ocho
Les mentí.
—Eru.
Escuchó. El Omega entrecerró los ojos, apenas abriéndolos cuando la pálida luz de aquel día nublado le dio la bienvenida. Las nubes grises marchaban con rapidez en el cielo, arrastrando una lluvia gruesa y pesada, junto con un viento cálido que arrastraba las hojas de los árboles. Pensó, por el frío y la humedad, que el invierno se acercaba. Los ojos mieles de Eru se volvieron a la presencia del lobo a su lado.
Lyokhat sostenía su mano. Eru notó que estaba rodeado de mantas y almohadones, que estaba desnudo, sucio. Pero a pesar de ello, no había en su cuerpo la sensación de libertad y alegría que siempre percibía. El castaño apenas levantó la cabeza. La mano de su lobo lo detuvo.
—No lo hagas.
—Me duele todo —susurró, sus ojitos se llenaron de lágrimas. Sentía el cuerpo pesado, cansado, los huesos le dolían. El Omega apartó la mirada de la naturaleza, del enorme cielo que venía a tragarse las flores, la primavera, para dejarlos sumidos en la oscuridad de aquella habitación—. Lyokhat.
Gimió bajito, llamándolo. Los ojos del lobo destellaron, metiéndose al nido junto a él. Su cuerpo estaba tibio, cálido. Tan pronto lo percibió a su lado, escondió el rostro debajo de su barbilla, aspirando las feromonas del hombre que intentaba calmarlo. Lyokhat lo atrajo por completo, desde su pecho, manos, vientre y piernas, todo estaba en contacto. Eru creyó, por un instante, que todo lo que había pasado resultaba ser solo un sueño. Y aunque el cuerpo le doliera, su alma se tranquilizó, suspirando bajito, buscando el calor del lobo.
—Eru... —murmuró Lyokhat, sintió el vibrar de su voz en el pecho—. ¿Qué es... lo último que recuerdas?
—A ti —susurró, gimiendo bajito cuando la mano del lobo apretó su cintura. Sintió que sus yemas ásperas bajaban hasta su estómago, su vientre. Apenas el recuerdo cálido de cargar un pequeño ser dentro suyo lo acarició suavemente.
—¿Antes de eso?
Se alejó, buscando su mirada. Desde la perspectiva de Eru, Lyokhat se veía impaciente, preocupado. Podía notarlo en su aroma, su ceño levemente fruncido. Desde su naturalidad humana podía sentir cómo el caos gobernaba la mente de aquel y ni siquiera sabía el por qué. Elevó una mano al cuello del hombre y su mirada risueña se pegó a las delgadas marcas negruzcas que serpenteaban su muñeca, como una joya, un delicado brazalete. El Omega se quedó quieto, observándolo. Lyokhat tomó su mano con la suya, cubriendo por completo sus dedos, su palma. A veces olvidaba que le doblaba el tamaño.
—Eru... ¿qué viste en el bosque? —interrogó.
—Un lobo.
Eru no lo miró. Sintió la vibración en la garganta, el gruñido leve de Lyokhat. El Omega se encogió apenas, soltando feromonas dulces para que supiera que estaba ahí, suyo, para él.
—Un lobo marrón... repetidas veces. Creo que... era tu madre, no el descendiente de Kierath, sino de la real —murmuró, sus ojos brillaron, esta vez buscando su atención. El rostro de Eru estaba aperlado en sudor, ligeros cabellos se pegaban a su piel. Sus iridiscentes se cubrían de una euforia repentina, a pesar de que lo había encontrado con el cuerpo desecho—. Vino a mí. A mí, no me importó nada más, Lyokhat. Fue como encontrar mi juramento a la tormenta aquel día que te conocí. Fue...
—Eru —lo detuvo Lyokhat. Su voz gruesa le retumbó el cuerpo entero. Este se sentó, separándose. Apenas el Omega pudo levantar el pecho con ayuda de sus codos. Se apoyó, adolorido. Su lobo no lo miraba—. Yo te vi a lo lejos... tú me llamaste.
—No lo hice, Lyokhat —susurró.
—Tú me llamaste —insistió, volviendo la mirada destellante—. Cuando llegué... tú no tenías rostro, ni cuerpo... eras uno de los míos, Eru. Más pequeño que yo, pero de los míos. Te vi cambiar, volver de garras y colmillos... a un cuerpo suave y pequeño.
Parecía triste. Olía triste. El Omega frunció el ceño, apenas recordando aquel momento. No recordaba haberse visto como lobo, ni el cambio, nada. Cuando Lyokhat se transformaba, parecía sentir un ligero dolor por transformar los huesos. Se rompía y renacía eternamente en dos seres extraños y dominantes. Eru no podía ser eso. Tampoco sentía que algo dentro suyo había cambiado, solo un dolor inminente.
—¿No te gusta? —preguntó, a pesar de todo. Tal vez era un regalo de la naturaleza. Un suave abrazo a un Omega pequeño e ignorante. El castaño de ojos mieles bajó la mirada.
—Me gusta que seas lobo, como yo, como mi gente. Que sientas lo que yo siento... me altera pensar... que no sea el único que se cubra de fascinación por ti. Tengo hermanos, Eru. Hermanos que han querido encontrar en sus Omegas un cambiaformas fuerte. Si se enteran que el cachorro te despertó el lado animal... —se detuvo, tenía los labios secos, los ojos rojísimos. Sus pupilas dilatadas bajaron al vientre de su Omega, donde el cachorrito chiquito de ambos estaba—. Me obligarán a compartirte.
—Eso... no se puede —murmuró, la sorpresa visitando su mirada.
—Se puede. Si tu sangre te permite la transformación... quiere decir que darás cachorros puros.
Eru lo miró. Suavemente sus manos lastimadas se acercaron a ese rostro pálido. El cabello oscuro de Lyokhat se enredó, suave, sobre sus dedos. Todos creían que ese lobo era lo que el mundo pensaba de los descendientes de Ulises: un desplazado. Un hombre que no sabía ser hombre, que percibía el placer en su lado animal. Lyokhat tenía la sangre de Ulises en las venas, pero de humano solo tenía el cuerpo y las palabras. En él habitaba lo salvaje, lo natural, lo incontrolable. Eru buscó su calor suavemente, claro que no pertenecía a otro más que a él. Tal vez, las veces que prometió su alma, su llamado a la tormenta, la tierra y el cielo, simplemente se lo juraba a Lyokhat. Él, único en su vida.
Si iba a marchitarse algún día, anhelaba que fuera a su lado. Olvidados eternamente en el vago recuerdo de su sangre entrelazada, en las flores que crecerían sobre la tierra fértil que dejarían atrás. Era, tal vez, una vieja promesa que la madre naturaleza le debía a los amantes equivocados.
—Yo no tendré al hijo de nadie más —concluyó, mirándolo—. Todos... los cachorros que engendre sin tu sangre, morirán incluso antes de tener forma física. Lo prometeré ante la luna, ante ti, lobo. Te quiero a ti. Nací para estar contigo y tú naciste para estar conmigo. A donde vayas, yo te seguiré... y donde vea libertad, sé que estarás ahí. Así te siento, libre, Lyokhat. Igual que nuestro cachorro, que sus hijos y los hijos de sus hijos. Quiero... que tú también creas eso.
Los ojos de Lyokhat destellaron intensamente. Sus manos lo rodearon, fuerte. Con su cálido contacto Eru encontró la respuesta a sus palabras. Sabía que Lyokhat jamás lo diría en voz alta. No podía hacerlo, aunque sus ojos lo buscaran. Nunca estaban solos, pensó. Y en ese ligero apretón, Eru sintió el escalofrío de escuchar la fuerte tormenta. Como si algo más fuerte que ellos los estuviera espiando.
Estuvo en su nido cerca de cuatro días. Acurrucado, calentito entre almohadones. El malestar del mundo se fue despejando y los cielos pálidos se volvieron celestes. Sin embargo, algo había cambiado. Había en el aire el suave abrazo del frío. Lentamente los árboles dejaban caer partes de ellos en el suelo. Todo lo que fue verde alguna vez, en todos esos meses, ya había tomado el furioso calor de los valores. Ya solo veía naranjas, rojos, suaves amarillos que se adentraban a su nido para buscar un hogar en su libro.
Eru pasó todo el tiempo mirando el paisaje. Su árbol, los pájaros, las nubes. Se acurrucaba, chiquito, con el vientre tapado para darle calor a su cachorro. De vez en cuando, Lyokhat llegaba y le limpiaba el cuerpo con tela y agua. Decía que era sagrada, que curaba a los lobos. A veces estaba muy cansado para responder. Otras, sin embargo, lo invitaba a su pequeña morada, para enredarse en él y sentir sus caricias en aquellas zonas donde lo necesitaba. Eru se ponía rojito con solo verlo. Ni aunque tuviera el vientre lleno se iba el deseo, ninguno de los dos comprendía. Lyokhat obedecía, siendo suave, lento. Constantemente le susurraba cerca si se sentía bien, si no lo lastimaba. Eru apenas podía articular dos palabras. Estar embarazado era extraño.
Cuando pasaron dos semanas, finalmente recuperó todas sus fuerzas. Aquella mañana despertó envuelto en telas calientes, mientras el fresco viento le azotaba el cabello. Lo hubiese sentido mucho más, de no haber estado escondido entre los brazos de su lobo. El minino frotó la nariz contra el pecho del hombre, apretándolo en un abrazo fuerte y desmedido. Su vientre apenas notorio chocó contra las partes íntimas del ajeno, sus piernas entrelazadas volvieron a acariciarse. Eru ronrroneó cual gatito mientras se levantaba apenas.
—Ven —murmuró Lyokhat, su voz gruesa y adormilada. Sintió su mano sobre el hombro, jalándolo hacia el nido. Eru se recostó, mirándolo con grandes ojos. De repente, se sentía con energía, hambre.
Desde que el cachorro empezó a crecer más, Lyokhat prefería pasar los días durmiendo a su lado. De vez en cuando lo veía de mal humor, silencioso, procuparaba irse de la habitación cuando la comida le caía mal. Eru quería perseguirlo, pero hacía tanto frío que solo se quedaba acostadito.
—Lyo, tengo hambre —susurró, pellizcándolo.
—Mnh... —apenas lo oyó, el hombre siguió durmiendo, apretándolo tan fuerte que el oír sus fuertes latidos le confirmaron el pesado sueño que cargaba. El Omega se escabulló, recordando que las últimas noches lo había obligado a buscarle frutas que solo habían en las montañas vecinas, a varios kilómetros. Eru miró la bandeja vacía al lado de su nido, totalmente despeinado, con la piel erizada por el reciente fresco.
Gateó hasta el vestido de lino más cercano, se lo colocó, frotando su rostro adormilado. El rizado bostezó, sumando también un abrigo grueso sobre los hombros. Debía buscar su propia comida, no podía ser un Omega holgazán por toda la vida, ¿cómo criaría a un cachorro de esa manera? Eru negó, esta vez colocándose las sandalias. Suavemente acarició su vientre.
—Espérame... —escuchó a Lyokhat detrás. Eru se volvió apenas, observando cómo se estiraba. El Omega avanzó hacia el balcón, sintiendo el viento helado sobre la piel de su rostro. Había una calma extraña en el ambiente. Más allá de las montañas, se escondían oscuras nubes cargadas de lluvia. El pequeño avanzó más, subiéndose sobre la gruesa raíz de su árbol—. Eru, déjame llevarte.
Oyó, el rizado se volvió, sus orbes chocaron contra los oscuros ojos de un lobo negro, enorme, majestuoso. Lyokhat se acercó, inclinándose para que se subiera sobre su espalda.
—Si me subo... ¿no le hará mal al cachorro? —el lobo gruñó, sus colmillos mordieron los pliegues de su vestido, para jalarlo hacia él. Eru se subió con cuidado, enterrando las manos en el grueso pelaje. Su nariz se arrugó, satisfecha, al notar las feromonas entre las hebras, mezcladas con las suyas. Se aferró con fuerza, mientras Lyokhat bajaba con cuidado por las rocas.
Las manos pequeñas del Omega acariciaron las ramas que abandonaban sus hojas. La roca húmeda, el musgo de los árboles. Al entrar al bosque todo se volvió sumamente oscuro. El viento parecía susurrar algo entre las ramas, para él, para su cachorro. Eru miró las copas de aquellos gigantes, sintiendo la brisa helada sobre la nariz rojiza. La tierra oscura dejaba detrás la marca de las grandes patas del lobo. Se preguntó cuántos cambiaformas habían recorrido el mismo sendero. Hace mil, doscientos o trescientos años.
Escuchó un suave gruñido de Lyokhat, quieto de repente. Sus orejas se elevaron, atento. Eru miró, buscando qué tanto llamaba su atención. A lo lejos, suave, observó un pequeño grupo de conejitos marrones comiendo flores y grama.
El gruñido del lobo vibró bajo el cuerpo de Eru. Este apretó las manos sobre el pelaje, al igual que las piernas. Eran los animalitos que solía alimentar en verano.
—No, Lyokhat. Busquemos semillas y manzanas —murmuró, jalando el cabello del lobo. El animal pareció no prestarle atención, avanzando con esa característica lentitud de un cazador. Eru volvió a llamarle la atención, esta vez apretando sus orejas—. Vamos, Lyo... ¡Lyokhat!
Eru apretó con fuerza las orejas del lobo, jalándolo hacia atrás justo en el instante que el lobo corría hacia los conejos. El Omega gritó, cayéndose hacia el suelo de estrépito. Sus grandes ojos se desviaron, rápidos, al lobo rodeando la cabeza de un conejo con los colmillos. El sonido del cráneo reventándose resonó. Tan fácil que simplemente pareció romper ramitas. Gruesas lágrimas brillaron en sus ojos, pero se las tragó, bajando la mirada.
Sus manos temblaron cuando el lobo se acercó, dejando el animal destrozado frente suyo. Eru elevó la mirada, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El lobo era enorme, hilos de sangre goteaban de su hocico. Lo vio inclinarse, olisquear su vientre, su cuello. Cuando sintió que su lengua lamía una de sus lágrimas, lo alejó de un golpe.
—¡Quítate! —gruñó, colérico. Eru se limpió la saliva mezclada con sangre de la mejilla. No quiso ver al conejo. El Omega miró al lobo con ojos destellantes. Apenas podía notar que lo enfrentaba con sus pequeños colmillos—. ¡Por qué hiciste eso! ¡Te dije que no! ¡No lo hagas, no lo vuelvas a hacer!
Intentó levantarse, pero el lobo lo empujó nuevamente al suelo con una pata. Eru volvió a golpearlo, a pesar de que apenas el animal lo notaba. Los ojos de la bestia destellaron en rojizo cuando el Omega le rugió, mostrando sus blanquecinos colmillos.
—¡No, basta! —gritó, evitando que el lobo le dejara el conejo ensangrentado sobre el regazo. Eru le gritó más fuerte, esperando que Lyokhat despertara de su lado animal. Los ojos del Omega empezaron a destellar, nervioso, con aquel ligero dolor en los huesos y la euforia en el corazón, le gritó una vez más—. ¡No!
—¡Lyokhat! —oyó un rugido, Eru desvió la mirada. A lo lejos pudo ver la enorme silueta de un hombre. Era pálido, como si la luna lo hubiese besado en su estado más lleno. Eru sintió que su corazón latía aún más fuerte. Apartó la mirada a su lobo, que había soltado el conejo sobre su regazo, cubriendo todo su vestido blanco con sangre. El minino lo apartó con cuidado, alejándose. Apenas se enderezó, notó que Lyokhat empezaba a gruñir en dirección a César. Las mejillas de Eru enrojecieron. El lobo blanco mantuvo su distancia—. Omega, ¿estás bien?
—Sí... —susurró, asintiendo con la cabeza. Pudo sentir en su interior el reciente sentimiento de la intromisión, como si algo nuevo en su territorio lo pusiera nervioso. Eru soltó un suave quejido, notando que eran los pensamientos de Lyokhat manofestándose a través de la marca—. Estoy bien. No pasa nada, puedes irte.
—Tienes sangre —habló César, a lo lejos escuchó los pasos de otro. Eru apartó la mirada, notando que Kander venía agitado, corriendo, con una canasta con manzanas en el brazo y las mejillas rojas. Lo oyó preguntar qué sucedía, hasta que sus miradas se encontraron. El pelirrojo lo miró de pies a cabeza.
—Eru...
—No es mi sangre —habló, repasando las manos por la tela. Eru bajó la mirada, no quería que la situación de malentendiera—. Solo... mató a uno de mis conejitos, yo no quería y él...
—Lyokhat, cachorro —comentó César, acercándose. Eru retrocedió al oír al lobo negro gruñir por lo bajo, quieto. No entendía qué le sucedía, nunca antes había estado así. Las veces anteriores hasta podía entenderlo sin la mediación de palabras. El Omega lo llamó por lo bajo—. Lobo, ven.
César se acercó. Era enorme. Aunque Lyokhat le gruñera por lo bajo, se acercó, buscando tocar su frente con aquella mano pálida y enorme. Eru sintió que suaves manos se aferraban a su brazo derecho. Se volvió, Kander miraba a César y Lyokhat juntos. Escuchó susurros que no pudo descifrar. La lengua antigua de los cambiaformas, de la madre naturaleza.
—¿Seguro estás bien? —preguntó Kander, acariciando su brazo. Sus ojos se desviaron a la mano protectora de Eru en su vientre—. Tú... ¿no te golpeaste ahí, no?
—No...
—No debiste salir del nido, Eru —susurró Kander, ambos desviaron su mirada. Escuchó el desagradable sonido de la transformación, mientras los huesos se rompían y volvían al estado natural de un hombre. Eru se sintió ansioso cuando Lyokhat cayó entre los brazos de César—. Tranquilo, no es nada. Despertará en poco tiempo, solo...
—¿Por qué estuvo así? No me escuchaba, no respondía. —habló.
—Eres su primer Omega... hueles a cachorro, Eru. El lobo querrá tomar todo el mando si huele que su hijo está en tu vientre. Tú sabes... —Kander se acercó, mientras César buscaba alzar a Lyokhat con cuidado. Algo muy difícil, puesto que eran del mismo tamaño—. El lado animal... no es el mejor estado para ellos, a pesar de la tranquilidad que le prometen. No cuando su Omega está preñado. Te cuidará, sí, como su instinto lo dicta. Si él mató ese conejo... fue porque quería alimentarte. Qué bueno que César los encontró, si seguías negándote, el lobo de Lyokhat lo vería como una ofensa hacia él.
Eru se estremeció. Kander bajó la mirada a su vientre, sonriendo amablemente cuando le tendió dos manzana rojas. Para tí y tu bebé. César dijo que no podían entrar en el territorio de Lyokhat, mucho menos a su lecho ni a su nido. Buscaron un grueso árbol dónde estar. Cerca del río, César recostó a su lobo sobre la grama.
—No dejes que se convierta tanto —comentó, Eru asintió—. Tampoco salgas del nido, él tiene que traer la comida, tú no sales.
—¿Por cuánto tiempo?
—Unos siete meses, calculando la última luna que te vi... no olías así —el pelirrojo sacó más manzanas, al igual que una bonita manta bordada. Cubrió a Eru con ella, sentándose a su lado. El rizado apretó los puños. ¿Siete meses encerrado? No quería que Lyokhat se perdiera en su lobo, pero tampoco quería olvidarse de todo lo que amaba. Eru ya empezaba a sentirse enfermo ante la simple idea de pasar todo el embarazo en su habitación—. No te preocupes, Eru. César hablará con Lyokhat, le explicará cómo es. Ya no solo te tiene que cuidar a ti, sino también al cachorro en tu vientre. Por cierto, felicidades... la próxima vez te dejaré un regalo en el bosque para que Lyokhat lo recoja para ti. Por ahora, acepta este canasto con manzanas.
—Sí... —respondió. Eru desvió la mirada a su lobo. La cabeza de Lyokhat descansaba sobre el regazo de César. Ninguno de los dos se parecía, pero tenían un aura sumamente similar. Extraña, antigua. De repente, el repentino recuerdo de la imagen de un lobo marrón traspasó sus memorias. El Omega frunció el ceño—. Amh... ¿realmente... ustedes son los últimos cambiaformas?
César lo miró. Su rostro tenía un semblante amable, tranquilo, tan diferente de Lyokhat que se sintió extraño al pensar que todo ese tiempo su lobo era de esa manera. Su lazo siempre tenía el ceño apenas fruncido, lucía terrorífico cuando nadie lo veía. Ni siquiera los animales se le acercaban. Simplemente sus ojos se suavizaban al verlo.
—La tierra nos dice que sí —respondió César—. Nuestra madre... murió al dar a luz a Lyokhat. Fue la peor luna para nuestra raza, mataron a todos. Éramos niños, protegimos lo que pudimos... fue hace mucho tiempo. Ahora temen lo que la naturaleza les pueda cobrar. Saben sobre la maldición... no podemos salir de aquí, porque el padre de todo nos protege de ser... simplemente animales. Es extraño pensar que sobrevivimos por la ira de la naturaleza sobre nuestro linaje.
—Tú... no pareces... —murmuró, César sonrió apenas.
—No me convierto mucho —aclaró, como si eso bastara para explicar todo. Eru lo había visto como lobo, al menos un pequeño momento: grande, blanco, tan hermoso y en calma que siquiera podía pensar a ese hombre junto con la violencia. El Omega miró a Lyokhat, ellos incluso habían danzado juntos. El único momento donde lo veía como hombre era en casa, algunas veces en el bosque. Tal vez por ello lo deseaba mucho. Comprendió, entonces, que debería dejarse al cuidado de Lyokhat y sacrificar algunos momentos de libertad. No quería dañar a su lobo.
Eru se levantó, doblando la manta. Se la dio a Kander, que sostuvo la canasta mientras el rubio se limpiaba las hojas y las tierras del vestido. Se acercó a Lyokhat, estirando las manos para tocar su cuello, su rostro. Apenas arremangó su abrigo para que le sintiera las feromonas de la piel y despertara.
—Lyokhat —susurró.
—¿Dónde te hiciste esas marcas? —escuchó la voz de César. Eru desvió la mirada a la pigmentación oscura sobre la piel lechosa. Se la cubrió al instante, mirándolo con grandes ojos. El lobo blanco se quedó quieto. Apenas notó cómo las pupilas de aquel empezaban a dilatarse—. Extiende los brazos.
—César... no le puedes ordenar nada —habló Kander con tono bajo y fuerte, sonaba enojado.
—Extiende los brazos, Omega —repitió. Su voz baja, fuerte, tan destructiva para su sensibilidad que Eru dejó escapar un leve gemido involuntario. Toda su piel se erizó.
—No —murmuró. Los ojos mieles de Eru empezaban a dilatarse. Su Omega estaba sensible, enojado, al notar que otro se atrevía a darle una orden. Todos sus sentidos le gritaban que aquello era una amenaza. Ni siquiera Lyokhat se atrevía a intimidarlo con la voz. El pequeño apenas se movió, cubriendo su vientre con una mano—. Suelta a mi lobo, me lo llevaré.
—Muéstrame —la voz de César sonó mucho más brusca. Notó que su mano viajaba a la suya, justo en el instante que los dedos del lobo tocaban la marca, Eru sintió que la imagen de la madre naturaleza se proyectaba en su mente. Ella, en el árbol, en el río, en el bosque frente a él. Una bestia que cargaba la pigmentación del suelo, de los árboles, que se había tragado su alma entera. El Omega casi cayó al retroceder, sino fuera porque Kander lo atrapó. Su corazón latió con fuerza cuando notó que la sangre goteó de su nariz hasta sus labios, al igual que César—. Tú...
Eru se soltó de Kander, retrocediendo. Limpiándose la sangre de la nariz con manos temblorosas.
—Lyokhat —llamó, notando que el cielo se había cubierto de total oscuridad por las nubes de lluvia. A lo lejos, pudo notar el primer rayo azotar las montañas, justo detrás de César. Del lobo blanco que empezó a destellar la mirada.
—Eru... —oyó a Kander a su lado, ni siquiera pudo voltear la mirada. El lobo del pelirrojo se puso de pie, enorme, los ojos completamente rojos, los colmillos asomándose por sus labios. Apenas escuchó el primer crujido de un hueso, Kander gritó—. ¡Corre! ¡Corre hacia el bosque, ya!
Eru no lo pensó dos veces, dejando a Lyokhat, dejando sus sandalias bajo la sombra de aquel árbol. Sus pies se enterraron en la tierra, cortándose con las piedras, apenas soportando la desesperación de pensar que su cachorro podría correr peligro. Cuando el Omega escuchó el primer rugido, miró hacia el cielo, hacia las primeras gotas frías y gruesas que cubrieron su rostro. El bosque estaba lejos, para él, para sus piernas. Sintió el gusto de la sangre en la boca al notar que filosos colmillos crecían, y su cuerpo dolía, caliente, aterrador. En el último instante, antes de caer, su Omega gimió por el lobo, por ayuda. Porque apenas volvió la mirada, la sombra de un gran lobo blanco en la lluvia se arrojó sobre él.
Antes de que un gran lobo negro tomara a César, sus cristalinos ojos reflejaron a un pequeño lobo marrón que temblaba ante la transformación.
Y después, un llamado hacia todos sus hermanos.
Habían encontrado a un Omega cambiaformas.
Hasta ahora, ¿qué piensan de la historia?
¿Qué pasará con Eru ahora que César llamó a todos?
Ah, pasé las 4k de palabras. Por cierto, ¡muchas gracias por los 10k de votos en Llanto de cachorro! Recuerden que, si quieren adaptar, tienen que enviarme mensaje privado. No copien, porfa.
-HUNTER
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