seis

Lo primero que vio al despertar aquella mañana fue un par de ojos grandes y claros. Automáticamente alzó la mirada al techo, agrietado, marcado por la pintura de artistas que nadie conocía. Su habitación era la más grande entre todas las esposas. Tenía muebles, vestidos de todos los estilos y telas suaves y coloridas que César le regalaba regularmente. La belleza de la comodidad se vio opaca por el delgado y pequeño ser que parecía temblar al atreverse a hablar.

Kander era bello, tranquilo, pero había algo en su aura que hacía que los más jovencitos lo miraran con temor.

—Quiero que él se sienta bien... pero me deja muy rápido. ¿Qué puedo hacer para evitar eso?

Escuchó. Kander entrecerró los ojos, observando al pequeño Omega frente a él. No tenía las energías para oler otra feromona dulce, mucho menos de un primerizo con el deseo tan prendido. Estiró su cuerpo, bajándose de la cama. Se colocó su vestido de lino y suspiró, mirándolo.

—Practica con él —movió la cabeza apenas, apuntando hacia la cama. Kander miró de soslayo al joven Omega de cabellos rubios que yacía entre sus mantas. Estaba desnudo, durmiendo—. Vino con la misma inquietud. Estoy seguro de que será un buen maestro.

—¿Y tú? —preguntó el más bajito con timidez. Tenía grandes ojos verdes y un cabello tan oscuro como la noche. Era delgado, flaquito, casi podía jurar que le sería difícil engendrar un cachorro con una contextura fuerte. Kander apartó la mirada, había estado con demasiados Omegas como para saberlo bien—. César te prefiere a ti, todos... sabemos eso. Yo también quiero darle un cachorro... pero son muchos Omegas, es difícil ganar su atención.

—Podrías buscarlo en el bosque —respondió. Se colocó las sandalias, apestaba a celo de Omega y a lubricante ajeno. Kander ató la última hebilla cuando recordó sus días de pura juventud. Las primeras veces que estuvo con César había sido entre árboles bajo el manto del sol o la luna llena—. Dile que quieres a su cachorro, te lo dará.

No esperó escuchar su respuesta. Kander salió de su habitación. Los pasillos eran ruidosos, apestados en fuertes aromas dulces. Flores, frutas, incluso algunos no podía poner en palabras. La única palabra que rondaban las conversaciones eran César, cachorro, apareamiento. Sin mencionar la cantidad de chicos y chicas que gastaban horas de sus días bordando y cosiendo vestidos, buscando nuevos peinados o cayendo en el hedonismo y el placer de enseñar a otros lo que le gustaba a su señor. No se le movió un pelo cuando, al cruzar el pasillo camino al patio, vio bajo un grueso árbol a dos Omegas semidesnudos. Uno estaba encima del otro, moviéndose con lentitud. El aroma que desprendían era fuerte y entre ellos mismos se tomaban con fuerza, queriendo dominar. A César le gustaba los Omegas decididos, fuertes, seductores y dispuestos a tomar la iniciativa.

Kander bajó las escaleras, apartándose lo más posible de todo el calor y la falta de pudor de los pequeños Omegas. Todos querían un cachorro de César. Buscaban captar su atención, obtener su calor, sus besos y caricias. El pelirrojo se encaminó por un sendero, respirando profundo el aire puro de los árboles. Hubo un tiempo, recordó, en el que César caía rendido ante el deseo de sus Omegas. No descansaba, los domaba hasta dejarlos llenos y cansados. El apetito de su bestia era inhumano, insano, y con el pasar del tiempo buscó calmar a su lobo de aquello. Ante ojos ajenos era bueno, calmado y hasta dulce. Su lobo tenía deseos diferentes.

Quiso olvidarse de eso y todo lo demás. Sus pies cansados lo guiaban al sonido del río más cercano, olvidándose de las feromonas que rodeaban su cotidianidad. De repente, todo era luz dorada, árboles gruesos con ramas danzantes por el viento. Las flores empezaron a crecer. Se alejó lo suficiente para ver con claridad las montañas. El agua de la joven cascada se oía más cerca. Kander apuró el paso, ya preparando sus manos entre los pliegues de su vestido para quitárselo de encima.

Ni bien observó el agua, se deshizo de su ropa. Su desnudez fue iluminada por los dedos del sol, dando notoriedad a sus innumerables pecas. Se sacó las sandalias y hundió los pies en el agua. Estaba fría, deliciosa, tanto que su piel se erizó por completo. Empezó a frotar sus muslos, su miembro húmedo en lubricante ajeno. Kander se limpió las feromonas de los Omegas de César, mientras los pájaros lo deleitaban con un dulce canto.

—Buenos días, Kander.

Escuchó, rápidamente se volvió, cubriendo su cuerpo. Sus ojos se abrieron con fuerza al ver un delgado y pequeño Omega a siete metros de él. Su corazón latió con fuerza, pero una sensación de calma lo inundó al reconocer entre tanto barro y mugre al Omega de Lyokhat. Eru estaba desnudo, y aunque quisiera recorrer la mirada en su cuerpo, la cantidad de barro en su piel, cara y cabello lo volvió irreconocible. Notó su aroma a canela, sus ojitos mieles brillaban, al igual que su amable sonrisa.

—Pero... Eru, ¿qué te pasó? —murmuró, mirando con más atención los rasguños en su mejilla y sus brazos. Un ligero ardor le brotó del pecho y la garganta. No pudo evitar pensar que aquel ser era intimidado por el lobo negro, violentado y sumamente humillado. Se había cruzado con los Omegas de la pantera blanca, Egan. Aquellos siempre estaban mordidos, perdidos. Rápidamente se acercó, revolviendo el agua entre sus piernas. La extrañeza que aquel pequeño le causaba era angustiante—. ¿Qué pasó? Cuéntame todo. ¿Estás bien?

—Ah... no me pasó nada malo. Caí en una madriguera muy profunda, bajo un árbol.

Kander frunció el ceño, tomándolo de los brazos. Alzó sus muñecas, mirando la sangre. Había pasado muchas horas junto a Eru, hablando de la naturaleza y de los animales. En pocas palabras, le parecía un ser sublime y totalmente ajeno a todo. No era como él, como sus Omegas u otros. Él amaba la vida fervientemente y sabía que la defendería a toda costa.

—¿Tu lobo te hizo algo? —preguntó. Eru lo miró, tenía barro hasta en los labios. De haber estado limpio, pensó, lo hubiese visto sonrojado.

—No... fue un zorro. Creí que era un conejito, me gustan. Estaba por darle un poco de manzana... pero me acerqué a la casita equivocada. Me caí dentro y algo me mordió. Era de un rojo furioso, como tu cabello. Lyokhat me hizo un dibujo de eso una vez, lo llamó zorro, creo que era eso.

—Omega, no debes hacer eso —comentó, limpiando las heridas con agua. Guió a Eru fuera de las orillas, adentrándose más en la cascada. Frotó su piel, su cabello—. Mírate, estás todo lastimado.

—No importa, Lyokhat dice que con barro y saliva todo se cura.

—No le hagas caso, ven, vamos a meternos más —entrelazó sus dedos, avanzando. Ambos tomaron una gran bocanada de aire y se hundieron en lo más profundo. El agua venía de las altas montañas, era cristalina y limpia. Abajo, Eru nadó como si esa fuera su casa. Limpiándose el barro y el cabello. Kander lo golpeó suavemente, llamándolo a la superficie. Volvieron a tomar aire, ya limpios. Frente a la luz del sol, finalmente volvió a verlo como siempre. Ojos mieles, cabello castaño casi dorado y una suave y bonita sonrisa. El pelirrojo lo guió hasta la orilla—. Necesitas medicina de verdad. Con un poco de agua y las hojas de la planta adecuada, tus heridas se curarán.

—Oye... —habló Eru. Kander se volvió. Esta vez sus ojos viajaron por el delgado cuerpo. Eru era bajito, pequeño. Tenía las clavículas marcadas, pezones rosados y gruesos muslos. Su miembro era pequeño, como los de todos los Omegas. Le causó extrañeza el notar que no tenía el vientre plano. No estaba embarazado, lo sabía. Tenía un aspecto pomposo y liberador, suave, como si estar con él le brindara la promesa de pasar momentos inolvidables. Era un minino bonito en todos los sentidos—. Hueles a mucho. Mucho aroma. ¿Qué es? Yo huelo así a veces.

—Ah... —Kander olisqueó su piel. El olor de las fuertes feromonas apenas se había ido. Se sonrojó, frotando su piel. Tomó su vestido con lentitud, mirándolo—. Estuve... enseñando a los Omegas de César algunas cosas... de ser esposas.

—Mnh —murmuró Eru avanzando. No parecía tener vergüenza en mostrarse desnudo frente a él. Lo siguió con la mirada, notando sus heridas, sus pecas y lunares. Tomó su vestido, pero no se lo puso—. Entiendo. Debe ser difícil, yo no me despego de Lyokhat a menos que desaparezca de mi vista. Todo el día mojado, me duele el vientre de tanto lobo.

—Las primeras veces son intensas —murmuró con una sonrisa. No sabía por qué, pero no le causaba nada negativo el que Eru le hablara de sus encuentros. No sonaba vulgar, ni tampoco le causaba el mismo desagrado que ver a sus Omegas frotándose entre ellos. Todo el día hablaban sobre eso. Eru estaba pasando por lo mismo, pero era diferente. Él no comprendía del todo lo que sucedía y tampoco buscaba poner su razón de vivir en complacer a Lyokhat. Hubo un tiempo en el que él cayó en el mismo placer. Ver a César le hacía burbujear el estómago. Lo ponía caliente, risueño. No podía pensar en otra cosa. Pero ahí, desnudo y tranquilo, iba un Omega que gastaba más tiempo de su vida buscando conejos que en interesar a su lobo. Es su primer Omega pensó. Eru criaría a las próximas esposas de Lyokhat de forma diferente. Él era libre de verdad—. ¿Tienes algunas dudas? Puedo responder algunas preguntas por ti. Sé que Lyokhat es tu lobo, pero incluso él no sabe los secretos que entre Omegas podemos tener.

—Ah... —Eru desvió la mirada al cielo, luego a sus pies y más tarde a Kander—. Yo... quiero saber cómo detener el calor aquí —comentó, presionando su vientre—. A veces solo quiero estar con Lyokhat y hablar de flores, incluso recolectar hongos. Pero... verlo en su forma humana me hace desearlo, su lobo me detiene más, aunque así no puede hablar. Quiero dejar de hacer eso, por favor. Estoy goteando todo el rato.

Kander asintió. Ambos caminaban juntos por el bosque, dejando que los rayos dorados le secara la piel. No tenían peligro allí, nadie se acercaba a tierras de cambiaformas. Los humanos no querían tener el mismo destino que Diomedes ni tampoco el deseo de poseer a un descendiente de los salvajes. En cierta manera, estaban alejados del mundo. El pelirrojo se detuvo, apretando los dedos de los pies en el fresco pasto, aspirando el aire puro de los árboles. El cielo estaba despejado y solo el silbido de las aves se oía entre ellos.

—Necesitas a tu lobo para eso —respondió. Suavemente se dejó caer en la grama, Eru copió su acción. Relajando su cuerpo por completo—. Pero los Omegas también podemos satisfacer... en cierta forma esos deseos.

Los ojos mieles de Eru se clavaron en los suyos.

—¿Un Omega... puede satisfacer lo que yo siento?

Los ojos del pelirrojo bajaron la mirada a los labios del pequeño, a su barbilla, su cuello delgado. Suavemente asintió, asumiendo que lo que estaba pensando y lo que quería hacer no era para nada correcto. Sus ojos claros se desviaron. Eru tenía tanta libertad consigo que deseó haber estado a su lado. Ser solo dos, pequeños, necios al mundo. Le gustaba los seres curiosos y vivos por el sentir. Había tanto en ese mundo que el pasar de los años, entre tantos Omegas y embarazos, cayó en la remota verdad de que su vida no tenía sentido. Deseaba, quería y cuidaba a César con todo el corazón, pero no era suyo. Ni los hijos que tenía con él ni tampoco los próximos. Complacía Omegas que tocarían al hombre por el que dejó a su familia.

—Claro —afirmó. Volvió a mirarlo. Eru tenía las mejillas prendidas, pomposas y de aspecto suave. Tenía sobre sí la delicadeza de un pequeño Omega y la monstruosa curiosidad a lo salvaje y natural. Kander sonrió apenas, recordando la noche que César le habló entre sábanas de un pequeño Omega sucio y eufórico que le gritaba a la tormenta—. A veces... gusta más que otra cosa. Un Omega responde al deseo de un lobo por instinto... pero es muy particular que lo haga frente a uno de su especie. Todos los Omegas que conozco lo han experimentado.

—Ah... yo viví en una casa de Omegas. Vi muchos desnudos, pero nunca... nunca sentí nada como ahora —Eru toqueteó los vellitos de su pierna, removiendo la costra de una herida vieja.

—Fue diferente, no tenías tu celo aún —Kander se encogió de hombros, mirándolo entero. Eru observaba lo alto, con el ceño levemente fruncido por la luz del sol. Hubo un leve silencio entre ellos. El pequeño castaño parecía pensar. No sabía con exactitud qué corría por su cabeza, si la imagen del paisaje, si el recuerdo de Lyokhat y su deseo o bien el encuentro con otro Omega. Kander remojó sus labios, eso era sencillo con sus propios Omegas—. Eru.

Murmuró, rápidamente sintió dos cálidas manos tomarle de las mejillas. Sus ojos se agrandaron cuando tiernos labios presionaron los suyos. El rizado se alejó, tenía las pomposas mejillas rosadas y la curiosidad marcada en los ojos.

—No se me fue, Kander. ¿Soy raro? —preguntó, y su atención volvió a desviarse al cielo, a los pajaritos que bajaban para buscar semillas o bañarse en tierra. El pelirrojo lo miró, relamiendo sus labios—. Ya siento extraña la panza, creo que me voy.

Eru se levantó, sacudió su vestido y se lo puso, a pesar de la mugre. El Omega de Cesar elevó la mirada y automáticamente tomó la mano delgada del pequeño. Ambas criaturas se miraron, bellos, hermosos como druidas. Hubo un silencio suave, mientras el viento cálido silbaba entre ellos.

—Te enseño —murmuró Kander, mirándolo con toda atención, jalando al joven a su lado. Eru volvió al suelo, curioso, lento. Sus ojitos mieles estaban cubiertos de preguntas, de tanta necesidad por saber que Kander sonrió apenas con nostalgia. A veces los Omegas que venían apenas sabían lo que era el mundo. El pelirrojo acarició los rizos castaños, grandes, suaves. El Omega de Lyokhat tenía las mejillas prendidas—. Te besaré. ¿Me dejas?

Las mejillas del pequeño se tiñeron más, asintiendo. Sus labios se encontraron, lento, suave. Apenas un delicado beso de labios. Kander acarició la mano de Eru, adentrado su lengua, ambos buscando esa respuesta ante la curiosidad. Era un beso lento, profundo, el más joven cerraba los ojos, dejándose llevar.

Kander bajó suavemente por la barbilla de Eru, lamiendo, besando. Marcó los lunares en el cuello, evitando dejar alguna marca, proporcionando la sensibilidad suficiente para reconocer que aquel cuerpo se estremecía ante su toque. El más alto avanzó, tomando terreno sobre el dulce recibimiento de Eru. Lo empujó suavemente sobre la grama, encima de él. El castaño lo miraba atento, rojito por el calor. Kander bajó la mirada a la desnudez de Eru cuando este levantó el camisón hasta su pecho. Su estómago blanquecino, su zona íntima, sus piernas regordetas y su cadera pomposa. El pelirrojo bajó suavemente, lamiendo el pezón rosado, acariciando la cintura, las piernas de Eru al verlas permitirle el paso. Su mano acarició la zona íntima de aquel.

—Nhg... —gimió bajito Eru, bajando na mirada. Kander tomó la pequeña mano del chico, guiándolo a su propia entrada. Volvió a hundir su boca con la suya, haciéndolo gemir entre jadeos mientras metía sus dedos en el interior húmedo del Omega. Un quejido ahogado brotó entre el beso, ambos se miraron.

—Lo haces así... hasta que toques el punto que más te gusta —susurró Kander, enseñándole a acariciarse, a descubrir los secretos ocultos en la anatomía de tantos Omegas con los que estuvo. Eru dejaba escapar suspiros calientes, cerrando los ojos mientras su pene se volvía erecto con cada penetración.

Estuvieron cerca de diez minutos, y todo acabó cuando Eru dejó liberar su semen por todo su dulce vientre. Sus piernas se aferraron a la cintura de Kander. Y a pesar de que sus ojos cegados, su deseo llamado por su Omega, no respondió al insistente contacto de sus entrepiernas. Eru parecía querer algo más, pero el pelirrojo se separó. Limpiando su mano en su vestido, le temblaban los dedos.

Cuando se separaron, Eru se sentó. Estaba transpirado, con la respiración agitada que buscaba tranquilizar.

—Me siento mejor —murmuró, mirando el atardecer reciente. Los rayos dorados del sol le tiñeron el cabello castaño en dorado, resaltando su piel suave, sus lunares, sus labios húmedos y las suaves pecas que decoraban su nariz. Eru sonrió tímidamente, acercándose a Kander. Se besaron una vez más, cortito. Al separarse, Eru lo miró con grandes ojos—. Gracias.

—De nada.

Kander sonrió ante la extrañeza de Eru, que se paró, caminando con lentitud hacia el territorio de Lyokhat. Algo en su interior se sintió bien al verlo extasiado, satisfecho y un poco confundido. Como si le hubiese revelado un mundo que no le correspondía. El pelirrojo suspiró, dejándose caer sobre la grama, disfrutando los últimos rayos calientes de sol.

—Es... suavecito —murmuró.












HOLA VOLVÍ.

¿Qué piensan de estos dos? ¿Cómo creen que reaccionará Eru ante esta "nueva forma" de calmar su calor? Y en especial de ver a los omegas.

Ya era mucha cochinada dominantexsumiso. Si es la primera vez que me leen, y les gusta el OmegaxOmega, pasen por mis otros Omegaverse, que hay más.

¿Qué piensan sobre la forma de ser de Eru?

Me harían feliz con un comentario y un voto. Wuu

♡ HUNTER.

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