La indiscreción
Capítulo 26: La indiscreción
Fresnia se levantó sin ánimo alguno de la cama, la rutina marchó aburrida como de costumbre. El desayuno con sus padres tuvo una atmósfera en la que se oían solo las conversaciones de los reyes, mientras que él no participaba para nada.
―Mi niño, ¿estás bien? Tal vez no deberías retornar a clases.
―No te preocupes, madre, iré.
―No te agites, hijo.
―Descuida, padre, estaré bien.
Dicho aquello, se excusó y fue a su habitación para prepararse para las clases. Por un momento se preocupó respecto a lo retrasado que de seguro debía estar con sus demás compañeros, pero luego una fría sonrisa surcó su rostro al decidir que tal cosa le importaba nada en realidad.
Tal postura era compartida por su maestro, Finibur, el joven, quien pareció no notar la ausencia del príncipe en sus clases y siguió impartiendo su materia como si nada hubiese pasado.
Al principio Fresnia vio esto como algo bueno, pero luego no pudo evitar apretar con los dedos sus muslos ante las palabras del viejo elfo.
―Como los orcos son de un intelecto en sumo menor a nuestra noble raza, digamos que tan solo están a un palmo más arriba que el de sus bestiales y hediondas monturas porcinas; podemos concluir, que esta es la razón por la que en miles de años, tales viles criaturas salvajes y propensas a la matanza y al pillaje, no desarrollaron ni desarrollarán jamás algo que pueda emular a una civilización. Que de eso no les quepa la menor duda.
Así hablaba el elfo durante toda la clase y no podía esperarse otra reacción por parte de Fresnia, sino el estallar en furia, enojado por las sandeces que sus oídos escuchaban.
―¿Perdón? Pero creo que la clase la doy yo.
―No son salvajes ni animales como usted dice ―decía Fresnia quien estaba de pie, no importándole que todos le observasen atentos y con la boca abierta por la impresión―. Ellos no sabrán lo que es la escritura, pero igual tienen su propia cultura, relatan sus cuentos y tradiciones a sus niños, practican juegos y labores propias de los de su raza que en absoluto nos pueden parecer ajenas por completo, por esto, aunque no les comprendamos, no debemos discriminarlos o insultarlos.
―Me parece que usted, príncipe, está equivocado ―le contradijo su maestro quien miraba sorprendido a su pupilo, como si fuese la primera vez que lo viese―, los orcos son criaturas que sienten y piensan de manera muy diferente a nosotros. Su sentido del honor e incluso el amor, nos es algo por completo ajeno, este es extraño, solo comprensible para ellos, nunca para nosotros.
―¡Eso no es cierto! ¡Ellos también saben lo que es el honor y el amor! ¡Yo ame a uno!
Fresnia se detuvo en ese mismo momento, pero supo que ya era tarde, todos le miraban horrorizados, como si hubiese dicho las más vituperable de las blasfemias.
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La sala era severa, de mármol blanco y negro cuyas columnas no revestían bajorrelieves a lo largo de su estructura, incluso el chisporroteo de los maderos puestos en la chimenea y consumidos por las brasas parecía apagado como queriendo guardar silencio ante lo grave del silencio impuesto.
Solo dos personas se hallaban presentes en dicho lugar: Glaedes y Sinutar, reyes de Lofildius. Incluso los sempiternos caballeros del unicornio, los guardias elegidos para proteger a la realeza no estaban presentes por mandato de sus señores.
―¿Qué podemos hacer? ―gemía Glaedes, mientras se llevaba un delicado pañuelo aromatizado a los labios y aspiraba para que la dulce fragancia calmase el temblor de sus brazos y labios.
―No lo sé... ¡No lo sé! Esos orcos, esos animales le hicieron algo a nuestro hijo... Lo rompieron de alguna forma. ¡Por Praeles y Lunar, ojalá pudiera exterminar a esos pieles verdes de la faz de la tierra de un solo golpe!
―Nuestro dulce niño no quiere decirnos qué fue lo que le pasó en los Territorios Pardos.
―Cierto, pero sabemos que los orcos están involucrados. Esa peste, fui muy tolerante al dejar vivir a esos miserables en las faldas de las Cordilleras Nubladas, primero su ataque en la ceremonia de la caza del ciervo dorado y esto... No más, he de poner un freno a todo esto, ¡Será la guerra!
El monarca arrojó a la pared la fina copa de cristal, haciendo que la reina moviese la mano que sostenía el pañuelo con un tic nervioso a la vez que empezaba a llorar.
―Lo que más me duele ―continuaba la reina, dándose a entender pese a que hipaba por el llanto―, es que mi querido hijo no ha sonreído ni una sola vez desde que regresó con nosotros... ¡Oh, mi amor!
Sinutar clavó su mirada en una esquina de la sala ante las palabras de su bien amada esposa, luego fue a abrazarla mientras le daba un beso en la frente y él mismo aguantaba las ganas de ponerse a llorar.
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En la habitación de Fresnia, el príncipe solo contaba con la presencia de Carotas, el mal encarado gato cimarrón que trajese del campamento de Gruñilda, el cual, presintiendo algo en el ambiente, empezó a erizar lo que le quedaba de cola al sentir como una especie de electricidad estática se asentaba por los alrededores.
El elfo miró por su ventana y pudo ver cómo los Caballeros del Cisne Azulado entraban al palacio, extraño acontecimiento si se tomaba en cuenta que lo hacían en números nunca antes vistos, junto a otros caballeros que parecían ser comandantes del ejército regular.
«¿Qué estará pasando? Esto no me gusta nada.», pensó y soltó al felino. Fue hacia su puerta y la golpeó llamando la atención, pero era inútil, ninguno de los guardias apostados fuera de su recamara le abriría.
Cuando Fresnia cedió en sus intentos, las puertas dobles se entreabrieron un poco, lo bastante para que entrase una sirvienta.
―Dime qué está pasando, Plumire.
―Mi señor, el rey, ha mandado llamar a los altos comandantes. Va a declarar la guerra a los orcos que viven en los territorios Pardos.
Fresnia sostuvo con fuerza su mano izquierda en un tic destinado a calmar el golpe de la noticia. El peor escenario posible se estaba materializando: la guerra.
CONTINUARÁ...
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