04 | Cabeza de fuego

«Era la hora de la danza, y corifeos y bailarinas habían tomado rápidamente precauciones contra el mal de ojo».

GASTÓN LEROUX,
El fantasma de la ópera


A ratos llovía sobre el Conservatorio de París. Todas las estudiantes recién ingresadas se encontraban en el salón emocionadas por conocer a la célebre Prima Ballerina, Stéphanie Sorelli. Aguardaban con las manos sudorosas, las piernas les flaqueaban y pequeños chillidos escapaban de sus bocas con el transcurrir del tiempo.

Muchas de ellas se desmayaron cuando La Sorelli entró al gran salón acompañada de los directores de la ópera Debienne y Poligny quienes la presentaron a las pupilas. Tan pronto como eso sucedió, todas ellas rodearon a la Prima Ballerina y con evidente emoción hablaban con ella. La bailarina les sonreía y respondía conforme entendía lo que decían, las voces entremezcladas hacían que los mensajes se distorsionaran provocando que fueran inentendibles en ocasiones.

—¡Muy bien, señoritas! —exclamó Debienne dando un golpe en el pulcro suelo con su bastón—. ¡A ensayar! —Y diciendo esto, ambos directores salieron.

Meg, Saint-Jammes y Christine se quedaron de ver más tarde en el camerino de La Sorelli cuando la clase terminara; en ese momento, Madame Giry hizo acto de presencia y Christine se pasó a retirar, ella tenía que ir a las clases de canto mientras que sus amigas tomaban la clase de ballet.

Madame Maude Giry miró de reojo a la cantante cuando ésta salía del salón. Posteriormente se recompuso y con bastón en mano puso orden en el recinto, donde las bailarinas rodeaban a Stéphanie; al escuchar tres golpes de bastón contra el suelo, dos filas se formaron, el silencio se hizo presente y a continuación la estridente voz de Giry se escuchó dando breves indicaciones para el comienzo del curso.

* * *

El teniente de bomberos Papin realizaba su ronda de vigilancia semanal debajo de la Ópera. Con linterna sorda en mano, se aventuró más allá de la zona habitual, perdiéndose entre los laberintos subterráneos que eran los sótanos.

El aroma a humedad y la creciente oscuridad lo envolvieron, un escalofrío recorrió su espalda y el chillido de una rata lo sobresaltó. Contuvo un grito arremetiéndose contra la pared, pegando la espalda en el húmedo muro mientras que con la linterna iluminaba lo que podía del túnel. No podía ver más allá de unos cuantos metros.

Una cosa peluda pasó sobre sus pies, palideciendo iluminó el suelo y vio a una gran rata negra correr hacia el interior del túnel, perdiéndose por completo en el negruzco ambiente. Entonces rio. ¡Jean Papin el grandioso teniente de bomberos se había asustado de una rata!

Él estaba al corriente de los crecientes rumores del teatro, sobre todo del más famoso de todos, el caso del fantasma que rondaba los rincones del recinto musical. Siempre era lo mismo, las ratas* cuchicheaban sobre la forma y altura que tenía, su aspecto de muerto, la dulce voz que decían poseía y los accidentes que provocaba en la tramoya. Todo atribuido a un espectro que en su opinión no existía. ¿Era escéptico? ¡Claro que sí! Jean Papin se carcajeaba cuando de las pequeñas bocas de las damas salían las palabras «fantasma de la ópera».

«¡Vaya ingenuas!», pensaba.

—Los directores se aprovechan de la ingenuidad de la compañía. —Escuchó decir una vez a Joseph Buquet, el jefe de máquinas.

Una sonrisa se dibujó en el rostro del teniente al recordar aquella charla tan entretenida en la que terminaron burlándose de la actitud escandalosa de la Prima Donna, Carlotta Giudicelli.

Todo era paz y tranquilidad para el teniente, seguía su ronda sin preocupaciones hasta que, a lo lejos, donde el pasillo estaba sumido en completa oscuridad y donde su linterna no iluminaba, visualizó un punto de fuego.

«Un teniente de bomberos es, desde luego, valiente. ¡No le teme a nada, y, sobre todo, no tiene miedo del fuego!»*, recordó las palabras que decía siempre a sus subordinados.

Era cierto, él no le temía a nada, el fuego no era nada para él. Relajó el rostro y continuó el avance hasta que paró en seco. Su intención principal era ver cuál era aquel objeto de fuego, con su avance lo veía más cerca hasta que se percató que esa bola se movía, se acercaba a él con gran velocidad.

Papin se tragó sus palabras. Las piernas le fallaron cayendo de rodillas sobre el suelo mojado, soltó la linterna que se apagó al romperse, escuchando los cristales chocar con el suelo. El teniente sentía como la sangre se le subía a la cabeza y su alma abandonaba aquel atlético cuerpo que poseía.

El uniforme le había dado seguridad los últimos treinta años de carrera, pero ahora, era como si aquel traje se convirtiera en piedras sobre su piel. Pesado, así se sentía en ese momento.

Las manos le temblaban, tenía la boca seca y sus piernas no le respondían. ¡Su cuerpo le había abandonado! ¿Cómo se atrevía a hacer eso?

Levantó la mirada y su rostro perdió todo color existente. La vio, esa bola de fuego se aproximaba cada vez más a él y, como si por arte de magia se tratase, se incorporó y comenzó a correr tratando de escapar de aquello que lo perseguía, una bola a la que comenzaba a temer, ¡nunca había experimentado cosa igual!

Su corazón se aceleraba con cada paso que daba, quería gritar, pedir por ayuda, ¿pero a quién?, solo se encontraba él ahí abajo, si moría nadie se enteraría el por qué. ¿Ayuda? ¡Sólo al fantasma! Pero él no creía en fantasmas... no lo hacía... no lo hacía... no lo hacía...

¡Sí lo hacía!

Una idea cruzó por su mente en el momento mismo en que vio como el túnel comenzaba a iluminarse con la aproximación de esa bola de fuego. ¿Y si quizá sólo estuviera corriendo en vano? ¿Podría ser su imaginación? ¿Qué era lo que pasaba?

Sus preguntas no pudieron ser respondidas en ese momento, pero sí que pudo observar mejor aquello que lo perseguía con tanto ahínco. Tan rápido como pudo, se hizo a un lado, pegándose contra la pared, mirando hacia donde la bola de fuego se encontraba, tensándose al verla con mayor detalle. Solo bastaron segundos para que esa bola de fuego pasara delante de él y desapareciera del otro lado del pasillo sin hacer mayor ruido.

El teniente de bomberos, Jean Papin subió por las mismas escaleras por las que había bajado horas antes. Tenía la mirada perdida hacia el horizonte. Quienes lo vieron aseguraban que estaba realmente pálido y que no podía hablar, balbuceaba palabras que nadie lograba comprender, daba pasos pequeños e inseguros. Estaba completamente ido.

* * *

En el escenario, el elenco ensayaba el acto tercero de la ópera Faust. La Prima Donna cantaba totalmente emocionada, metida por completo en su papel de Margarita hasta que el mismísimo Charles Gounod detuvo a la orquesta provocando la ira en La Carlotta.

—¡Monsieur! —chilló—. ¡No puede interrumpirme así! ¿Quién se cree?

—El compositor —susurró una de las bailarinas, provocado que las demás a su alrededor se rieran un poco.

Gounod no respondió a la diva, su mirada permanecía sobre aquel pobre hombre uniformado que caminaba con dificultad sobre el escenario. La Prima Donna al no recibir respuesta siguió la mirada del compositor y perdió las ganas de seguir gritando al ver al teniente de bomberos Papin con los ojos desorbitados.

—Pero ¿qué...? —susurró.

Una mujer regordeta se aproximó a él tocándole el hombro, sin embargo, al momento en que hizo eso, el teniente se desvaneció en sus brazos.

Alrededor de ellos se formó un círculo lleno de miradas curiosas, el morbo se acrecentó al momento en que pedían a gritos un poco de agua para el teniente. Rápidamente, Madame Jules se aproximó a ellos con el vaso de agua, humedeció sus dedos y salpicó pequeñas gotas sobre el rostro del teniente. Éste reaccionó al rato.

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba el teniente con evidente terror en sus ojos.

Todos retrocedieron asombrados ya que se suponía que un teniente de bomberos no le temía al fuego.

—Cálmese Papin —decía Madame Jules—. No pasó nada, vea que está usted aquí.

—¡Usted lo dice porque no lo vio! ¡Yo sí! —gritaba a todo pulmón.

Carlotta rodó los ojos y sólo se retiró. Gounod se acercó al escenario, invadido por la curiosidad, al igual que el resto de los músicos.

—¡Yo lo vi! ¡Era el fantasma! ¡El fantasma de la ópera!

Las ratas chillaron.

—Papin... —habló Madame Jules poniendo una mano sobre el pecho del hombre—, ¿de qué habla? Cuéntenos por favor, solo así podrá sanar su perturbada mente.

—Avanzó hacia mí, cuando estuvo justo frente a mí, lo vi, ¡lo vi! Era una cabeza, ¡sólo una maldita cabeza! —gritó histérico—, ¡no había cuerpo! ¡era una cabeza! ¡una cabeza de fuego!

Todos se miraron entre sí.

Los tramoyistas se acercaron a Papin y lo ayudaron a levantarse, llevándoselo a la oficina de los directores de la ópera, era lo único que el teniente pedía, quería hablar con los responsables de aquel lugar maldito.

Tenía que recuperarse pronto y quizás, se retiraría para siempre de sus servicios. No quería seguir en esa casa maldita, embrujada por un espectro con muchas caras.

Sí, muchas caras, porque se decía en el foyer que la descripción que había dado Papin no correspondía en absoluto a la que Joseph Buquet les había dado hace poco, cuando él mismo vio, frente a frente al fantasma durante una de sus rondas.

—¡Cabeza de fuego! —repitió Papin a lo lejos.

Una persona a lo alto, dentro del palco número cinco sonrió al ver aquella excelente escena digna de una representación de calidad.

—Cabeza de fuego. —El misterioso espectador murmuró a la vez que se cruzaba de brazos.



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NOTAS

Ratas. Apodo familiar con que se designaba a los miembros del cuerpo de ballet en la Ópera francesa de ese período.

«Un teniente de bomberos es, desde luego, valiente. ¡No le teme a nada, y, sobre todo, no tiene miedo del fuego!». Citado de Gastón Leroux, El fantasma de la ópera, Capítulo I, pág. 37. AUSTRAL.

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