tres

Cuando Eru volvió a la habitación, pudo ver su reflejo en un espejo de cuerpo entero. Estaba casi desgastado, la mitad de las cosas eran acariciadas por las raíces del árbol, por las ramas. Alrededor de su imagen nacían suaves flores blancas, en el suelo, la alfombra resguardaba pétalos viejos y nuevos.

Todo lucía sutilmente devorado por la naturaleza, casi abandonado. Eru observó la cama desde el reflejo del espejo, tenía sábanas limpias. No le molestaba la extrañeza del lugar, ni del sentimiento de estar en un espacio habitado por algo grande, fuerte. Eru se miró, su cuerpo estaba limpio.

Tenía rasguños, pequeños cortes y una gruesa herida en el cuello. Sabía que Lyokhat debía marcarlo allá en el bosque, que así proclamaban a sus parejas, pero no pudo evitar sentir cierta ansiedad al ver la piel deformada. Parecía de todo, menos una mordida. El castaño pasó una mano por su cabello húmedo y cubrió la marca. Retrocedió, lanzándose sobre la cama.

Ahora sería una esposa. Un Omega lleno de crías, hasta que Lyokhat tomara a otro que lo reemplazara. Eru se estremeció, acariciando su vientre con lentitud. Sus ojos se desviaron hacia los árboles, la brisa cálida. Se sentía tan fresco. Los pensamientos iban y venían en su cabeza. ¿Tendría un cachorrito en él? Habían estudiado sobre eso, sabía que podía dar vida, pero no era un tema que le interesara del todo. Eru se acurrucó con cuidado, tratando de recordar las lecciones de Cordelia sobre las relaciones, sobre los grandes. Nunca le interesó nada de eso, realmente quería hundirse en la profundidad del bosque, entre los árboles, nadar por los lagos más cristalinos y dormir bajo el cielo más estrellado.

Libre. Como las historias que los poetas contaban sobre los antepasados. Eru sabía que tenía sangre de lobo, que la capacidad de cambiar se había perdido desde hacia muchas generaciones y solo quedaba el simple anhelo de pertenecer allí, en lo salvaje, lo bruto.

Eru miró sus piernas, su estómago. ¿Podría correr si estaba embarazado? ¿Cómo era siquiera estarlo? Jamás había visto a alguien preñado. Solo animales. Eru se sonrojó al recordar, una vez, hacia meses atrás, había estado vagando en su hora libre entre los abedules. Él no quería ser entrometido, ni mucho menos, solo había visto a dos conejos danzando entre las flores con locura. Eran peludos, grandes y blancos. Los había seguido entre saltitos y mejillas sonrojadas. Hasta que uno mordió al otro y se le subió encima.

Nunca quiso entrometerse con la naturaleza, eso era un pecado. Sabía que había animales más fuertes que otros y que no podía hacer nada para alterar su mundo. Eru comprendió las acciones de ese par cuando meses después la gordura de una se convirtió en muchos conejitos pequeños. Así era como se daba vida, aunque no le entusiasmaba la idea de ser el conejito de abajo, ni mucho menos tener tantos hijos.

De todas formas, su cuerpo ya no era solo suyo. Eru entrecerró los ojos, tal vez le pediría esta habitación para él. Le preguntaría también si, a cambio de estar con él durante las noches, podría pasar el resto de su día vagando por el bosque. Quería árboles de frutas, una huerta. Ya no tenía que compartir sus cosas con otros chicos, y tampoco Lyokhat era el lobo más codiciado. Eru miró una vez más los árboles, todo era tan silencioso, tan lleno de paz... no parecía ser tan malo.

Y la luz se cubrió, suavemente, por una gran sombra. De entre los árboles y las raíces surgieron enormes patas, garras, hocico y colmillos. Un lobo negro saltó, entrando en silencio a pesar de su gran tamaño. Eru se sentó, mirándolo con más atención. Lyokhat lo miró, acercándose hasta la cama. Era enorme, gigante. ¿Podría algún día sentarse en su lomo? Eru ladeó la cabeza. De la boca del lobo cayó algo. La saliva y la tela envuelta alcanzó los pies de Eru.

—¿Es un regalo? —preguntó, asomándose. No le molestaba que viera su desnudez, ni siquiera lo había visto con ropa aún. Eru tomó la tela entre sus manos, era un atado rudo, fuerte, pero nada que sus pequeños dedos no pudiera desatar. Dentro había algo negro, una tela delgada, áspera. El omega lo tomó, era un vestido. Tenía un suave atado en el cuello, los hombros delgados, la espalda desnuda y parecía solo cubrir apenas sus partes íntimas—. ¿Y si mejor voy desnudo? Es casi lo mismo.

Lyokhat empujó el hocico contra él, como si le dijera que eligiera ese. Eru lo miró, había tanta energía en aquel que le llamaba la atención. No sabía si era por la marca o qué, pero estiró su cuerpo, sus manos para acariciar su pelaje.

El lobo se quedó quieto, mirándolo. Eru se puso de rodillas y hundió todo pecho y brazos en el pelo suave. Olía a tierra, tormenta, árboles húmedos. Era como hundirse en el bosque. El Omega entrecerró los ojos, alejándose apenas.

—¿Por qué me atrae tu aroma? —preguntó. Lo había visto asesinar a una persona, lo había visto perseguirlo hasta el final. Eru se preguntó si su juicio estaba quebrantado. Lyokhat desvió la mirada a su cuello, automáticamente guió los dedos hacia la zona—. ¿Es tu marca? ¿Tú también lo sientes?

El lobo se acercó, suavemente lo empujó contra la cama. Eru se dejó caer apenas, mirándolo. Algo en su estómago se tensó, lento, el hocico del lobo empujó suavemente sus piernas. Eru apretó los muslos, sonrojándose. No sabía qué tenía él que pudiera llamar la atención de Lyokhat. Sus ojos mieles se pegaron a los de aquella gran bestia, acurrucado y con las mejillas rosadas, Eru aflojó la mirada.

—Puedo ser tu Omega, si me dejas ser una criatura libre cuando no me ves —murmuró, los suaves ojos del pequeño se nublaron ante sus pestañas—. Quiero esta habitación para mí, telas, pintura y libros. Quiero una huerta, para plantar papas y zanahorias. Te pido eso y a cambio yo te querré tanto como amo las noches tormentosas... O lo intentaré.

Cuando abrió los ojos, ya no vio animal ni bestia, sino un hombre desnudo y pálido. Tenía los ojos profundos, el cabello tan negro como el carbón. Eru sintió que su cuerpo color miel estaba tan vivo como el sol y ese de enfrente... lucía como una luna llena. No pudo describir la sensación que su cercanía le trajo, no parecía ser de este mundo, ni de esta gente.

—Ya te marqué, eres mi Omega ahora —habló, sus ojos nunca se desviaron de los suyos, pero sus manos frías acariciaron apenas la piel de sus muslos—. Te daré lo que me pides. Puedes ser libre ante mí también, si eso quieres.

—Bien... —respondió. Fue tan fácil conseguirlo. Eru miró al hombre con atención, eran los únicos en aquel lugar, vacío y silencioso de toda presencia humana. No sabían con exactitud cuánto tiempo habían estado ahí, pero si Eru era su primer Omega, no podía imaginar qué tan llano pudo haber sido la vida de Lyokhat—. ¿Y tú qué quieres de mí?

—Cachorros.

—Hablo de algo más, ¿o te irás cuando me llene?

—No, nunca —Lyokhat lo miró con el ceño fruncido. Eru sonrió, era una criatura extraña, intimidante—. Tengo que hacerme cargo, solo soy yo, así que tengo que hacer todo.

—¿Qué quieres decir?

—Que no hay nadie que te enseñe cómo ser Omega —expresó, lo encontró toqueteando los vellitos de su pierna. Eru inclinó la cabeza, buscando su mirada.

—¿Tú me enseñarás a ser Omega?

—Claro.

—¿Y qué sabes de los Omegas? —no parecía saber mucho. Eru tampoco sabía tanto, nunca había prestado atención a las lecciones, pero estaba seguro que sabía cómo ser Omega, al menos uno de su estilo.

—Te enseño a ser Omega mío, en la intimidad, frente a otro, y con los cachorros. Eso es suficiente —Lyokhat se puso de pie, de repente su tamaño se volvió grande. Su cuerpo era delgado, por lo cual los músculos resaltaban con notoriedad, al igual que las cicatrices y las mordidas. Eru bajó la mirada sus piernas gruesas, se sonrojó. El Omega se encogió de hombros—. Te buscaré más tarde. Cuando el sol se oculte y las estrellas nazcan, verás a lo lejos la luz del fuego. Te prepararé un camino, no te pierdas o me molestaré.

—Bien —murmuró Eru, elevando la mirada a Lyokhat. El lobo lo miró de reojo, sus orbes repasaron el cuerpo del Omega. Eru se intrigó ante ese segundo, y cuando lo vio escaparse de su mirada, saltando desde el balcón, apenas pudo creer que estaba ahí. No hacia mucho desde que se despertaba antes del amanecer para lavar vestidos, ir a sus lecciones, cultivar semillas de tomate. Se recostó, soltando un suspiro ruidoso y estirando todo su cuerpo. Era un Omega reclamado, ya no un niño, mucho menos un pequeño que usara camisones hasta los tobillos. Tenía una mordida en el cuello y la ropa de una esposa a su lado, en un lecho donde probablemente conseguiría el calor de un lobo y donde arroparía a sus cachorros. La vida de un Omega.

Eru se volvió, raspando su nariz contra los almohadones. Algo en su interior se removía gustoso al pensar en ese futuro y no entendía por qué. Él quería ser libre, andar desnudo por el bosque y comer semillas. No quería estar en casa cuidando cachorros, ni siquiera sabía cómo hacerlo. Sin embargo, algo muy en su interior aullaba al pensar en ello. ¿Cómo sería subirse sobre el lomo de un lobo, aferrarse a su espalda y esperar el atardecer? Deseos como esos brotaban cada vez más. Eru toqueteó su nuca, la piel deformada. Tal vez era la sangre llamando a la sangre. Algo en su pancita se retorcía, dándole una sensación placentera ante la idea.

¿Eran acaso los deseos ocultos de su lado animal? De sus instintos puros, salvajes. Habían hablado sobre eso una vez, alrededor de una fogata una noche de verano. Las lunas llenas eran el culto a sus orígenes, el encuentro con sus antepasados. Eru siempre recordó ese ritual desde lo más profundo de sus cariños. Quizás aquella noche sería algo parecido.

El cielo se transformó en un lienzo de nubes anaranjadas y rosadas, mientras los dedos del sol rasguñaban sus bordes. Ya casi llegaría la noche, la hora en que la luna dominaría las tierras y le daría la bienvenida a él en unión junto a Lyokhat. Eru se quedó quieto, mirando las montañas a lo lejos, y a cada sombra que empezaba a crecer, él abandonaba su desnudez para cubrirse de aquella tela negra. Delicado, bello, nunca pensó que podría sentirse así. Cuando se vio en el espejo se sintió como los personajes mágicos de sus tantos cuentos ocultos en cada rincón del bosque. El oscuro resaltaba su piel, sus ojos, su cabello castaño. Eru miró las sandalias, pero no se las puso.

Quería sentir la humedad del cielo en los pies. En el momento que la luz pálida de la luna se tragó a las anaranjadas, Eru trepó las raíces del árbol. Miró el fin del mundo, las montañas, de la misma manera que se despidió de su anterior yo en aquella tormenta. No sabía con exactitud qué le esperaba allá abajo, pero su corazón se cubrió de emociones cuando, lentamente, pequeñas lucecitas verdes y amarillas empezaron a latir sobre el aire. Los ojos del Omega se cubrieron de brillo, de intriga, mientras bajaba entre las raíces hacia las rocas. Todo el agua, los suelos, la galaxia de flores silvestres se cubrieron de suaves luces.

Eru sonrió, tomando los bordes de su vestido para correr hacia la orilla. Su suave risa hizo eco entre las rocas, se fundió en la sinfonía del viento cuando corrió el sendero entre los árboles. Sentía que podía ver todo, desde las gotas de rocío en el pasto hasta la savia cristalina que los árboles dejaban brotar. Eru danzó en un ensueño mágico, perdiéndose en la belleza del momento. Incluso pensó en quedarse ahí, rodeado de flores y luces. Pero a lo lejos lo vio.

Una gran fogata, antorchas de fuego iluminando bien el camino. Volviendo anaranjado el mundo. Eru se detuvo con lentitud, volviendo la mirada a la pálida luz natural que su camino le brindó. Toda la naturaleza relucía y acababa ahí mismo. Sus ojos se agrandaron al escuchar susurros, pasos. Con cuidado avanzó, mirando entre los árboles. Numerosos seres como él caminaban de la mano, hermosos, delgados, con bellos vestidos blancos de lino que resaltaban curvas y pieles tersas. Sus caminos eran diferentes al suyo, cubiertos de antorchas, velas, fuego. Eru se fascinó al ver los vestidos dorados, amarillos, tan llamativos que se sintió extraño al confundirse él con la oscuridad. Todos ellos venían acompañados, y él, sin embargo, tenía las manos vacías.

Avanzó, último en todos. Grandes ojos se clavaban en él, risueñas miradas, sonrisas amables. Eru miró maravillado los dos árboles de glicines que se unían a pesar de estar separados por un camino. Formaban un gran arco, cubriendo sus cabellos de aromas deliciosos y pétalos suaves. El Omega se quedó de pie, mirando las piedras húmedas, los árbol gruesos. La gran fogata yacía en medio de una circunferencia de tierra llana, cubierta de pasto y cinco nidos enormes. Almohadones, mantas y enormes banquetes que hicieron rugir su estómago. Eru abrió grandes los ojos cuando uno de los grandes apareció.

Sus ojos se agrandaron, su pecho se oprimió al sentir su aroma, su dominación. Tenía el cabello corto, cuerpo alto, de músculos grandes y cicatrices que parecían darle crédito a un pasado lleno de peleas. Su mirada firme inspiraba respeto, y sumisión de sus esposas. Eru observó cómo un grupo de Omegas avanzaban hacia él. Los dos que tenían las ropas más llamativas tenían las manos enlazadas y miraban todo con suma atención. Eru notó que los grandes parecían presentarse ante la luz en coro, y cada vez más el castaño se quedaba solo, bajo el aroma dulce de los glicines.

Los grandes parecían ser de otro mundo. Eran enormes, fuertes, dignos de cargar la sangre de los hijos de la montaña. Eru avanzó a pesar de no ver a su lobo negro. Miró la gran fogata, grabó en su cabeza el rostro de aquellos seres ancestrales. Todos diferentes, todos cargando consigo el llamado de la naturaleza. El Omega se quedó de pie cuando vio a César sentado entre los almohadones, mirando a sus dos Omegas frente a él. La belleza que cargaba era inhumana, su rostro pálido, sus hermosos ojos despertaron la curiosidad en Eru.

Más de siete esposas rodeaban a los nuevos, César tenía demasiadas. Omegas femeninas, masculinos. Se preguntó cómo se vería él con aquel vestido de lino blanco y delicado, con cadenitas plateadas y flores en el cabello. Eru recordó las palabras de Cordelia, ahí estaba el mejor lobo. Y grande fue el latido de su corazón cuando vio que las esposas desnudaron a los Omegas. Eru miró todos los nidos, los grandes sentados, los ojos pegados en los cuerpos tersos de los nuevos.

Sus mejillas ardieron, paralizado, cuando las esposas tomaron los rostros nuevos. Labios se unieron, lenguas se encontraron. Los cuerpos de aquellos Omegas fueron acariciados por las manos de quienes lo trajeron. Eru se sonrojó con furia, notando en los cuellos desnudos las mordidas suaves, delicadas. Su propia mano viajó a su marca, a los enormes colmillos que le deformaron la piel. Él, solito frente a la gran fogata, mientras las esposas le mostraban a sus lobos cómo le enseñaban a los nuevos el mundo que se les abría.

—No los mires —escuchó frente suyo. Sus ojos rápidamente se desviaron hacia aquel lugar. Lyokhat estaba de pie frente a él, al otro lado de la fogata. Parecía no inmutarse de los encuentros que se pronunciaban a su lado. Su rostro estaba pacífico, sus ojos oscuros dejaban que la fogata se doblegara en su reflejo. El Omega levantó la barbilla para observarlo bien. El lobo tenía su pelo oscuro trenzado contra el cuero cabelludo, en su pecho desnudo se dibujaban runas oscuras que no supo descifrar. Simplemente traía una tela de lino oscuro que se ataba a su cintura. Era alto, grande, y reflejaba ante sí un aura diferente al resto. El nido de Lyokhat estaba metros más alejado que el resto, casi oculto entre los árboles. No había nadie allí—. Ven.

Su mano se extendió, Eru lo miró, rojo por completo. Sus dedos se encontraron suavemente, notó la diferencia de tamaños cuando caminaron juntos, entrelazados, mientras el resto era reclamado. No pensaba que el banquete serían los Omegas, mucho menos que la fogata representara ese encuentro. Eru sintió que podía respirar bien cuando se encontraron a metros, en el nido de almohadones blancos y oscuros de Lyokhat.

—Tengo hambre —murmuró Eru. El lobo lo miró, invitándolo a sentarse. Allí la luz del fuego no llegaba del todo, el Omega sintió la tranquilidad del cielo, de la brisa de los árboles. Miró a su alrededor, las flores silvestres tenían su color pálido y a lo lejos, desde la oscuridad, empezaron a nacer el latido de las luces. Eru se hundió entre los almohadones cómodos cuando Lyokhat puso un plato de madera lleno de frutas.

—¿No te perdiste? —le preguntó, mirándolo con atención. Eru tomó un durazno y lo mordió, negando.

—Fue muy hermoso, gracias —Lyokhat asintió, las luciérnagas ya habían llegado y Eru notó, allá a lo lejos, cómo César tomaba de la mano a uno de sus Omegas y lo hundía debajo de él, contra los almohadones. Se veía sofocante y pesado, tal vez incluso peor que los conejos—. Cuando me hablaste sobre... enseñarme a ser Omega, ¿te referías a eso?

—Normalmente es el trabajo de las esposas hacerlo —respondió Lyokhat mirando lo mismo que Eru—. Se les enseña a los nuevos el placer, los toques, siempre haciendo contacto visual con su lobo. Luego se unen frente al fuego, la tierra, el aire y el agua del rocío. En especial, la luna. Ha sido así siempre, la mayoría de los cachorros se conciben en ese momento. Además, las esposas aprovechan a incitar el deseo de su lobo por ellas, para que anhelen darle cachorros de vuelta. Cuando acaban con los nuevos, obtienen su parte. Es más fácil y menos peso para los recién llegados.

Eru sintió la garganta seca cuando tragó. ¿Se necesitaban tantos Omegas para saciar a un lobo? Bajó la mirada a sus pies, a sus piernas desnudas, miró las de Lyokhat, largas y gruesas en músculos. Él no tenía a ninguna esposa que le ayudara.

—Nunca... hum... nunca presté atención a mis clases. Sé que soy un Omega, que puedo traer un bebé conmigo, pero más allá de eso... —Eru recordó a los conejitos, su rostro se volvió a Lyokhat. El lobo lo miraba, su mirada risueña, su rostro bello bajo la luz completa de la luna. No quería que Lyokhat lo mordiera, pero no parecía que aquel ritual fuera el mismo que el de un animal. Eru sintió que su corazón latió con fuerza cuando empezaron a oírse extraños sonidos a lo lejos. Apenas pudo girar la cabeza para ver. Cuerpos desnudos, manos, sus mejillas se pusieron coloradas al ver a César de rodillas, alzando las caderas de un Omega contra la suya. Su piel brillaba, aperlada en sudor.

—¿Qué piensas de eso que ves? —preguntó el lobo, acercándose más. Lo percibía tranquilo, y cuando quiso mirarlo de nuevo, la mano de él le detuvo la barbilla—. ¿Mnh?

—Yo... —murmuró sonrojado, bajó la mirada, toqueteando su vientre. Trató de imaginarse en la misma situación, pero no pudo—. Se ve extraño. ¿Por qué  la luna querría ver eso?

—Así se unieron las razas, en el encuentro carnal. En realidad, debería ser más íntimo, discreto. No solo significaba entrelazar cuerpos, sentir el placer de los toques, sino... saber que dos almas se unían, por siempre. Era jurar frente a la luna y esperar su bendición. El peligro de extinción nos arrastró a modificar esas costumbres y cada uno quiere dejar su legado en sangre de su sangre —Lyokhat entrelazó sus manos, sus miradas se encontraron—. Te vi danzar entre las luciérnagas, reír mientras corrías por el agua. Escuché tu llamado entre la tormenta. Mi lobo se pone eufórico al verte en libertad, a pesar de lo que te dije hoy. Quiero entrelazar mi sangre con la tuya.

Eru se encogió de hombros, rojo por completo. Apretó los dedos de los pies, los muslos, su estómago se inundó de extrañs sensaciones que acariciaron sus más suaves intenciones. Lyokhat lucía pacífico bajo la luz de esa luna. Tenía sobre sí un aura intimidante, fuerte, dominante.

Algo dentro de Eru ronroneó, y a pesar de todo sentimiento, asintió levemente.

Sintió que las mejillas le ardían con furia. Eru no podía apagar los sonidos que se escuchaban a la lejanía. Suspiros, jadeos ahogados y gemidos extraños. Volvió a desviar la mirada, uno de los grandes, un hombre rubio y corpulento, tenía a un Omega de espalda contra los almohadones, otros entrelazaban sus piernas, encontraban sus bocas. El castaño se encogió y sus ojos se agrandaron cuando Lyokhat besó suavemente su mejilla.

Se giró, mirándose mutuamente. ¿Cuántas veces había estado Lyokhat presenciando lo mismo, solo, debajo de la luz de la luna? No había otros Omegas que lo desnudaran ni lo acariciaran, no había manos ajenas que le indicaran qué zonas de su cuerpo le brindarían calor y placer a su lobo. Solo estaba Lyokhat, allí, tomándolo del cuello para besar sus labios.

La timidez lo gobernó al sentir su lengua, su boca contra la suya. Las manos del lobo rodearon su cuello, su barbilla. Suavemente el calor de sus salivas se unían. El lobo acorraló al Omega contra los almohadones, sintió su peso, su calor. Eru percibió sensaciones extrañas en su estómago, igual que en la mañana. Al separarse, lo miró sorprendido, rojo de vergüenza. No podía ocultar el evidente latido desesperado de su corazón. Las estrellas, los árboles, las luciérnagas, todo desapareció cuando Lyokhat le desató el vestido desde el cuello, la espalda y su pecho y abdomen quedaron a la vista de la luna. Eru observó su propio cuerpo semidesnudo, pequeño a comparación de aquel.

—Eru —susurró Lyokhat acomodando sus piernas alrededor de su cintura. Sus grandes hombros se inclinaron al sentir sus labios por su cuello, clavículas. El aroma del lobo se metió en los pulmones del Omega. Eru empezó a respirar con más frecuencia, temblando. Sentía a su alrededor tanta dominación, calor, un ambiente extraño que le retorcía el estómago. Se cubría de sensaciones bizarras y algo en él despertaba la necesidad de ver cómo sus piernas regordetas resaltaban sobre la cintura del lobo. Lyokhat tenía un aroma que le dilataba los ojos. No podía hacer nada más que reconocer sus toques, sentir sus besos, su lengua sobre sus pezones. Eru desvió la mirada al cielo, mientras sentía que suaves manos lo despojaban de toda prenda.

Miró las estrellas, la luna, y sus iridiscentes se cubrieron de lágrimas al sentir el cálido aliento del lobo sobre su pelvis. Bajó la mirada, peligroso, las grandes manos del lobo rodearon sus piernas, presionaron su vientre. El cabello de Lyokhat hacía cosquillas, pero apenas pudo reaccionar cuando empezó a chupar la piel de sus muslos, dejando besos, mordidas. Lentamente se acercaba a esa zona, a su intimidad. Eru se puso tan rojo que poco pensamiento quedó para recordar a los conejos. Tembló, llevando dos manos temblorosas al cabello del lobo cuando este bajó. Suaves dedos acariciaron sus muslos.

—¿Qué... qué es...? —murmuró, los dedos de Lyokhat acariciaron su zona más íntima, allí, donde el recuerdo de sentir la humedad revivió. Un hilo transparente y pegajoso colgó desde sus falanges.

—Es para que no duela —susurró el lobo, sus ojos se clavaron en los mieles de Eru, suavemente bajó. Alzó sus caderas y se inclinó, besando la zona, lamiendo y apretando su vientre con cuidado. El Omega se retorció, soltando un jadeo que lo obligó a apretar las uñas contra aquel hombre. Las sensaciones lo incomodaron, lo llenaron de placer. El pequeño Omega se sintió embriagado ante los aromas, ante la escena de ver a ese lobo entre sus piernas. Todo detrás de Lyokhat estaba iluminado, podía escuchar a tantos Omegas, podía verlos retorcerse de placer, así como él. Lágrimas resbalaron por sus mejillas y suaves gimoteos salieron de sus labios al sentir los dedos de Lyokhat hundirse en su humedad.

Minutos enteros pasaron así, y cada segundo Eru sentía que perdía un poco más la conciencia. De repente su cabeza dejaba de hilar pensamientos, solo repetía una y otra vez el recuerdo de las sensaciones. Se llenaba del ruego, de la necesidad, de llamado. Algo dentro suyo le recurría el anhelo de sentir a aquel lobo, de presionar sus temblorosos dedos contra aquellos brazos. Sus besos, sus caricias, la intimidad del momento y los susurros de Lyokhat lo arrastraron a un mundo que no conocía, a la complicidad de la luna, que ofrecía su pálida luz a dos cuerpos que se encontraban por primera vez y se hundían en el calor del otro.

Sus rostro aperlado en sudor estaba rojo, sus ojos se clavaron en la desnudez de Lyokhat. En su miembro alzado, húmedo y rojizo. El Omega se recostó entre los almohadones, sus cabellos desordenados, su pecho agitado. El lobo se inclinó, mirando al delgado Omega debajo suyo. Eru jadeó, abriendo apenas más las piernas cuando el más grande abandonó su zona íntima. Los dedos de Lyokhat subieron por su vientre, su pecho, acariciaron sus brazos y dejaron tras de sí un camino de humedad. Ambos se miraron, con la respiración profunda y agitada.

Eru soltó un quejido cuando Lyokhat lo penetró, lento, grande. Algo dentro suyo se removió, y las lágrimas brotaron de sus ojos, sus uñas se clavaron en la carne de brazos ajenos y sus piernas perdieron fuerzas. El aroma del lobo lo envolvió, sus feromonas lo llevaron a una zona de tranquilidad, de ceguera. El Omega miró la luna, las estrellas, hasta que en su visión se interpuso el rostro de aquel ser. Él, su lobo, el que despertaba la sensación de pegarse a él. No entendía lo que sucedía, lo que pasaba, solo quería eso. Solo quería que dentro suyo se sienta bien, delicioso. Eru alzó apenas la cabeza y ambos se encontraron en un beso lento y pesado. Lenguas húmedas, gemidos ahogados en medio de cada embestida que el Omega sentía.

La sensibilidad era tanta que todo su cuerpo tembló cuando el lobo acarició su miembro. Eru se cubrió de calor, de euforia, su estómago se llenó de placer hasta que, finalmente, entre espasmos, su abdomen se cubrió de un líquido blanquecino suave. El Omega tembló, jadeando. Era silencioso, suave, rojo hasta la médula. Lyokhat lo besó nuevamente, mientras se daba paso dentro suyo y le hacía dar cuenta de zonas que siquiera conocía. No podía mover sus piernas, no tenía fuerzas, estaba tan vulnerable que cualquier cosita lo hacía gemir y lloriquear. Cada embestida se volvía más profunda, cada sensación le aclaraba su condición de Omega. Porque al perderse la luna en la última montaña, antes del fin del mundo, sintió que Lyokhat lo apretaba contra él. Y la calidez lo llenaba, suave, notorio. Eru observó el cielo violáceo y las últimas estrellas brillantes justo en el momento que el lobo se separaba.

Apenas se levantó para mirar, de su interior desbordó el líquido blanquecino, medio transparente. Su estómago se sentía extraño, vacío. Eru apenas pudo mover las piernas.

Cuando miró a Lyokhat, apenas los rayos de luz acariciaban la montaña. Una luz pálida gobernó las galaxias de flores, apagó a las luciérnagas y le dejó ver con lujo de detalle el cuerpo del lobo. Estaba de rodillas frente a él, aún con sus piernas entre la cintura. Su miembro húmedo estaba ya flácido, su cuerpo aperlado en sudor. Eru lo miró como quien ve un amanecer por primera vez. Era tan extraño, tan diferente. Rugía en su aura la existencia de seres que habían habitado la tierra hacia mucho, cargaba la esencia de grandes, de los cambiaformas, de los hijos malditos del desdichado Ulises. Había en los ojos de Lyokhat la promesa de la naturaleza y su caos original.

Y se alejó, dejándolo recostado entre almohadones. Lyokhat le cubrió el cuerpo con una manta y desapareció de su vista. Eru esperó a que su respiración se estabilizara, mirando cómo las estrellas desaparecían del cielo y las nubes rosas se teñían de dorado. El viento fresco le erizaba la piel, y cuando pudo sentarse, apenas, descubrió tras de sí al enorme lobo negro que lo reclamó una noche de tormenta. Sus ojos se encontraron y sus enormes patas pisaron la tierra fresca. La bestia se inclinó, recostándose, escuchó un gruñido bajo cuando volvió la mirada a su propia espalda, como si lo invitara a subirse.

El rostro de Eru se iluminó. Quiso levantarse rápidamente, apretando la manta para cubrir su cuerpo. Cuando sus piernas no le respondieron bien, el lobo se acercó. Eru cayó sobre su cabeza, aplastando sus orejas. Sus piernas temblorosas se arrastraron hasta la bestia, y con su ayuda, se subió sobre su lomo. El Omega se puso rojo ante su debilidad, pero se recostó sobre el cabello suave. Olía a tierra, agua de lago, menta. El aroma de las tormentas más fuertes yacía en aquel ser.

Eru sintió que la naturaleza corría junto a ese lobo, igual que el viento, que la luz que acariciaba los árboles. Poseía una agilidad que anhelaba, un calor risueño que lo obligaba a frotar su cuello y rostro contra él.

Durante esa noche, bajo la luz de la luna, nació una promesa silenciosa entre ellos. Una que despertaría en Eru sus instintos más puros, más primitivos. Y Lyokhat recordaría el peso de cargar la sangre de Kierath. Un alma libre y una maldita, descubriendo un mundo que los arrastraría al origen de todo salvajismo.



















Qué tal, soy Hunter.

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