Capítulo 38

El suicido de Bertine conmocionó a todos. Con su acto había demostrado su implicación en los hechos, pero también su intención de no colaborar con la justicia. Claudine era la más aturdida con aquel asunto: siempre le tuvo afecto a Bertine, pero la vida había querido que se decepcionara mucho de ella. ¿Cómo fue capaz de hacerle algo así a su padre, a quien conocía desde pequeño? María estuvo con ella todo el tiempo, y Maurice, aunque la amaba, se marchó sin despedirse. Sentía mucha vergüenza por lo sucedido con el señor Laurent, aunque no fuese su responsabilidad.

Al día siguiente, los ánimos estaban más calmados. La rutina en la casa de Passy seguía su ritmo, esta vez sin la dirección de la vieja Bertine. Prudence y Johannes aprovecharon la oportunidad para ir a visitar a la duquesa, a quien aún no habían visto. María le envió sus saludos, pero prefirió mantenerse en casa. Justo cuando se marchaban, los van Lehmann se cruzaron con Gregory. Él los saludó brevemente, aunque fue Johannes quien más habló. Prudence, aunque no objetó nada por aquella visita matutina, aún no aprobaba aquella relación.

María se alegró mucho cuando vio a Greg. En medio de tantos pesares, su presencia siempre la hacía sentir segura. Como estaban a solas, se abrazó a él y colocó la cabeza en su pecho mientras su amado acariciaba su cabello.

―¡Greg! ¡Qué bueno que estás aquí!

―Necesitaba verte, cariño mío. ¿Cómo estás? ¿Cómo sigue Claudine?

―Yo también necesitaba verte. Claudine se ha ido a recostar un poco, su tristeza es de esperar. Yo también estoy triste, pero algo inquieta a la par. Siento como si algo faltara por descubrirse… ―añadió con un mal presentimiento.

―Ven, siéntate conmigo un momento. ―Greg la condujo hasta a un diván―. Es natural que estés preocupada. Hasta que Michelle y Henri no sean encontrados, no podremos estar tranquilos.

―Lo sé. No puedo explicarlo. Es algo extraño.

―¿Y Maurice?

―No tengo más noticias desde ayer. Él también está muy afectado con todo eso. A fin de cuentas, Michelle fue la única madre que conoció; cuando creyó encontrar a una hermana, resultó no ser cierta esta historia, y para colmo de males, no se cree digno de aspirar al amor de Claudine de nuevo. La implicación de Michelle lo hace sentir culpable, al punto de pensar en renunciar a mi prima.

―Lo comprendo en parte, aunque se está juzgando con demasiada dureza. ¡Él no tiene responsabilidad alguna! ¿Por qué dos personas que se quieren no pueden estar juntas? Apartarse solo les generará más dolor.

―También lo creo, pero únicamente Claudine puede decírselo. Ella necesita de tiempo, pero quizás dentro de unos días pueda ver mejor la situación. Ellos dos están muy enamorados.

―Nosotros también ―repuso Gregory llevándose la mano de María a los labios―. Y mis noches no han sido las mismas sin ti en mis brazos…

Ella se ruborizó por completo.

―Yo te extraño demasiado, Greg. Les he dicho a mis padres que deseamos casarnos… Ahora sin mi tío, será difícil para mí matricular en la Sorbona. Los Hay se marcharán en unos meses, y Claudine y yo necesitaríamos de una compañía, de alguien que nos represente. Les he pedido que piensen en nosotros. Si nos casáramos, podríamos ser un apoyo para Claudine, y ambas estudiar juntas en la Sorbona como siempre fue nuestro deseo… De lo contrario, en algún momento, tendríamos que viajar a Ámsterdam puesto que mis padres no pueden establecerse aquí de forma indefinida.

―Lo sé, y es una buena solución esa que dices. Claudine nunca se quedará sola. Cuenta con nosotros.

―Quizás incluso acepte a Maurice ―opinó―, y pueda comenzar una nueva vida. No obstante, es demasiado pronto para decirlo. ¿Cómo están tus relaciones con mamá?

―No creo que hayan mejorado mucho ―confesó―. Continuamos fríos y distantes el uno del otro. Mantenemos la cortesía dadas las circunstancias que estamos viviendo, pero me temo que sigue sin estar de acuerdo.

―Tendrá que estarlo ―dijo María con decisión mientras se abrazaba a él en el diván.

Estuvieron juntos por unos minutos, en silencio. Gregory la besó en la frente, en las mejillas, en los labios… Aunque no deseaba marcharse, sabía que tenía un compromiso importante que no podría eludir, así que se lo hizo ver:

―Amor mío, debo retirarme ya…

―¿Qué sucede?

―¿Recuerdas que, para encontrar a la señorita Dubois contraté a un investigador privado?

―Sí.

―Pues nos hemos dado cita en un café cercano para darle una encomienda: que halle a Michelle y a Henri. Confío en la policía, y aunque el comisario Royer me parece un hombre sensato, no creo que sea el más brillante. El caso lo has resuelto tú prácticamente sola, y quizás él precise de una ayuda como la que el señor Goron podrá ofrecerle. Es un comisario retirado que tiene una agencia de detectives privados. Toda ayuda es poca. No me sentiré tranquilo hasta que esos criminales paguen por lo que hicieron.

―Gracias, Greg, por tu ayuda.

―Después que me entreviste con él pasaré de nuevo a verte, en la tarde ―le prometió él antes de darle un beso.

María asintió y le dejó marchar. Era muy importante dar con el paradero de Michelle y Henri. Tal vez pronto pudiesen responder ante la justicia por sus crímenes. Solo así su tío podría descansar en paz.

Pensando en él, tomó el diario de su madre. Ahora que lo tenía en su poder, no iba a renunciar a su lectura. El dolor de Clementine le había llegado a su corazón, así que continuó leyendo las entradas de los subsiguientes días al parto… Estaba despreocupada, sumida en el pasado, cuando unas líneas en particular la hicieron palidecer:

―¡Dios mío! ―murmuró―. ¡No puede ser!

No tenía con quién compartir su descubrimiento, pues estaba sola en casa. En medio de su arrebato, tomó el diario y su sombrero y fue en busca de Paul, para pedirle que la llevara a hacer una visita.

Durante el trayecto, María pensó que lo mejor era no presentarse allí sola, así que con buen juicio le pidió a Paul que se detuviera antes en el liceo donde trabajaba Maurice y la señorita Dubois. Ninguno de los dos había llegado aún, así que, desesperada, aguardó en el coche durante unos minutos hasta que por fin vio caminar a Maurice por la acera. Se apeó del vehículo y lo interceptó, con el rostro ruborizado.

―¡María! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Sucedió algo? ―preguntó asustado.

―Necesito que me acompañes a un lugar, por favor.

―No puedo, entro a clases a las once.

―Es imperioso que me acompañes, Maurice ―le suplicó―. Temo ir yo sola y, además, es algo que te concierne. No estaría aquí si no creyera que es un asunto de la más alta importancia. Por favor…

―De acuerdo, dame un instante.

Maurice accedió, intrigado, pero se dirigió al colegio a presentar una excusa. No tardó más de diez minutos, y luego estuvo en condiciones de marcharse con María a aquel lugar desconocido.

📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕

Gregory le tenía mucha fe al señor Marie-François Goron, un investigador privado de mediana edad quien otrora fuese comisario de policía. Goron se había hecho célebre en París con el caso Gouffé, un asesinato que conmovió a la ciudad en el año 89. Gouffé era un procurador del Ministerio de Justicia, quien fue asesinado por el amante de la prostituta a la que frecuentaba. El comisario fue clave en reabrir el caso y dar con los verdaderos culpables, inclusive con el cadáver del difunto, el cual fue sometido a un exhaustivo análisis forense. Gracias a su participación, “L´affaire Gouffé” tuvo el final que merecía: la condena a los culpables. Unos años después, en el 95 el comisario Goron se retiraba y abría su agencia de investigación privada.

―Señor Hay ―le saludó Goron extendiendo su diestra―. Es un gusto volver a verlo.

―Para mí también, señor Goron.

―Me sorprendió mucho cuando me dijo que se trataba de un asunto de extrema importancia y que solo podía tratarlo conmigo.

―Así es. ―Gregory se acomodó en su silla y pidió un café―. Supongo que esté al corriente del asesinato del señor Laurent…

―Algo he leído en los periódicos ―afirmó.

―El señor Laurent era el tío de mi prometida, así que el hecho nos ha conmocionado a todos.

―Siento escuchar eso ―repuso el hombre―. ¿Desea que lo investigue?

―Al parecer, ya tenemos a los sospechosos, quienes inclusive se han dado a la fuga. Confío en la diligencia de la policía, pero me temo que tal vez requieran de su intervención. Me sentiré más tranquilo si usted colaborara en esa búsqueda.

―De acuerdo. ¿Quiénes son los sospechosos?

―La señora Michelle Colbert, periodista de La Fronde, y su amante, Henri, un cerrajero. Ignoro su apellido. Ambos vivían en un edificio de Saint-Germain-des Prés. Puedo darle la dirección.

El señor Goron se quedó por unos segundos en silencio, reflexionando.

―¿Ha dicho Michelle Colbert? ―precisó.

―Sí. ¿Sucede algo? ―Gregory tomó un sorbo del café que recién le habían llevado.

―Sí, algo realmente extraño. ¿Recuerda que hace unas semanas me pidió que encontrara a la señorita Manon Dubois?

―Sí, ¿qué tiene que ver ella en esta historia?

―La señorita Dubois tenía una hermana mayor, Michelle, casada con el señor Colbert ―contestó el hombre.

―¡No puede ser! ―exclamó Gregory exaltado―. ¿Está seguro?

―Rara vez olvido un nombre, señor Hay. En el expediente que elaboré sobre la señorita Dubois constaba esa hermana. No se lo informé antes porque no imaginé que tuviese tanta relevancia para usted. Creí que con su dirección le sería suficiente…

―Sí, pero… ―Gregory se interrumpió de pronto―. ¿Estará la señorita Dubois vinculada entonces a estos hechos?

―Tendría que hacer mis indagaciones, pero en mi experiencia las coincidencias de este tipo siempre son malas…

―Debo ir a verla.

―Le aconsejo que no lo haga solo. Avise a la policía antes o… Si quiere yo le acompaño ―le dijo con amabilidad.

―Se lo agradezco, señor Goron. ¡Es imperioso que salgamos de dudas! Recuerdo dónde trabajaba la señorita Dubois, pues fue en su colegio donde la conocí y también debo tener en algún sitio la dirección de su hogar.

―Yo la recuerdo, no se preocupe ―le respondió el investigador―. Tampoco olvido las direcciones.

Gregory se puso de pie en el acto, pagó ambos cafés y se marcharon en su coche. Durante el trayecto, tenía un mal presentimiento. ¿Y si la señorita Dubois estuviese implicada en todo? ¿Y si no fuese la dulce profesora que María recordaba de sus tiempos en el colegio? Cuando se detuvieron en el liceo, le aseguraron que la señorita Dubois no se había presentado al trabajo ese día. La angustia de Gregory se hizo más honda, sus temores fueron aumentando mientras el investigador y él pensaban en qué hacer. Imprudentes, tal vez, determinaron presentarse en el hogar de la dama para obtener alguna noticia. Lo que Greg ignoraba era que su amada María se encontraba allí.

📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕

María no le contó nada a Maurice hasta que arribaron al departamento de la señorita Dubois. Era la primera vez que acudía a ese sitio, pero la propia dama le había dado la dirección la última vez que se encontraron. Era una pequeña vivienda que se ubicaba en un primer piso, con vistas a un jardín. Un sitio agradable y bonito, que distaba mucho de ser la guarida de una fría criminal. La joven tocó a la puerta, pensando en que tal vez la profesora no estuviese. Para su sorpresa, no demoró en abrir. Se notaba algo agitada, y muy extrañada de encontrárselos en su puerta.

―María, ¿qué estás haciendo aquí? ―preguntó.

―¿Usted cree que podamos hablar?

La dama asintió y abrió la puerta para permitir que Maurice y María entraran a su casa. El salón de estar era pequeño, lleno de estanterías y libros. La luz se filtraba por la ventana que daba al jardín, y sobre una silla María observó una maleta y un neceser.

―¿Se va de viaje? ―inquirió la joven aún de pie.

―Yo… Se me ha presentado un imprevisto ―confesó turbada.

―Supongo que ya esté enterada de que mi tío fue asesinado.

―Lo leí en los diarios. ¡Lo siento mucho! No puedo creer que tuviese una muerte tan terrible. Acepta mis condolencias, María, por favor. Tu tío no era alguien a quien le tuviese especial afecto, pero no le desearía nunca un fin como el que tuvo. Sé que era alguien muy importante para Claudine y para ti.

―Así es ―respondió María con el ceño fruncido y la mandíbula apretada―. Lo peor es el motivo de su muerte. ¿Conoce a Maurice?

―Oh, sí, perdona. ―La señorita Dubois le extendió la mano y lo saludó―.  Eres profesor en el liceo.

―Sí, la conozco ―afirmó Maurice, también confundido por aquella extraña charla.

―¿Recuerda la última conversación que tuvimos, señorita Dubois? Aquella tarde le confesé que tenía dudas acerca de la identidad de Maurice. No sabía si era o no mi hermano…

―Sí, lo recuerdo. En aquella oportunidad te expliqué que no estuve presente durante el alumbramiento de Clementine, por tanto, no puedo decir con certeza si lo es o no…

―Es cierto que usted no estuvo ese día ―respondió María―, pero sí tenía la certeza de que Maurice no era mi hermano. ¿Por qué me negó la verdad?

―No sé qué estás diciendo… ―se apresuró a decir Manon Dubois.

―María, no entiendo lo que está sucediendo… ―añadió Maurice. La joven se volteó hacia él.

―Dijiste que querías conocer a tu madre, pues ya la tienes frente a ti: es Manon Dubois. Profesora de tu mismo colegio y hermana de Michelle.

Maurice negó con la cabeza.

―No puede ser verdad, María ―replicó―. ¡Nunca ha tenido vínculo alguno con mi tía! ¿Cómo trabajar a mi lado sin confesarme nada? ¡Es monstruoso!

―Tienes razón, eso solo lo haría un monstruo ―añadió María mirando de manera acusadora a la que fue su profesora favorita―. ¿Cómo pudo hacerle eso?

Manon se alisó el vestido con tranquilidad, hallando las palabras correctas.

―Eso no es cierto ―contestó con voz pausada―. Me irrespetas diciendo algo como eso. Jamás he conocido hombre en mi vida. Mucho menos tenido un hijo… No sé de dónde has sacado una idea tan absurda, pero me temo que estás delirando y, de paso, engañando a este joven de la manera más vil. ¡No te reconozco, María! ―le reprochó.

La aludida no pudo contenerse más y tomó de su bolso el diario de su madre. No tardó mucho en dar con la página correcta, puesto que la tenía marcada. Con voz entrecortada, leyó para que ambos pudieran escucharla:

“Hoy me he sentido un poco triste. He recordado a mi hijo. Manon, la hija menor de los Dubois, ha tenido a un pequeño en Lyon, en casa de sus abuelos. Los señores Dubois la hicieron pasar su gestación allá, para evitar murmuraciones. Sin embargo, ya han llegado a la casa. Él es precioso, se llama Maurice, y tiene la edad que debió haber tenido mi amado Clément.

He jugado con él todo el día, entre lágrimas y sonrisas. Lamento no pasar más tiempo con él. Los señores Dubois han determinado que el niño sea criado por su hija mayor, Michelle, ya que ella y su marido Colbert no han podido tener hijos. No puedo entender cómo Manon ha aceptado algo así, pero está feliz con el arreglo. Ella desea estudiar, y alega que, con Maurice, le será imposible cumplir sus sueños…”

María se detuvo, creyó que con eso sería suficiente. Al mirar a Maurice, este tenía los ojos llenos de lágrimas, conmovido de saber la verdad. El rostro de Manon, en cambio, no reflejaba ningún sentimiento claro.

―¿Por qué no estuvo cerca de él? ―la enjuició María―. ¿Por qué fue una compañera de trabajo más y no su madre? ¿Por qué no acompañó a Michelle durante su educación?

―Porque no me interesaba ―respondió con sinceridad, sin importarle el daño que le hacía a Maurice con aquellas palabras―. Quería librarme de él y lo logré. Michelle se hizo cargo mientras yo estudiaba. Me producía tanto rechazo recordar que había tenido un hijo, que jamás me aproximé a ellos. Nunca tuve una relación tan cercana con mi hermana, así que tampoco fue un sacrificio muy grande.

―Sin embargo, sí acudió a su hermana cuando se le ocurrió el maravilloso plan de engañar a mi familia, ¿cierto?

Manon no lo negó, en su lugar, dio algunas vueltas por la estancia.

―Aquel hijo debía servirme de algo ―contestó con cinismo.

―¡Es usted un ser horroroso! ―prorrumpió Maurice indignado.

―Y tú hiciste las cosas mal ―respondió su madre con voz pausada―. Nunca debiste haberle dicho la supuesta verdad a Laurent. Michelle te pidió que no lo hicieras, y terminaste echando las cosas a perder. ¡Ni siquiera eso hiciste bien!

―A mí no me interesaba el dinero. Me hizo feliz suponer que tenía una familia, una hermana como María… ¡De haber sabido que se trataba de un fraude, jamás me hubiese acercado a ellas!

―Lo sé, Michelle me advirtió que eras honorable. ¡Qué desperdicio de muchacho! Fue por eso que intentamos engañarte también. La primera vez que pensé en esto fue cuando me despidieron a causa de Jacques hace tres años. No sé cómo nació la idea exactamente, pero pasé días enteros reconstruyendo esta historia… Conocí a Clementine, sabía lo sucedido, e incluso que nuestros hijos tenían prácticamente la misma edad. Se lo dije a Michelle y aguardamos durante años a que fuera el mejor momento. La suerte nos sonrió cuando descubrimos que Henri, el amante de mi hermana, era hijo de la señora Bertine, el ama de llaves de la familia en cuestión. Sin embargo, fue cuando Bertine nos dijo que Laurent estaba muy enfermo, que pensamos aprovecharlo a nuestro favor. Ella había descubierto que no viviría mucho, por tanto, era la circunstancia que necesitábamos para que te acercaras a María. Sabíamos que, si el asunto se descubría con Laurent vivo, él desconfiaría de nosotros de inmediato. El plan era que te ganaras la confianza de María y su afecto, y cuando el tío muriera reclamaras lo que te pertenecía. Muerto Laurent, nadie podría probar que estábamos mintiendo…

―No contó con el diario de mi madre ―objetó María.

―Es cierto, creíamos que se habría perdido. Tampoco contábamos con que Maurice se enamorara de Claudine y terminara hablando de lo que no debía. No me malinterpreten, era bueno que, si nuestra estrategia con María fallaba, tuviese a Claudine enamorada de él, pero al hablar con Jacques echó todo a perder. Cuando María se lo contó a Michelle y ella a mí, no podía creerlo. Acababas de echar por la borda años de planificación.

―Yo no lo sabía ―se quejó Maurice―, pero de cualquier forma jamás las hubiese ayudado en algo tan sórdido.

―¿Y por qué cuando nos vimos aquella tarde en el café no me mintió? ―le preguntó María―. ¿Por qué no me dijo que le constaba que Maurice era en efecto, hijo de mi madre? ¿No era más fácil para usted intentar convencerme de que era mi hermano? Aquella vez, en cambio, no fue concluyente…

―Es cierto que pude haberte engañado y dar por hecho algo que nos convenía, pero no quería mentir tanto y que, a la larga, descubrieras la verdad y me terminaras relacionando con Michelle y su marido. Preferí preservar mi imagen frente a ti y solo dar margen a una duda razonable…

―Sin embargo, yo terminaría sabiéndolo todo por el diario.

―Exacto. Bertine escuchó que le exigirías a tu tío leer el diario cuanto antes para salir de dudas. Comprendimos que debíamos actuar con rapidez. La noche del baile Henri entraría con Michelle, abrirían la caja fuerte y robarían el diario. Solo así desaparecería la prueba que tanto necesitabas, e incluso, ante la ausencia del diario, terminarías pensando que era tu tío quien mentía y que por eso se deshizo del cuaderno. Todo estaba muy bien planeado ―confesó―, excepto que Laurent apareciese en el despacho… Henri no tuvo más remedio que matarlo. Era él o nosotros. De todas formas, tampoco es que fuera a vivir mucho tiempo… ―se jactó.

María se indignó tanto que fue a su encuentro y la abofeteó con toda la fuerza que fue capaz de reunir.

―¡Asesinos! ―exclamó―. ¿Cómo es posible que por dinero hayan sido capaces de hacer algo así?

―¿Qué querías? ¿Qué terminara en la guillotina? ―María se giró para ver a la persona que había hablado. Henri hacía su entrada por un corredor, con cara de pocos amigos―. El señor Laurent apenas ofreció resistencia. Lo tomamos desprevenido. ―Rio―. Lo único que me duele es que los escrúpulos de mi madre la hicieran terminar con su vida ―añadió más serio―. Ella quedó espantada cuando descubrió que lo habíamos asesinado. ¡Lo estimaba tanto! ¡Nunca me lo perdonó! De cualquier forma, no me arrepiento.

Maurice fue a su encuentro, apretando los puños. No era la primera vez que se enfrentaba a Henri, y ahora tenía incluso más motivos para darle su merecido. El hombre, en cambio, era en extremo mañoso, y había salido preparado con un puñal que no demoró en enterrar en su abdomen.

―¡Maurice! ―gritó María al verlo doblar de dolor y caer al suelo, sangrando.

Fue en ese instante que apareció Michelle, alertada por los gritos de María, quien quedó consternada al ver a Maurice herido. A pesar de todo, ella lo amaba con todo el corazón. ¡Era como un hijo para ella!

―¡Dios mío! ―gritó desesperada mientras caía al suelo para atendar al joven―. ¿Cómo fuiste capaz de hacerle esto? ¿Cómo?

―Sabe demasiado ―contestó Manon Dubois―. No te lamentes, él ni siquiera debió haber nacido y, si estamos en esta situación, es por su causa. ¡No debió abrir la boca!

―Jamás pensé que usted fuese así ―le reprochó María con el rostro encendido por la ira―. ¡Y pensar que yo la admiraba! ¡Y cuán feliz me puse cuando al fin la reencontré!

María se arrodilló junto a Maurice, quien tenía los ojos abiertos, pero no podía hablar. De la herida manaba bastante sangre.

―Yo no pretendía ser hallada, fue una casualidad, María. Sin embargo, te aprecio ―añadió Manon mientras se dirigía a su neceser―. Es una lástima que una joven tan inteligente y hermosa deba morir así, por una indiscreción…

María se sorprendió con sus palabras, y cuando levantó la mirada, advirtió que la señorita Dubois la apuntaba con un revólver pequeño. Pensó que iría a morir, cerró los ojos incluso para recibir el disparo, pero una conocida voz la hizo reaccionar.

―¡Deténgase! ―gritó Gregory quien, habiendo visto la escena desde el jardín, se apresuró a saltar un muro y entrar por la puerta de servicio que estaba abierta.

Aunque la señorita Dubois se distrajo por un instante, no abandonó su objetivo y volvió a apuntarle a María. Gregory supo que debía actuar de inmediato, y sin pensarlo dos veces, se abalanzó frente a la mujer recibiendo en el pecho el tiro que era destinado a María.

―¡Greg! ¡Greg! ―Ella gritó desesperada mientras lo veía caer.

Los subsiguientes minutos transcurrieron para María en medio de una nebulosa. Un hombre desconocido le disparó primero a Henri, mientras la señorita Dubois terminaba ella misma de quitarse la vida, consciente de que no podría huir de su destino. Michelle permaneció en el suelo, horrorizada, sosteniendo la mano de Maurice.

María corrió hacia Greg, quien reposaba en el suelo, enmarcó su rostro con ambas manos y lo instó a mirarla.

―Oh, Greg, Dios mío… ¿Qué has hecho? ―Sus lágrimas bañaron el rostro de él.

―Todo estará bien… ―le dijo con voz entrecortada.

Y aunque María quería creer en ello, el eco de las palabras de Greg, unas noches atrás, resonó en su cabeza llenándola de dolor ante su sacrificio:

“Cuando por fin se encuentran dos almas, /
que durante tanto tiempo se han buscado /
una a otra en el gentío, /
cuando advierten que son parejas, /
que se comprenden y corresponden, /
en una palabra, que son semejantes, /
surge entonces para siempre una unión /
vehemente y pura como ellas mismas, /
una unión que comienza en la tierra y /
perdura en el cielo”.

―Por favor, Greg, ¡mírame!

Él ya no la escuchaba. María, desesperada, no pudo evitar gritar cuando Greg perdió el conocimiento entre sus brazos.

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