Capítulo 9

Despertó temprano, algo extraño en él. Había pasado toda la noche soñando con María. No se trataba de ningún sueño pecaminoso, todo lo contrario. En su mente recreaba aquella sensación de calidez que le había asaltado cuando compartió con ella el día anterior. Se sentía tan confiado y feliz, que incluso le había confesado sus más profundos deseos. Había soñado que caminaban juntos, tomados de las manos, por París. Habían decidido visitar la Exposición, y la presencia de María a su lado lo hacía sentir un hombro dichoso… Con esa sensación de paz, salió de su habitación para solicitar el desayuno. Para su sorpresa, se topó conque María ya lo estaba haciendo.

―Buenos días ―le saludó ella con una sonrisa.

―Buenos días ―respondió―. Noto que has despertado con apetito.

―Así es. También he enviado una nota a Claudine, para que ya no esté preocupada por mí. Le he hecho saber que me encuentro perfectamente. ―Esta última frase la dijo mirándolo a los ojos. Gregory se ruborizó un poco.

―Es bueno saberlo.

Compartieron el desayuno en silencio, mientras se miraban el uno al otro. Ella no podía imaginar que una atmósfera de franca complicidad se hubiese instalado tan pronto entre ellos. Sabía que Gregory era un hombre de personalidad atrayente, pero le costaba pensar que aquello que comenzaban a experimentar lo hubiese sentido con alguien más. Ojalá no fuese así con todas o terminaría rompiéndole el corazón.

―¿Tienes planes para hoy? ―le preguntó él de pronto.

―No. Imagino que Claudine venga pronto a visitarme, pero desconozco cuando podrá salir sin que mi tío la descubra.

―Me preguntaba si te gustaría dar un paseo conmigo… ―Gregory no sabía la razón de su nerviosismo, pero la voz no la exteriorizaba de forma natural. Deseaba que María no lo hubiese notado.

―¿A dónde?

―A la Exposición. ¿Qué dices?

―¡Maravilloso! ―exclamó ella realmente alegre.

Y sin decir nada más, María se levantó dando saltos y corriendo hacia su habitación para alistarse. Antes que Gregory pudiera darse cuenta, tenía una sonrisa en su rostro. Le agradaba mucho esa chiquilla, pero solo eso… No debía mirarla con otros ojos y se esforzaba en no hacerlo, aunque aquel cabello rojizo le despertara unas ansias inmensas de acariciarlo en la intimidad de su alcoba.

―¡Estás loco! ―murmuró. Se terminó su café de un trago y también se puso de pie.

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Un rato después, Gregory y María tomaban un coche hacia el corazón de la Exposición. La misma había sido inaugurada el 15 de abril por el Presidente de la República francesa, el señor Emile Loubet. Su lema era: “el Balance de un siglo”, y como tal convertía a París en la capital del mundo, a pocos meses de que el siglo XIX llegara a su fin. Moría una época y nacería otra, mucho más luminosa ―esperaban algunos―, ambicionando que ningún conflicto bélico trajese destrucción al mundo que conocían.

Tras el término de la guerra franco-prusiana en el 71, se vivía una época de bonanza que había hecho renacer París. El arte, la música, la vida nocturna, la ciencia y la técnica se habían unido en una época hermosa y moderna en todos los sentidos, más aún para la élite en la que se movía la familia francesa de María.

La pareja se dirigió a una de las principales atracciones: la acerca móvil. Se trataba de una pasarela rodante, elevada a casi diez metros sobre el nivel de la calle, que ofrecía unas inéditas vistas de la ciudad. La pasarela contaba con tres plataformas elevadas, la primera estaba estacionaria, la segunda se movía a una velocidad moderada y la tercera, la más rápida, a unos diez kilómetros por hora.

El sistema cubría un recorrido cuadrado de casi cuatro kilómetros y medio, entre la Avenida de las Naciones, el Champ de Mars, al pie de la Torre Eiffel, y los Inválidos. El trayecto era constante, como en un bucle y era una de las novedades más importantes y atrayentes. Gregory y María subieron en la Avenida de las Naciones. Se le llamaba así a la esplanada, a ambos lados del Sena, que albergaba los pabellones de los distintos países. Cada país había pagado por la construcción del suyo; era una inversión que pretendían recuperar con las ganancias de lo recaudado.

―¿Tienes miedo? ―le preguntó él antes de subirse a la acera. A ella le impresionaba aquella invención.

―No, miedo no, ¡solo no me decido a saltar a ella! Jamás creí que se pudiese mover el suelo bajo nuestros pies y llevarnos tan lejos…

―Anda, vamos. Hagámoslo juntos. ―Él le tendió la mano y subieron a la misma vez. Varias personas subían o bajaban a voluntad, entusiasmados por su movimiento.

―Las exposiciones son hermosas ―comentó Gregory, quien estaba detrás de María en la acera rodante―. La primera fue en Londres, en el 51. Ninguno de nosotros había nacido…

―Pero estamos vivos y jóvenes en esta ―respondió ella soñadora girándose hacia él―, y admirándola juntos.

Gregory la miró a los ojos por un instante. ¿Qué quería decir con eso? La vio ruborizada, pero supuso que era por el Sol.

―Es una pena que muchos de estos edificios sean efímeros ―volvió a decir ella mirando a cierta distancia los pabellones. Todos eran temporales, hechos de yeso sobre un marco de metal, aunque no por ello dejaban de ser ingeniosos.

―Pienso lo mismo, pequeña María.

Lo más llamativo de los pabellones era que habían sido diseñados bajo los códigos de sus arquitecturas nacionales. El ruso estaba inspirado en el Kremlin; el de Turquía, uno de los más grandes, asombraba por su influencia islámica de las mezquitas de Estambul y del Imperio Otomano. También vieron el pabellón de la realeza británica, y al más alto de todos: el alemán, construido con madera y cristales. El norteamericano, por otra parte, era una variación del edificio del Capitolio; el chino, era una réplica de un templo budista… De esta forma, inspirados por aquellas vistas, brillantes colores, diseños tradicionales o desconocidos, fueron avanzando en su recorrido.

Gregory en ocasiones dejaba de mirar, concentrándose en la cabellera roja de María, que para él tenía más atractivo que las vistas de la ciudad. A veces ella se giraba hacia él, para decirle algo, y sus miradas se encontraban… La alegría en el rostro de María, su sonrisa traviesa, el brillo de sus ojos grises, le hacía sentir un hombre dichoso. Por un momento pensó en Nathalie, quien ya debía de estar de camino al Imperio alemán. Le deseaba muchos éxitos, pero cada vez estaba más convencido de haber hecho lo correcto. Una relación como la que tenían, sin verdadero respeto, sin un amor genuino, no podía llevar a nada bueno.

Una vez que bajaron de la acerca móvil, se dirigieron a La Porte Monumentale, la entrada principal de la Exposición. Se hallaba en la Plaza de la Concordia, y era inmensa… Estaba decorada con cerámica policromada y motivos bizantinos, coronada por una estatua de más de seis metros de altura llamada La Parisienne. A diferencia de las estatuas clásicas, esta mujer vestía a la moda moderna.

María se quedó mirando la estatua, en general, la puerta monumental había sido bastante criticada por su estética, incluso se había dicho que era la imagen de la prostitución; sin embargo, a María le había gustado. ¿Por qué denigrar a la mujer francesa que tanta fuerza había demostrado en siglos de historia? Desde Juana de Arco, hasta las féminas de la Comuna de París, o aquella nueva generación de feministas con las que se sentía identificada en sus reclamos y valor.

―La Parisienne ―le susurró Gregory en su oído, haciéndole estremecer―. La imagen de París. Han acertado. En mi opinión, la belleza de una ciudad se simboliza en su expresión más perfecta con esa imagen de mujer. ¡No puede haber hermosura mayor en el mundo que la figura de una dama!

Gregory mismo se sorprendió de haberle hablado de aquella manera. Tal vez fuera el Sol el que aturdía su cerebro durante la espera para entrar. Lo cierto es que él se imaginaba a La Parisienne como María, la imagen del París que estaba disfrutando a su lado.

―¿Siente predilección por las mujeres? ―Ella bromeó, recuperándose un poco de la impresión inicial. Notó cómo Gregory sonreía un poco―. No me conteste, ya lo sé ―añadió ella dándole la espalda de nuevo.

―Tengo la sensación de que me estás censurando desde que nos encontramos… ―volvió a decirle al oído.

María pensó en aquella escena que presenció en Ámsterdam, aquel encuentro clandestino con Valerie que por supuesto él ignoraba que ella conociese.

―No estoy en posición de censurarle ―dijo de nuevo mirándole a los ojos―. No soy su madre, ni su hermana, ni…

―¿Ni qué? ―Gregory dio un paso hacia ella, seductor. Había notado el rubor de María cuando se detuvo abruptamente, y sabía lo que quería decir―. Vamos, no te detengas.

―Decía que no estoy en posición alguna de censurarle.

―De acuerdo. Entonces no te importaría que esta noche saliera sin ti.

Ella se indignó sumamente. ¿Acaso iba a encontrarse con alguien? Gregory notó cómo se molestaba, pero no dijo nada.

―Si cree conveniente dejarme sola, pues hágalo. Yo no soy su responsabilidad. Ni su madre, ni su hermana, ni… ―volvió a detenerse con todo propósito esta vez y lo miró a los ojos antes de decir: ni nada para usted.

Gregory solo se rio, y para dar por terminada la conversación, se centró en la parte inferior de La Parisienne. Debajo de ella había una proa escultórica de un barco, símbolo de París, y frisos que representaban a los trabajadores que participaron en la construcción. El arco central estaba acompañado por esbeltas torres a cada lado. Cerca de cuarenta mil visitantes podían pasar bajo él para aproximarse a las veintiséis taquillas y pagar. El costo de admisión era de un franco, lo que hacía difícil el acceso de algunos trabajadores que apenas podían mantenerse.

―Me gustaría que escribieses sobre la Exposición ―le dijo él de pronto.

―Ya se ha escrito bastante, Greg ―le respondió despreocupada, sin pensar en la manera en la que lo llamaba. Él sonrió, al parecer ya se le había pasado en enojo, pero no comentó nada al respecto.

―De todas formas, deberías escribir uno desde tu percepción ―le insistió―. A mí me encantaría leerlo.

Se sentía muy agradable para María que Gregory mostrara interés por su trabajo como periodista cuando apenas estaba iniciando.

―Pensaré en ello.

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Una vez que entraron a la Exposición, la pareja se dirigió a una de las principales atracciones, el Palacio de la Electricidad y el Castillo del Agua, que se encontraba al frente. El Palacio era enorme, y además de su función estética y de su importancia técnica, suministraba a través de dinamos toda la energía que permitía el funcionamiento de la Exposición. Aquello le pareció muy interesante a Gregory, quien confiaba en que la energía sería la clave del progreso en el nuevo siglo.

Con una forma que sugería un pavo real con la cola extendida, el Palacio de la Electricidad contaba con una torre coronada por una enorme estrella iluminada y un carro con hipogrifos que portaba una estatua del Espíritu de la Electricidad, de más de seis metros de altura, sosteniendo una antorcha también encendida.

El Castillo del Agua, frente al Palacio de la Electricidad, era de igual manera hermoso. Contaba con dos grandes cúpulas entre las que se hallaba una inmensa fuente por la que circulaban cien mil litros de agua por minuto. En la noche, se iluminaba con luces de colores que cambiaban continuamente.

―¿Entramos? ―le preguntó Gregory.

―Sí, vamos.

El Palacio de la Electricidad permitía la afluencia de público interesado en admirar las ingeniosas y grandes máquinas de vapor y generadores que suministraban la luz. Allí supieron que se consumía cerca de 200.000 kilogramos de aceite por hora, lo cual les resultó una cantidad bastante asombrosa.

―Es que sin la electricidad la Exposición estaría inerte ―comentó María, pensando en todo lo que de ella dependía―. Es ella la que permite el color y el movimiento.

Gregory no podía estar más de acuerdo. Por segunda vez le recomendó que escribiera una reseña sobre ella, algo que la distinguiera sobre las otras. María no creía que pudiera marcar la diferencia, pero algunas ideas llegaron a su cabeza mientras caminaba con Gregory por las distintas atracciones. A su lado se sentía inspirada, capaz de asumir el más complejo de los retos. Sin embargo, acalló su sentir. Aunque aquellos dos últimos días a su lado habían sido de ensueño, eran muy distintos y no podía esperar de él más de lo que ya tenía: su amistad.

Otro de los Pabellones oficiales de la Exposición, dedicados a la ciencia, era el Palacio de la Óptica. Entre sus principales atractivos estaba el telescopio refractario más grande del mundo, que podía ampliar diez mil veces la imagen de la Luna. La luz del cielo se enviaba al tubo óptico de 60 metros de largo a través de un espejo móvil, la imagen resultante se proyectaba en una pantalla de 144 metros cuadrados para que el público pudiese verla.

Anexo al Palacio de la Óptica, se encontraba el de las Ilusiones, uno de los más populares. Se trataba de un gran salón que usaba espejos e iluminación eléctrica para crear un espectáculo de ilusiones ópticas. María y Gregory salieron de allí un tanto exaltados y confundidos, pero alegres.

―Greg ―le dijo María de pronto, con aquel diminutivo que tanto le gustaba―. Hay un sitio al que tengo mucho interés de visitar.

―Tus deseos son órdenes, pequeña María ―le respondió él.

―Es el Palais de la Femme. ―El Palacio de las mujeres, un lugar imprescindible para una feminista como ella.

―De acuerdo, vamos.

María se sentía feliz de que él la complaciera en todo. Para su sorpresa, si bien creyó que en un inicio Gregory se sentiría aburrido en un lugar así, lo cierto es que disfrutó mucho de aquella casa de dos pisos que resumía la historia de las mujeres en todos los tiempos, incluyendo sus oficios y logros. Allí tenía representación tanto la doméstica como el ama de casa; la profesora, la mujer casada, la trabajadora… La planta baja contenía la galería del trabajo, donde se ofrecía un panorama de los diferentes oficios femeninos en las distintas provincias de Francia y el extranjero, a través de la reconstrucción de trajes típicos.

―Creo fervientemente ―decía María―, que una mujer es capaz de desempeñarse en cualquier profesión.

―Tal vez en un futuro sea un logro para las de su género poder hacerlo. En lo personal, pienso que ustedes tienen muchos talentos y virtudes; su inteligencia no es menor que la de un hombre, incluso pueden sorprender por su sagacidad a aquellos que no esperen demasiado de ustedes.

María se sentía agradecida con sus palabras; escucharlo hacía que se sintiera cada vez más orgullosa de amarlo en secreto. ¿Cómo no hacerlo si era un hombre progresista y abierto, que defendía su causa como si fuese propia?

Continuaron con su recorrido. En los cuatro pabellones de las esquinas, se mostraban los avances de la ciencia moderna donde la mujer tenía representación, como en el teléfono, la tipografía, entre otros. En la sala central, se reproducían mediante maniquíes vestidos los episodios más famosos de la historia en los que la mujer participó. La pareja se topó con Juana de Arco, con relevantes monarcas como Isabel de Inglaterra, Catalina La Grande, Isabel de Castilla… Ya por último, en la primera planta, se ofrecían exposiciones de obras artísticas realizadas por mujeres de todos los países; había un teatro y salas de conferencias. Al término de la visita, María estaba sumamente agradecida con aquel pabellón que las honraba. Haberlo descubierto del brazo de Gregory probablemente hiciera de su complacencia y disfrute algo mucho mayor.

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Al comienzo de la tarde, el Sol era algo fuerte, pero la pareja no dudó en adentrarse en la Avenida de las Naciones para recorrer algunos pabellones. Decidieron permanecer en el ruso pues tenía algo que llamaba mucho su atención: el público se acomodaba en los vagones de un tren artificial para realizar el legendario viaje Transiberiano. Les sirvieron en sus puestos una comida eslava, mientras varios paneles pintados se movían, transportando a los pasajeros a través de una ilusión en un viaje de Moscú a Pekín totalmente irreal, pero que simulaba a la perfección el movimiento de un tren y el sonido de su maquinaria. El recorrido duraba unos cuarentaicinco minutos, y valía por completo la pena.

Faltaba aún mucho por ver, pero María se notaba algo cansada. Gregory lo percibió al instante, por lo que le sugirió que volvieran al hotel.

―Ya tendremos tiempo de regresar ―le prometió.

Ella asintió. En ocasiones tenía miedo de que la burbuja en la que habían estado viviendo fuera a explotar. A veces el tiempo no debía medirse en horas, sino en sensaciones, y las que había experimentado al lado de Gregory la hacían sentir la mujer más feliz y viva de todo París. Antes de irse a descansar, ya en la suite, María lo detuvo en la puerta de su habitación:

―Gracias por el día más increíble que he tenido en mucho tiempo ―le confesó.

Él sonrió. La calidez de ella lo hacía sentir seguro. Nunca había encontrado eso en otra mujer, salvo en sus hermanas, y hallarlo en María era regocijante. Por otra parte, ella le gustaba muchísimo, aunque fuera un pensamiento que aún no se atreviese a reconocer.

―No tengo mérito alguno, pequeña María. ¡La Exposición es maravillosa! La hubieses disfrutado de cualquier manera…

Ella negó con la cabeza.

―La compañía lo es todo. ―Y antes de que pudiese replicar, se irguió sobre las puntas de sus pies y le dio un beso en la mejilla. Luego, como la niña que una vez fue, se marchó corriendo tras su travesura.

Aquello le trajo un recuerdo no tan lejano, de aquel primer beso en el despacho de Johannes, donde María había hecho exactamente lo mismo. Se llevó la mano a la mejilla y volvió a sonreír.

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María estaba cansada. Gregory era un hombre maravilloso, a quien quería mucho y que despertaba en ella unos sentimientos que pensó que no volvería a experimentar. Si en el pasado se le antojaban fantasías de niña, hoy podía comprender que eran por completo reales. Sin embargo, a pesar de ello, pensaba ser muy cauta. Gregory había mantenido con ella un comportamiento correcto e impecable, salvo por algún sutil coqueteo. Era evidente que, al igual que ella, sabía que algo más entre ellos era imposible, dado los lazos familiares que los unían. Él no sabía que ella lo amaba; tal vez, de saberlo, hubiese mantenido la distancia. María no era cualquier mujer: era la hija de una hermana muy querida, y su comportamiento en los últimos años no había sido el más virtuoso. La joven sabía que no podía precipitarse en ningún sentido. Tal vez aquella atracción entre ellos fuese solo cuestión de las circunstancias, y terminara desapareciendo pronto cuando, también por futuras coyunturas, debiesen separarse.

Aquellos eran sus pensamientos, algo apesadumbrados, cuando Gregory tocó a su puerta para anunciarle una visita:

―Es tu prima ―le dijo con una sonrisa.

La joven abrió la puerta exaltada y volvió a correr. Claudine la estaba esperando en uno de los salones de la planta inferior del hotel. La joven la abrazó no más verla; era una muchacha muy bonita, de cabello dorado, algo baja de estatura, pero con un rostro que se asemejaba al de las muñecas de porcelana. Al igual que María, era muy talentosa.

―¡María! ―exclamó al abrazarla.

―¡Me da mucho gusto verte!

―A mí también. No sabía lo sucedido. ―Su rostro reflejó vergüenza―. Mi padre ha ido esta vez demasiado lejos…

María la hizo sentar en una terraza. Desde allí podía observarlas Paul, el amable conductor de su padre quien había accedido a desviar su ruta para que las muchachas pudieran encontrarse esa tarde, aunque solo fuese por unos minutos.

―No te culpes, no fue tu responsabilidad. Yo también imaginaba que no debías de estar al tanto de lo sucedido o me habrías ido a buscar de cualquier forma.

―¡Por supuesto! ―exclamó―. Incluso hablaré con él para…

―No, por favor, no lo hagas… A veces los momentos malos traen cosas buenas ―no pudo evitar pensar en Gregory―, y así me ha sucedido a mí.

―Me imagino ―sonrió Claudine con complicidad―, sé que el señor Hay estaba en tu busca y no pude evitar recordar que era tu amor de la infancia. ¡No imaginas cómo me emocioné al saber que era él quien se hallaba en el salón de la casa procurándote!

―Sí, yo tampoco pude creerlo cuando lo vi…

―¿Pero dónde estabas? ¿Cómo pudo encontrarte?

María le narró todo lo bien que pudo el íter de acontecimientos: cómo vivió por algunos días en casa de una amiga de Bertine; le narró que fue Paul quien finalmente le dio su paradero a Gregory, y cómo él la había ido a buscar al fin. También le narró el primer encuentro tan sorpresivo, y que Gregory ahora era un hombre soltero y libre.

―Entonces están viviendo juntos… ―Las mejillas de Claudine se tiñeron de rubor de imaginar aquello.

―Sí, aquí mismo. Al menos hasta que lleguen mis padres ―apuntó―, aunque si dependiera de mí… ―María no pudo evitar tomarle las manos a su prima y confesarle cómo se sentía―, yo creo que sigo enamorada de él…

―Espero que él sienta lo mismo….

―No lo sé, pienso que es muy pronto. Mi sentir es de larga data, pero él apenas me ve como una muchachita… Creo que el afecto ha nacido en él, y pasamos el tiempo el uno con el otro sin aburrirnos en lo más mínimo. Sin embargo, es muy prematuro para formarse una opinión y me temo que, aunque sé que le agrado, este acercamiento se frustre con la llegada de mis padres. Sé que no será lo mismo para él conocerme bajo la estricta mirada de su hermana, que es mi madre de corazón… Tampoco lo será para mí.

―Deseo que todo resulte como esperas y mereces, María. ¡No puedo pedir otra cosa para ti que no sea esa!

La charla se interrumpió cuando alguien que caminaba por la acera, se aproximó a ellas. La mesa de las muchachas estaba bastante próxima al exterior, ya que Paul había insistido en poder ver a Claudine todo el tiempo. María reconoció de inmediato a quién la saludaba: era Maurice. Con un ademán, el joven indicó que rodearía el edificio hasta entrar al café.

―¿Quién es él? ―preguntó Claudine un tanto sorprendida.

―Es Maurice, el hijo de la amiga de Bertine.

―¡Cielos! ―exclamó Claudine de nuevo ruborizada―. ¡Te has alojado con hombres muy guapos!

María se echó a reír. Por fortuna Maurice no había escuchado nada, pero cuando se aproximó a su mesa, la joven hizo la presentación. Notó que el muchacho se sorprendía un poco al descubrir la identidad de Claudine, pero la saludó con cordialidad.

―¡Qué coincidencia haberte visto! ―exclamó María alegre.

―No ha sido tanta la casualidad ―afirmó Maurice, aceptando la invitación para sentarse―. Su tío me dijo donde podía hallarla, y decidí venir a verla. He traído esto. ―Maurice sacó de su chaqueta un ejemplar de La Fronde. Con las prisas de su ajetreado día, María no había pensado en ello.

―¿Qué es? ―preguntó Claudine con curiosidad.

―Ha salido la entrevista a la señorita Preston en el diario ―contó el joven con orgullo―. ¡Quise venir a traerlo personalmente! ¡Su primer trabajo remunerado!

―¡Dios mío! ―gritó Claudine emocionada―. ¡Felicidades, María!

―Muchas gracias. ―La aludida tomó el diario en las manos y hojeó hasta dar con la sección que le correspondía. La entrevistada no le agradaba en lo más mínimo, pero se sentía dichosa de que al fin algo suyo hubiese visto la luz.

―¡Me encantaría leerlo! ―dijo Claudine.

―Tome. ―Maurice sacó otro ejemplar y se lo dio en los manos―. Este es el mío, pero es un placer para mí que lo tenga usted.

Claudine no pudo negarse, y lo aceptó con las mejillas ruborizadas.

―Es muy amable, se lo agradezco mucho.

María observó la escena con interés, y sonrió. La conversación no se prolongó mucho más pues Paul, el conductor, le recordó a Claudine desde la distancia que era tiempo de marcharse.

―Lo lamento, me gustaría continuar conversando, pero ya tengo que irme. Ha sido un gusto conocerlo ―dijo mirando a Maurice―. ¡Hasta pronto, querida María!

―Yo también me marcho ―repuso Maurice poniéndose de pie―, tengo una clase privada a las seis.

―Nosotros podemos llevarlo ―propuso Claudine, y aunque Maurice se negó, terminó aceptado pues ya iba un poco tarde para su encuentro.

María los despidió y se apartó de su mesa para darles el último adiós desde la entrada del café. Para su sorpresa, se encontró con Gregory, quien ante su tardanza había ido en su busca. Desde su lugar observó a la perfección cómo Claudine se marchaba con Maurice hacia su coche.

―¿Es mi impresión o has perdido a un admirador? ―bromeó él cuando María se colocó a su lado. La pregunta la hizo reír.

―Eso parece ―contestó sonriendo―. Por cierto, Maurice vino a visitarme para darme esto ―añadió entregándole el diario―. Es la entrevista hecha a la señorita Preston. Imagino que querrá leerla…

Había hablado con ironía, pero no se esperó la respuesta de Gregory:

―Siempre querré leer todo lo que tú escribas. ―Y por un instante su mano le acarició el cabello en un insospechado gesto de cariño que la tomó desprevenida.

📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕

Esa noche, después de cenar juntos, Gregory le explicó que tenía un compromiso a dónde no podía llevarla. Aquello le sorprendió mucho, pero no se sintió en posición de contradecirlo. Al parecer, sí iba a cumplir con lo dicho en la Exposición y la dejaría sola. ¿A dónde iría? ¿A un cabaret, un teatro? Pensó en sitios incluso peores, pero mantuvo la compostura. Él la acompañó hasta el ascensor, y María subió sin él. Se sentía un tanto decepcionada, luego de un día tan bonito que habían pasado juntos… Pese a sus temores, creyó que podía confiar en su persona. No creía que Gregory fuera tan casanova como para dejarla sola a fin de buscar diversión por su cuenta… ¿Cuál sería aquel asunto que lo hacía marcharse a esa hora?

Sin obtener una respuesta clara, se dispuso a esperarlo. Para ocuparse en algo, tomó un cuaderno y comenzó a escribir algunas impresiones sobre su visita a la Exposición. Gregory tenía razón: de aquella experiencia podía nacer algún artículo que ocupara media página de La Fronde. A pesar de su esfuerzo por mantenerse despierta, el sueño la venció en algún momento. Sobre la mesa quedó el cuaderno con aquel título tan sugerente: “La mujer en la Exposición de París”. La primera oración de su escrito era una frase de Gregory de esa misma mañana: “La Parisienne. La imagen de París. La belleza de una ciudad se simboliza en su expresión más perfecta con esa imagen de mujer”.

No supo cuándo él regresó, pero sintió sus labios sobre su frente y su voz diciéndole al oído que era hora de ir a su habitación. María apenas era consciente de lo que le decía. Sumida en el mundo de los sueños, no respondió a sus palabras y continuó dormida en el sofá. Gregory entonces la tomó en sus brazos sin dificultad, como si de una niña se tratara y la depositó en su cama.

Al día siguiente, cuando los rayos del Sol la despertaron, se encontró en su lecho con la ropa del día anterior. Vagas imágenes acudieron a su mente de un Gregory que la llevaba en brazos sin queja alguna. Su cuerpo se estremeció al recordarlo, como si de un sueño se tratase y, en cierta medida, lo era.

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