cuatro

Los ojos de Eru se clavaron en las gruesas venas del árbol, allí en su balcón. El millar de ríos dejaba caer sus suaves gotas verdes cada vez que el aliento del sol lo acariciaba. El Omega observó la corteza dorada por los rayos, los pequeños pájaros que musitaban en aquel amanecer caliente. Se removió, recostado sobre almohadones en el suelo. A su lado, el aroma del lobo se hizo más fuerte.

Lyokhat pintaba el dibujo de una flor que Eru había hecho el día anterior. El pequeño a su lado lo miró en silencio, notando que la luz le llegaba a la piel de aquel heredero de la luna. Su cuerpo era grande, fuerte, tal vez el aura intimidante que pertenecía a la sombra de las nubes o a los árboles de invierno. El castaño se volvió, acariciando su propio vientre. Ambos estaban desnudos, sin pudor, vergüenza alguna. El pequeño miraba al más grande con ojos risueños, prendidos, bañados en un instinto que se había vuelto como llamas incontrolables.

Eru se sentía completamente sediento de aquel. Sus más puros deseos lo guiaban a entrelazar sus piernas, a tentarlo. Suavemente sus ojos se diltaron, acercándose más. Vio de soslayo el delicado trabajo que Lyokhat hacía en su hojas. De repente, su interés se desvió, asomándose como un animalito hacia el lobo.

—Qué bonito eso que haces —murmuró—. ¿Me ayudas a dibujar?

Lyokhat lo miró apenas, olisqueando el aire. Su cabello negro estaba levemente trenzado y suaves mechones cayeron por su frente cuando se volvió, mirando su cuerpo desnudo una vez más.

—Hueles a que te quieres aparear —confesó, Eru se sonrojó, riendo bajito. El Omega se acercó, besando la mejilla del lobo.

—No es así.

—Sí es así, de aquí se siente el aroma de tu lubricante —Lyokhat pintó una hojita de la flor. Eru, en cambio, se sentó, mirando entre sus piernas lo que efectivamente era un líquido espeso y transparente, suavemente lo acarició con los dedos.

—Sé que es importante, pero me incomoda estar así todo el rato —Lyokhat lo jaló suavemente contra los almohadones, ambos se miraron. El lobo acarició el brazo del Omega, hasta llegar a su mano, a sus dedos húmedos.

—Es normal, el instinto es involuntario. Es porque reaccionas a mi aroma, a mí.

—¿Estaré así para siempre? —preguntó el Omega, pálido.

—No... es porque hueles mi deseo —Lyokhat lo besó, sus labios se encontraron, lento. Eru se estremeció, entrelazando sus brazos en el cuello ajeno. El Omega empujó al lobo contra los almohadones, y cuando se separó extrañas sensaciones burbujearon en su estómago. Algo diferente y familiar, que solo nacía cuando este se encontraba cerca. Eru sintió la calidez de los rayos de luz chocar contra su rostro, su cuello. Su cabello castaño lucía igual que el oro ante ese amanecer. La mirada del pequeño se dilató, sus dedos delgados tomaron la mano izquierda de aquel y con un pesado deseo lo presionaron contra su entrada.

Eru cerró los ojos, soltando un jadeo por lo bajo. Sus dedos recorrieron las venas marcadas de aquel brazo, mientras los dedos de Lyokhat se hundían en su interior. Los ojos negros de aquel lo miraban entero, mientras el Omega se fundía en temblores y jadeos. El castaño apoyó las manos en el pecho blanco, sintiendo las cicatrices. Cuando se levantó, apenas, los dedos del lobo estaban bañados en su propia humedad. Las mejillas del pequeño se volvieron más rojas, el aire cálido removió sus rizos y ambos se unieron en un fuerte beso cuando Eru se subió sobre la pelvis del lobo. El más grande lo apretó entre sus brazos, encontrándose sus lenguas, su propia calidez.

—Quiero... sentirme bien aquí —susurró Eru por lo bajo, entre el beso, mientras guiaba la mano del lobo a su vientre. Entre sonrrojos, el Omega obtuvo lo que quiso. La suave y lenta unión le sacó los gemidos más dulces, lentos. Los ojos brillantes de Eru estaban bañados en deseo, en sentimientos que hacían que algo en su interior ronrroneara a gusto. Sus piernas temblaban de suaves espasmos, mientras Lyokhat le guiaba los movimientos en las caderas. El castaño bajó la mirada, los dedos gruesos del hombre le apretaban la carne y lentamente veía cómo Lyokhat lo reclamaba en la intimidad. El deseo, el calor, las sensaciones que envolvían su cuerpo y le nublaban la cabeza hacían que Eru pensara en ello cada momento que lo tenía cerca.

En especial, toda circunstancia se volvía sensible, intensa y vulnerable cuando Lyokhat acariciaba con sus dientes la marca en su cuello. Eru se ponía débil, tembloroso. La mente se le nublaba al verlo a su alrededor, con su armadura, sin ropa, incluso cuando entraba en su forma de lobo por las noches e iba a su cama siendo un hombre. El olor del viento, del agua y los árboles en su piel fría hacía que todo instinto en Eru despertara. Era un deseo incontrolable, que le gustaba, le asustaba. No había momento que de su boca no escapara un gemido bajito que ponía al lobo alerta.

Ese es tu Omega, Eru. No le temas.

Porque lo quería siempre consigo, dentro suyo. Eru recorrió con sus manos aquella fría piel, mientras lo reclamaban entre suaves gemidos. Aquel instinto animal, el deseo carnal que ninguna otra esposa podía detener porque no había. Eru lo pensó muchas veces, que, de haber existido alguien antes que él, tal vez su necesidad no sería tanta. Lyokhat le había dicho, las esposas se encargaban. Incluso si eso fuera el deseo de un Omega primerizo.

Lyokhat no tenía problema en tomar el suyo. Eru se sentía cómodo con ello, aun si todo el día oliera extraño. Había momentos, en especial a la noche, donde su lobo aparecía, todo aquella dominación salvaje, todo ese instinto le teñía la mirada. Había en aquel instante un ambiente tenso, peligroso, pero Eru lo deseaba. Y aunque Lyokhat lo jalara del tobillo, él le abría las piernas, tentándolo. Le mostraba su humedad, mientras todo su cuerpo parecía palpitar. Su lobo le hacía honor probando su gusto, le apretaba la carne de los muslos, lo ponía sensible. Todo acababa con algo espeso dentro suyo, blanquecino, que resbalaba por su carne con lentitud.

Lyokhat apretaba su zona para que no cayera, a veces; otras, como esta, lo limpiaba con cuidado. Eru se recostó a su lado, agitado, todo caliente. Finalmente el sol se había puesto por completo e iluminaba el rostro del lobo. 

—¿Me bañarás? —preguntó el pequeño, Lyokhat limpió la última gota de su encuentro. El lobo negó, acariciando el pequeño pie de Eru.

—Un Omega de mi hermano ya está en estado. Debo buscar un regalo para que el cachorro sea bendecido. Hoy solo estaremos los lobos, vendré en cuanto termine.

El Omega lo siguió con la mirada, mientras Lyokhat besaba su frente y se ponía de pie. ¿Un Omega en estado? Apenas habían pasado doce noches. Supuso que ese también estaba así como él.

—¿Cómo es un Omega en estado, Lyokhat? ¿Puedo ver uno? —preguntó, acariciando su vientre inconscientemente—. ¿Los Grandes vendrán a verme cuando yo tenga a tu cachorro?

No esperaba una respuesta tan obvia, pero Lyokhat le respondió igual. Se fue enseguida, y el minino se levantó para ver cómo se transformaba y se perdía en el bosque. Eru se dejó caer una vez más entre los almohadones, soltando un suspiro. No tenía fuerzas para moverse, pero el día se sentía tan hermoso que sería un desperdicio no seguir descubriendo lo que el bosque le regalaba. El omega asintió, cerrando los ojos. La calidez del aire le llenaba los pulmones, se ponía risueño. Abrazó la almohada que Lyokhat estaba usando antes y aspiró su aroma. El Omega se removió, gustoso, mientras el sueño le ganaba.

El sol seguía existiendo cuando recuperó fuerzas. Eru abrió los ojos, somnoliento. Se estiró un poco, mirando nuevamente las ramas de su gran árbol. Todo su cuerpo, sus almohadones y mantas estaban llenas de sus hojitas. El Omega se sentó, mirando el sol sobre las montañas, aún quedaban algunas horas del día para él. Se levantó, guardando su cuaderno y pinturas en un bolsito de tela oscura. Se estiró una vez más, mirando el claro frente a él.

Abajo las piedras formaban una escalera para él, el agua cristalina estaba quieta, silenciosa. Eru respiró hondo, mientras los árboles dejaban navegar el silbido del viento, junto con sus hojas. El Omega tomó su vestido de lino y su bolso y trepó las raíces del árbol. Arrojó sus prendas a una roca y se tiró con toda libertad al agua. En todo el silencio del bosque, solo se oía el eco de su propia risa. Eru nadó cual animalito por las aguas, buscando piedras preciosas y limpiando su cuerpo. El cielo estaba limpio de nubes, la galaxia de flores parecía resaltar sus colores y el bosque parecía ocultar un secreto que él descubriría.

Ni siquiera se secó bien el cuerpo cuando se colocó el vestido. Cargó su bolso y caminó descalzo por aquel silencioso reino. Sus pies ya estaban acostumbrados a sentir la roca, la tierra, la grama frondosa y suave. Los dedos del sol volvían a estar dorados y estos, traviesos, traspasaban los brazos de los árboles y daban honor a cada flor y hongo del suelo. No parecía haber nadie más allí, pero cuando Eru se detenía, cuando se quedaba quieto, el bosque respondía por él. A veces notaba el camino de las hormigas, la madriguera de los conejos, o el suave sonido de los pájaros que lo acompañaban. Era su momento favorito cuando estaba solo.

Y aunque el mundo fuera grande, no se sentía ajeno a ello. Dejaba de ser Omega, de ser niño, solo Eru y su encuentro silencioso con algo que no podía poner en palabras. La calma se sumaba a su cuerpo y ya no era él el centro de todo. Se olvidaba, se perdía cual hoja de flor entre el silbido del viento.

Avanzó, dando saltitos, corriendo entre las raíces que parecían darle la bienvenida a descubrir nuevos caminos. Se aferraba los bordes del vestido para no caer y, finalmente, cuando vio un mar de flores frente a sus ojos, una explosión de euforia se volcó sobre su pecho. Eru se arrojó entre la grama, ahogando sus pulmones entre aromas dulces, agrios, fuertes. Las flores silvestres danzaban con el viento y Eru, gustoso, arrojó todo contenido de su bolso al suelo. Empezó a repasar uno por uno los dibujos que había hecho, buscando entre esas estrellas coloridas algun alma desconocida.

Ahí lo vio, blanco, pomposo. Un pedazo de nube que podía tocar, un talismán suave al tacto. Eru se acercó lo más que pudo, observando cómo la luz se filtraba en aquel beso cálido. Empezó a dibujarlo como pudo, pero aquel pequeño mundito pareció quebrarse cuando sus dedos lo tocaron. Se deshizo como las plumas de un ave y decenas de nubecitas volaron a su alrededor, dejando nada más que un tallo oscuro y vacío.

Los ojos de Eru se dilataron, y olvidándose de su cuaderno, sopló cual viento sobre aquellos diamantes y cientos de ellos volaron a su alrededor. La euforia de aquel descubrimiento lo agitó, y como un conejito fue saltando entre ellos, liberando cada vez más nubecitas por todo el cielo. Su risa hizo eco entre los árboles, y la intimidad del momento se interrumpió cuando, a lo lejos, vio finas miradas risueñas.

Eru se detuvo, apretando su vestido lleno de diamantes suaves. A lo lejos, entre rocas, casi oculto entre los árboles, había un claro que resguardaba un río tranquilo. Le hubiese sido un descubrimiento descomunal, de no haberse sentido un tanto extraño al verlos a ellos. A los Omegas. Los reconoció al segundo, los vestidos delicados, con bordados dorados que incluso desde lejos hacía que el sol le diera belleza. El castaño ladeó la cabeza cuando uno lo llamó con la mano.

El Omega tomó su bolso y fue con lentitud hacia ellos. Trató de quitarse las nubecitas del vestido, ya sucio en tierra. Cuando estaba apenas unos metros de ellos, Eru se sintió un poco ajeno a ese grupo.

—Ven, pequeño —lo llamó uno, tenía un hermoso vestido dorado. Su cabello era un beso del sol, anaranjado, brillante. Eru se acercó más, maravillado por el aspecto de ese Omega. Estaba sentado sobre una piedra, como un trono. El castaño dio una mirada rápida a su alrededor. Habían cerca de quince Omegas más, algunos en el agua, otros en la orilla, cosiendo—. ¿Cómo te llamas?

—Eru.

Murmuró, mirándolo, lucía diferente al resto, su ropa, las joyas que cargaba, incluso la mirada que tenía. No parecía encajar en ese lugar, no en el bosque. Eru recordó sus tantos cuentos perdidos, sobre reinos, Omegas hermosos. Había quienes pertenecían a la naturaleza, como los hijos de Kierath, y quienes estaban destinados a pertenecer a grandes castillos, como ese. Incluso la mordida en su cuello lucía delicada.

Eru no sabía qué clase de imagen estaba dando, sucio, lleno de nubes en el cabello y la ropa. La marca desastrosa de Lyokhat era claramente visible y los ojos rasgados de ese Omega se clavaron allí.

—Eres el pequeño de Lyokhat —confirmó, tenía una voz suave y gruesa, llamativa. Eru asintió—. Debe ser por eso... que aún no te conocía. Mi nombre es Kander, soy el Omega de César.

Eru miró a su alrededor, se preguntó si todos aquellos Omegas eran esposas del lobo blanco. Sus ojitos se clavaron en ese, diferente. Su rostro, su cabello, si estuviese usando un vestido sucio como el suyo, incluso creería que ese ser pertenecía a un linaje extraordinario. Todos ellos tenían un aspecto frágil, sublime, era claro los gustos de aquel lobo. Eru se sonrojó apenas, ¿cómo siquiera aquella noche se atrevió a hablarle? Desnudo y lleno de barro, como un lunático. Seguramente tenía los ojos de un salvaje.

—¿Tu enseñas a todos estos Omegas? —preguntó. Kander se puso de pie, alzando suavemente una mano a un Omega, en señal de que estaría bien fuera a donde fuera. Eru se sintió sumamente intimidado cuando ese mismo chico lo miró de pies a cabeza. Era alto y delgado.

—Él es Kidar, también enseña. ¿Te gustan las flores, pequeño Eru? —preguntó el pelirrojo, ambos caminaron con tranquilidad por el claro. Kander tenía sandalias con cordones de cuero que trepaban su piel cual raíz de árbol, él, en cambio, los tenía sucios y de tamaño chico. El castaño alzó la mirada a la esposa de César. Su piel estaba cubierta de manchitas, muchos besitos solares por todas partes. Eso fue lo primero que cruzó por la cabeza de Eru. La fisonomía de aquel era digna de un Omega en todas las palabras, un tanto alto, de gruesas piernas y delgada cintura. Todo él gritaba experiencia, sabiduría, mundo.

Eru solo era un pequeño ser con el vestido de lino lleno de tierra y baba de árbol. Pero no le importó, Kander podía ser muy hermoso, pero el más chico sentía que no tenía una conexión con la naturaleza como él sí poseía. El pelirrojo parecía pertenecer más a los tronos, a las coronas y vestidos con hilo de oro. Un protagonista de todo cuento de príncipes y amores. La rápida conclusión le dejó un extraño sabor en la boca, no era bueno comparar a las flores.

—Me gusta todo lo que veo, desde el pico de esa montaña hasta la piedra más pequeña al fondo del río. Pienso que no me alcanzará la vida para descubrir todo lo que hay aquí —comentó, hundiendo los pies en la grama húmeda y suave. El pelirrojo sonrió apenas, como un dios, y con una mano sacó del cabello de Eru las pequeñas nubecitas que tanto lo habían divertido.

—Este... se llama diente de león —habló, y empezó a ponerle nombre a todo lo que veía. Eru miró maravillado como la exactitud y las palabras se apoderaban de Kander, demostrando con toda devoción su gusto por las flores, en especial las medicinales.

El castaño borró todo pensamiento anterior sobre él. No era solamente bello, sino que poseía la cualidad de enseñar con toda tranquilidad y pasión. Eru sintió que aquel le inspiraba maravillas, admiración, casi el mismo sentimiento que le agarraba cuando veía al lobo de Lyokhat andar por el bosque. Kander tenía años explorando esos bosques y Eru sintió celos y deseos de descubrir qué tantos secretos resguardó en ese tiempo.

Y a mitad de una galaxia de colores y pétalos suaves, ambos Omegas se sentaron.

—¿Tienes cachorros? —preguntó Eru, apretando los dedidos de los pies en el pasto suave. Alzó la mirada a las grandes montañas, allá a lo lejos.

—Di a luz a cuatro, tres niños y una niña.

Se volvió con sorpresa, las cejas de Eru se elevaron, sin poder creer la cantidad de cachorros que ese Omega tenía—. ¿Y dónde están? ¿Por qué no están aquí?

—Solo puedo verlos cuando César me lo permite. Viven lejos de aquí, donde todos los cachorros del lobo blanco descansan. Los cuidan y entrenan, con la esperanza de que la luna responda a su llamado.

—¿La luna? ¿Por qué no la madre naturaleza? Los Grandes tienen la sangre de los hijos de la montaña —mencionó. Al menos, los últimos que quedaban con vida. Después de la muerte de la esposa del gran dios, este desapareció de toda tierra, de toda luz del alba. Pocos fueron los cambiaformas que permanecieron en el mundo y lentamente su linaje se fue contaminando de sangre pagana. No era un secreto que los lobos buscaran realzar y mantener la herencia natural. Tampoco lo era que buscaran cachorros Omegas con sangre cambiaforma en las venas.

Eru sabía que un antepasado suyo había sido hijo de un cambiante, uno de sangre felina. Tras la guerra hubo un período de paz entre las razas, pero las masas se alzaron contra la sangre pura. Los cambiaformas no pudieron encontrar un punto de paz con ellos y la madre naturaleza dejó de responder. El castaño miró el paisaje frente a sus ojos, no podía creer que existió un tiempo en la tierra donde ese suelo era pisado por dioses y criaturas de todo tipo.

La historia de su sangre, sin embargo, radicaba en la entrega, en el cambio. Eru sabía que su madre lo había dejado, igual que su madre hizo con ella. Nadie en el mundo quería hijos con sangre maldita. Y a pesar de que fueran contados los descendientes de Kierath, el hijo de Ulises, ya el mundo tomó su castigo como algo que afectaba a todo cambiaformas.

No culpaba a su madre, ni a su padre. Le bastaba saber que su origen y futuro siempre estaría en la naturaleza.

—La luna llama a los lobos —Kander murmuró—. Tus hijos también responderán a ella.

—¿Es lo mismo para los otros?

—No, Lyokhat y César son lobos. Los otros grandes son felinos, hay dos panteras negras y una blanca —Kander se relajó, mirando el cielo. Seguramente conocía a los otros Grandes, Eru apenas recordaba sus rostros en el festín. Después de todo, lo que pasó esa noche rozaba tanto la intimidad que el verlo en público le traía una vergüenza dolorosa a la cabeza—. Tú... te he visto aquella noche en el banquete.

Eru se sonrojó hasta las orejas, encogiéndose por completo.

—¿Me viste...? —murmuró.

—Danzabas a la par de las driadas, resultaba extraño el no prestarte atención —Kander lo miró, sus ojos tenían algo amable, peligroso. Como sangre real ante un ser insignificante como él—. César me ha dicho que le pediste ser suyo la noche que la tormenta pasó.

Un ligero dolor atravesó el pecho del Omega más pequeño. El calor en sus mejillas se intensificó y buscó justificarse ante ese ser bello e intimidante.

—Mi cuidadora me dijo que él era la mejor opción de todas, por eso lo hice —aclaró—. Aunque realmente no creo que un Omega como yo encaje con sus esposas.

—Mnh... sí es una buena opción. César es amable con todos. Las panteras negras nacieron bajo la misma luna, así que suelen compartir sus esposas; la blanca, en cambio, gusta de atacar a sus Omegas cuando él está transformado, como caza. Es la naturaleza de quien nació bajo luna roja. Y Lyokhat... él nunca pudo tomar a nadie, su lobo es demasiado animal como para comprender el cuidado y la fragilidad de un Omega.

—Lo he visto muchas veces como lobo, y es muy bueno conmigo —respondió Eru, casi ansioso por demostrar que el no pertenecer a César no le había dejado un destino funesto—. Él me deja ser libre, me enseña todo lo que quiera. Me siento cuidado en su nido, sospecho que no hubiesen sido mis sentimientos así con otro cambiaformas.

—Creo que esa libertad que emana de ti es lo más llamativo para ellos. Les gusta tener a alguien que comprenda su unión con la naturaleza... los Omegas que cuido solo quieren vestir joyas y caer en el hedonismo y la competencia. Solo piensan en el placer que les puedo enseñar como esposa... y así satisfacer a César. Míralos, Eru, cuando los saco de aquel castillo a las hermosas tierras, solo quieren ver su reflejo en el agua o tejer vestidos con telas caras. He adiestrado a muchos Omegas... pero son pocos los que comprenden el significado de la unión. Cuando te vi aquella noche, entre las luciérnagas y la luz de la luna, realmente pensé que podría cambiar a diez de mis Omegas solo por tenerte como compañero.

Eru lo miró con calientes mejillas sonrojadas. No supo muy bien a qué se refería con aquello último. Se sintió extraño como Omega, el pensar que otro se refiera a uno de los suyos como compañero. Lyokhat le dijo que las esposas enseñaban a los nuevos, pero el tener a una de verdad a su lado, hablando de aquella manera, realmente le hizo repensar esa cuestión. El menor sonrió apenas, removiendo los pies en la tierra.

—Por tu reacción... creo que Lyokhat no te ha dicho la función de las primeras esposas —Kander sonrió, amable—. ¿Hace cuánto te sucedió el cambio?

—Ah... llevo una luna llena. Estaba lavando mi vestido cuando pasó, fue... muy repentino —Eru recordó aquel día, no pudo evitar pensar en la mirada de los otros, en la gotas de su propia humedad resbalando por sus muslos y el calor abrasador que lo descolocó. De repente, pensó que el simple llamado de ese momento le devolvió parte de ese calor.

—Entiendo, tus feromonas se volvieron más fuertes. Es agradable... como canela  —Kander desvió la mirada al paisaje. El viento sacudió las tantas almas coloridas que yacían a sus pies. Lucía tranquilo y algo cansado—. El día que yo lo sentí... fue una tarde cálida como esta, en el bosque. No estaba en una casa de Omegas, yo era hijo de campesinos. Vagaba por los senderos siempre que podía, para aprender a leer o descubrir plantas medicinales. No era día de caza, pero César me vio. Yo dejé de ser un joven cachorro al segundo que sentí su aroma. Sentí que pertenecía a él, como él a mí. Me marcó... y tuve que irme de casa. No he visto a mamá ni a papá desde entonces, ni siquiera saben que su cachorro ya tiene sus propios bebés.

—¿Tus padres... nunca te dejaron en ninguna casa? —preguntó Eru, anonadado.

—No les dio el corazón para dejarme, yo sí lo hice... pero así es la naturaleza.

Eru nunca pensó que algo así podría pasarle a Omegas como él. Todos ellos estaban a acostumbrados a dejar los lazos familiares atrás, a no sentir el rencor de ser abandonados. Nunca perdió tiempo pensando en el por qué su madre y su padre lo habían dejado, lo entendía y agradecía el simple hecho de traerle a la vida y dejarlo libre. Pensar en la historia de Kander lo llenó de una extraña sensación.

—¿Quién te enseñó... a ser esposa? —preguntó.

Kander lo miró, hubo un ligero silencio, como si pensara una y otra vez lo que sus palabras dirían.

—Había alguien antes que yo... y no pisa más esta tierra. Él me enseñó... y yo también lo hice. Era... un buen Omega, este era su jardín —murmuró—. Cuando un lobo tiene muchas esposas jóvenes, es difícil darle su debida atención a todos. Tú eres nuevo, conoces la necesidad, el llamado. Las esposas enseñamos para que los calores no sean tan dolorosos. A César no le importa, ni a los otros. Lyokhat... creo que él no quiere que conozcas a nadie ajeno.

Kander se levantó y le tendió una mano a Eru.

—Él me deja ser libre cuando me ve y cuando no —habló. Se limpió la tierra del vestido cuando ya no tocaba el suelo. El castaño tuvo que elevar un poco la mirada. El Omega de César era alto—. Me gustaría que seamos amigos, si es que se puede.

Hubo un ligero silencio, mientras el silbido del viento pasaba entre ellos. Eru notó que el crepúsculo de la tarde convertía en oro aquel cabello rojizo. Que los ojos de Kander se dilataban y sus colmillos aperlados le daban una sonrisa amable. Era un Omega enigmático, bello. El menor se sonrojó al sentir su aroma dulce.

—Disfrutaré mucho tu compañía, pequeño Eru.



















Si estuviese en un Omegaverse, yo sería un Omega.

Vivan los Omegas pomposos y rizados.

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