La torre
Capítulo 27: La torre
Todos escuchaban atentos la disertación de su señor, mientras este señalaba algunas zonas de un enorme mapa puesto sobre una mesa de caoba fina, tan pulida, que parecía estar hecha de mármol negro.
No eran cuestiones de diplomacia o relativas al ejercicio de gobierno la que se trataba en ese momento, sino la planeación a conciencia y meticulosa del exterminio de los orcos que habían dado cobijo y aceptado como uno de los suyos, a Fresnia.
―¡Padre, no! ―gritó un joven apenas abrió las puertas de sopetón, mientras era sujeto por los hombros por un par de guardias.
―¿Qué haces aquí? Se supone que no debías salir de tu habitación.
―Es mi culpa, mi señor ―se disculpaba Plumire, quien miraba con ojos nerviosos a su rey y demás altos comandantes―. Fui a atender las necesidades del príncipe y me descuidé al dejar sus puertas dobles entreabiertas.
―Ya veo, bueno, quiero que regreses a tu habitación.
―¡Por favor, padre! ¡No les declares la guerra a los orcos! ―suplicaba el príncipe mientras los guardias forcejeaban con él.
El príncipe se quitó el agarre de los guardias reales y se dirigió a su progenitor.
―Padre, mi señor, te suplico que no les hagas daño.
―No entiendo por qué me pides tal cosa. Es obvio que esos granujas han trastornado tu mente.
―¡No han hecho tal cosa! ¡¿Por qué no me escuchas?! Ellos no me hicieron nada, más bien me recibieron de buena manera en su tribu y durante el tiempo que estuve con ellos, no me trataron con desprecio y me atendieron como se debe atender a un huésped que pide asilo. ¿No es acaso eso lo que ordenan Praeles y Lunar, nuestros dioses?
Varios comandantes se miraron al evaluar las palabras del joven heredero al trono.
―Pero ningún huésped que retorna a su bien amado hogar se muestra taciturno y distante, con una pena en el corazón que tu madre y yo tememos averiguar. Además, ya va siendo hora que enseñemos a los orcos que sus ataques no quedarán impunes por más tiempo, ¿o acaso no recuerdas cuando ellos nos atacaron durante la cacería del ciervo dorado?
―¡No pudieron evitarlo! Con nuestra cacería al ciervo dorado estábamos dañando las trufas.
―¿Trufas? ¿Qué quieres decir con eso?
―Las trufas, los orcos comercian con otras tribus con ellas. Al cazar al ciervo dorado hacemos que estas dejen de crecer.
―Esas no son más que tonterías.
―Es cierto, no lo comprendo del todo, pero las trufas solo crecen por donde el ciervo dorado pasa. Al cazar al ciervo dorado, hacemos que este y la manada que le sigue cambien de dirección con lo que las trufas dejan de aparecer.
Todos intercambiaron miradas, era obvio que el joven príncipe estaba en un estado de confusión del cual no podía salir.
―Veis ―dijo el rey con gesto de pesar―, mi hijo esta trastornado. Guardias, llévenlo a su alcoba real y que no salga de allí.
―¡Padre, tienes que creerme!
―Ya basta, solo lastimas el corazón de tu viejo padre.
―¿Entonces piensas corresponder el hospedaje que me dieron los orcos con guerra? Eso está mal.
―Seguro Praeles y Lunar no lo verán de esa forma.
―¡No te excuses con Praeles y Lunar, que ellos no te dictan hacer la guerra contra los que protegieron a tu hijo!
―¡No blasfemes!
―¡NO! ¡Praeles y Lunar, hace tiempo que dejaron este reino! ¡Por eso las guerras continúan! ¡Por eso quieres hacer la guerra!
Fresnia viéndose impotente agarró la estatua que representaba a sus dioses y la empujó al suelo, rompiéndose esta en mil pedazos.
Todos ahogaron un grito, incluso los guardias y Plumire, quien se cubrió la boca con las manos.
―Suficiente, tu madre y yo te hemos mimado mucho. Si no quieres regresar a tu habitación templada y confortable, entonces encuentra gusto en una de las celdas del palacio.
Así ordenó el monarca y el príncipe fue conducido a su encierro.
Por fortuna, debido a su condición real no fue mandado a los calabozos subterráneos, sino a la prisión en la torre alta, lugar destinado para un prisionero de género femenino o un cautivo muy importante.
A Fresnia eso no le importaba, una celda era una celda, y viéndose impotente y sin poder hacer nada para salvar a sus amigos, se puso a golpear la puerta mientras lloraba.
.
.
No se sabía a ciencia cierta qué hora era, pero de seguro era muy tarde. Allí, sentado inmóvil en el catre y con la vista en el suelo, escuchó como alguien abría la puerta de su celda.
Al principio creyó ver la silueta de su madre, pero luego la tenue luz que provenía de un zafiro revelo el rostro severo de Finibur, el joven, maestro de Fresnia.
―¿Qué hace usted aquí?
―Vine a traerle sustento ―dijo el elfo, mientras depositaba una bandeja de plata sobre una mesita; sobre la bandeja habían algunos platos con buena comida que de seguro no le daban a los prisioneros allá abajo en los calabozos.
―No deseo comer en este momento.
―Seguro su madre se desilusionará, ella es la que le envía la comida, sin embargo, no vine a entregarle esto, sino otro tipo de alimento, uno para la mente.
Fresnia no comprendió lo que quería decir su maestro, el cual solo se dio la vuelta y salió con parsimonia de la lujosa celda.
El joven príncipe lo siguió y se sorprendió que los guardias estuviesen dormidos, al parecer por un hechizo hecho por su maestro.
Fesnia quería hacerle preguntas pero vio por la expresión severa en el rostro del elfo, que cualquier interrogante sería respondida no en ese momento, sino cuando llegasen a su destino.
Maestro y pupilo llegaron a la biblioteca real, entraron y se dirigieron a un lugar al cual Fresnia no estuvo antes por estar este cerrado a cualquier visita.
Finibur abrió unas macicas puertas dobles de piedra labrada que de seguro no fueron abiertas en siglos, iluminó el recinto con un conjuro quedo que salió de sus labios.
Frente a los dos elfos se reveló un pasillo que por columnas tenían las figuras de las sacerdotisas guerreras de Lofildius.
―Bienvenido, príncipe, al reservorio prohibido del conocimiento..., mejor dicho, el de nuestra vergüenza.
CONTINUARÁ...
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top