Capítulo 4

Cuando despertó al día siguiente, con los primeros rayos del alba, solo estaban en la vivienda sus originales moradores. María no encontró huella alguna del amante de la medianoche, lo cual agradeció. Michelle tenía buen aspecto mientras colocaba el café encima de la mesa y le daba los buenos días. Ni media palabra se dijo sobre lo sucedido la víspera, por lo que desayunaron en silencio. Si bien les agradecía la acogida, comenzaba a pensar que su estadía con los Colbert no podría ser demasiado larga. El hogar era pequeño para tres personas, y aquel visitante nocturno la había hecho sentir incómoda.

Tal como habían acordado, Maurice la acompañó al número 14 de la rue Saint-Georges. Tomaron un autobús de tracción animal para trasladarse hasta el lugar. Una vez allí, la joven divisó un edificio de paredes grises que albergaba en el piso superior la redacción del diario La Fronde. El resto de los pisos estaban formaban parte de un hotel, también dirigido por Marguerite Durand, que contribuía a subvencionar los gastos del diario.

―Es aquí ―dijo Maurice al fin. Apenas habían hablado durante el trayecto.

―Muchas gracias por acompañarme. Que tenga un buen día.

―Hasta luego. ―Maurice hizo un leve movimiento de cabeza para despedirse, y dobló en una esquina.

María suspiró. A aquel lugar acudían las mujeres más brillantes de su época. Ella se sentía diminuta en comparación con ellas. Le sorprendió advertir el gran número de trabajadoras contratadas para el diario. Todas llevaban un uniforme de color verde claro que contrastaba con el gris de las paredes. Sin dilatarlo más, la joven decidió entrar.

Madame Durand no demoró mucho en recibirla en su oficina, la muchacha le había agradado sobremanera, así que la hizo pasar de inmediato con una sonrisa.

―Estoy impresionada con el lugar ―confesó la chica.

―Gracias. Prometo mostrarte cada rincón después, ahora quiero hablar de tu trabajo. ¿Has traído el cuento?

María asintió y le pasó la carpeta. Marguerite leyó en silencio las tres cuartillas de la historia sin verter ningún comentario. Su rostro no reflejaba emoción alguna, lo cual la preocupó.

―Escribes muy bien ―respondió la mujer al fin ―, aunque la trama es aún un poco sencilla. Eres demasiado joven aún, y es de esperar. Hay algo que me gustó mucho: la conversación que tiene el personaje de George con la niña… Son pensamientos muy justos en un hombre. Es un tanto cínico ―sonrió―, pues utiliza su libertad para seducir mujeres, aunque por supuesto ellas no son víctimas de él, solo siguen su juego y también son libres para decidir. Lo más hermoso es la sinceridad con la que le habla a la niña. Nosotros nombramos “feminismo de salón” a aquellos hombres que, para entablar relaciones íntimas con mujeres del movimiento, abrazan falsamente sus ideales. Sin embargo, cuando se da una situación real de injusticia hacia la mujer, casi nunca defienden su postura. En el caso de tu cuento, el personaje es honesto en lo que dice. ¡No tiene intenciones de conquistar a la niña, porque precisamente la ve como eso: una pequeña aún! Pese a ello, sus ideas son hermosas y la plática es sumamente interesante.

María se ruborizó al rememorar la charla real. Había intentado reproducirla pues recordaba cada palabra dicha por Gregory. Con el tiempo y la madurez, había comprendido mejor lo que había intentado decirle.

―El final, por otra parte, sorprende. La protagonista descubre de la peor manera la parte amarga del amor y aunque no nos dices qué sucedió con ella cuando creció, pienso que jamás olvidó las palabras de George acerca de luchar por sus sueños… ―Marguerite dijo esto último mirándola a los ojos, María asintió.

Aunque sus sentimientos por Gregory fueran intensos, aquel sentir había sido un enamoramiento ingenuo. A pesar de ello, la había marcado mucho pues no volvió a experimentar lo mismo por nadie más. Apenas tenía dieciocho años, era cierto, pero no creía que pudiera amar de nuevo así.

―¿Se pude publicar? ―preguntó María ansiosa. A Durand le había gustado, pero desconocía si iría a publicarlo por la sencillez de la trama.

―Lo publicaremos ―respondió la mujer sonriendo.

―¡Muchas gracias! Es una gran oportunidad para mí.

―Me alegra que podamos dártela. ¿Sabes cómo comencé La Fronde? ―le preguntó de pronto.

María negó con la cabeza, los detalles los desconocía.

―En el año 96 yo trabajaba para El Fígaro ―se trataba del periódico de más tirada en París en la época―, cuando me pidieron que fuera a hacer un reportaje sobre el Congreso Femenino Internacional. Lo cierto es que El Fígaro pretendía que mis notas tuviesen un carácter humorístico, ya sabes: ¿qué importancia podía tener que un grupo de mujeres amargadas se reuniera para hablar de sus inconformidades con el régimen patriarcal? ―explicó con ironía―. Lo cierto es que presté suma atención a las sesiones y regresé transformada… Comprendí que sus reivindicaciones eran también las mías, y que me sentía identificada con lo que decían. Entonces me pregunté si era justo seguir haciendo periodismo en un diario dirigido y escrito principalmente por hombres… ¿Iba a ser mejor escuchada mi voz desde esa tribuna o creando una propia? Gracias a una importante donación, La Fronde nació el 9 de diciembre del 97, poco más de año y medio después de aquel Congreso.

―Es una historia alentadora ―comentó María admirada. Se sentía orgullosa de formar parte de aquel equipo. Al menos publicaría en La Fronde por primera vez.

―Gracias, querida. Como te dije ayer, La Fronde es un periódico dirigido, editado y distribuido por mujeres. Cientos de ellas trabajaban con nosotras y nos distingue un principio muy importante: igualdad de salario. El dinero que hoy reciben cada una de ellas, acorde a su función, es semejante al que devengaría un hombre en otro diario.

―Sé que por el solo hecho de ser mujeres se nos paga menos que a un hombre por igual trabajo realizado.

―Exacto, pero no aquí ―volvió a decir―. Las mujeres somos tan capaces como cualquier hombre. Estoy segura de que esta práctica, que hoy es excepcional, algún día dejará de ser un reclamo nuestro y se convertirá en un principio laboral que nadie, en especial ningún hombre, podrá desconocer.

―Esperemos que así sea ―deseó María.

―Sí. Sin embargo, no te pedí que vinieras para hablarte de estos temas. Justo antes de que llegaras me surgió un trabajo que tal vez te pueda interesar.

―¡Por supuesto! ―Los ojos de María brillaban con ansias de trabajar y sentirse útil.

―¿Te gusta la ópera?

―Me encanta.

―Me alegra mucho saberlo. Juliette, una colaboradora nuestra, tenía previsto realizarle esta tarde una entrevista a una soprano británica que cantó este fin de semana en la Ópera, como invitada. Lamentablemente la periodista se enfermó y no va a poder asumir el compromiso. Me preguntaba si estarías dispuesta a asumir la entrevista. Juliette dejó por escrito algunas preguntas y puntos a abordar.

María se estremeció. Por un momento pensó en Anne, y aunque le hubiese encantado realizarle una entrevista a ella, no le convenía en lo más mínimo que la familia Hay descubriese que se había ido de casa y ahora trabajaba como periodista. Debía salir de dudas respecto al nombre de la soprano antes de aceptar.

―¿Cuál es el nombre de la artista?

―La señorita Nathalie Preston, ¿la conoces?

―No, no la conozco ―respondió más tranquila. María no tenía cómo saber que era la amante de Gregory desde hacía cinco años. Los Hay jamás la mencionaban, dado el carácter de aquella relación, y, por tanto, jamás se la habían presentado.

―Estupendo, se está alojando en el Grand Hotel frente a la Ópera. Te esperan a las cinco de la tarde.

―No la defraudaré ―le aseguró María.

―Ya sé que no. ―Marguerite le sonrió con confianza y se puso de pie―. Vamos, que quiero mostrarte el resto del lugar y de paso hablaremos de tus honorarios.

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Gregory se sentía ahogado en la habitación del Grand Hotel de París. No sabía si se trataba del calor o de aquella relación que cada día se desgastaba más. La quería mucho, pero jamás había estado enamorado e intuía que ella tampoco, o no estuviese coqueteado con aquel tenor con quien compartía escena e imaginaba tuviese un romance. No se sentía celoso, ¿cómo estarlo? Si bien mantenían una relación estable desde hacía años, él la había engañado también, aunque en pocas ocasiones. Una de ellas había sido con Valerie, la hermana de su cuñado James.

Sin poder evitarlo, su mente se retrotrajo al verano del 97 cuando Georgiana y James contrajeron nupcias. Valerie había estado sumamente vulnerable, y él la había consolado… Estuvieron juntos dos noches. La primera, en casa de su hermana. Fue un encuentro intenso y rápido dadas las circunstancias, pero al día siguiente había acudido a su casa, ya que la mujer estaba sola.

Hacía años que no veía a Valerie, y aunque tampoco se había enamorado de ella, algo no le cerraba por completo. Cuando regresó a su habitación, no encontró aquella copia del poema de Byron sobre su cama, donde creyó haberla olvidado. No pensó mucho en ello y pensó que la habría dejado en un cajón del escritorio de su habitación. Jamás le mencionó a Valerie el asunto del poema, lo daba por sentado, y sus encuentros eran tan intensos que no había tiempo para mucho más.

Su última noche en Ámsterdam, en cambio, buscó hasta el cansancio aquel papel, pero jamás lo halló. Ya no tenía a Valerie cerca para preguntarle, y le preocupó sobremanera que alguien lo hubiese encontrado. A pesar de sus temores, se consoló a sí mismo diciendo que tal vez se hubiese caído al suelo y alguna empleada lo hubiese considerado basura. Para él, no podía existir otra explicación que no fuese esa.

Valerie y él quedaron como buenos amigos. Estaban en la misma familia, y ambos sabían que no había amor por el medio. Ella estaba enamorada de su marido, y ya tenían un hijo, según había escuchado. Finalmente había cedido a la manipulación de Franz para aceptar a aquel pequeño que no era suyo, y llevaban una vida estable.

Gregory tomó la correspondencia que se encontraba encima de la mesa. Tenía una carta de Edward, que no dudó en leer.

―¿Alguna noticia? ―La voz de Nathalie lo distrajo de su lectura.

―Nada que no sepamos ya ―respondió el hombre sin levantar la vista de la misiva―. Edward, Anne y los niños llegarán la próxima semana.

―Es una lástima que no nos encontremos. ―Gregory notó la ironía de Nathalie.

La pareja debía partir dentro de dos días para Bayreuth, en el Imperio alemán. Nathalie había sido invitada como soprano al Festival que se celebraba en aquella ciudad en honor de la obra de Richard Wagner. Era una importante oportunidad para ella, que no pensaba dejar pasar.

―Yo sí lamento no encontrarme con ellos ―respondió Gregory.

―No lo dudo, pero no creo que toleraran mi presencia ni yo la suya. Todavía no comprendo cómo Anne aceptó cantar por una temporada en París.

―¿Por qué no? ―Gregory se encogió de hombros―. Desde hace dos años volvió a cantar. Es natural que no pierda un contrato tan ventajoso como este. Ahora que Edward ha dejado por un tiempo la política, es muy recomendable que viajen con los niños. París es delicioso en esta época del año, más aún con la Exposición Internacional, a la que no hemos acudido porque jamás estás de humor…

―Odio las multitudes, y me es suficiente con admirar el puente y los palacios desde la distancia. Volviendo a Anne, mi queja es muy válida, lástima que no quieras comprenderme. A mí me invitaron a la Ópera por algunas funciones ―respondió frustrada―. En cambio, a ella, la han contratado para toda una temporada… ¡Y eso que decía que iba a retirarse! ¡Mentirosa!

―Ah, ya ―repuso con una sonrisa―. Así que era eso. ¿En algún momento dejarás de sentir celos por ella? Eres muy talentosa también, querida. No hay necesidad de que compares su trabajo con el tuyo.

―¿Siempre saldrás en su defensa?

―Siempre ―respondió sin inmutarse.

Nathalie lo miró ofendida, pero no iba a invertir más tiempo en quejarse. Tomó el cepillo de encima de su coqueta y comenzó a peinarse.

―Esta tarde me harán una entrevista ―comentó cambiando el tema.

―Estupendo.

―Es de un periódico feminista ―añadió rodando los ojos.

―¿Y eso te molesta? ―A veces Gregory creía que perdería la paciencia con ella.

―No, no me molesta, pero… ¿Quién irá a leerla? Es obvio que su público es menos amplio que el de otros diarios de París. Ese solo lo leen las mujeres feas…

Gregory se echó a reír, le parecía una total estupidez lo que Nathalie acababa de decir.

―Ninguna mujer es fea ―respondió sorprendiéndose a sí mismo con su madurez―, y son de admirar las que se llenan de valentía para asumir un trabajo dominado principalmente por hombres. Deben ser muy inteligentes, y es una lástima que sea una la que las critique.

―Hoy estás insufrible, Gregory ―se quejó de nuevo―. Jamás creí que saldrías a defender un diario feminista…

Él se quedó pensativo, e involuntariamente un recuerdo llegó a su mente: aquella conversación con la pequeña María sobre su profesora del colegio. Era extraño cómo la mente a veces guarda recuerdos en apariencia poco trascendentales, como lo era aquel. Recordaba cada palabra de la charla. Hacía mucho tiempo que no veía a María… ¿Desde cuándo? Estaba bastante seguro de que no se habían vuelto a encontrar desde entonces. Él había ido a Ámsterdam en algunas ocasiones, pero no había coincidido con ella. ¿Continuaría María en París?

📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕

María regresó a la casa de Michelle. Estaba sola, lo cual agradeció. Se sentó en la mesa de la cocina a tomar algunas notas en su cuaderno, preparándose para la entrevista. Siguió la pauta que había dejado la periodista anterior, pero también sumó algunas de sus propias preguntas. Su actividad se vio interrumpida cuando al mediodía tocaron a la puerta. La joven se encaminó y abrió. Un hombre de mediana edad, bajo y con un poco de sobrepeso la miró con una sonrisa desagradable.

―Ah, debes ser la amiga de Michelle ―dijo como todo saludo.

María se estremeció ante la manera descarada en la que aquel hombre la miraba.

―La señora Colbert no se encuentra en casa. ¿Quiere que le deje algún recado?

―Soy su vecino, Henri ―explicó―. Anoche mismo le hice una visita, pero no tuvieron ocasión de presentarnos.

La muchacha se quedó lívida. ¡Aquel hombre desagradable era el compañero de alcoba de Michelle! ¡Qué repulsivo le resultaba con su descuidada barba y aquellos ojos rojos que no sabía si eran a causa de la mala noche o la bebida!

―Cuando Michelle regrese le diré que usted estuvo buscándole ―respondió ella cautelosa.

―Por favor, déjame pasar para esperarla ―insistió Henri intentando abrir más la puerta.

María se puso nerviosa ante su actuar, por lo que intentó cerrar la puerta sin éxito. Henri intentó forzar la entrada, pero una voz femenina le hizo desistir de su propósito.

―Deja a la chica o se lo diré a Michelle cuando regrese…

Henri chasqueó la lengua y le soltó un improperio irrepetible, pero finalmente se retiró. María abrió la puerta para encontrarse con una señora de unos sesenta años, gorda, que la miraba con una sonrisa indulgente.

―Suele ser un poco impertinente, pero no le tengas miedo. Henri es un vecino de hace muchos años. Siempre se encuentra en casa pues tiene un taller de cerrajería. Michelle y él son muy cercanos.

―Muchas gracias por intervenir, me asustó un poco ―reconoció la joven.

―¡No es para menos! Se nota a lo lejos que este no es tu ambiente. ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña?

―Me quedé sin hogar.

―Los Colbert son buenas personas, pero quizás no te sientas bien aquí. Henri visita la casa con asiduidad y es probable que su presencia te haga sentir incómoda…

María se sentía, en efecto, fuera de lugar, pero quería hacer un esfuerzo por ganar su propio dinero e irse de allí. Por más agradecida que pudiera estar de los Colbert por darle acogida, aquel no era su hogar ni podría serlo.

―Gracias de nuevo por sus consejos.

―Soy Henriette, vivo en la casa de enfrente.

―Mi nombre es María.

―Es un placer, muchacha. También venía a recoger la ropa para lavar. Así me gano un dinero adicional. Michelle siempre deja la ropa al lado de la puerta.

María se fijó y divisó una bolsa con las prendas.

―Sí, aquí está.

―¿Puedo pasar?

―Sí, por supuesto. ¿No quiere que la ayude?

―Yo puedo sola, muchas gracias ―contestó Henriette―, pero antes de llevármela revisaré los bolsillos. Muchas veces termino mojando cartas, apuntes, notas… ¡Michelle y Maurice son en extremo descuidados y no suelen revisar la ropa antes de entregármela!

No era mucha cantidad, solo algunas piezas, pero Henriette extrajo unas monedas de un pantalón que por la talla debía ser de Maurice. De otro más pequeño obtuvo un papel doblado a la mitad.

―¿Ves lo que decía? ―repitió la mujer con una sonrisa―. ¡Son muy descuidados! Toma, dáselos cuando regresen ―le pidió a María mientras depositaba la carta y las monedas en sus palmas―. Hasta luego, María. ¡Buen día!

―Hasta luego. Muchas gracias por todo.

La joven cerró la puerta, dejó las monedas encima de una mesa y miró el papel doblado. Reconoció que provenía del mismo traje que Michelle estaba usando el día que se conocieron. ¿Sería aquella la carta que envió Bertine? Con curiosidad, abrió el papel. Para su sorpresa, apenas eran tres líneas:

“Querida Michelle:
Ella es María, la hija de Clementine. El señor Jacques la ha expulsado de casa y no tiene dónde alojarse. He pensado que lo más conveniente es que sean ustedes quienes la reciban. Hablaremos pronto. Tu afectísima,
BM”

María se quedó un poco confundida tras la lectura de la nota. El lenguaje con el que se escribían era bastante cercano. Por otra parte, parecía que con una simple frase Michelle entendería quién era ella: “es María, la hija de Clementine”. ¿Conocería a su madre? Asimismo, recordó la conversación que sostuvo con Michelle en casa de madame Hubertine. La mujer sabía que ella había vivido en Ámsterdam, y cuando le preguntó al respecto, le respondió que aquella información la había obtenido de la nota de Bertine. Era notorio que la consabida nota apenas hablaba de ella, y que en ningún momento mencionaba su ciudad de origen. Tal vez fuese una tontería de su parte y que Michelle le respondiera lo primero que la vino a la cabeza. Lo más probable es que su amiga Bertine, tiempo atrás, le hubiese hablado de la familia donde trabajó toda la vida. A pesar de que esta era la conclusión más lógica, María no pudo evitar experimentar cierta extrañeza.

Sin ánimo de pensar demasiado en ello, la chica preparó lo necesario para realizar la entrevista y se alistó con esmero para la ocasión. Estaba ilusionada por su primer trabajo, por lo que si lo hacía bien era probable que volvieran a contratarla como colaboradora del diario. ¿Qué pensaría la señorita Dubois de ella? Tal vez ni siquiera recordara al grupo de alumnas con las que apenas compartió algunas semanas… Para ella, en cambio, sus palabras habían marcado la diferencia.

Estaba a punto de salir cuando llegó Maurice. El joven la miró a los ojos y se ruborizó un poco. María tenía muy buen aspecto, mucho mejor que el día anterior cuando había llegado a su casa triste y callada. Sin embargo, el elogio que le nació hacia la joven no lo exteriorizó.

―¿Qué tal La Fronde? ―preguntó.

―Maravillosa, una empresa ambiciosa pero que funciona muy bien. Por mi parte, no podría estar más agradecida con Durand. Van a publicar un cuento mío y me han encomendado realizar una entrevista.

―¡Eso es magnífico! ―le dijo Maurice de corazón.

―Gracias. Justo ahora me marchaba para realizar la entrevista.

―¿Quiere que la acompañe?

―No, no es preciso. Gracias. ―No entendía la razón por la cuan su ofrecimiento la ponía un tanto nerviosa―. Por cierto ―añadió―, hace unas horas pasó la vecina Henriette buscando la ropa para lavar y se la di.

Maurice asintió.

―Puede entregarle la suya la próxima vez si lo necesita.

―También… ―la voz le tembló un poco―, también pasó un caballero llamado Henri buscando a Michelle…

La manera en la que María habló le indicó a Maurice que algo había sucedido entre ellos. La joven estaba nerviosa y apenas lo miraba a los ojos. Conocía muy bien el carácter de Henri para saber que podía ser capaz de cualquier conducta censurable.

Maurice se acercó y le tomó las manos en un gesto sin precedentes. María le inspiraba un profundo deseo de protección.

―¿Le hizo algún daño? ―preguntó con dulzura.

La joven levantó la mirada y se topó con los ojos de Maurice fijos en ella. Estuvo tentada de apartarse, pero su cuerpo no podía responder.

―No ―susurró.

―Lamento que haya tenido que conocerlo estando sola en casa… Hablaré con mi tía y…

La puerta que estaba entornada, se abrió de nuevo. Una desconcertada Michelle, quien regresaba de trabajar, miró a la pareja con extrañeza. La expresión de su rostro era desaprobatoria, por lo que María se separó de inmediato de Maurice y tomó sus cosas.

―Hola ―saludó sin apenas mirar a la dueña de la casa―. Voy a realizar una entrevista… ¡Hasta luego!

Intentó que su voz sonara entusiasta, pero solo quedaba en ella un rezago de incomodidad. Michelle asintió, pero no dijo nada y María cerró la puerta antes de bajar.

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