diez

—¿Qué son? —preguntó, inclinándose aún más para observar de cerca.

—Piedras preciosas —respondió el cambiaformas. El pequeño Omega a su lado sonrió, tomando el cristal entre sus dedos. El vestido de lino caía suelto por su hombro, dejando libre el cuello, las clavículas. Lyokhat bajó la mirada al pequeño río que llovía desde la montaña, donde ambos se detenían a limpiarse. Eru se recostó sobre la grama frondosa, aún con los pies en el agua.

—Es tan hermosa, ¿puedo quedármela? —murmuró el Omega. Sus rizos se desparramaron entre las pocas flores silvestres que nacían sobre el suelo. El lobo asintió, bajando la mirada al pecho, al vientre levemente pronunciado y los muslos gruesos del minino. Suavemente se levantó. Estaba desnudo y su cuerpo albergaba aún las heridas cicatrizadas que sus hermanos le habían hecho. Lyokhat fijó la mirada en el bosque, en el claro, más allá de los árboles—. Lyo.

—Tenemos que volver —dijo, bajando la mirada. Los ojitos de Eru se dilataron, sus manos tomadas la una a la otra, sobre su pecho. Lo vio encogerse de hombros, con las mejillas rosadas y la mirada desviada a su cuerpo, a su entrepierna. Lyokhat se inclinó—. No.

—No... —susurró Eru, ladeando la cabeza para mostrarle el cuello blanquecino y cubierto de feromonas dulces. Las hebras mieles acariciaban los tiernos lunares sobre la piel. Eru se encogió, juntando las piernas y arrugando su vestido de lino para mostrarle los muslos—. ¿Me llevas?

Lyokhat frunció el ceño—. Tú... solo eres un Omega mimoso.

Aún así se inclinó para tomarlo en brazos. Eru se aferró a él, rodeándole la cintura con sus piernas, escondiendo la naricita en la nuca del cambiaformas, para sentir su aroma en todo momento. El lobo lo cargó, atravesando el bosque a pie. El más joven inclinó la cabeza para mirar el cielo celeste, las ramas de los árboles, las hojas verdes. Entre grandes montañas, frente a él, un tranquilo y silencioso claro le reveló el pequeño hogar que ambos habían construido. Eru estiró los brazos para acariciar las flores de glicinas cuando Lyokhat lo bajó. Ambos se recostaron sobre la grama. El sol se filtraba apenas, iluminando el pecho del lobo.

—Mnh... Lyo... —susurró el pequeño, acercándose al cuerpo del cambiaformas—. ¿Cuánto tarda el cachorro en crecer?

—Algunas lunas.

Eru se sentó suavemente, repasando las manos por la grama del suelo. Solo se oían los pájaros, el lejano viento. El pequeño entrecerró los ojos, su vientre había crecido un poco más. Ya no sentía tantas energías como para explorar aquellas exquisitas tierras, mucho menos pasar horas juntando flores lindas para armar coronas. El Omega miró las lejanas montañas.

—Estoy cansado —confesó—. Y aburrido.

—Aunque digas eso, no te dejaré vagar solo por el bosque —murmuró el cambiaformas, recostado, respirando con total tranquilidad. Eru lo miró con el ceño fruncido. Lyokhat tenía los ojos cerrados, en total paz. El minino ladeó la cabeza, bajando la mirada por su cuello, su pecho. Los músculos estaban aperlados por el sudor, remarcando cicatrices. El Omega presionó los puños contra su vientre bajo, clavando los ojos en el miembro dormido.

—Lyo... —susurró, gateando hasta llegar a su lado. Se inclinó suavemente sobre su rostro, colocando ambas manos lado a lado del rostro de aquel hombre. Eru se sonrojó, sonriendo, apretando los deditos de sus pies—. ¿Si lo hacemos... dañará al cachorrito?

—Mnh... no si hay cuidado —lo oyó. Las mejillas de Eru se sonrojaron, el Omega suavemente se colocó encima del hombre, rodeándolo con sus piernas regordetas. Un ligero estremecimiento brotó en su vientre cuando se presionó contra la entrepierna. Lyokhat abrió los ojos, sus manos colocándose sobre los muslos pomposos—. Estás más relleno.

—Tengo un bebé —susurró el Omega, quitándose el vestido de lino. Su ceño se frunció, notando que apenas podía ver su propio miembro. Eru bajó la mirada, posando las manos en su vientre—. ¿Estoy feo?

Lyokhat sonrió, suavemente se inclinó, elevando una mano a sus mejillas. Lo vio apartar un rizo de su rostro, acariciar su cuello, su clavícula. Suavemente lo vio negar.

—Eres un atardecer cálido con nubes rosas y anaranjadas —respondió, apretándolo contra él. Lyokhat acomodó con una mano el vestido de lino en el suelo.

—También quiero unirme contigo bajo un atardecer —agregó, mientras el hombre lo acostaba sobre el suelo. Eru abrió las piernas, sintiendo el peso de Lyokhat contra sus partes íntimas, sus muslos. Sus ojos oscuros destellaron, besando al Omega—. Quiero tener a tu cachorro bajo la luz dorada que nos regala el sol al despedirse, para que lo proteja. Y luego te daré muchos otros... que se parezcan a ti, así son fuertes.

—A los dos —susurró Lyokhat, acariciando los muslos del Omega. Eru se removió, ya empezaba a lubricar.

—¿Será cambiaformas...?

—Seguramente —respondió Lyokhat, mirándolo a los ojos. Los iridiscentes mieles de Eru estaban entrecerrados, entre el placer, la paz y tranquilidad de ese pequeño espacio. El más grande sonrió de lado, atento, cuando bajó la mano a la parte íntima del Omega, Eru jadeó—. Si es así... nacerá cuando te transformes y traerás al mundo un lobito. Un cachorrito que cambiará para acurrucarse en tu pecho... y te defenderá a colmillos y garras porque eres su madre.

Eru soltó una suave risa, sus ojitos brillantes—. Quiero ver eso.

—Tendré que marcar mi lugar... porque no hay nada más celoso que un cachorro cambiaformas con su propia madre —Lyokhat lo besó una vez más, mordiendo su mejilla, su mentón. El lobo bajó por su cuello, dejando cardenales sobre la tierna piel. El minino se acurrucó contra ese gran cuerpo, suspirando por lo bajo al sentir la presión de sus grandes manos contra él, su boca, sus feromonas.  ahogó un jadeo, apretando las piernas cuando Lyokhat aferró los dedos sobre sus muslos, mientras lamía su humedad.

Habían pasado dos lunas desde que se alejaron de todos. Vagaban por los bosques, descubrían suaves escondites en las montañas, bajo el cobijo de viejos y enormes árboles. Lyokhat le enseñaba a Eru los secretos de la naturaleza, entre susurros. Oían el llamado del viento cuando se callaban, las voces de los árboles, las sombras de los antiguos habitantes, antes incluso que la existencia del Dios de los cambiaformas. Por las noches se unían, juntos, bajo la luz de la luna. Eru disfrutaba de la completa atención de Lyokhat, de sus miradas suaves cuando le confesaba sus deseos mundanos.

Poco sabía Lyokhat del mundo lejano, de los seres normales que le habían jurado guerra hacia cientos de años. A Eru no le molestaba que no supiera, que incluso algunas actitudes de Lyokhat se asemejaran más a su lado animal que al humano. Le fascinaba todo lo que sabía, desde las antiguas leyendas hasta las lenguas muertas de su propia raza. Su lobo lo guiaba a los escondites más recónditos, ajenos a toda realidad, donde se ocultaban las historias de sus antepasados. Las viejas pinturas sobre la guerra entre canbiaformas y Alfas, el rostro pintado de Kirjath, el Omega maldecido y las marcas extrañas grabadas en cuero animal. Lyokhat le mostró la única pintura sobre el Alfa que había acercado a la muerte a toda su raza.

Sobre tela de lino, apenas unos trazos oscuros que le revelaron al peor enemigo de la raza de Lyokhat, sangre de su sangre. Reconoció la mirada de su lobo en aquel hombre, algo que tal vez no olvidaría jamás, porque a fin de cuentas, los únicos sobrevivientes de los cambiaformas mantenían en sus venas el linaje de aquel monstruo.

Eru cerró los ojos con fuerza cuando Lyokhat lo penetró con sus dedos. Sus ojos oscuros buscaron los suyos, mieles. El pequeño se aferró al lobo con piernas y brazos, perdiéndose en el placer cálido de los toques, los besos, las lentas embestidas que siguieron en aquel pequeño espacio. Se entregó a él entre ronrroneos y gemidos bajitos, Lyokhat sonrió, con sus ojos destellantes, cada momento que su Omega le rogó que fuera más profundo. A pesar de eso, no le prestó atención. Eru agradeció una hora más tarde, cuando su lobo lo alzó en brazos y lo llevó a un próximo río para lavarlo. Cuando el calor pasó, un ligero dolor atravesó su cuerpo, pero no era algo que lo alarmara.

Estaba entre sus piernas, sentado sobre una húmeda roca baja donde el agua fría pasaba. Eru estaba recostado sobre el muslo de su Alfa, admirando las piedritas brillantes que tomaba del río, mientras Lyokhat le limpiaba las piernas con un trozo de tela.

—Lyokhat... —llamó, mientras movía la piedrita bajo la luz del sol. Era violácea—. Mi antepasado fue un cambiaformas, pero un felino... ¿qué tal si nuestro cachorro sale como él?

—Mnh...—murmuró, mientras Eru se enderezaba. Sus mejillas se tiñeron de un suave carmín cuando el Alfa limpió su estómago cubierto de sus propios fluidos—. No saldrá así... mi padre era lobo, igual que yo, y tú también lo eres por mí... creo. Ah, respira profundo.

Eru obedeció y un ligero jadeo, más la incomodidad, se sumó a él. Sus ojos bajaron a la mano sobre sus partes íntimas y los dedos que se adentraron en su zona. El Omega gimió bajito, rojo, mientras el semen salía de su interior. Recostó la cabeza contra el hombro de Lyokhat, sintiendo su piel fría contra sus mejillas calientes. Eru toqueteó con su naricita la piel, a lo que el lobo comprendió, bajando suavemente la mirada.

—¿Qué quieres, mnh? —susurró, molestándolo cuando el Omega buscó sus labios. Se besaron con lentitud, mientras Lyokhat aferraba más al pequeño ocontra su cuerpo. Eru gimió durante el beso al sentir que los dedos se adentraban más. Al separarse, los ojos de aquel estaban rojizos—. Si sigues lubricando, no te podré limpiar nunca.

—Es porque me tocas... —empezó, pero se calló cuando su rostro enrojeció. Eru bajó la mirada, los dedos de Lyokhat salieron húmedos en semen, con hilos de espeso lubricante—. Me limpiaré yo.

—¿Por qué? Te estaba... ayudando —los ojos negros del lobo se dilataron, entre destellos rojizos, cuando Eru se levantó, alejándose de él varios metros. El Omega agarró de un manotazo su vestido de lino, poniéndoselo con rapidez cuando notó que aquel le miraba las partes íntimas. El rizado se sentó en una pequeña roca, lejos del cambiaformas. Este lo miró atento, sonriendo de lado.

—Ve por allá —ordenó Eru, apuntando lejos. Lyokhat negó.

—Tengo que limpiarme también —contestó, recogiendo un poco de agua, tomando su miembro. Eru se volvió con mejillas prendidas, dándole la espalda. Estiró el cuello, con una mano en el vientre, intentando ver su intimidad. Se rindió a los segundos, dando cuenta que su cachorrito le impedía la visión. Eru se limpió sin más, quitándose los restos de semen que salían de su interior. Al terminar, se levantó, sus piernas hormigueaban, pero le restó importancia, mientras caminaba entre las piedras. Eru se agachó, tomando su vestido de lino entre una mano para improvisar una bolsa, mientras juntaba piedritas preciosas.

Avanzó cada vez más, agachado, una posición extrañamente reconfortante últimamente. Eru tarareó una canción por lo bajo, mientras tomaba con sus pequeños dedos las maravillas que encontraba en aquel delicado llanto de montaña. Sus rizos castaños caían a los lados de su rostro, enormes, formaditos y algo despeinados. Se aseguraba de no pisar los caracoles de agua, mientras hundía los dedos en las zonas más recónditas.

Los ojos de Eru se agrandaron, dilatados, cuando algo brilló en el agua. Estiró la mano, tomando un trozo chiquito. Suavemente lo levantó, hacia el sol, y el dorado brilló contra su rostro. Parecía un trozo de maíz.

—Qué lindo es este... —susurró, metiéndolo con los otros. Había muchos de ellos, pequeños, entre las piedras—. ¡Lyokhat, mira lo que encontré! ¡Es un pedazo de sol!

No recibió respuesta. Eru siguió escarbando, mientras el bosque a su alrededor le brindaba el dulce soplido de un viento cálido. Los susurros de la naturaleza le traían el cantar de los pájaros, el paso del agua entre las rocas, alrededor de su cuerpo. De repente, Eru sintió una gran sombra ocultar el brillo de las piedritas, sobre el agua. Su naricita buscó el aroma de Lyokhat y automáticamente volvió la cabeza, con grandes ojos.

Una ligera punzada de dolor se coló sobre su nuca, su cuello, automáticamente llevó una mano a ella, soltando el vestido de lino y las piedritas que había juntado. Lyokhat estaba de pie detrás suyo, desnudo, con la mirada atenta sobre él.

—Eru —susurró, el Omega frunció el ceño.

—¡Me asustaste! —bramó, golpeando su pierna con toda la fuerza que podía, pero Lyokhat apenas se movió, como si fuera nada. El Omega volvió la mirada, notando que su vestido estaba suelto—. ¡No! ¡Mis piedritas!

Empezó a juntarlas nuevamente. Lyokhat se colocó a su lado, ayudándolo. Su gran cuerpo tapó la luz del sol, lo que le impidió a Eru encontrar nuevamente el pedazo de sol que había encontrado.

—Espera —el minino empujó con una manito el pecho de Lyokhat y este se apartó, Eru parecía buscar algo. A los segundos, alzó una mano victorioso. Sus ojos brillaron, sonriente—. ¡Aquí está! Es un maíz.

—Eru... encontraste oro —murmuró el lobo, inclinándose y tomándolo entre sus dedos, Eru frunció el ceño cuando la piedrita se volvió incluso más diminuta en aquellas manos—. Oro auténtico, no es maíz. Es llanto de sol.

—Aquí el sol lloró mucho —indicó Eru, señalando las piedritas que tomaba en su puño. Lyokhat se recostó suavemente en las piedras, con los codos. Lo miró con las cejas levantadas.

—Agarraste muchas, deja algunas o la madre naturaleza se enojará contigo.

—No son muchas.

—Eru.

El pequeño se levantó. El agua cayó en hilos por su vestido de lino. Lyokhat miró los muslos suaves y pálidos del Omega, mientras este apretaba las manos en la bolsa de piedritas que se había hecho. Era del tamaño de su puño y probablemente acabarían dentro de una caracola que le había dado días atrás. Lyokhat pensó que probablemente los próximos días Eru se la pasaría recostado entre la grama del campo, bajo el sol, admirando las mismas treinta piedras, creando aquellas tantas historias sobre reinos antiguos y memorizando los nombres que seguramente le pediría que escribiera sobre el suelo, con una ramita.

Lyokhat desvió la mirada al bosque solitario. El silbido del viento entre las ramas, los pasos lejanos que podía sentir de animales sueltos y libres. La voz de Eru admirando cada piedrita bajo la luz del sol.

—Puedes quedártelas si le dejas algo a cambio —habló, los ojos de Eru brillaron.

—Algo a cambio... ¡mi vestido! Es lindo, abrigado y se lava rápido —respondió, alizando la tela con sus manos. Lyokhat sonrió, mirando el vestido en cuestión. Había perdido las piedritas de decoración, el cordón de la cintura y estaba rasgado en los bordes. El lobo soltó una carcajada, sus ojos destellaron.

—La madre naturaleza no querrá tu vestido, tienes que darle lo que tú aprecies mucho, lo que te gusta, tu deseo más profundo... Algunas piedras preciosas, por ejemplo. No todas, solo la que más te guste.

—Mnh... ¡Ah! —Eru aferró las manos sobre su montón de piedritas, alzando la mirada, hablando a todo el bosque, a pesar de que no había nadie más que el cambiaformas para escucharlo—. ¡Te doy a Lyokhat a cambio de estas lindas piedritas! ¡Gracias!

—Eru, eso no es... —el Omega levantó su vestido con sus manos, pasando por las piedras con total rapidez.

—Me voy antes de que me pida algo más —lo vio sostener su vientre, pasando por la grama. Estaba a punto de advertirle que no se alejara tanto de él, pero el Omega se entretuvo al segundo con una gran cantidad de hongos del bosque bajo los pies de un árbol. Lyokhat suspiró, saliendo del agua.

—Dejo esto —murmuró, soltando algunas piedritas que se le habían caído del vestido a Eru.

Cuando el sol cayó y el cielo se cubrió de estrellas, ambos volvieron a sentir deseos del otro. El silencio del bosque quedó fuera de su pequeño nido, donde se encontraron en besos y caricias. La luz pálida de la luna se reflejó a través de los árboles, sobre la piel pálida de ambos. Sobre los lunares de Eru, las cicatrices de Lyokhat. El lobo se aferró al Omega, abrazándolo contra su pecho, cuando el sueño llegó a ambos.

Lyokhat se despertó cuando la luz de la luna chocó contra sus ojos. Automáticamente los cerró, apartándose. Su cuerpo se inclinó a su costado, estirando el brazo para rodear a su compañero, sin embargo, lo único que encontró fue el vacío de su soledad en aquel nido. El lobo abrió los ojos, levantándose de repente, percatándose que Eru no estaba. Su aroma flotaba por aquel pequeño espacio, igual que la tierra mojada, que la ventisca suave que entraba por él. Lyokhat se levantó, saliendo, elevando la mirada oscura a la nube que cubrió la luna, mientras su rostro se mojaba con la lluvia.

Sus ojos se clavaron en el paisaje frente a él, a los bosques lejanos, las montañas, tratando de acostumbrarse a la luz pálida que había en la noche. Olisqueó el aire, sus pulmones llenándose del aroma a tierra, a corteza de árbol, a las flores más puras y la grama más nueva.

—¿Eru? —lo llamó, avanzando, siguiendo el suave rastro de las feromonas dulces. Temía que se hubiera transformado sin él, durante la noche. Lyokhat se adentró al bosque, olisqueando el aire, recordando que había momentos en los que Eru se perdía, se desviaba del camino y se transformaba en lobo. Lyokhat atravesó los caminos más frecuentados, la lluvia golpeaba contra su piel desnuda, los árboles lo arroparon bajo su cobijo cuando se adentró más en su territorio.

Hasta que escuchó su risa, lejana. El corazón de Lyokhat latió con fuerza, deteniéndose. Más allá de todo árbol, cercano al pequeño río que tanto visitaban, Eru danzaba bajo la luz de la luna mientras la lluvia le mojaba los rizos y el vestido de lino. Sus manitos se apretaban contra su vientre abultado, alrededor de luciérnagas, de vientos frescos y el estruendo de la tormenta rugiendo en los cielos. Lyokhat se acercó apenas, mirándolo con grandes ojos, con atención, sin perder ningún detalle de las suaves risas, de aquella canción que le había enseñado en el eco de las viejas cuevas, donde cientos de años atrás sus antepasados habían estado.

Fue como verlo la primera vez, a lo lejos, aquella noche tormentosa que escuchó un llamado hacia él y una pequeña criatura danzando bajo la lluvia. Una sensación extraña golpeó su pecho, le erizó la piel, los sentidos. Su lado animal se puso eufórico, como si presenciara un secreto que nadie más debería ver, antiguo, íntimo, propio de la naturaleza como la sangre en sus venas, como la promesa de su raza, fascinado. No había criatura igual en esta tierra como Eru ante sus ojos.

Verlo era como escuchar las antiguas historias de la boca de sus antepasados, de cerrar los ojos y encontrarse dentro de la vieja montaña, entre cánticos y cultos a su madre, al padre de todo y enterrar el corazón y jurar el alma bajo la luna, por la tierra, por la naturaleza.

No era el único que apreciaba el susurro del pasado en aquel. Lyokhat observó, a lo lejos, oculto entre los árboles, el lobo blanco de su hermano. Inmaculado, enorme, apenas iluminado por un poco de luna. Los ojos de Lyokhat destellaron rápidamente, rojizos, cuando Eru se detuvo a un costado del agua. Sus ojos brillantes lo miraron, atento.

Escuchó su voz, pero no supo qué decía. Oyó su risa, su alegría, mientras las luciérnagas lo rodeaban y volvía a su canto nuevamente, danzando entre los árboles. El soplido del viento le traía su aroma, sus dulces feromonas. El corazón de Lyokhat se aceleró cuando el lobo de César atravesó toda distancia, saltando sobre el río. Con total brutalidad, Lyokhat se transformó y ahogó los colmillos sobre el cuello de aquel, de un salto, cuando cayó sobre él. La sangre inundó su hocico, apretando la garganta con tanta fuerza, bajo la luz de la luna, que sus salvajes ojos rojos siquiera se despegaron del lejano Eru, a pesar de que la idea de matar a uno de los suyos brotara de su interior.

El lobo oscuro sacudió al blanco, arrojándolo con fuerza contra un árbol. La sangre brotó del pelaje blanco en César. No permitiría que nadie lo tomara, que le quitaran la paz, la alegría, el amor y la fascinación por la vida. Lyokhat se volvió, rápido, dispuesto a ir por su Omega, por alejarlo y llevárselo donde siquiera la madre naturaleza lo pudiera ver ni apreciar. Donde la maldición de su sangre, la suya y la de su cachorro, no existiera. Su lobo atravesó el bosque, rápido, justo en el instante que gruesas garras felinas se enterraban en su costado y lo arrojaban contra el suelo. La carne de sus costillas se abrió, y automáticamente atacó a pesar del dolor. Lyokhat desgarró la piel del felino, arrancándola. Estaba a punto de quebrar sus huesos, hasta que sintió que lo atacaban detrás.

La sangre de Lyokhat tiñó el suelo a causa de las heridas que dos de sus hermanos le hacían, bajo la luz de la luna. La tormenta ahogaba el aullido del animal, la lluvia se llevaba el escarlata que se tragaba el suelo. La gran bestia oscura desgarró de un rápido mordisco el rostro del felino, atravesando el ojo rojizo. Sus colmillos enormes volvieron a enterrarse en el cuello del albino, mientras la tormenta azotaba el cielo, iluminando el bosque bajo ruidosos truenos. Lyokhat se liberó, rogándole a su madre, con su sangre en la tierra, que protegiera a Eru.

A lo lejos, notó, en los campos desolados, camino a su nido, Eru corría entre saltos, gritando con alegría mientras la tormenta le iluminaba el camino. Lyokhat se detuvo cuando un fuerte viento azotó el bosque. A su lado un gran lobo blanco pasó, y a pesar de saltara sobre él, entre una fuerte lluvia y el enojo del cielo, no despegó sus ojos rojizos de Eru.

Eru, tan fascinante y extraño, lo vio danzar entre la lluvia y el viento, su sombra reconocible en cualquier espacio. El lobo de Lyokhat corrió sin más por él, para llevárselo, para ocultarlo tan lejos como pudiera. Lo oyó soltar un grito de alegría cuando el cielo se iluminó y la gruesa tormenta rugió.

Los rizos de Eru recuperaron por un instante su suave color castaño, su piel pálida, su vestido viejo y su suave aroma volvieron a él antes de llamarlo. Antes de que lo viera volverse, durante un segundo. La luz del cielo se apagó, tragando la promesa de la luna, dejando un campo oscuro y a Lyokhat quieto, transformado nuevamente en humano, solo.

Su corazón latió con fuerza cuando se percató de que Eru había desaparecido.



















Ya nos acercamos al final.


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