de que mi sueño frustrado es acudir a una de las obras que se representan en sus lujosos teatros todas las noches.

Cuando paso por delante de la vivienda de Ashargar (que resulta ser la más alejada del epicentro de la aldea), aminoro el paso. Algo me motiva a hacerlo. No espero que esté ahí ni nada parecido, pero siento la necesidad de detenerme lo suficiente como para asegurarme.

Brox se agita en mi bolsa y decido que ya es seguro dejarle salir. En el preciso instante en el que abro, el grembro sale disparado hacia arriba.

––¡Casi me da algo ahí dentro! ––exclama. Sus patas se dirigen a su pecho y lo presionan teatralmente, como si estuviera pasando por un sufrimiento terrible––¿Tienes idea de lo mal que huele ese queso? Por no decir que soy alérgico al queso... ¡Podría haber muerto! Te juro que...

Alzo la mano para hacerle callar al ver cómo la puerta de la casa se abre. Refunfuña algo pero obedece, lo cual me alivia. Lo último que necesito ahora es soportar sus quejas.

Ashargar aparece en el marco de madera y se detiene en la entrada, apoyado en su fiel bastón. Le dedico un asentimiento, y sé que él entiende lo que mi gesto significa. El hechicero me mira impasible, como siempre. Los segundos pasan y pasan y no recibo ningún tipo de reacción por su parte.

Hasta que termina dedicándome la sombra de una sonrisa de orgullo a la vez que me vuelve el asentimiento.

Y ese simple gesto hace que me sienta muchísimo más segura de mi misma.

Entonces alza el bastón en un gesto rápido y severo, y del trozo oscuro de madera surge un rayo dorado que vuela con velocidad hasta el cielo, formando un cometa entre las vaporosas nubes. La magia de Ashargar se mantiene sobre mi cabeza, brillando y aportándome el vestigio de luz que necesito para guiarme entre la oscuridad de la noche. El mapa que requiero para hallar el anillo.

––Sólo tú puedes verlo ––explica Brox mientras revolotea a mi alrededor. La luz dorada se refleja en sus ojos morados––. Debemos partir, Adamaris.

Le doy un pequeño golpe a Tormenta con los talones y emprendemos la marcha. No miro atrás. No puedo permitirme ese lujo. El cometa se mueve unos metros por delante de nosotros, señalando el camino a seguir, y enseguida soy consciente de a qué comarca nos dirige.

Sombralia.

El desierto.

Mientras parto al galope pensando en las consecuencias que van a tener mis acciones, en la mirada triste y rota de mi padre, en las mil posibles reacciones de mi madre cuando lea la carta y la despedida cargada de orgullo de Ashargar, una pregunta tonta e insignificante se cuela en mi mente: ¿De qué color iridiscente serán las hojas de los árboles en Sombralia?

Al pasar cerca de un roble, tiro de las riendas para que Tormenta se detenga. Con cuidado, arranco una hoja azulada con destellos plateados. Sonrío de verdad por primera vez en mucho tiempo y la guardo en un bolsillo, bajo la atenta mirada de Brox.

"Nos veremos pronto" pienso.

Se hace el silencio durante un par de horas y entiendo que Brox intenta darme un poco de espacio. De pronto, oigo como toma aire.

––He oído que en Sombralia hacen unos pasteles de carne buenísimos, y ya que te estoy acompañando creo que merezco al menos poder probar uno...

El grembro comienza a parlotear y me alegro de tenerlo aquí. La oscuridad del bosque resulta menos aterradora con una criaturita voladora y parlanchina hablándote de pasteles de carne a tu lado.

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