03 | Monsieur Erik
«Desde hacía algunos meses, en la Ópera no se hablaba de otra cosa que de ese fantasma de frac negro, que paseaba como una sombra de arriba abajo del edificio».
GASTÓN LEROUX,
El fantasma de la ópera
Carlotta no dejaba de seguir con la mirada a la joven cantante, estaba tan roja y apenas podía contener su agitada respiración y con ello contener las ganas de gritar a los cuatro vientos su desacuerdo hacia la soprano que salía del escenario. Sus manos destrozaban el abanico de seda con el que momentos antes se refrescaba. Mientras que su marido, Olivier, trataba de calmarla, recibió un codazo en el estómago por parte de la diva.
De repente, una idea cruzó su cabeza. Miró hacia la platea donde se encontraban los dos directores de la ópera, ella sabía cómo manipularlos a ambos, quizás si los convencía jamás aceptarían a la joven que resultaba —sorprendentemente—, ser una amenaza para ella. Sin embargo, el cuchicheo de Madame Jules le privó de su plan, cuando escuchó de los labios de aquella regordeta mujer que las cosas cambiarían muy pronto.
La diva italiana no podía comprender aquello, ¿a qué se refería exactamente la acomodadora? Ni idea alguna. Ahora lo importante era acercarse a los directores lo más pronto posible.
Con decisión, ella se levantó de su asiento y le dijo a su marido, con el tono más afable que pudo, que la esperara; la manera en la que había pronunciado esas palabras alertó al hombre, ya que sabía de antemano que el cambio de actitud repentino de su esposa no traía nada bueno.
Olivier Laffite asintió pasándose por el sudoroso rostro un pañuelo blanco de seda que había sacado tan sólo segundos atrás de su frac grisáceo.
La mujer ladeó una sonrisa y caminó con elegancia hacia la puerta del palco, dirigiéndose a la oficina de los directores Debienne y Poligny.
* * *
Después de que fueran descartadas unas cincuenta aspirantes, entre cantantes y bailarinas, las afortunadas se reunieron en un camerino lo suficientemente grande como para albergar a las veinte futuras pupilas del conservatorio. Todas conversaban animadamente, felicitándose una a la otra por su audición y talento; entre ellas se encontraban las muchachas que se rieron de Christine cuando su primer y segundo intento fueron fallidos mientras se encontraba de pie en el escenario.
Y, como si no hubiera sucedido nada, todas se unieron a la plática, mostrándose animadas y nerviosas por lo que ocurriría al día siguiente, en el que conocerían a sus futuras compañeras de grados avanzados y con ellas a la Prima Ballerina, .
—¡Estuviste maravillosa! —dijo una vocecilla entre el tumulto.
Dos rubias que charlaban como si fueran viejas amigas se giraron hacia la pequeña que había pronunciado esas palabras.
—¡Gracias! —exclamó Meg Giry con una sonrisa de oreja a oreja sin dejar de mirar a la pequeña niña pelirroja que les observaba con las mejillas sonrojadas—. ¡Tú también estuviste maravillosa...! —Hizo una larga pausa al desconocer el nombre de la pequeña bailarina.
—Saint-Jammes —pronunció con un hilillo de voz.
—Pequeña Jammes, te presento a Christine —dijo señalando con la mano a su nueva amiga—. Yo soy Meg.
—¿Estás lista para conocer a La Sorelli?
—¡Sí! ¡Ella es la mejor! —exclamó la pequeña Jammes con gran entusiasmo.
Christine Daaé las observaba, apenas y podía creerse lo que acababa de pasar. De tantas aspirantes ella había sido una de las elegidas para permanecer en el conservatorio de la Academia de Música. Era como un sueño hecho realidad.
Ignorando la conversación de Meg y Saint-Jammes, Christine se perdió en sus pensamientos, preguntándose si el dichoso Ángel de la Música habría sido capaz de oír su audición, ella esperaba que así fuera, él vivía ahí después de todo, según las palabras de su padre.
—¿Han oído hablar del fantasma de la ópera? —Soltó la pequeña Jammes provocando que todas las aspirantes guardaran silencio.
Unas temblaron, otras soltaron una ligera sonrisa indiscreta, pero en todos y cada uno de los rostros, el asombro y el miedo eran evidentes.
—¿De qué hablas? —preguntó una de las chicas.
Saint-Jammes suspiró.
—Dicen que la ópera está habitada por un fantasma —pronunció como si temiera de sus propias palabras.
—¡Ja! —exclamó una bailarina pelinegra—, ¡los fantasmas no existen!
—¡Pero dicen que sí hay uno! —intervino Meg Giry.
Christine no dejaba de observar a las aspirantes, sus murmullos sobre el fantasma se convirtieron en una gran discusión en las que figuraban frases como «¡No es verdad!», «¡Estás loca!», «¡Yo lo vi al entrar!»; hasta que la puerta del camerino se abrió de golpe provocando que todas las chicas dieran un grito de terror.
—¡Maman! —gritó Meg Giry al ver a su madre de pie en el umbral con el ceño fruncido.
—¡Hora de dormir! —dijo Madame Giry dando una mirada rápida a todas las aspirantes—. Síganme.
Y tras dar la orden, todas las chicas se tomaron de las manos y fueron tras la mujer como si siguieran a la mamá pata. Durante el trayecto hacia los dormitorios, ninguna dejaba de murmurar sobre el misterioso fantasma y en ocasiones volteaban a ver todos los rincones oscuros de la ópera, tratando de localizarlo, pero en sus intentos, escuchaban el bastón de Madame Giry golpeando el suelo de madera, lo que ocasionaba que en posición de firmes siguieran su paso como se supone debía ser.
Christine, Meg y Saint-Jammes iban juntas, sin dejar de sonreír tras la actitud que las demás habían tomado con respecto al rumor del que la pelirroja había comenzado el desorden.
* * *
—¿Por qué no? —chilló La Carlotta golpeando el pecho de Monsieur Debienne—. ¡Lo exijo!
—Signora —habló Monsieur Poligny—, eso no está en nuestro poder, el jurado decidió, ya no podremos hacer nada.
—¡Quiero que la saquen de mi teatro de la ópera! —gritó la diva a todo pulmón dándoles la espalda a los directores.
Monsieur Debienne quedó mudo ante tal reacción, no la esperaba de una profesional como Carlotta Giudicelli, en los pocos años que había estado frente a la gerencia con Poligny la diva nunca había actuado de esa manera, mucho menos exigido sinsentidos como eso.
—Lo sentimos Signora, pero la joven Daaé ya fue aceptada en el conservatorio, la decisión fue unánime —dijo Debienne.
Carlotta empuñó ambas manos y maldiciendo en italiano salió del despacho de los directores.
—¡Vaya mujer! —suspiró Debienne.
—Nuestra Prima Donna es así, debemos tratarla como... de la realeza.
—Y hablando de la realeza —habló Debienne sacando del bolsillo de su levita gris, un reloj—, nuestro invitado viene tarde.
—De hecho, siempre he estado aquí. —Una dulce voz masculina sobresaltó al gerente haciendo que este dejara caer el reloj de plata.
El hombre enmascarado se inclinó para recoger el reloj y acto seguido se lo devolvió a su dueño.
—M-Merci —murmuró con un curioso temblor en su voz.
—Caballeros, he sido muy paciente estos últimos días —habló el invitado tomando asiento en una de las sillas frente al escritorio—, ¿dónde está la lista?
—Aquí, Monsieur Erik —Señalo Poligny un documento sobre el escritorio—. Esta es la lista de las nuevas estudiantes del conservatorio —Le entregó la hoja—, todas ellas han figurado por sus talentos en el canto, la danza y algunas, perdóneme por lo que voy a decir —Erik le miró curioso—, ejecución con los instrumentos musicales.
—¡Eso quiero oírlo! —exclamó el enmascarado—. ¡Ya era hora de que hubiera damas en la orquesta!
—Pero Monsieur... —intervino Debienne—, eso no está bien visto, además, podría crear mala fama a nuestro teatro y...
—¡Qué va! Ustedes dos hablan como si viviesen en el siglo pasado. ¡Es hora de ver hacia adelante, caballeros! ¡El futuro nos espera!
Los directores quedaron boquiabiertos, no esperaban que su distinguido invitado dijera esas palabras o que siquiera pensara de esa manera, tal cual Erik había pronunciado, los compositores habían realizado ciertas observaciones hacia las jovencitas que subían al escenario acompañadas de sus instrumentos musicales.
—Aprovecho este encuentro —continuó el enmascarado— para hacerles entrega de la programación de la próxima temporada de ópera. Cualquier duda, pueden consultarme, ya saben dónde encontrarme —Sacó debajo de la capa negra que vestía, un pliego bastante grueso que estaba amarrado con un lazo negro—. Todo lo que deben saber se encuentra aquí mismo.
Erik agitó el pliego frente a los directores y luego lo depositó sobre el escritorio. Monsieur Poligny asintió y Debienne lo miraba sin decir palabra alguna.
Aunque les costara trabajo, debían admitir que el éxito en el teatro de la ópera se debía absolutamente al enmascarado, cuya identidad permanecía oculta bajo el despampanante título de «El fantasma de la ópera».
Los directores tomaron el pliego y lo abrieron para leerlo, mientras que Erik hacía lo mismo con la lista que le habían proporcionado. Un nombre en específico permaneció en su mente, «Christine Daaé», frente a ese nombre estaba escrito el título del aria que había cantado y después anotado con tinta roja la palabra «Accepté» (Aceptada).
Entrecerró los ojos y murmuró:
—Le falta técnica.
Los directores levantaron la mirada al escuchar la melodiosa voz de Erik.
—¿Dijo algo Monsieur? —preguntó Debienne.
—No.
Erik dejó la lista sobre el escritorio, se dirigió a los directores despidiéndose de ellos, agradeciéndoles su hospitalidad y posteriormente pasó a retirarse no sin antes dirigirles una última frase.
—No olviden mi salario, pasaré el lunes por la mañana por él.
—Como usted diga —pronunció Poligny sin dejar de leer el documento. La selección para la temporada de ópera le parecía excelente, lo que sí le provocó un grave conflicto interno fue que en letras rojas y en mayúscula declaraba entre signos de exclamación:
«¡CAMBIAR A LA SOPRANO PRINCIPAL!»
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