uno






Vino de la nada.

Como un golpeteo suave bajo el vientre. Su cuerpo entero se estremeció ante la sensación nueva. Los mieles de su mirada se elevaron de la fuente, soltando el vestido de lino y el pan de jabón. En sus ojos se reflejó el extraño sentimiento de la sorpresa, como aquella vez que observó por primera vez el eclipse solar a través del agua. Una sensación de terror, fascinación, miedo. Solo que esta vez todo sentimiento allegado al placer estaba de lejos relacionado a la felicidad. Sus manos mojadas bajaron a su vientre plano y de repente sus mejillas se calentaron y sus ropas se cubrieron de humedad.

El soplo cálido de los árboles de almendro deslizaron su camisón, bañando su piel que empezaba a calentarse de un terror nato que le devoró la tranquilidad del alma. Sus compañeros lo miraron, todos a la vez. Y grandes ojos reflejaron en sí pena, lamentos y dolor. El pequeño sintió una gota de sudor recorrer su barbilla hasta caer sobre el vestido de lino que estaba lavando. Fue, en ese mismo instante, que oyó la voz de su cuidadora.

—Eru —su llamado le cortó la respiración, y a pesar de ello, volteó la cara rojiza y la respiración agitada hacia ella. Tuvo que elevar la cabeza. Cordelia ladeó la cabeza, era de huesos grandes, tan alta como una puerta de metro noventa. Ella llevaba gruesos pantalones grises, una camisa hermosa con volado, perlas y un reloj de bolsillo que consultaba cada momento. El sonido de las manecillas golpeó fuerte contra su tímpano. Una Alfa castrada desde niña por los Grandes—. Ven aquí, Eru. Vamos a tu habitación.

Eru volvió la cabeza hacia el resto, extasiado. Jamás había llamado la atención de la cuidadora, nunca, incluso, llegó a sentir el agudo dolor de sus castigos. El susto le llevó una mala pasada cuando el resto bajó la mirada, siguiendo en su labor de frotar la tierra de la ropa. Eru sintió el peso de la gran mano de Cordelia tras la espalda, mientras la humedad se le resbalaba en gotas sobre los muslos.

El resto los miró irse, mientras susurraban entre ellos sobre las piernas mojadas de Eru. Los más pequeños, murmuraron entre risas que el pequeño Eru se orinó encima, incapaces de reconocer el aroma, los más allegados a la edad del chico, supieron que era eso. El castaño había dejado un rastro de aroma que se confundía con los jazmines y los árboles de canela. Ninguno se atrevió a limpiar las gotas de humedad, pero sí apartaron el vestido de lino y continuaron quitándole las manchas de tierra que tenía en sus bordes.

—¿Puedes caminar bien? —preguntó Cordelia, inclinando un poco la cabeza. Su cabello rubio estaba peinado pulcramente hacia atrás. El más pequeño la miró, sin poder decir palabra alguna. Recorrieron los pasillos de la casona, tranquilos, como si no estuviera goteando y llenándose de calor.

Cuando llegó a su habitación, todo su rostro estaba rojizo y su piel se encontraba ardiente. Cordelia entró con tranquilidad, asomándose a la ventana de su pequeña habitación. No era la gran cosa, solo había una cama de hierro con un colchón delgado, una frazada y un baúl de madera pequeño donde guardaba dos libros y tres mudas de ropa.

—¿Es eso? ¿Eso... me está pasando? —murmuró, se sorprendió entre temblores y un extraño estremecimiemto golpeó nuevamente su vientre. Eru apretó la zona con fuerza. Recorrió la mirada por su habitación, las paredes tenían un viejo empapelado de flores, ya cubierto de humedad y desgastado por las grietas. Podía sentir el aroma a canela que entraba por la ventana.

—Eres un buen chico, Eru. Por eso te permitiré tomar lo que quieras de tus pertenencias. Tal vez... solo lo único que te importa —Cordelia se acercó al baúl. Eru se recostó contra el umbral de la puerta, sentía el cuerpo débil y cada vez más algo se escurría entre sus nalgas. Bajó la mirada entre temblores, observando las gotas espesas y transparentes que se abrían camino como ríos entre los vellos delgados de sus piernas. Ella le acercó sus dos libros—. Sé que te gustan. Les pediré que te dejen conservarlos.

Los labios se le secaron. Eru la miró con grandes ojos, sentía demasiado calor.

—¿Ya...?

Cordelia no sonrió. Jamás en su vida la vio siquiera inclinar los labios. Desde pequeño, hacia años, siempre presenció la partida de hermanos y hermanas. Simplemente dejaban de existir en aquel lugar. Ella no parecía inmutarse del hecho. De criar pequeños recién nacidos hasta despedirlos en el momento que el calor llega y la ropa interior se moja. Eru se puso pálido de solo pensarlo.

Sabía lo que venía después y eso lo tenía aterrorizado. Miró la ventana, completamente rojo y bañado de sudor. Recordaba apenas los síntomas, fiebre, calor infernal, y humedad, mucha humedad. El rostro de Eru se contrajo, rasgando con sus uñas la madera de la puerta.

—Por favor —susurró. Cordelia lo miró, apretando la mandíbula. Sabía su respuesta aún cuando no la escuchó confesar. El castaño asintió, dando apenas tres pasos que lo acercaron a la ventana de su habitación. Sus ojos, su vista, quería grabar por última vez el reino de abedules, pinos y claros que gobernaban su corto mundo—. ¿Qué sucederá conmigo?

—Irás con los Grandes, Eru. Pertenecerás a uno de ellos... si les gustas —escuchó su voz detrás de él. El ojimiel bajó la mirada, si se lanzaba desde ahí tal vez tendría una muerte rápida—. Trataré... de que César te escoja.

—¿Y si no es así? —volvió la mirada, el simple movimiento le causó dolor de cabeza. Ya no podía ver a Cordelia con claridad, se sentía pesado, agotado, y extrañas sensaciones empezaban a nacer en su cuerpo.

—Deja que te marque, busca el aroma de la tierra mojada, del rocío del pasto y la corteza húmeda de los árboles —quiso preguntar más. Volvía a ahogarse en el ferviente calor de su cuerpo. Sus pulmones luchaban cada vez por respirar más, fuerte, desesperado. Eru presionó su pecho entre temblores, ya no podía ver con claridad—. Búscalo, Eru. Promete que lo harás.

—Yo... —susurró dejando caer su peso contra el suelo. Se volvió débil, suave y manejable. Ni siquiera sintió el golpe contra sus rodillas ni espalda. Eru sintió que los colores de su habitación se perdían en la oscuridad.

Finalmente, su vida acabaría con ellos. Su propósito se cumpliría y lo dejarían de lado. Jamás había sido del todo consciente de la situación, de su crianza. Los Grandes eran una raza que pertenecían al casi extinto linaje de los hijos de las montañas. Cambiaformas que se aparearon con Omegas, Alfas y betas. En el pasado habían poblado gran parte de las tierras, incluso mucho más después de la guerra. Eran como dioses, respondían a la naturaleza de forma animal y toda dominación recorría su sangre desde sus antepasados. Toda la majestuosidad se redujo a cinco de ellos.

De miles de cambiaformas solo quedaron cinco. No se sabía con exactitud cuántos años llevaban pisando la tierra. Eran apenas cachorros de quince años cuando masacraron por completo a su propia raza. Los mataron hasta el punto de declararlos en peligro de extinción y no quedó un solo cambiaformas normal que pisara las grandes tierras.

Eru solo era consciente que ellos pertenecían a un linaje maldito. Uno escaso que buscaba desesperadamente realzarse con su sangre putrefacta. Los descendientes de Ulises cargaban tras su espalda el enojo de la naturaleza, el odio y el terror del salvajismo animal. Y nunca deseó desesperadamente no volver a despertar.

Pero ya estaba marcado.

El día que sus ojos volvieron a ver la luz, notó que su cuerpo adolorido estaba envuelto en seda blanca. El sudor se había pegado a su piel, al igual que la tierra. Eru respiró hondo, sintiendo el aroma a musgo y corteza mojada. Pensó que tal vez se había dormido nuevamente en el patio de casa, entre los abedules y los pinos. El castaño elevó la cabeza, pálido. Jamás su cuerpo sintió tanto estremecimiento como en ese momento. Sintió el musgo debajo de toda su anatomía, en sus manos, en sus piernas desnudas. Notó las raíces de árbol que lo rodeaban, enormes, gruesas. Pronto comprendió que estaba en una especie de prisión natural y se preguntó qué tan grande era aquel árbol para que él estuviese debajo de todas sus raíces.

La noche se alzaba a su alrededor y la luz de la luna se filtró entre su jaula. Eru se asomó, arrastrándose. Allí afuera el aroma de lo salvaje danzaba entre el pasto, los helechos y las luciérnagas. Se deslizó suavemente entre las garras del árbol y puso presenciar la inmensidad de su tamaño al ponerse de pie. No podía decir con exactitud la altura que tenía, pero ni aunque extendiera sus brazos de lado a lado, podría determinar su grosor. Eru volvió la mirada a su alrededor, todo olía a tierra mojada y el silbido del viento entre los árboles le demostraba una danza desesperada y fuerte, signos de una tormenta próxima.

Sus ojos se alzaron al cielo. Las nubes cubrían de vez en cuando la luz de la luna. Eru bajó la mirada a su cuerpo, el vestido de seda era suelto y le cubría hasta las rodillas. Estaba húmedo y tenía leves manchas de barro. Ya no sentía dolor de cabeza, tampoco la humedad de su interior resbalaba por sus piernas. Finalmente, todo había pasado. Una leve sonrisa se escapó de sus labios y empezó a sentir el aroma a canela de los árboles de casa. Volvió su mirada, creyendo que tal vez estaba cerca.

Su cabello castaño ondeaba entre el viento, cálido, hermoso. Jamás había estado solo en el bosque, pero quiso grabar aquel momento en su corazón por siempre. Pudo sentir la libertad de la naturaleza sobre sus pies desnudos. Caminó, sintiendo el aroma a canela a su alrededor, mezclándose con la tierra mojada. Su pecho se cubrió de emociones fuertes, inexpertas, danzó entre el musgo y el césped como una driada del bosque. Y allá, arriba de todo donde el reino de aquellos gigantes árboles acababa, notó la inmensidad de las montañas que lo rodeaban. Desde aquí hasta donde sus ojos podían ver. Las orbes del pequeño se iluminaron, se cubrieron de un pequeño manto de lágrimas que golpearon su corazón conmovido. Allí pertenecía, en el bosque, en la luz de la luna y las gotas de lluvia.

Y se quedó quieto cuando el agua del cielo enfrió su piel pálida. Eru elevó las manos, tratando de llenarlas de agua. Bebió lo poco que había tomado y soltó el resto por todo el aire. Bajo sus pies el barro se había formado y saltó como un animalito, yendo de aquí para allá cuando la tormenta rugió entre los picos más altos. No le temía, no. Ni siquiera a los rayos que iluminaron todo el cielo. Sus ojos se dilataron y su corazón se cubrió de energía. Se agitó y pensó que si algún día debía morir, preferiría que fuera bajo la lluvia, con un rayo apuntando su corazón. Los truenos rompieron el cielo, y en cada llamado Eru se cubría de emoción.

Hubo un momento, silencioso, cuando el cielo entero se iluminó como el día. Sus ojos mieles llegaron hasta las vastas tierras, más allá de las montañas. Ese sería el momento, pensó, el instante que el cielo besaría su pecho y lo llevaría consigo. Cerró los ojos, esperando que sus oídos se deleiten del estruendo que se avecinaba. Y justo en el momento que el estallido se produjo, un gran coro de rugidos opacó la lluvia de rayos que cubrió las montañas. El cuerpo entero de Eru se estremeció, abriendo los ojos con fuerza. Fue un llamado salvaje, monstruoso y dentro de él su corazón latió tan fuerte que incluso sus pies detectaron los golpes contra la caja torácica. El castaño se quedó pálido, atónito en su lugar.

Y el sonido hizo eco entre los árboles, lejanos, como el llamado de una bestia ante todas sus presas. De repente, todo ensueño de Eru se evaporó cuando escuchó el primer grito desgarrador que dominó cada espacio de las cientos de montañas. No era para nada silencioso, incluso con la tormenta, el rugido de las bestias igualaban la insistencia de las campanas ante la ventisca más fuerte. El chico retrocedió, su cuerpo entero se estremeció.

Volvió a oír gritos y su cara se deformó en miedo. Su mente cayó finalmente ante la realidad que lo rodeaba, fuera de sueños, fuera de la infantil idea de la libertad de los bosques. A Eru le llegó a la cabeza el simple susurro de la voz de Cordelia.

Irás con los Grandes.

Y el aroma a casa volvió a su alrededor. Eru miró para todas partes, pálido del susto. Descendió con rapidez, tratando de buscar el camino a casa. El aroma a canela de su hogar, el calor de su gente. Todo lo perseguía, y tal vez estaba cerca, tal vez su cuidadora le había dejado el camino a la seguridad por amor y cariño a uno de sus hijos. Eru corrió, raspando sus brazos, golpeando una y otra vez sus pies contra el suelo. El pequeño se internó en el corazón del oscuro bosque, llenándose de gigantes de madera, enormes. No conocía ese lugar, pero todo olía a casa.

Gimió suavemente, llamando a sus hermanos y hermanas. Eru se miró las manos sucias y sintió que el aroma a casa estaba muy fuerte, pero no la encontraba. Lo tenía impregnado en el cuerpo, en la ropa y el cabello. El pequeño sintió su corazón latir más fuerte, escuchando rugidos y gritos por todas partes. Los Grandes decubrirían el olor de la canela, irían por sus hermanos.

Rápidamente corrió, esperando sentir que el suelo se hundía entre sus pies. Eru se arrojó al barro, al musgo, se cubrió todo el cuerpo para quitarse ese aroma dulce de la ropa. Su piel pálida desapareció y sintió el gusto de la tierra en la lengua.

Y cuando estaba a punto de levantarse, lo vio. Un agrio aroma a manzana inundó sus pulmones, Eru se quedó arrodillado, con las manos llenas de barro. Reconoció el mismo vestido de seda a la luz de la luna, mojado contra la piel. Lo vio correr entre llanto, desesperado. Eru se levantó, arrancando el vestido de su cuerpo y cubriendo su cuerpo desnudo de barro.

—¡Hey! —le grito, arrojando un puñado de barro hacia el chico. Le dio en la espalda y este se volvió horrorizado hacia él. Estaba lejos, y pudo notar su anatomía pequeña y delgada. No lo conocía—. ¡Cubre tu cuerpo así!

Tomó con sus dedos un gran puñado de tierra y manchó todo su pecho. El chico lo miró una vez más y empezó desesperadamente a cubrir su cuerpo como había indicado. Eru caminó con dificultad hacia él, un poco tranquilo de encontrar a alguien más ahí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, hasta que cayó de estrépito contra el suelo. Sintió que algo lo empujó y un rugido fuerte casi le paralizó todo el cuerpo. Eru elevó la mirada, justo en el momento que una enorme bestia abría la boca y encerraba sus brillantes colmillos en el pecho de aquel chico. El animal lo elevó hasta lo más alto y justo cuando la tormenta iluminó los bosques, pudo ver con claridad cómo un enorme lobo negro le quebraba los huesos a su víctima. Eru apenas se levantó, y si no hubiese sido por el barro, todo su rostro estaría tan pálido de muerte como la luna. Una gran ráfaga de aroma amargo le llegó al pecho, y su cuerpo se tildó, sus huesos dolieron.

Todo dentro de él le gritó que corriera de allí. Pero no se podía mover, estaba como ausente. Los temblores gobernaron sus movimientos y gimió bajito cuando escuchó que el cuerpo caía de golpe, inerte, contra el suelo. La bestia rugió y su llamado hizo eco por todas partes. Eru se horrorizó por completo, su instinto despertó y retrocedió, sin perderlo de vista.

Casi estuvo a punto de marcharse, cuando de su garganta salió un suave quejido. No supo lo que era, pequeño, delicado. Como si algo dentro suyo buscara llamar por protección. Sin embargo, dos pares de filosos ojos rojos se clavaron en él. Todo el aroma, toda presencia le calumnió los huesos. Eru se quedó de pie, respirando ruidosamente mientras la bestia se acercaba sigilosa. Era tan enorme que los árboles lucían normales a su lado. Podía sentir el aroma de la sangre que salía de su boca.

—Tú... —susurró, y sintió que algo tibio se deslizaba entre sus muslos. Eru tembló, sintiendo cómo la danza del viento se llevaba consigo el aroma de su propia orina. Allí, donde había encontrado su lugar en el mundo y deseó su destino ante la muerte. Un fuerte y ruidoso rugido empezaba a nacer en la garganta de aquel monstruo. Tenía sus ojos justo en frente. Un animal puro, un descendiente de los enormes cambiaformas que dominaron la tierra hacia tantos siglos.

Eru siempre creyó que su vida era para la naturaleza, para los bosques, las plantas y las piedras preciosas. Siempre estuvo enamorado del peligro que representaba, de las tormentas más fuertes. Y las lágrimas resaltaron en sus ojos cuando el último trueno resonó en el cielo. Y gritó, al igual que el rugido de la bestia le congeló los huesos. Sus manos cubiertas arrojaron el barro hacia los ojos de la bestia y rápidamente se deslizó debajo de esta. Eru corrió, se lanzó cuesta abajo, deslizando su cuerpo entre el musgo, agua y tierra. No le importó los cortes ni tampoco lo desorientado que estaba.

Dentro de su cabeza solo se repetía una y otra vez el favor que le pedía a la naturaleza. Que lo salvara, que le quitara del camino a aquel monstruo y él se entregaría de lleno a ella. Dejó su sangre en el camino, a través de cortes y llanto. Cuando la caída acabó, sus ojos se abrieron grandes, y creyó que su ruego había sido escuchado.

Delante de él, entre tantas montañas, había un claro iluminado por la luna. Y lo sintió, fuerte, el aroma a tierra mojada, del rocío del pasto y corteza húmeda. No tenía la apariencia de nada que hubiese visto antes, era enorme, limpio y blanco. Los ojos de la bestia eran el beso del cielo azul y se sintió conmovido por el aspecto tan celestial que tenía.

Lo reconoció, entre llanto, sangre y barro. Eru se arrastró apenas, poniéndose de pie.

—Eres tú... ¿eres César? —murmuró, y se adentró en las orillas del agua. Estaba helada, tanto que sintió que le cortaban la piel de los pies con fuerza. Aquel lobo blanco lo miró entre tanta tranquilidad—. Márcame. Te lo ruego, márcame.

Se limpió apenas el barro del cuello, Eru apartó cabello, todo y le mostró a esa majestuosidad su piel pálida bajo la luz de la luna. Su corazón se llenó de tantas cosas inexplicables, que sintió que aquel era su destino. En aquel claro, junto a ese lobo blanco. Su cuerpo tembló cuando se acercó, tranquilo, suave. Si alguna vez hubiese imaginado a la naturaleza misma en persona, tal vez sería así, como ese cambiaformas. Su pequeño corazón deseó verlo en su forma humana y su anhelo se cumplió, apenas, cuando la luz de la luna le iluminó las facciones de la cara.

Era tan pálido como un rayo de tormenta. Tenía el rostro hermoso, labios finos, nariz recta y ojos tan azules que brillaban. Su cabello blanco estaba húmedo y todo su cuerpo era una inmensidad que le causó algo en el vientre bajo. Eru se estremeció.

César no dijo una palabra. Simplemente sus ojos se desviaron a un costado. Cuando lo siguió, su corazón se volvió chiquito. Contra una gran roca, descansaban dos Omegas limpios y bellos. La suciedad solo cubría sus pies y Eru se sintió completamente fuera de lugar, estando él desnudo y cubierto de barro.

—Sólo... puedo tener dos —habló, y notó que su mirada se desviaba detrás suyo. Eru tembló, sintió el aroma a sangre, a tierra y lluvia. No pudo moverse—. Lo siento, Omega.

César salió de su vista. Y frente a él solo quedó el claro iluminado por la luz de luna, mientras la lluvia cubría el agua. El aroma del viento se llevó el recuerdo de la sangre. Eru bajó la mirada, ya no sentía los pies. Y ahí lo sintió, enormes manos morenas rodearon su vientre, su pecho. Eru las sujetó con fuerza, mientras su rostro se deformaba en llanto. Trató de detenerlas, pero incluso cuando sus uñas removieron la piel de los brazos, las manos ajenas rodearon su cuello con fuerza. Todo su cuerpo se paralizó, fuerte.

Lo único que vio Eru fue una gran silueta a través del agua, cuando el último rayo iluminó el claro y enormes colmillos le destrozaron la piel del cuello.

















¿Qué tal? Soy Hunter.

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