siete
—Uno, dos... creí que eran más —susurró, volcando todo el contenido de su bolsa sobre el nido donde dormía. Eru hizo a un lado piedras preciosas, rocas, bolsitas de tela con flores aromáticas, hasta que encontró entre tantas cosas la única flor amarilla que tanto le costó secar—. No...
Su naricita se frunció cuando la tomó en manos, suavemente los pétalos se rompieron como hojas de otoño. Colocó los trozos sobre su libro, en una hoja limpia. La reconstrucción requirió suma concentración. Con los ojos dilatados y apenas la punta de la lengua en los labios, Eru siquiera prestó atención al lobo negro que entró en su habitación con sumo silencio.
—Omega —oyó, el pequeño no se volvió, reconociendo en el aire las feromonas de su lobo. Las pupilas del pequeño estaban casi negras, sintiendo relativo placer al ver que sus ágiles deditos encajaban a la perfección los pétalos rotos—. Eru.
—Esto es de vida o muerte —susurró Eru desde el nido, recostado boca abajo. Fuera de su pequeño mundo, desde lejos el lobo que se convirtió en hombre lo miraba. El cuerpo desnudo de Lyokhat estaba pálido, cubierto de llovizna. Apenas sentía las gotas de agua que caían de su cabello oscuro. Su piel fría fue una barrera ante las sensaciones. Él, pálido, frío, podía percibir el calor que emanaba aquel pomposo Omega sobre el nido que ambos habían construido. El vestido blanco estaba desordenado, cubriéndole apenas los muslos regordetes, mientras el castaño entrelazaba sus pequeños pies en el aire. Estaba más bronceado, bonito, a pesar de que los últimos días el sol se había escondido tras gruesas nubes oscuras.
—¿Qué haces? —preguntó, acercándose para ver qué tanto entretenía a su Omega y le impedía el saludo. Los ojos del lobo se pegaron al cuerpo ajeno, mas que al libro al que tanto le prestaba atención el chiquito. Lyokhat desvió la mirada a los muslos y suavemente enterró los dedos entre la esquina de estos y el trasero de Eru, apretando el punto sensible de su pareja. El pequeño dio un saltito, girando la cabeza bruscamente—. Qué bonito es tener tu atención.
—No hagas eso —comentó Eru, mordiéndolo cuando trató de acariciar su mejilla. Lyokhat quitó la mano, frotando la marca de los pequeños colmillos del Omega—. Estoy ocupado.
Lyokhat entrecerró los ojos.
—Mnh —murmuró, recostándose a su lado. Afuera solo se oía la fuerte lluvia que golpeaba el agua del lago, los árboles danzando, el viento llevándose consigo el cantar de los pájaros. El lobo miró la precisión que Eru tenía para arreglar la flor amarilla que le había dado hacia mucho tiempo. Rota, trataba de devolverle la bonita forma que la naturaleza le había brindado y ambos mataron—. Eru, eso no se arreglará. Te daré otra.
—No, yo puedo —el castaño ni siquiera lo miró. Lyokhat suspiró, olisqueando el penetrante aroma de las feromonas excitadas de Eru impregnadas en el nido. Los ojos del lobo se dilataron, percibiendo el placer, el llamado, la vulnerabilidad de su compañero ante los más sensibles calores. Se separó, con el deseo en la punta de la mirada dilatada—. ¡Ya está! Mira, está igual de bonita.
—Sí, lo está —murmuró, mirando las hojas. El lobo olisqueó, dilatándose su mirada cuando finalmente Eru puso su atención en él. Ambos se miraron. Suavemente se acercaron el uno al otro, uniendo sus labios. Lento, para no asustarlo. Lyokhat avanzó, obligándolo a recostarse. Eru lo abrazó, rodeando su cuello con los brazos. El aroma del Omega se metió en los pulmones del lobo, aumentando esa necesidad que ambos bien conocían. Se metió entre sus piernas, rápido, alegrándose del calor que los muslos le brindaron. Una sonrisa marcada le ruborizó las mejillas al sentir que no traía nada que lo cubriera debajo. Piel con piel, y el deseo creciendo en las pupilas de ambos—. Aparta el cuello.
Eru obedeció, apenas moviéndose para que la piel cicatrizada le demostrara que pertenecía a alguien, a él. Lyokhat hundió los labios en la zona, lamiendo, besando. Embriagando su instinto de devorar al pequeño de una vez. Eru apretaba sus piernas entrelazadas en su cintura, frotando su zona íntima con la suya.
—Eru... tu aroma —susurró, clavando las uñas en los muslos regordetes. Su Omega gimió, apretándose contra él. Olía fuerte, delicioso, despertaba su instinto de marcarlo una y mil veces, de llenarlo por completo de él y demostrarle al mundo que esa tímida y vulnerable criatura le pertenecía. Los ojos de Lyokhat se tiñeron de un deseo animal, mientras olisqueaba, mordía. Oía las pequeñas quejas de su Omega, mientras su desesperado ser buscaba con desesperación aquel aroma delicioso, apetitoso, diferente. Un aroma diferente al de siempre, no al calor, al placer. Lyokhat elevó la mirada, levantándose apenas y sosteniéndose de sus manos al ver a Eru agitado, rojito y con los ojos cristalizados—. Tú... hueles diferente.
—Yo... —el pequeño se retorció, bajando la mirada a sus partes íntimas. Parecía ignorar las palabras. Lyokhat apretó con fuerza los muslos, y el brutal movimiento hizo que el Omega se quejara—. ¿Qué...?
—Quédate quieto —ordenó, bajando. Olisqueó suavemente las manos pequeñas de Eru, aspirando el deseo, llenando sus pulmones de feromonas excitadas, siguió por sus brazos, su pecho, hasta acabar en su vientre. Eru lo vio detenerse ahí, a pesar de que tenía las piernas abiertas, el calor palpitando. Acercó una mano al cabello oscuro, presionando.
—Ya, Lyokhat... —gimió, y su cuerpo se arqueó en deseo cuando el lobo lamió su vientre bajo con la lengua, mordiéndolo, dejando marca en una zona sensible y significativa para él. Soltó un jadeo, bajando la mirada—. ¿Qué... qué haces?
—Tú... —la voz de Lyokhat sonó más gruesa, rasposa, una ola de calor se le subió a Eru al ver sus ojos rojizos y dominantes mirarlo. El simple hecho lo obligó a gemir bajito, a llamarlo, a pedirle misericordia a pesar de no haber amenazas. El aire empezó a llenarse de feromonas dominantes, fuertes, invasoras. Debilitaron a Eru tan rápido, que al segundo que sintió otra mordida en su vientre bajo, el pequeño tembló de vulnerabilidad—. Tienes cachorrito... aquí, pequeño, bonito. Quiero morderte entero, déjame hacerlo. Te marcaré, te marcaré tan fuerte que aunque reencarnes en otro ser, aún mi recuerdo perdurará en ti.
—Lyokhat —susurró el Omega, aferrándose al lobo que lo llamaba en instinto. Este lo alzó, apretándolo contra él, bajando una mano a esa intimidad que goteaba en deseo. Sus lenguas se encontraron, ya idos. Eru estaba rojito, cegado, perdido a la par del lobo que le exigía sumisión y que él entregaba. Todo su cuerpo se volvió sensible ante los toques, gimiendo entre temblores cuando los fuertes colmillos se hundieron en su cuello, su hombro, sus clavículas. Lyokhat lo marcó por completo, mientras su gran virilidad se hundía en su humedad. Le arrancó el vestido con las manos, recostándolo, desnudando su cuerpo caliente. Cerró los ojos, sintiendo los espasmos al notarlo dentro suyo, llenándolo de placer, deseo. Eru lo miró desde abajo, su lobo cubierto de sudor, rasguños, con los ojos destellantes mientras la atención paraba a su vientre rebosante de él, de su esencia, de su cachorro.
Acabaron apenas cuando la última lluvia dijo adiós al día. Ya en la noche, la única luz venía de la luna. El blanco llamado de su cómplice los vio aún unidos, mientras Eru respondía a la figura de su lobo, a su deseo, con un hambre voraz. Se meneaba suavemente sobre él, demostrándole que podía tomar toda su hombría, rojito, cubierto de mordidas suyas. Su pequeña mano sostenía la más grande, pálida, para que tocara su vientre repleto de él. Allí se sentía, mientras se movía lento y la humedad resbalaba de sus muslos. Cuando Lyokhat apretó su cintura, Eru comprendió, se quedó quieto, aún siendo penetrado. Su miembro pequeño goteaba semen, observando el desastre que había dejado sobre el vientre de su lobo. Pegajoso, húmedo, Eru gimió al levantarse. El grueso miembro de Lyokhat cayó, envuelto en una humedad blanquecina por su esencia y medio transparente por el lubricante de su Omega.
Lyokhat lo sostuvo, abrazándolo para que se dejara recostar con cuidado sobre las mantas de su nido. Eru gimió, mirándolo con una sonrisa cansada. Era un momento silencioso, extraño, único para ambos al sentir solamente el sonido de sus corazones acelerados. La luz de la luna reflejó la mirada miel de Eru.
—La madre naturaleza... respondió a mi deseo —murmuró Lyokhat, besando la frente del Omega.
—¿Querías... un cachorrito? —preguntó Eru, buscando su mirada—. ¿En serio tengo uno?
—Sí, tienes a nuestro bebé, pequeño, bonito como tú y... —Lyokhat lo miró, con los ojos dilatados. Las mejillas de Eru estaban cálidas, rojizas, tenía un brillo en su mirada que le brindaba una belleza delicada, sublime. Su cuerpo desnudo despertaba la necesidad más grande, su forma de ser lo obligaba a querer unirse a su alma, a ser uno. El lobo besó suavemente la frente de su Omega, abrazándolo, protegiéndolo del frío con su cuerpo.
Eru tendría el beso de la naturaleza en su cachorro, su belleza, su dulce presencia. Quería que fuera como él, como su Omega. Tan chiquito, hermoso, no podía evitar apretarlo contra sí para que todo ser divino le cumpliera el deseo. Para que lo llenara de dicha, suerte, una suave caricia del sol, la luna, el día y la noche. Un cachorrito que también llevaría la desgracia en su sangre, el legado maldito.
—¿Qué piensas, Eru...? —preguntó bajito, su aliento cálido contra las hebras castañas de su Omega. Sintió sus pequeños dedos acariciar su espalda—. ¿Qué piensas del cachorrito?
—Estará bien, Lyokhat... —lo oyó murmurar. Eru no dijo nada más.
Lyokhat no lo dejó solo desde entonces. Incluso los días que vagaba en silencio por el bosque, sentía su presencia a kilómetros. Aseguraba su promesa de darle libertad, aunque no se la había jurado al cachorro. Veía su grandes huellas por el suelo, sentía su aroma entre los árboles. Nunca más volvió a ver los ojos oscuros del lobo, como si siempre la alerta de perderlo de vista atormentara su ser.
Una mañana en que no lo encontró en el nido, Eru se colocó uno de sus vestidos y salió hacia el bosque. Bajó por las rocas, sonrojándose cuando notó el camino marcado con más facilidad para él. Dejó que el viento acariciara su piel, llevándose las feromonas que cargaba en su cuerpo. Aquel día nublado, el bosque estaba casi oscuro. La humedad de la tierra le mojó los pies y por un momento, pensó dos veces antes de entrar.
Eru llevó una mano a su vientre, suave. Tal vez era su Omega, negándose a explorar, a caer, saltar, todo porque cargaba a un bebé dentro suyo. Lo comprendió, sin embargo, sus pies avanzaron por aquellos senderos cubiertos de lluvia. La corteza húmeda de los árboles oscurecía sus valores, las flores relucían en colores y de vez en cuando veía pequeños roedores escarbando el suelo en busca de comida. El silencio de la naturaleza disminuyó el miedo que ahora sentía. Caminó tranquilo, prestando atención a cada detalle.
Avanzó hasta llegar al campo de flores silvestres. Las montañas le dieron una bienvenida helada, gratificante para días llenos de encierro. Eru infló sus pulmones y estiró los brazos.
Tenía en su vientre un hijo de Lyokhat. Un descendiente más del linaje de Ulises, tal vez era la maldición envenenando su cabeza, alejándolo como advertencia. Suavemente llevó una mano a su vientre, mirando los árboles, los lagos lejanos y las bestias marinas que se movían apenas. Alzó la mirada al cielo, las nubes estaban realmente oscuras.
—¿Realmente... me dejarás ser libre ahora? —preguntó. Una gruesa gota fría cayó sobre su mejilla. Eru entrecerró los ojos, llevando una mano a su rostro, sonriendo cuando observó cómo la lluvia venía por él. Una fuerte tormenta azotó los árboles, las montañas, el lago. Eru estiró los brazos, hundiendo los pies en el barro cada vez que sus saltitos lo llevaban más adentro del campo abajo. No había nadie más, lo sentía. Volvía a ese pequeño instante en el que la naturaleza le brindaba un segundo para él y solo él. El juramento a la tormenta, a su amor, su libertad tan querida que era incluso más fuerte que la maldición de Ulises. Eru tarareó, cantó los suaves llamados a la madre naturaleza que oía de Lyokhat, cuando lo espiaba haciendo culto.
Danzó como driada, dando cuenta que nada lo separaría de aquel mundo. Que era su lugar, allí, solito. Dio vueltas, sosteniendo su vestido mojado, mientras la secuencia de montañas, bosque y lago se volvía un espiral a sus ojos. De repente, una presencia enorme se notó a lo lejos. Una manchita oscura. Eru se detuvo, agitado, mareado y excitado por la euforia. Sus mejillas calientes empezaron a abrazar las gotas de lluvia. Sus ojos brillantes prestaron atención a lo lejos, a los gruesos árboles torcidos donde había dormido, leído y comido en silencio. Allí se había caído una vez, en la madriguera.
Se quedó quieto. Lo vio.
Un lobo enorme lo miraba, caminando con lentitud entre los árboles. Su pelaje mojado era oscuro, marrón como la tierra. Por un momento, creyó que era Lyokhat. Pero ninguna presencia se sentía en aquel ser. El animal se detuvo, de pie, a varios metros de él.
—Hola —habló, pero la lluvia se tragó el saludo. Eru inclinó la cabeza, mirándolo. El lobo no se movió más. El pequeño Omega sonrió, tímido, lentamente retrocedió, volviendo la mirada al lago. Sus ojos se dilataron al ver otro lobo igual, más grande. Volvió la cabeza a su izquierda, a las montañas, entre los árboles negros podía notar a otro más cerca, tenía los ojos oscuros, los colmillos enormes. Eru sintió que la piel realmente se le puso fría. Su rostro borró toda sonrisa, apretando las manos en el vestido.
Lyokhat decía, a veces, que la madre naturaleza se manifestaba de muchas formas. Y Eru no comprendió la desesperación que le agarró al encontrarse en ese extraño momento. Rápidamente se volvió y su corazón latió con fuerza cuando, frente a él, estaba el mismo patrón. El mismo lobo, enorme, tan cerca que un paso más lo hubiese puesto frente a sus filosos colmillos. Lo miró con grandes ojos. El pecho del Omega subía y bajaba, la lluvia golpeaba su fría piel.
Su cuerpo se estremeció, inmóvil, cuando lo oyó gruñir. Lentamente lo vio avanzar apenas unos pasos, sin despegar el contacto visual. ¿Era ella? Pensó, tal vez estaba enojada. Tal vez no le gustaba verlo hacer promesas a lo que no le correspondía. Eru llevó una mano a su vientre, mirando al animal a los ojos. La tormenta se oía clara a sus oídos, la lluvia golpeaba su piel. Era real, estaba ahí.
—Yo... supongo que es injusto que los últimos hijos que te queden... sea de la descendencia de Ulises —habló. Observando el pelaje marrón, siempre creyó que la madre naturaleza se asemejaría a otra cosa, más misteriosa, oculta. Se preguntó si había sido lo mismo para Ulises el día que lo maldijo. Eru recordó los cantos sobre él, las suaves rimas entre el amor, el sacrificio, la ira—. Mi cachorro será libre... porque te amará de la misma manera que lo hago yo, que lo hace Lyokhat. Porque no hay maldición... en encontrar paz en la naturaleza.
El lobo no se movió. Atónito, Eru prestó atención a las gotas de lluvía que bajaban por ese pelaje grueso, los ojos oscuros, era enorme. Majestuoso. Tuvo que elevar la cabeza. Le hacía sentir tanto terror como fascinación. Suavemente sonrió, tímido. Si quería matarlo, realmente no le molestaría que su cuerpo se olvidara en aquel bello lugar. Que de su piel, sus huesos, nacieran flores, árboles y simplemente su recuerdo se olvidara en raíces gruesas.
—¿Tú me llevaste a la madriguera aquella vez? —preguntó. Silencio. Ni siquiera se movió, incluso había dejado de gruñir. Eru sonrió, suavemente elevó la mano. La acercó con lentitud a la cabeza del lobo. Sus dedos se hundieron en el mojado pelaje, con el corazón latiendo fuertemente. El Omega soltó una risita nerviosa, sumando otra mano, acariciando el cuello. De repente, sintió que perdía sensibilidad en la piel. Los ojos de Eru miraron sus manos, sus antebrazos. Suaves marcas negras empezaban a crecer como raíces. Miró al lobo con grandes ojos, con la respiración agitada.
De un segundo a otro, Eru se arrojó contra el animal, hundiendo todo su ser sobre aquel cuerpo, abrazándolo. Si iba a morir, quería que lo último que sintiera fuera a ella, a ese ser que lo sabe todo, que estuvo ahí incluso antes de que la simple existencia de todo se creara. Quería aferrarse a la idea de ser uno con la naturaleza, morir, entregarse al viento, a la lluvia, a vivir eternamente en aquel claro, en ese sendero, en ese campo minado de flores. Olvidándose de su nombre, todo. Quería que algo de él tuviera sentido en el mundo, aunque fuera pequeño. Quería algo suyo, solo suyo y de nadie más.
El dolor se extendió por todo su cuerpo, como aquella vez cuando era un niño y cayó a la fuente de agua helada en invierno. El frío cortó su piel, su cuerpo. En aquel momento, el fuerte rugido del cielo golpeó sus tímpanos, aturdido. Eru sintió que su cuerpo caía hacia el suelo.
Apenas pudo arrastrarse, mirando el bosque. La mirada perdida se le iba, pudo dar dos pasos, apenas, sintiendo las piernas débiles. Sentía que se enterraba en el barro, no, en gruesos charcos. Entre los árboles negros, pudo reconocer incluso a kilómetros aquella cosa negra que se acercaba a toda velocidad. La mordida en la nuca le palpitó, igual que el corazón. Sería lo último que vería.
—Lyokhat —lo llamó al verlo convertirse en humano, detenerse frente a él con grandes ojos. Seguramente estaba mirando sus brazos marcados de hilos negros, de la maldición. Lo volvió a llamar, pero notó que su voz no salía. Su lobo lo veía con grandes ojos y no entendía por qué no lo ayudaba.
Ni siquiera cuando Eru sintió que cayó al suelo, observando el último reflejo en el agua del suelo. Notó el cielo oscuro tras la enorme cabeza de un animal, grande, que cayó en el mismo momento que él lo hizo.
No había Omega, ni rizos, ojos mieles. No había nadie más que Eru y la naturaleza siendo uno solo. Un lobo.
¿Premio o castigo?
Pásense por Cariño, quiero comerte. Porque estoy actualizando seguido y eso no pasa.
¿Qué creen sobre el encuentro entre la madre naturaleza y Eru?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top