Capítulo 37
Estaban tan agotadas que Claudine y María no demoraron en quedarse dormidas. Las primas compartieron habitación esa noche, para hallar en la presencia de la otra el consuelo que precisaban para conciliar el sueño y descansar un poco. Al día siguiente, cuando María despertó, ya Claudine no estaba a su lado. Bajó la escalera y se encontró a la joven conversando con sus padres en la biblioteca de la casa; no habían tenido valor para entrar de nuevo al despacho. Johannes le estaba diciendo que permanecerían en París por algunas semanas hasta determinar qué hacer. Lo importante era que Claudine no se quedara sola, pero también era cierto que los van Lehmann tenía su casa en Ámsterdam. Aunque pudiesen contar con el apoyo de la duquesa y de los condes, la responsabilidad sobre Claudine y María la había contraído Johannes. Le había prometido a su padre que velaría por ella. Era lo mínimo que podría hacer por Jacques, quien acogió a María en su hogar por tres largos años.
María entró al recinto, y luego de saludar se unió a la charla: tenía una propuesta que hacerles:
―En unas pocas semanas será la matrícula para los cursos en la Sorbona. Iba a inscribirme yo sola, pero Claudine siempre deseó estudiar también. Creo que sería bueno que nos hiciésemos compañía.
―Me encantaría ―repuso la joven―, pero no quisiera contrariar una decisión de papá, ahora que no está. Él no deseaba que yo estudiara…
Su prima le tomó la mano.
―Sobre eso, estoy convencida de que no estaba renuente a ello. El tío Jacques pretendía tomar unas vacaciones contigo y viajar, a causa de su mal. Deseaba pasar tiempo en tu compañía, y es probable que, por ello, se opusiese a la idea de la Sorbona. Si me autorizó a mí, e incluso a vivir en su casa, ¿por qué no hacerlo también contigo? Por supuesto que la idea no le encantaba, lo sé, pero creo que terminaría cediendo al respecto, de no haber tenido ese viaje proyectado.
―Es una lástima que no pudimos pasar más tiempo juntos ―dijo la joven con la voz entrecortada.
―Lo sé, lo siento.
―María, hija ―prosiguió Johannes―, las circunstancias han cambiado. Me temo que no pueda garantizar que estudien en la Sorbona. Es muy pronto para hablar de futuro, pero quizás las dos deban acompañarnos por una temporada a Ámsterdam. Nos es imposible a tu madre y a mí dejarlo todo para mudarnos a París.
―Lo comprendo, papá, pero quizás dentro de unos meses esas circunstancias cambien ―se atrevió a decir María.
―¿A qué te refieres?
―Gregory y yo queremos casarnos, papá ―le recordó María―. Él me ha propuesto matrimonio ―añadió mientras mostraba el anillo que reposaba en su dedo―. Si lo hacemos luego de un período de duelo, como es nuestro deseo, no dejaremos a nuestra prima desamparada. Podremos estudiar y vivir juntas hasta que ella misma contraiga matrimonio o se independice llegada a la mayoría de edad.
Prudence se puso de pie de un salto ante aquellas palabras y la desfachatez de Gregory de haberle entregado un anillo a su hija sin su consentimiento. La idea no le agradaba en lo absoluto, pero no objetó nada por respeto a Claudine, a quien no quería hacer sentir más mal de lo que ya estaba.
―Les propongo que desayunemos algo ―dijo en su lugar―. Hagan el esfuerzo por comer, lo necesitan.
Claudine obedeció, más por distender el momento que por verdadero apetito. Si hubiese tenido poder de decisión, habría dicho que prefería, en efecto, vivir con Gregory y con María y estudiar en la Universidad. Sin embargo, aquella opción no parecía convencer a Prudence. Por un momento pensó en Maurice. ¡Qué distintas hubiesen sido las cosas si pudieran casarse! Sin embargo, ¿cómo hacerlo si lo creía el principal responsable de la muerte de su pobre padre? Aquello le dolía tanto, que no podía evitar sentir su pecho oprimido…
Desayunaron en silencio, un poco hasta que, al término del mismo, una empleada de la casa anunció que habían llegado el señor Hay y el comisario Royer. María se puso de pie de un salto, ¡llegó el momento de hablar de sus sospechas!
―¿Qué se trae Greg con el comisario? ―se quejó Prudence.
―Yo le pedí que lo trajera. Les suplico que nos acompañen a la biblioteca de nuevo, pues debemos esclarecer lo sucedido. Claudine, sé que esto es muy doloroso para ti, pero…
―Por supuesto que quiero participar ―interrumpió la joven.
Unos minutos después, se hallaban todos reunidos, sin saber todo lo que saldría a la luz durante esa importante conversación.
―El señor Hay me ha dicho que está en condiciones de hablar conmigo ―comenzó el comisario luego de intercambiar saludo.
―Sí, por favor, tome asiento. Yo prefiero quedarme de pie ―repuso María.
Claudine y sus padres ocuparon un diván, mientras Gregory y el comisario se ubicaban en dos butacas aledañas.
―Tengo una hipótesis de lo que sucedió esa noche, señor comisario.
―Muy bien. Debo decirle, señorita van Lehmann, que hemos continuado con las indagaciones. El conductor de su padre, el señor Paul, declaró que vio salir a dos hombres por la puerta de servicio en la madrugada. Fue un poco después que regresara de dejar en su casa a un amigo de la señorita Laurent. Aunque no le dio demasiada importancia, pues todo en la casa parecía estar en orden, al descubrir el cadáver en la mañana sospechó que esos dos hombres no identificados pudiesen ser los asesinos.
―¡Oh! ―exclamó Claudine sorprendida―. Ya Paul me había dicho que lo había llevado a su casa, pero con esta nueva información se confirma que Maurice no tiene que ver con lo sucedido… ¡Es inocente!
―Siempre lo creí así ―asintió María―, y lo dicho por usted, comisario, refuerza mi teoría. Pasaré a ponerlo al corriente de algunos hechos que desconoce.
―Soy todo oídos, señorita van Lehmann.
―Hace unos días, mi tío tuvo una discusión con el joven Maurice, quien pretendía a mi prima. El punto central de la pelea no se debió únicamente a que mi tío no lo considera un digno pretendiente, sino al hecho de que Maurice afirmaba ser mi hermano, y por tanto, sobrino de mi tío Jacques.
―No comprendo… ¿Qué tiene que ver esto con la muerte del señor Laurent? ¿Y por qué ese joven iba a alegar ser su hermano?
―Permítame continuar, por favor. Mi madre de sangre huyó de casa antes de casarse. Tuvo un hijo que nació muerto. Luego se casó con mi padre, el señor van Lehmann, y murió al darme a luz a mí. Una vida difícil y muy sufrida.
―Sigo sin comprender su punto… ―dijo el comisario un tanto desesperado.
―De inmediato se lo explico: Maurice fue criado por la señora Colbert y su marido. El esposo murió muy joven, pero ella continuó haciéndose cargo de su educación. Fue ella quien le aseguró que era hijo de mi madre, a quien le hicieron creer que él nació muerto. Supuestamente fue un engaño orquestado por mis abuelos para deshacerse de la criatura.
―Eso no es cierto ―objetó van Lehmann.
―Por favor, papá, no me interrumpa. Verá: Maurice se presentó frente a mi tío convencido de que esa historia era cierta, y que él era, en verdad, su sobrino. Mi tío le aseguró que no lo era. Que el verdadero niño muerto yacía enterrado en la cripta familiar. Ayer, durante el entierro de mi tío, pude comprobar que es cierto.
―¿Y cómo la señora Colbert iba a tener la información suficiente para crear una mentira así?
―Gracias al apoyo de la señora Bertine, nuestra ama de llaves, quien ha trabajado toda la vida para la familia. Ella sabía de lo sucedido con mi madre Clementine, y es probable que entre las dos se les haya ocurrido este plan maestro para engañar a mi tío. No en balde la señora Bertine me presentó con los Colbert en cuanto tuvo oportunidad, e incluso viví en casa de ellos. ¡Era lo que les convenía para estrechar los lazos entre Maurice y yo! Así, de esta manera, yo me sentiría conmovida y comprometida a compartir la herencia de mi madre con él.
―Pero si ese tal Maurice fue el hombre que el conductor llevó esa noche a su casa, no fue el responsable de la muerte de su tío… ―reflexionó el comisario.
―Exacto. A Maurice no le interesaba el dinero. Él se enamoró sinceramente de Claudine, y hubiese renunciado a ella para probar su honestidad. Fue una víctima más de Michelle y la señora Bertine.
―Sin embargo, fueron dos hombres los que Paul vio saliendo de la casa… Por otra parte, es imposible que la señora Bertine no sospechara que su tío estaba enfermo. ¿Por qué planear su muerte? ¿Por qué acabar con su vida si, tal vez, en poco tiempo hubiese muerto de manera natural? ―Aunque el investigador era objetivo, aquellas palabras hirieron mucho a Claudine. Prudence se percató y la dio un abrazo en silencio.
―Comisario, la muerte de mi tío fue accidental, no era el verdadero objetivo esa noche. Los criminales buscaban otra cosa.
―¿Qué cosa?
―El diario de mi madre Clementine ―explicó María―. Mi tío lo conservaba y en él estaba la prueba de que Maurice no era mi hermano. El día del baile mi tío me aseguró que, en el diario, por la manera en la que estaba escrito, se dejaba claro que aquel bebé de mi madre había nacido realmente muerto y que nadie se lo arrebató.
―Así es. Tu tío me preguntó sobre ello la última vez que nos vimos, y yo recordaba las palabras exactas de tu madre: el bebé nació muerto ―añadió Johannes.
―Sin embargo, siempre tendríamos la duda Maurice y yo si no lo leíamos ―prosiguió María―. Aunque confiara en mi tío, habría siempre un margen a la duda. ¿Estaría siendo honesto? ¿Mentiría para evitar el matrimonio de Claudine con ese joven? ¿Lo haría para no reconocer a Maurice como su legítimo sobrino? Lo cierto es que, sin el diario de mi madre, no se puede comprobar nada.
―¿Y dónde está ese diario?
―Lo tenía mi tío en su caja fuerte. Es probable que Bertine lo supiera y haya avisado a sus compinches. Yo iba a pedirle a mi tío que me lo entregara cuanto antes para saber la verdad. Ellos debieron darse prisa para obtenerlo y aprovecharon la coyuntura de la fiesta para abrir la caja fuerte. Esa era su misión. Es probable que mi tío bajase en algún momento de su habitación y los descubriese. En plena flagrancia, uno de los implicados lo golpeó.
Claudine se echó a llorar sobre el hombro de Prudence. Reconstruir los hechos estaba siendo muy duro para ella. María tomó unos instantes para darle un beso en la frente, hasta poder continuar.
―Nosotros revisamos el despacho de su tío ―repuso el comisario―, pero no encontramos que hubiesen forzado la caja fuerte. Por eso nunca seguimos la teoría del robo.
―Comprendo, pero un cerrajero experto pudo haber abierto la caja sin dejar constancia de su accionar.
―¿Quiénes son sus sospechosos entonces? ―preguntó el hombre confundido.
―La señora Colbert y su amante Henri, fueron los responsables de la muerte de mi tío. Bertine les permitió entrar, y él, como buen cerrajero, logró abrir la caja. Para desdicha de mi tío, los descubrió en pleno acto, y fue por eso que acabaron con su vida.
―Es una historia fascinante, señorita van Lehmann, pero, ¿cómo la probamos?
―Es probable que, si revisa la caja fuerte de mi tío, advierta que el diario ya no está, y que quizás se hayan llevado dinero u otros bienes de valor.
―María ―dijo Gregory poniéndose de pie en ese momento―, juzgo tu razonamiento acertado, y es probable que hayan robado dinero, pero el diario jamás lo encontraron.
―¿Qué quieres decir? ―La joven estaba confundida.
Gregory extrajo de un maletín de cuero el diario y una carta.
―Tu tío, poco antes de morir, fue a verme y me entregó esto para ti ―dijo depositando ambas cosas en las manos de María―. Él desconfiaba de la integridad de la señora Bertine, así que tenía miedo de que el diario despareciese, incluso de su caja fuerte. Me lo entregó con una carta explicativa. Según sus órdenes debía entregártelo cuando estuviésemos ya casados o antes si, dadas las circunstancias, te era imperioso conocer algo importante sobre el pasado de tu madre. No dijo más, pero por lo expuesto hasta ahora, no tengo dudas ya de sus razones.
―Oh, Greg ―expresó María conmovida y con lágrimas en los ojos―. ¡No sabía que me tío hubiese hecho algo así!
―Él confiaba en mi amor por ti ―respondió el aludido mirando a su hermana―, y estaba de acuerdo con nuestro matrimonio. Me siento agradecido de que me haya entregado algo tan valioso y que ese diario pueda al fin, despejar todas tus dudas.
―Solo tengo una pregunta para usted, señorita van Lehmann ―intervino el comisario poniéndose de pie también―. Si para usted los culpables son la señora Colbert y su amante, ¿por qué el conductor de su tío vio a dos hombres salir sospechosamente de la casa?
―Eso también puedo respondérselo ―aseguró María―. La señora Colbert acostumbra a vestir de hombre. De hecho, así fue como la conocí: con un traje. En este caso, teniendo en cuenta que entraría a un hogar ajeno a abrir una caja fuerte, el atuendo le debe haber resultado más útil y cómodo que nunca. Así despistaría a cualquier persona.
El comisario iba a comentar algo más cuando Maurice interrumpió en el salón escoltado por una empleada que, aunque intentó impedirle el paso, no pudo. El joven tenía el rostro ruborizado y estaba bastante agitado.
―¡Maurice! ―exclamó Claudine sorprendida desde el diván.
―Oh, cariño mío, ¡lo siento tanto! ―dijo él mirándola y con la voz resquebrajada. Sin embargo, no fue a su encuentro―. María, yo… ¡No sé cómo decir esto, pero Michelle y Henri son los asesinos!
Nadie en la sala se sorprendió de ello, ya María había llegado a la misma conclusión.
―Eso nos temíamos ―respondió la joven―. ¿Pero cómo lo sabes?
―Cuando llegué a la casa, luego del baile, Michelle no estaba en casa, lo cual era extraño más tratándose de una hora avanzada de la noche. Cuando supe la noticia me horroricé, pero comencé a albergar un mal presentimiento. Esta mañana, cuando desperté, advertí que Michelle ya no estaba. Había desaparecido con una parte de sus pertenencias, aunque no todas. Esto me alarmó mucho, pero fui interrumpido por Henriette quien había ido en búsqueda de la ropa sucia. Le entregué la de mi tía, pero la anciana se quejó diciendo que la ropa de Henri estaba muy manchada con algo que parecía ser vino o sangre. Por lo general, Henri le deja una copia de su llave a Henriette para que entre a buscar su ropa para lavar. En su huida, olvidó deshacerse de una tan comprometedora. Fue entonces que comprendí todo: Henri asesinó al señor Laurent y mi tía Michelle es cómplice suya.
―Lo siento mucho, Maurice, pero llegamos a esa misma conclusión ―le dijo María.
―¿Pero por qué? ¿Por qué hacer algo así?
―Mi tío debe haberlos sorprendido mientras allanaban su caja fuerte en busca de esto ―señaló María―: el diario de mi madre. Es probable que, tal como imaginaba y decía mi tío Jacques, nosotros no seamos hermanos.
Él bajó la cabeza, avergonzado.
―Me hubiese gustado que fuera verdad. Sin embargo, comprendo que lo más probable es que no lo sea. Mi tía, en su ambición, urdió una terrible mentira que yo creí porque en el fondo de mi corazón deseaba ser tu hermano, y ser un hombre más digno de aspirar a alguien como Claudine.
―Eres un hombre digno ―respondió María―, y siempre confié en ti. Que tengamos o no la misma sangre no determina el afecto que Claudine y yo te profesamos. Te pido que permanezcas un poco más y que leamos juntos el diario, para salir de dudas.
Él asintió.
―En ese caso ―dijo el comisario―, iré en busca de la señora Bertine para conversar con ella y daré la voz de alarma para detener a los sospechosos. Gracias por su oportuna intervención, señorita van Lehmann.
―Gracias a usted, señor Royer.
Los presentes juzgaron adecuado dejarlos a solas con el diario, era una cuestión tan íntima que incluso Johannes determinó no estar. Mientras menos personas se adentraran en la triste historia de Clementine, mejor. Claudine miró por un instante a Maurice, pero no dijo nada y también se retiró.
María abrió la carta. Había sido escrita antes de la última entrevista con su tío, así que algunas cuestiones ya habían sido habladas entre los dos. Sin embargo, no por esperado el contenido, dejó de ser doloroso para ella, quien no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas al leer la misiva.
“Querida María:
Quizás te sorprenda que le haya entregado al señor Hay el diario de tu madre y esta carta, pero confío en él y es mi último recurso para evitar que caiga en las manos incorrectas.
Si estás leyendo esto es porque probablemente ya he muerto. Me aquejan varios tumores y el doctor Catelin me ha asegurado que mi existencia no se prologará mucho más. Siento no habérselos dicho antes, pero no quería amargarles con una noticia tan triste y con un resultado, por demás, inevitable.
Ante la incertidumbre del tiempo que habrá de faltarme, dejo en el señor Hay la encomienda de que te entregue esto como mi postrero legado, no solo para que sepas más de la vida de tu madre, sino también para que conozcas la verdad sobre un hecho en particular.
El señor Maurice Colbert se presentó ante mí no solo pretendiendo a Claudine, sino también alegando ser hijo de tu madre. Clementine, en efecto, tuvo un hijo antes de casarse, pero este nació muerto y sus restos reposan en nuestra cripta de Passy. Te dejo marcada la página donde tu madre recoge este triste suceso para que puedas comprobarlo por ti misma.
El señor Colbert o es un farsante o se ha dejado engañar por alguien que le manipula, tal vez incluso sea Bertine, única persona de mi estrecho círculo quien conoce muy bien esta historia del pasado. Es seguro que están buscando convencerte para que, sin tener derecho alguno, exigir parte de tu herencia.
No quise entregarte el diario de Clementine antes pues creo que algunos pasajes no son aptos para una jovencita soltera. Sin embargo, en el supuesto que sea necesario esclarecerte sobre este episodio, el señor Hay tiene la instrucción de entregártelo antes de sus nupcias.
Ojalá estas providencias no sean necesarias y pueda estar presente el día de vuestra boda, aunque mucho me temo que partiré de este mundo antes de tener la dicha de verlas a Claudine y a ti casadas.
Sean felices.
Con todo afecto, tu tío,
Jacques
¡María sintió su pecho oprimido! ¡Pobre de su tío! No merecía la muerte que tuvo, ni siquiera aunque estuviese desahuciado! Bertine, Michelle y Henri debían recibir su merecido. Aunque de estos últimos no se sabía su paradero, se encargaría de que la señora respondiera por su crimen. De no haber sido por ella, los criminales jamás hubiesen podido entrar a la casa como lo hicieron.
Siguiendo las indicaciones de su tío, María abrió la página indicada y se dispuso a leer. Era una narración escalofriante y dura sobre el momento del parto, pero muy pronto llegó al párrafo más esclarecedor. Maurice se sentó a su lado para leerlo también.
“Cuán devastador es que, tras seis horas de un dolor lacerante, tu hijo nazca y ni siquiera puedas sentir su llanto. Temí por su vida al no sentir sonido alguno. La señora Dubois, quien sostenía mi mano, me aseguró que en ocasiones no lloran de inmediato. Eso me dio un poco de consuelo, hasta que la partera se acercó con su menudo e inerte cuerpo. Lo sostuve en mis brazos, intenté que respirara, pero todo esfuerzo fue inútil. Me rehusé a apartarme por él durante algunas horas, hasta que comprendí que no volvería a la vida.
Al día siguiente lo enterramos. Espero en algún momento darle una más digna sepultura, junto a los suyos. Pobre hijo mío. Su partida me dejó destrozada. A punto estuve de partir tras él, cuando la fiebre nubló mi juicio durante varios días. Hoy me he sentido con la fuerza de plasmar estos hechos que aún me causan una tristeza demasiado honda”.
María no prosiguió con la lectura, pues creía que había quedado claro. Maurice lo creyó también, pero se hallaba un poco abrumado.
―¿Quién será entonces mi madre?
―Lo siento mucho, Maurice. Tal vez ni siquiera Michelle lo sepa. Ella es quien único podría decirte al respecto.
―Cuando la policía los encuentre ―añadió con pesar―, ya que se ha convertido en una criminal. María, luego de lo sucedido, no puedo pensar si quiera en pretender a Claudine de nuevo. Ya sé que ella está muy triste, y que no es momento de hablar de algo como esto, pero me siento responsable indirecto de lo sucedido. Se valieron de mí para asesinar a un hombre honorable como el señor Laurent. Comprendo ahora su reacción cuando hablamos, ¡por supuesto que tenía que verme como a un vil impostor!
―Maurice, no eres responsable de nada. Las personas a nuestro alrededor erraron. Incluso mi tío quien, con tantos indicios, no despidió antes a Bertine. Por favor, no te culpes de un crimen como este tan horrible, eres tan víctima como nosotros. En cuanto a Claudine…
María se interrumpió porque escuchó voces exaltadas y alguien tocó a la puerta de la biblioteca antes de abrir. Era el comisario Royer.
―¿Sucede algo? ―preguntó María preocupada.
―Algo que ha conmocionado a todos ―reconoció el comisario con el ceño fruncido―. He ido a buscar a la señora Bertine a sus aposentos, pues los empleados de la casa alegan que hoy no la habían visto. He sido yo quien descubrió la escena: el ama de llaves ha terminado con su vida. ¡Se ha horcado!
―¡Dios mío! ―exclamó María llevándose una mano al corazón. No lo deseaba ese fin a nadie, pero luego de lo sucedido con su tío no podía decir que sintiese pena por ella.
―Lo peor de este desenlace es que hemos perdido la confesión de una cómplice, la útil información de una aliada como ella ―dijo el hombre apesadumbrado―. Tendremos que trabajar con más ahínco para encontrar a la señora Colbert y a su marido.
María asintió. ¡Ojalá pudiesen hallarlos pronto pues no encontraría paz alguna si aquellos criminales lograban burlar a la justicia!
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