El amor olvidado de Zastra
Camino junto a ella, cada noche. Su sonrisa me hace sentir como un chiquillo, feliz y despreocupado. La danza de sus cabellos áureos, sacudidos por la brisa, me transporta a cuando la conocí. Ella montaba a caballo por un prado, la vi de espaldas y su pelo liso me cautivó.
El ligero bronceado de su tez, junto con sus labios carnosos, sus pómulos redondeados y sus ojos azules, consigue que mi corazón se acelere. La fina nariz y sus delgadas cejas la dotan aún de más belleza. Su silueta, oculta tras una fina prenda de un azul como el cielo, me vuelve loco. Estar junto a ella me hace sentir como un dios.
—¿Estás preparado para dejarlo todo? —me pregunta mientras me coge la mano. La calidez de su piel me pone nervioso.
—Nunca he estado más preparado. —Una sonrisa boba se dibuja en mi rostro.
Trato de darle un beso, me esfuerzo por acercarme a ella, pero una fuerza invisible me lo impide. Grito, clamo a los rayos y desato mi ira sin lograr moverme ni impedir que mi amada se aleje envuelta por una niebla oscura.
—Viejo tonto —escucho a alguien hablar detrás de mí.
Giro la cabeza, observo la figura sin rostro ataviada con ropajes rojos y con cadenas alrededor de los dedos. La veo y recuerdo. Como cada noche, revivo la pesadilla.
—No, esta vez no —mascullo y convoco el poder de los cielos.
Los rayos caen, pero no logran más que desvanecerse antes de impactar en la criatura. La risa espectral se propaga mientras la imagen de la mujer que amo, ahorcada, con los pies desnudos colgando, con la cuerda que le ha arrebatado la vida sujeta a un árbol y la soga partiendo su precioso cuello, me desgarra el alma y me despierta.
En un callejón mugriento, en el que el hedor de las bolsas con comida descompuesta escapaba de los containeres y los muros de los edificios eran recorridos por algunas grietas, un vagabundo se despertó, se incorporó entre jadeos en un cartón ablandado por la humedad, parpadeó varias veces y trató de controlar la angustia que le dificultaba respirar. Una punzada en el corazón lo llevó a agarrar la prenda sucia que llevaba puesta desde hacía meses, a sujetarla a la altura del pecho y tirar de ella en un vano intento de aliviar el dolor.
—Otra vez... —susurró, tras negar con la cabeza y darse por vencido en su intento de tratar de recordar la pesadilla—. Cada noche igual. —Cogió una botella de licor casi vacía, alzó un poco la cabeza para beber y observó la luna llena entre las azoteas—. Parece que esté maldito. —Se secó los labios con la manga roñosa—. Maldito y condenado.
Permaneció pensativo mientras se colocaba el gorro y se ajustaba los mitones. Se levantó y recorrió parte del callejón hasta alcanzar un hueco entre dos containeres donde dormía otro sin techo.
—Caliestre —dijo, antes de zarandear a su compañero y lograr que abriera los ojos—. ¿Te queda tabaco?
—Zastra, maldita sea, cada noche igual —contestó con voz ronca, medio dormido, mientras rebuscaba en los bolsillos dados de sí—. Si no me despiertas para pedirme tabaco, lo haces para decirme que tú no tendrías que estar aquí. —Encontró una cajetilla aplastada—. Toma. Quédatela y déjame dormir, maldito viejo inútil.
Zastra sacó un cigarrillo que tenía la boquilla aplastada.
—Gracias, Caliestre, te debo la vida. —Encendió una cerilla y prendió el pitillo.
—¿Por qué no paras de molestar, Zastra? Siempre lo mismo —refunfuñó, antes de mover la mano para que se fuera.
—Ya me voy —susurró, un poco antes de que su compañero se diera la vuelta, gruñera y quedara tumbado de lado.
Zastra dio una calada, se mesó la larga barba, echó el humo despacio y caminó a paso lento hacía la parte del callejón que daba a una avenida. El ruido de las suelas desgastadas al golpear el asfalto agrietado poco a poco quedó sepultado por el estruendo del tránsito de los vehículos.
Con la mirada cansada, observó los neones en los edificios, las amplias pantallas con publicidad, las farolas de luces anaranjadas y el titileo ámbar de un semáforo.
La vida de la ciudad despertó una súbita melancolía que lo hundió aún más en su miseria. Cerró los ojos y sintió el frío vacío que lo torturaba. No sabía cuántos años llevaba viviendo en un callejón, tenía la sensación de que había algo más, de que hacía mucho tiempo su vida fue diferente, pero la realidad del día a día lo golpeaba para recordarle que no era nadie.
Consumió el cigarrillo hasta que sintió el calor quemarle los labios, lo tiró y lo pisó. Iba a darse la vuelta y regresar a su cartón humedecido, pero una pareja que caminaba por la otra acera le llamó la atención y lo llevó a sentir nostalgia, tristeza y dolor. El hombre y la mujer, que reían mientras andaban cogidos de la mano, compartían lo bien que había estado la velada para celebrar que en unos meses serían padres.
—Atarse de ese modo... —susurró Zastra, casi como si fuera capaz de percibir que pronto llegaría un bebé a la vida de la pareja.
Suspiró, observó una última vez al hombre y la mujer y negó con la cabeza. Permaneció unos minutos inmóvil en la entrada al callejón, asediado por un angustia que le impedía no ser más que un miserable.
Se dio la vuelta, anduvo hacia el cartón humedecido, pero una quemazón en el brazo lo llevó a detenerse y apoyarse en un container. Apretó los dientes mientras se remangaba y quedaba a la vista una frase de trazos rojos grabada en la piel.
—Te amo —leyó incrédulo las palabras resplandecientes de su antebrazo—. ¿Qué significa esto?
Un recuerdo borroso, el de las facciones de una mujer envueltas en bruma, emergió para turbarlo aún más. Desconocía quién se escondía tras la niebla, pero fue capaz de percibir el dolor que proyectaba.
La quemazón se extendió más allá del brazo, subió hasta el hombro y le alcanzó el cuello y parte del pecho. Chilló, golpeó el container y apretó los dientes. La sensación de que la piel le hervía lo obligó a gemir y maldecir. Las piernas le flaquearon y acabó de rodillas en el asfalto agrietado.
—¿Qué mierda pasa? —preguntó entre jadeos mientras la quemazón comenzaba a desaparecer.
Observó las palabras grabadas en su brazo, ya cicatrizadas, y escuchó una voz lejana pedirle ayuda. Miró hacia uno de los extremos del callejón y vio una densa bruma negra elevarse y ocupar el espacio entre los edificios.
La niebla se llenó de diminutas partículas resplandecientes casi al mismo tiempo que una figura de ropajes rojos, sin rostro y con cadenas alrededor de los dedos, surgió de ella.
—Viejo tonto —pronunció el ser mientras elevaba la mano para señalar al vagabundo y los eslabones que colgaban de los dedos chocaban entre sí—. ¿Estás listo para intentarlo otra vez?
Zastra, confundido, sintió que conocía a la criatura. Se levantó, desafiante, y el cielo se cubrió de golpe por una densa capa de nubes negras que no tardó en ser recorrida por centenares de rayos dorados.
—¿Volver a intentarlo? —preguntó mientras los cristales de las ventanas de los edificios temblaban a causa de los fuertes truenos.
La risa espectral de la figura resonó por el callejón, la bruma avanzó a gran velocidad hacia Zastra y lo engulló justo cuando él recordó fragmentos distorsionados de un pasado lejano.
¿Recuerdas cómo nos conocimos? Los prados del Olimpo rebosaban vida, Pegaso surcaba el cielo y tú me miraste embobado, incapaz de pronunciar palabra, con una sonrisa bobalicona y una mirada tierna que desmontaba el mito de que el padre de todos era arrogante y cruel.
Entré al juego, coqueteé, pero fui yo quién tomó las riendas. Pasaron semanas hasta que acepté que quedáramos a solas y meses hasta que permití que me besaras. Te deseaba tanto como tú a mí, tus ojos, tu barba, tu ternura, todo en ti conseguía que mi corazón ansiara nuestro próximo encuentro. Te amé y disfruté a tu lado de los paseos cogidos de la mano con la suave brisa rozándonos y llevándonos a cobijarnos el uno con el otro. Las caricias y los besos conseguían que deseara que el tiempo se detuviera. Yo era tuya y tú eras mío.
Cuando se nos premió con la bendición de un hijo en camino, decidiste despojarte de tu poder. Prometimos pasar la eternidad juntos, en la vida y en la muerte. Era un destino precioso, demasiado precioso...
La niebla que envolvía a Zastra se disipó. El vagabundo, desconcertado, miró a su alrededor sin saber qué hacía en medio de un bosque de altos árboles con ramas que apenas permitían que se filtraran los rayos del sol.
—¿Qué es este lugar? —susurró, tras comenzar a olvidar su encuentro con la figura sin rostro.
Una lejana voz de una mujer lo llevó a caminar hacia un claro oculto entre la espesura del bosque. El cántico de los pequeños pájaros de plumajes coloridos consiguió traerle algo de paz. A cada paso que daba, a cada metro que lo acercaba a una cabaña, su corazón volvía a sentir mucho más que angustia, vacío y dolor.
Cuando alcanzó el claro, al ver a una mujer rubia, al contemplar sus ojos azules mirarle con ternura y su rostro llenarse de alegría, la maldición que lo mantenía preso sin memoria en el mundo de los mortales se desvaneció.
—Agriamis —pronunció, con las lágrimas a punto de surcarle las mejillas—. Te he echado mucho de menos. —Caminó rápido hacia la mujer, la alcanzó y la besó—. Amor mío, lo siento. —Apoyó su frente en la de Agriamis—. Lo siento mucho. No sabía que iría a por nosotros... que iría a por ti.
Volvieron a besarse, a juntar los labios y desear que el tiempo se detuviera.
—Te amé en vida y te amo ahora —respondió ella, tras acariciarle la cara y sentir que por muy separados que estuvieran, por más que él viviera condenado en el mundo de los mortales, sus almas eran y siempre serían una—. No ansío otra cosa que volver a tu lado y pasar la eternidad junto a ti.
El aspecto de Zastra cambió, una túnica, con bordados de oro, resplandeció mientras ocupaba el lugar de las ropas mugrientas. La barba se tornó más clara y la piel se libró de la suciedad.
—Yo no quiero otra cosa más que perder la inmortalidad para reunirme contigo —el peso de las palabras logró que tuviera que esforzarse en pronunciarlas—. Mi vida no tiene sentido sin ti.
Agriamis suspiró.
—Mi tormento no es solo perderte cada día y saber que no vas a estar junto a mí, abrazándome mientras duermo. —Lo miró a los ojos y le acarició la mejilla—. Mi tormento va más allá. —Le señaló la entrada de la cabaña y Zeus vio en el interior un gran espejo que mostraba el callejón donde malvivía—. No hay instante en el que no contemple en lo que te han convertido.
En el rostro del antaño orgulloso dios se reflejó el pesar, Zeus besó la frente de Agriamis y maldijo por verse desposeído de su antiguo poder.
—Me quiere a mí y no parará de intentar romper el lazo que nos une. —Dirigió la mirada hacia el espejo y sintió como si un puñal le atravesara el corazón al ver el destino que la maldición había tejido—. El Olimpo sintió como una traición que lo quisiera abandonar. —Cerró los ojos y revivió cómo sus hijos fueron consumidos por la locura—. Envenenó las mentes y te arrebató de mi lado.
Al escuchar gruñidos, cuando Zeus se iba a dar la vuelta, Agriamis le puso la mano en la cara y mantuvo el rostro del dios enfrente del suyo.
—No, amor mío, esta vez no. —Zeus le cogió la mano y la apartó con suavidad—. Quédate.
Los gruñidos se intensificaron y la pena y el dolor asolaron a los que, condenados a no estar juntos, se amaban por encima de la vida y la muerte. Zeus se apartó un poco de Agriamis sin soltarle la mano.
—Si no los venzo, la maldición nunca acabará. —Su amada negó y le suplicó con la mirada y con un gesto de cabeza que no luchara—. Él no tiene el poder de volverme loco, pero sí de privarme de mis recuerdos. Y no quiero seguir viviendo sin recodarte. No hay mayor castigo que ese.
Zeus soltó la mano de Agriamis y se dio la vuelta para encararse con los antiguos dioses del Olimpo convertidos en bestias sin mente. Todos tenían la piel negra, los ojos rojos, garras y fauces.
El ser de ropajes rojos, rodeado de bruma, pasó por entre los que una vez fueron dioses y meneó los dedos envueltos en cadenas.
—Nunca debiste traicionarme —pronunció la criatura con una voz gutural—. Tu destino siempre ha estado ligado al mío. Tú me perteneces.
Zeus observó con rabia la esencia corrompida del que ataño fue el hogar de su panteón.
—Nunca fui tuyo. —Los ojos le brillaron con un intenso dorado y las manos se recubrieron de relámpagos—. Ni ellos tampoco.
La figura rio, movió la mano y las bestias del Olimpo avanzaron, trotaron como animales y destrozaron el terreno con sus garras. Zeus miró una última vez a Agriamis mientras una sonrisa triste se dibujaba en su rostro.
—Siempre te amaré.
Fueron las últimas palabras que pronunció antes de arrojar rayos contra las bestias, correr para enfrentarse con ellas y caer vencido como cada noche.
Zastra despierta, observa las estrellas y una sensación extraña se apodera de él. Sus recuerdos no se han borrado del todo, algo que trajo del inframundo consigue que mantenga la imagen de Agriamis intacta. Desconoce quién es, no sabe por qué esa preciosa mujer despierta un deseo incontrolable de estar junto a ella. Ni tampoco sabe por qué tiene la certeza de que ella siente lo mismo por él. Su corazón se acelera al notar que en uno de los bolsillos tiene algo que le une más a esa mujer. Nervioso, mete la mano y toca un objeto con una superficie lisa. Lo saca y ve que es un fragmento de un espejo. Lo observa y se queda embobado.
—Te amo mucho, amor mío. —Escucha incrédulo la voz de la mujer que ve reflejada.
La voz de Agriamis y su imagen logran que Zeus recuerde. El que una vez fue el padre de todos, condenado a vagar en el mundo de los mortales, poco a poco recuperará su poder. Quizá pasen siglos o milenios, pero ya no olvidará cada día a su amada y con cada nuevo despertar su fuerza aumentará. Aunque tengan que esperar muchas lunas y soles, Zeus y Agriamis volverán a estar juntos. Su amor será eterno.
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