Capítulo Cuarenta

DanIel.-

Abrí mis ojos de golpe y parpadee varias veces.

—Bienvenido amigo—me dijo un hombre de mediana edad, de cabello gris y ojos verdes.

Me miró fijamente y una pequeña sonrisa se formó en sus labios.

—¿Quién es usted?—cuestioné de inmediato, y para mi sorpresa, mi voz estaba demasiado ronca, como si no la hubiese utilizado en años.

—Joseph Sykes, tu médico de cabecera, pero puedes llamarme simplemente: Joe.—sonrió.

—¿Médico? ¿Dónde estoy?

—En el hospital St. Charles—me informó apartando sus ojos verdes de mí, los posó en una papeleta que tenía en su mano y después suspiró como si estuviera muy cansado de repetir aquello.

—¿Hospital St. Charles? ¿Por qué? ¿Qué me pasó?—cuestioné en cuanto me di cuenta que en mi mano derecha descansaba una intravenosa.

—¿No recuerdas lo que pasó?—me preguntó acomodándose las gafas.

—No.

—¿Qué es lo que recuerdas?—lo miré con los ojos entrecerrados.

—No mucho—le dije—lo último que recuerdo es que estaba conduciendo y una luz me cegó, después recuerdo un fuerte dolor en el pecho y aquí estoy—me sonrió una vez más.

—Sí, eres técnicamente un milagro—enarqué una ceja y lo miré.

—¿Qué?

—¿Recuerdas tu nombre?—asentí levemente.

—Daniel Radcliffe—le dije.

—¿Recuerdas cuántos años tienes?—lo miré un segundo—Es para saber si no hay ningún tipo de secuela o algo por el estilo—agregó de manera amable.

—Veinte años—respondí llevándome una mano a la cabeza.

—¿Tu familia?—lo miré nuevamente.

—Murieron en un accidente de auto cuando yo tenía cinco años. No tengo familia. Estuve en un orfanato hasta que cumplí los dieciocho—él asintió levemente y suspiró.

—Daniel, tuviste un accidente automovilístico. Acabas de despertar del coma—hizo una pausa—tres años después—abrí mucho mis ojos y lo miré fijamente.

—¿Disculpe?—cuestioné sentándome en la cama. Me dolía un poco la cintura y tenía una molesta sensación en la espalda, pero no se lo iba a decir. Si lo que el hombre frente a mi decía era cierto, entonces no pensaba quedarme un segundo más recostado en esa cama.

—No tienes veinte años como tu afirmas, estas alrededor de los veintitrés—parpadee varias veces.—Y como ya dije anteriormente, Daniel. Eres un milagro.

—¿Y eso por qué?—quise saber. Él se acercó un poco a mí y me miró fijamente.

—Lo único que te mantenía con vida eran todos estos aparatos—miré alrededor para encontrar un montón de aparatos de todo tipo, y todos estaban conectados a mí. Incluso, un respirador artificial estaba encendido.

—¿Cuándo puedo irme?—pregunté impacientemente. Él se rio un poco.

—Solo vamos a hacerte un par de estudios más. Nada grave, pero mis colegas insisten en que es necesario—se encogió de hombros.

—Hágame el favor de decirle a sus colegas que no hace falta, yo me siento bien. Y si es verdad lo que usted dice, ¿no cree que ya desperdicié tres años de mi vida aquí en esta cama?—cuestioné cruzándome de brazos.

El hombre me miró unos segundos y asintió en medio de una pequeña sonrisa. —Se los diré. Por lo pronto, me parece innecesario mantenerte en el área restringida, tus amigos se pondrán felices de que hayas despertado—lo miré.

—¿Amigos? ¿Qué amigos?—pregunté confundido.

—Bueno, dos rubios y un pelirrojo venían a visitarte eventualmente. Cuando un enfermo les pregunto algo acerca de tu familia, dijeron que se habían conocido hace poco—hizo una pausa y yo negué un poco.

—Discúlpeme doctor, pero yo no tengo amigos.

(...)

Observé detenidamente el imponente edificio de diez pisos frente a mí, había sido remodelado, pero yo sabía que cuando entrara, encontraría a Landon, leyendo el diario matutino o viendo las noticias en la pequeña televisión que siempre estaba encendida. Solté un suspiro y me aferré un poco al abrigo negro que Joe, mi doctor, había conseguido para mí.

Con el corazón desbocado dentro de mi pecho entré en el cálido lugar, y para mi sorpresa, ni Landon, ni su periódico o su televisión estaban en su sitio habitual. En su lugar, un hombre de mediana edad de tés blanca y ojos marrones, Clarence, según la pequeña placa metálica que llevaba prendida a su ropa, me dio la bienvenida.

—Buenos días—salude cortésmente.

—Buenos días—respondió, observándome fijamente.

—Uhm, necesito una copia de la llave del departamento 10-A, en el décimo piso—le dije.

Luego me pidió mi identificación y me hizo firmar un montón de papeles, pero al final sin decir una sola palabra me entregó las llaves, le lancé una última mirada antes de entrar en el elevador para ir hasta mi departamento.

Estaba exactamente igual que como lo recordaba. Paredes azules, muebles negros, aquellas gruesas cortinas grises que no permitían el paso de los rayos del sol. Hogar, dulce hogar, ¿no?

No.

La verdad era que aquel departamento ya no me parecía para nada como un hogar, estaba consciente de que había pasado casi tres años fuera de casa, pero ahora que lo veía bien, era como si solamente hubiese estado tres horas fuera. Todo me era tan familiar y tan nuevo a la vez, que un escalofrió recorrió mi espalda, en respuesta a mis pensamientos.

¿Qué era lo primero que tenía que hacer? En realidad no tenía nada interesante que hacer. Observé detenidamente aquel espantoso cuadro del ángel gordo que formaba parte de la decoración de mi casa y que había jurado un montón de veces que me desharía de él. Me seguía pareciendo igual de horrendo que siempre, pero lo había extrañado. Era mejor verlo, que estar dormido todo el tiempo ¿verdad?

Me deje caer en uno de los negros sillones y solté un suspiro. En coma, por lo menos no era consciente del hecho de estar solo en el mundo. No tenía ninguna preocupación, y ahora, solamente tenía una. Samuel Snyder, mi pequeño hermano, aquel niño de cabello negro y ojos verdes que había llegado al orfanato unos años después que yo.

¡Tenía que sacarlo de ahí! Si mi cerebro no me engañaba, debía de tener alrededor de los catorce o quince años. Pero Gemma ya no me podía ayudar, no cuando creía que estaba muerto, y pensándolo bien; no pensaba volver a requerir sus servicios, si la mujer pelirroja de ojos azules pensaba que podíamos tener un futuro juntos. Llevé mi mano al bolsillo trasero de mis pantalones para tomar mi cartera, lo primero que tenía que hacer, sería una visita al banco. Necesitaba comprar comida, un celular, y todo lo que necesitara, obviamente necesitaría un auto, pero para eso ya habría más tiempo.

(...)

Caminé con cautela por las calles de la ciudad permitiendo que el viento helado desordenara mi cabello y que azotara mi cara, la verdad, era la sensación más embriagadora y maravillosa que hubiera experimentado jamás. Observé detenidamente a las personas que iban y venían demasiado apresuradas para disfrutar de esos pequeños detalles que los rodeaban todos los días y que no valoraban, por supuesto, que ellos no acababan de salir del coma, como yo.

Una visita al supermercado era la primera parada, me dije a mi mismo mientras observaba la parte frontal del lugar. Sonreí un poco y cuando me decidí a entrar, un pequeño y menudo cuerpo chocó contra el mío.

—Oh, lo lamento tanto, no era mi intención—me dijo aquella chica rubia de increíbles ojos azules. La miré un segundo y parpadee, me era familiar, pero no podía recordar de donde la conocía. Tal vez de la universidad, aunque si ese era el caso, ella no podría recordarlo, yo había dejado la universidad hace tres años.

—No te preocupes, yo tampoco estaba poniendo atención—respondí.

—Gabbe, vamos. Ya lo has visto y tenemos que volver pronto—le informó un chico pelirrojo acercándose un poco a ella. La rubia lo miró con una pequeña sonrisa y después me ofreció otra sonrisa a mí.

El tipo pelirrojo me miró un poco y después de una breve sonrisa, empezó a caminar tirando del brazo de la rubia.

¡Eso era extraño! Decidí mientras entraba al lugar.

Cuarenta y cinco minutos después, con dos bolsas con comida, estaba caminando en dirección a mi departamento, fascinado por las rutinas de las personas, tratando de imaginar que era lo que pasaba por sus cabezas para vivir de esa manera, reflexioné mientras esperaba que el semáforo de peatones se tiñera de verde.

La mujer del traje rojo, bien podría ser una secretaria que estaba llegando tarde a su trabajo, por eso no se percataba de las cosas que la rodeaban. La mujer del vestido azul, sin duda, era una madre que se había olvidado de la salida del colegio de sus hijos, por eso tenía el entrecejo fruncido y parecía querer echarse a correr. El sujeto de cabello blanco que hablaba por teléfono, era un empresario, a juzgar por el atuendo diplomático que tenía y el maletín que sujetaba con su mano libre, parecía molesto, tal vez, la bolsa de valores no había dado el resultado que él deseaba, pero él todavía no sabía que había otras cosas más importantes que el dinero, pensé amargamente. Yo por ejemplo, mis padres habían muerto cuando cumplí cinco años, sí, me habían dejado una enorme fortuna en un banco, pero había pasado casi tres años en coma, ¿de qué me había servido el dinero?

Y luego estaba esa chica castaña, que tenía los auriculares puestos, tomando en cuenta que el cable blanco salía del bolsillo de su abrigo morado y sujetaba desesperadamente el tirante de su mochila. Sin duda, ella era una estudiante que estaba llegando tarde a alguna de sus clases vespertinas.

Observé otra vez el semáforo que seguía en color rojo. Mis ojos fueron de nuevo a la castaña, que ahora había avanzado un paso y ya no estaba en la acera, ahora estaba parada en la orilla de la calle. Llevó su vista hasta el semáforo y yo hice lo mismo, la luz ya no era roja, ahora era color ámbar.

Comenzó a caminar rápidamente y mi corazón latió con fuerza. Porque aquel conductor imprudente que hablaba por teléfono y claramente no había respetado la luz ámbar, estaba dirigiéndose a ella. Me encaminé apresuradamente sin soltar las bolsas que estaba sosteniendo; y mis piernas y brazos temblaron en respuesta. Y por el amor de Dios, ella parecía que no se daba cuenta que estaba a punto de ser arrollada por un automóvil.

Si pensarlo dos veces corrí los más rápido que mis piernas pudieron hacerlo y la empujé con todas mis fuerzas, sus ojos se abrieron de la sorpresa y colocando sus manos encima de mis brazos me atrajo hacía ella.

—¿Estás loca? ¿Acaso pretendes suicidarte o algo por el estilo?—reproché observando el automóvil pasar frente a nosotros. Me aparté de ella y observé todas las cosas que acababa de comprar esparcidas por la calle.

—No pretendía suicidar...me—la miré con reproche y mi corazón latió muy de prisa dentro de mi pecho cuando sus ojos color chocolate se toparon con los míos.

—¿Si? Pues no parecía eso—respondí poniéndome de pie.

Le tendí la mano para que pudiera levantarse y cuando colocó su fría mano encima de la mía, una especie de corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo.

—Gracias—me dijo finalmente cuando estuvo de pie, a mi lado. Me incliné para levantar su mochila y ella soltó un suspiro.

—¿Nos conocemos?—cuestioné mirándola detenidamente.

—No lo creo—susurró sin apartar sus ojos de los míos.

Su rostro me era tan familiar.

—Soy Daniel.—le dije tendiéndole de nueva cuenta mi mano—Daniel Radcliffe—añadí.

—Mucho gusto, soy Elizabeth Westfall—se presentó, tomando mi mano y moviéndose inquieta.

La punta de mis dedos hormigueó cuando su mano tocó la mía.

—¿Qué es lo que pasa?—cuestioné cuando me di cuenta que los ojos castaños de Eli estaban fijos en los míos.

—Tus ojos—murmuró mirándome, haciendo de paso; que mi respiración se acelerara.

—¿Qué pasa con ellos?—pregunté acercándome un poco más a ella. Ella respiró rápidamente y parpadeó un par de veces.

—Son muy bonitos—anunció y se acercó un poco más a mí. Algo dentro de mí se removió y un agradable pero extraña sensación se apoderó de mi cuerpo.

—Tus ojos—murmuró.

—¿Mis ojos?—pregunté sin entender.

—Son muy bonitos—le ofrecí una pequeña sonrisa.

—¿Estas segura que no nos conocemos?—insistí.

—Supongo que si te conociera, te recordaría—parpadee un poco. Bueno, ella tenía razón.

—Deberíamos apartarnos de la calle—dije alejándome de ella. ¿Qué había sido aquello?

—Seria lo más sensato—respondió—¡Oh, por Dios! ¡Todas tus cosas están por doquier!—la miré un segundo y después posé mi vista en las cosas que estaban esparcidas por la calle.

—Bah, no te preocupes. Puedo hacer la alacena después—informé metiendo mis manos en los bolsillos de mi abrigo.

—Puedo reponerlo, después de todo fue mi culpa—enarqué una ceja en dirección a ella.

—Por supuesto que no. No tiene ninguna importancia—suspiró.

—Me sentiría mucho mejor si me dejas hacerlo—negué de inmediato.

—Yo me sentiría mucho mejor si no lo hicieras. No es ningún problema, de verdad—añadí sincero. De todas maneras, no tenía nada que hacer. Ir a comprar comida una vez más, podría ser una muy buena distracción. —Además, debes tener prisa en llegar a la escuela si cruzaste así la calle—sus mejillas se sonrojaron en respuesta y negó.

—No voy a la escuela—hice una mueca.—Estaba llegando tarde al trabajo—la miré con curiosidad.

—¿Trabajo?

—Si—sonrió—trabajo tres días a la semana en una cafetería, no muy lejos de aquí. May's, tal vez la conozcas.—negué de nuevo.

—No, no tengo ni idea de donde sea—respondí y por un segundo creí ver decepción en su rostro.

—Gracias por salvarme, Daniel—inquirió ofreciéndome una pequeña sonrisa.

—Gracias por salvarme, Dan.

—Siempre que necesites que alguien te salve, aquí estaré yo—respondí mirando sus ojos castaños.

Parpadee varias veces y llevé mi mano a mi cabeza.

—No fue nada. Creo que deberías tener más cuidado cuando cruces una calle, Elizabeth.

Me sonrió y mi corazón se aceleró, observando como ella se alejaba de mí a paso apresurado.

(...)

Encontrar la dirección de la cafetería May's no fue un problema después de todo. Y es que todas y cada una de las palabras de Elizabeth no habían dejado de rondar dentro de mi cabeza desde que volví del súper con nuevas bolsas de comida, lo peor, es que aquella extraña chica castaña, que a la vez me era sumamente familiar, tampoco había salido de mi cabeza ni un solo momento.

¿Por qué no le pediste su número telefónico, tonto? Me reprendí mentalmente mientras tecleaba el nombre de aquella cafetería en la pantalla táctil de mi nuevo celular. Veinte minutos después, me encontré en la entrada de aquella pequeña cafetería con aspecto hogareño y acogedor, las paredes en color marrón y las luces amarillentas le daban un aspecto cálido y confortable.

Caminé a paso lento hasta la caja registradora y un segundo después aquella chica castaña estaba delante de mí, con la vista clavada en la caja registradora.

—Hola, ¿puedo ayudarlo en algo?—preguntó y cuando sus ojos se toparon con los míos, sonrió.

—Dos cafés, caramelo y vainilla, por favor—pedí observándola.

—Un segundo, por favor—pidió amablemente.

Cinco minutos después colocó dos vasos térmicos frente a mí, uno con tapa café y el otro con tapa amarilla. Le tendí un billete y después el vaso de café de tapa amarilla.

Sus ojos se abrieron con sorpresa y una pequeña sonrisa comenzó a formarse en sus labios.

—No tengo ni la menor idea si el café con sabor a vainilla te gusta, pero espero que si.—hice una pausa—pasa que por alguna extraña razón que no soy capaz de comprender, no he podido sacarte de mi cabeza en todo el día, eres una chica extraña que acabo de conocer, pero a la vez siento que te conozco como a nadie más en la vida, y si, es muy raro, pero a la vez, me encanta y esperaba, que cuando terminé tu turno, aceptes ir a cenar conmigo—expliqué rápidamente.

Sus mejillas se tiñeron de rojo y me ofreció una tímida sonrisa.

—El café con vainilla es mi favorito.—me respondió simplemente.

Le ofrecí una gran sonrisa y mi corazón explotó dentro de mi pecho, con una sensación nueva, extraña y placentera, algo así como la felicidad.

(...)

—¿Crees que ahora deba cambiar mi apellido a Radcliffe? ¿Y decir en la escuela que eres mi padre?—cuestionó Samuel con una gran sonrisa dibujada en su rostro.

Evanthia Sykes, mi nueva abogada, una mujer de mediana edad con el cabello castaño, se rio animadamente, por la ocurrencia de mi nuevo hermano. Era la mejor abogada que había encontrado en Londres, lo mejor, gracias a mi nueva novia.

—No creo que sea necesario—respondió la mujer.

—Además, no soy tu padre—reproché con el ceño fruncido—soy tu hermano.—añadí.

Elizabeth sonrió y apretó un poco mi mano.

—Qué bueno, porque no pensaba decirte papá de todos modos. Tampoco quería llevar tu apellido, porque entonces, sonaría horrible y todas esas chicas fastidiosas del colegio querrán acercarse a mí para que te presente con ellas, ya sabes, morirán por ser mis cuñadas—me reí.

Elizabeth soltó una carcajada.

—Bien, puedes decirles que pierden el tiempo, porque ya tengo una novia, la elegí y no pienso dejarla jamás—anuncié observando los hermosos ojos castaños de Eli.

—Entonces, ¿ahora eres oficialmente mi cuñada?—cuestionó el chico de ojos verdes y cabello negro.

—Si.—respondió ella.

Tenía un hermano, un pequeño hermano de casi quince años. No podía terminar de creer la suerte que tenía, había literalmente vuelto a nacer, luego de un horrible accidente que me dejó en coma tres años. ¡Tres años! Había encontrado el amor, en aquella chica despistada que casi atropellan y que yo había salvado; y que meses después se había convertido en mi novia. Y ahora oficialmente tenía un hermano. Ya no estaba solo en el mundo, nunca más.

Era el hombre más suertudo del planeta. No cabía duda, que alguien allá en el cielo, estaba haciendo muy bien su trabajo, como Isabelle; la abuela de Elizabeth, solía decir. Sonreí ante la idea.

Era una locura. Una completa locura.

—¿En qué piensas?—cuestionó Eli, apoyando su barbilla en mi hombro. Escuché la animada charla de Sam con Evanthia, y un segundo después sus risas. Sonreí ampliamente.

—En que te amo—respondí haciendo que ella sonriera ampliamente. Amaba su sonrisa, definitivamente.

—Yo también te amo—respondió—Daniel, yo...

Suspiré y me giré para mirarla a los ojos.

—¿Crees en el destino?—pregunté en voz baja, muy cerca de sus labios.

—No lo sé—murmuró.

—No sé si exista algo así, Elizabeth. Por alguna razón estaba ahí cuando ese auto casi te atropella, así que...no sé si sea por cuestión del destino o casualidad; pero lo que sí sé, es que te elijo a ti, Eli.—anuncié con media sonrisa.

—¿Para siempre?—sonrió.

—Para siempre.

FIN


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