dos
Lo primero que vio fue un dosel que tenía flores bordadas.
Sus ojos se entrecerraron, adoloridos por la inmensa luz que azotó sus pupilas. Elevó una mano, tratando de resguardarse. De un suave golpe, el dolor en su cuerpo se extendió como las aguas de un río por todas sus venas. De las puntas de los pies hasta los lóbulos de sus orejas. Eru bajó la mirada, estaba completamente desnudo, como lo recordaba la última vez. El barro oscuro se había secado en su piel y las heridas ya estaban repletas de mugre y sangre seca. Sus piernas tenían rasguños, al igual que sus caderas y sus brazos. Supuso que sería las innumerables caídas que se dio mientras corría por el bosque.
Toda la suciedad que traía contrarrestaba con los edredones blanquecinos que rodeaban su cuerpo. Miró a su alrededor. Por un momento, creyó estar dentro de la casa de un duende mágico o los aposentos de los reyes élficos que tanto fantaseaba en sus libros. Eru miró las gruesas raíces que brotaban del suelo, sosteniendo el dosel y llenando de flores silvestres toda su madera. El Omega se enderezó, con la curiosidad en la punta de la lengua. Había un baúl oscuro, una tina de hierro y el cuarto se ahogaba en naturaleza profunda. Miró sus pies, levantándose de entre tantos edredones. Se arrastró, asombrado.
Era como si la madre de todo hubiese tragado un palacio por completo. Aún los azulejos podían notarse entre raíces y flores secas. Eru persiguió las enredaderas, las raíces gruesas que lo guiaron a un enorme balcón ahogado en enormes árboles de hojas verdes. Por allá, a lo lejos, admiró las montañas, hermosos claros y senderos tiernos en abedules y helechos. Eru dejó que su corazón se llenara de una emoción inquebrantable, mientras su cabeza se perdía en lo que tanto había deseado desde siempre. De pronto, olvidó el dolor corporal y trató de grabarse ese momento en lo profundo de su ser.
El suave viento se llevó consigo el aroma del barro, de la mugre. Eru dio algunos pasos más, pisando las raíces húmedas de los árboles, hundiendo sus dedos en la corteza y el musgo. Observó el claro adelante de sus narices, justo a unos metros del balcón. Un lago rodeado de enormes piedras y gruesos pinos contenía el agua más pura y cristalina que pudo haber visto. Eru trepó entre las raíces, sonrojándose. Notó que estas descendían desde el balcón hasta las rocas que orillaban aquel hermoso espejo. Se trepó, entre jugueteos y risas bajas que le permitió la agilidad de bajar sin herirse. Cuando pisó la primera gran piedra, se subió hasta su cima para admirar el claro con más atención.
No había nadie más que él y la naturaleza. Silencioso, tranquilo. Eru cerró los ojos y aspiró profundo el aire puro que los árboles le regalaban. Ahí, entre la intimidad de la soledad, se dejó caer de cuerpo entero al agua. Siempre sintió que pertenecía ahí, entre los árboles, los senderos, las piedras y los ríos. Lo sacaba de toda realidad, hundiendo todo su ser a un mundo donde nadie más pertenecía. Solo él, solo Eru. Sin preocupaciones, sin problemas. El Omega tragó una gran bocanada de aire cuando regresó a la superficie. Frotó su rostro, su cabello. Eru nadó como un animalito en libertad, llenando el aire de un suave aroma a canela, a casa, a hogar.
—Qué maravilloso... se ve todo —murmuró, mirando el cielo celeste. Sintió piedras bajo sus pies y nadó hasta la orilla. Allí frotó su abdomen, sus piernas, todo su cuerpo para notar la claridad de sus heridas. Las reconoció al instante, porque empezaron a arder. Se inclinó, dejando que su cabello cayera por el agua para empezar a frotarlo suavemente. Tarareó con tranquilidad, dejando que el aroma a casa inundara todo ese lugar. Apenas se detuvo cuando sintió el relieve de su piel en el cuello. Su canción no dejó de sonar, pero el recuerdo de esa noche fue imposible de olvidar.
El Omega miró el cielo. Debería estar asustado, llorando. Retorciéndose de terror y llenando su cabeza de miedo por la marca de uno de los Grandes. Sin embargo, simplemente dejó caer su mano, porque sabía que si debía morir, al menos tendría el consuelo de encontrar un lugar tan hermoso como ese. Se había imaginado un calabozo lleno de ratas, mugre y olor a mierda, pero no tenía grilletes en las muñecas ni gruesas cadenas lo ataban a un cuarto oscuro. Lo que tenía frente a él era un sueño eterno que le prometía cuidar su sangre si era derramada.
Tal vez por eso no lloró cuando lo vio. Eru volvió la mirada, suave, mientras notaba que de la oscuridad del bosque uno de los Grandes lo observaba con sus oscuros ojos perturbadores. No supo decidir qué clase de criatura era esa. Eru lo miró con atención. Un lobo negro, de ojos rojos que no sabía medir la fuerza para tomar una vida. Tenía una camiseta de lino blanco y gruesos pantalones marrones. Parecía un aldeano más, pero sintió en su imagen el llamado de lo salvaje. Como si en sus negros ojos se ocultara el secreto más perverso de la madre naturaleza. Eru se quedó quieto, notando que la piel de aquel era pálida, sus cabellos oscuros eran largos y acariciaban apenas sus hombros. Lo había recordado moreno, pero comprendió, sin embargo, que era producto de la transformación. Tenía labios gruesos y una ligera expresión de incomodidad parecía petrificar su rostro peculiar. Eru lo supo al instante.
Sea lo que su sangre prometiera, no era del todo humano.
La determinación y su mirada le causaron extrañas sensaciones en el estómago. Eru apretó las manos a sus costados cuando aquel se acercó, sigiloso, como si sus pasos callaran el ruido de las piedras bajo sus pies.
—Tú...—murmuró, ladeando la cabeza. Ahora era él quien lo inspeccionaba. Eru se sintió incómodo de repente, una cosa había sido aquella noche, cuando estaba cubierto de barro. Pero ahora estaba limpio y juraba que aquel podía hasta verle los lunares en la cadera—. ven aquí.
Dio un paso más, a lo que Eru retrocedió.
—Si te acercas, me mataré.
Ambos se miraron. Por un momento minúsculo y pequeño, percibió en aquel algo extraño. Como si se fundiera entre los árboles, las piedras, la oscuridad del bosque. Fue un instante en el que la luz del sol lo cegó y la piel de ese hombre se reventó en garras y pelaje. Oscuro, enorme, tan dominante que su simple presencia le hizo trastabillar y caer al agua. Eru alzó las manos, tragando agua, llenando su corazón del terror de ser hundido y perder el aire. Enormes garras lo rodearon y un hocico de grandes colmillos mordieron el agua, buscándolo a él. El Omega se revolvió, desesperado, nadando fuera de aquel lugar. Sus dedos se agarraron de piedras y sus pies lo impulsaron a la superficie. La bocanada de aire lo hizo toser, y su garganta y pulmones dolieron cuando corrió hasta las grandes rocas, saltando con una velocidad que ni siquiera pudo creer.
Eru avanzó hasta los álamos, mientras sus pies pisaban las flores silvestres y el pasto le llenaba de cosquillas y tierra. Hubo un instante en el que pensó que podía escapar, que realmente se había vuelto uno con el viento y su susurrar. Pero algo era inevitable, y es que su cuerpo, su ser y su alma estaban reclamados por la sangre maldita de un lobo negro que lo perseguía. Un fuerte rugido bastó para que el dolor de la nuca lo paralizara por completo. Cayó de golpe contra el pasto, contra las tiernas flores. Una enorme sombra lo cubrió y sus ojos se agrandaron con terror cuando las garras de esa bestia se pusieron lado a lado de su cabeza.
Eru actuó por instinto. Su mano apretó la piedra entre sus dedos y se volvió, rápido, golpeando con todas sus fuerzas el ojo derecho del animal. El golpe fue certero, al igual que la sangre que le salpicó toda la cara. De un soslayo, el lobo se convirtió en hombre. Animal, salvaje, completamente furioso. Sus cabellos negros se habían fundido con el escarlata y Eru observó con grandes ojos cómo un grueso corte se extendía verticalmente sobre la ceja derecha. Su pálida piel diferenció el color de la sangre.
—¡Yo...! —susurró, asustado. El corazón le latió con tanta fuerza que sus pies temblaron. Necesitaba correr, pero su nuca ardía fuertemente. El aroma agrio de aquel ser le debilitaba el cuerpo. El hombre se levantó, la mirada oscura, nada de él parecía pertenecer a la belleza de ese bosque. Lucía como una noche de luna llena, y si el universo le dijera que cada persona pertenecía a una estación, definitivamente él sería el negro invierno de las montañas.
Un rápido movimiento lo exaltó por completo. Los gruesos dedos de aquel rodearon su cuello, apretando la carne cicatrizada, presionando con tanta fuerza que Eru siquiera pudo detenerlo con sus dedos temblorosos. Su cuerpo se estremecía, lo buscaba, lo llamaba, sentía que aquel le abría la necesidad de doblegarse a su voluntad. El Omega gimió bajito, entre arcadas.
Apenas sus dedos lograban rodear sus muñecas. El hombre lo soltó, mirándolo desde arriba. Estaba sobre él, enorme, fuerte, desnudo. La tos atacó a Eru, pero no dejó de mirarlo con los ojos cubiertos de lágrimas, rojo.
—Tú... no eres compatible conmigo —susurró, levantándose. Sus ojos oscuros lo observaron una vez más, analizando el pequeño y delgado cuerpo del Omega. Eru presionó sus muslos entre sí, tratando de cubrir sus partes más íntimas. No sabía qué vistas estaba ofreciendo—. Debí haberte comido a ti y no al otro. Espero que cargues con un buen útero, porque eres el único al que puedo preñar... por el momento.
Eru sintió que algo presionaba su pecho, estaba seguro que, de no haberse casi ahogado, estaría sonrojado. Tal vez no era el Omega más bonito, ni siquiera César lo quiso, pero tenía cierto orgullo.
—Lamento que no tengas otra opción, a mí también me hubiese gustado que el mejor de todos me tomara... pero César no podía —habló, algo dentro suyo buscó en aquel la satisfacción del dolor. No era la primera vez que sentía el menosprecio, incluso entre los mismos Omegas, en casa, solían mirarse de cuerpo entero. Era una guerra silenciosa que tenía incluso más peso que las palabras. Eru se tocó la mordida del cuello—. Tendré que conformarme contigo hasta que me muera.
El hombre sonrió apenas.
—Tal vez seas el único —murmuró—. Apestas a canela, esta noche te marcaré con mi aroma en el banquete. Mientras tanto, si te encuentras con los otros, diles que eres mi Omega.
El viento sopló, aquel lucía salvaje, majestuoso. Eru sintió en él el poder de la naturaleza. De alguna manera, nacía entre su cuerpo la necesidad de permanecer a su lado y desafiarlo.
—Eru —susurró, sus ojos dilatados lo miraron. Las extrañas sensaciones que crecían en su interior parecían expanderse fuera de él. Quería saber su nombre, le crecía la necesidad de comprender qué clase de relación tenía ese con la naturaleza.
Aquel lo miró con sus penetrantes ojos oscuros y se inclinó suavemente.
—Lyokhat.
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