Capítulo 2

La ceremonia de boda había sido en extremo emotiva, al menos Prudence no dejó de llorar todo el tiempo. Georgiana se veía hermosa con su inmaculado vestido blanco rebosante de encaje, y James también se emocionó al verla llegar del brazo de lord Hay. Gregory mantuvo sus sentimientos dominados, aunque volvió a pensar si llegaría a sentirse alguna vez así. Siempre creyó que el matrimonio era una prisión a la que no pretendía entrar voluntariamente. Sin embargo, la expresión de felicidad de James le hacía pensar que algo mágico debía tener el entregarse a un amor para toda la vida.

Al salir de la Iglesia y luego de felicitar a los contrayentes, Gregory se vio al lado de Valerie, quien llevaba un pañuelo en su mano y sonreía a la pareja que subía a una berlina. La dama no percibió su presencia en un inicio, pero luego levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de él.

―Ha sido una ceremonia preciosa, ¿verdad?

―Así es ―respondió Gregory aclarándose la garganta. Valerie era hermosísima, de cabello dorado y ojos azules, y una límpida sonrisa que podía hacer estremecer a cualquier hombre―. Finalmente estamos en la misma familia.

Valerie se rio ante su comentario, ¿qué se traía el señor Hay? Desde el día anterior había percibido su indiscreta mirada sobre ella, y aunque creyó que era un delirio de su cabeza, ahora notaba que no estaba del todo equivocada.

―¿Es eso bueno? ―le retó subiendo una ceja.

―Por supuesto que sí ―rio el casanova―, al menos nadie me cuestionará el hecho de que la invite a subir a mi coche como gesto de cortesía entre parientes. ¿Me concede el placer de acompañarla hasta la recepción?

Valerie lo dudó un instante, pero al parecer sus padres se habían marchado ya con Prudence y su marido, olvidándose por completo de ella. Tal vez creyeron que se iría con Tommy, su hermano menor, pero lo cierto es que a él tampoco lo ubicaba.

―No lo piense dos veces ―le dijo al oído su admirador―. Me temo que la han dejado sola, comenzando por su marido…

―Mi marido está…

―De viaje ―la interrumpió él―. Lo sé. No lo tome como un atrevimiento ―añadió mientras le ofrecía su brazo―, pero me alegra que sea así. Hacía mucho tiempo que deseaba su amistad, pero no me atrevía a acercarme a usted.

―¿Amistad? ―repitió Valerie sonriendo―. Sin duda es muy osado, Gregory, pero para suerte suya hace falta más para que yo me espante.

―Es bueno saber eso.

―Me temo que sus galanteos caerán en saco roto ―le advirtió antes de tomar su mano para subir al vehículo.

―Puede ser, pero no me importa. No es un simple galanteo, Valerie. ―Gregory subió a la berlina―. Desde ayer la noto sumamente abatida a pesar de que intenta sonreírnos todo el tiempo. Está triste, y eso solo puede deberse a problemas en su matrimonio. Ojalá su esposo fuese la mitad de perspicaz de lo que soy yo, le aseguro que sería más feliz si le prestara la atención que merece.

Valerie se quedó atónita ante sus palabras y no respondió. Gregory se congratuló a sí mismo por la agudeza de su apreciación. Tantos años de práctica en la seducción de mujeres casadas lo había hecho descubrir su punto débil: la atención que le dispensaban sus maridos… Siempre llegaba un momento en el matrimonio donde se alojaba la crisis y ellas necesitaban ser escuchadas, amadas, complacidas… Y él estaba dispuesto siempre a hacerlas sentir bien, a quererlas y conquistarlas como se merecían.

Las palabras de Gregory hicieron mella en el corazón de Valerie quien se sentía en extremo sensible. Sin poder evitarlo sus ojos se llenaron de lágrimas, pero por fortuna aún conservaba su pañuelo en la diestra.

―¡Lo siento! ―se disculpó Gregory, quien pensó que quizás se hubiera sobrepasado. Sin pensarlo dos veces se levantó de su asiento y se sentó junto a ella. Con su mano le enjugó una lágrima que bajaba por su rostro―. Perdóneme, no tenía derecho a inmiscuirme…

Ella le sonrió con tristeza.

―Solo me sorprende que haya podido advertirlo ―le contestó ella acariciando con un dedo su barba y dejando de lado la formalidad―. Mis padres creen que se trata de un simple disgusto y James…. ―la voz se le quebró un instante―, no he tenido valor para contarle en vísperas de su boda el duro momento por el que estoy pasando.

―Cualquiera que sea el problema, no amerita que una mujer hermosa se sienta tan abrumada. Ningún hombre merece eso…

―Mucho menos uno que me engaña, ¿verdad? ―Sintió pena de sí misma.

La confesión tomó a Gregory desprevenido, aunque aquel era uno de los problemas más frecuentes entre los matrimonios, no esperó que el perfecto mariscal fuese un hombre tan poco hábil al punto de no esconderle sus aventuras amorosas.

―Lo siento, imagino que debe ser algo duro para cualquier esposa.

―Lo es, y sobre todo la causa de su traición ―le confesó―. Franz tiene una amante porque no he podido darle hijos… Se siente tan frustrado que… ―se detuvo un instante―, ha buscado en otra parte lo que no ha podido encontrar conmigo. Discutimos fuertemente cuando lo descubrí. Lo peor es que la mujer está esperando un hijo suyo, y él pretende que, cuando nazca, yo lo acepte como si fuese nuestro.

―¿Y qué piensa al respecto?

―¡Deseo tanto ser madre! ―exclamó―. Sin embargo, nunca imaginé que fuese así… Se puede amar a alguien que no sea tu hijo de sangre, como es el caso de Prudence con María. ―Gregory por un instante pensó en la atrevida chiquilla, pero se centró en lo que Valerie le decía―. Sin embargo, ese caso es muy distinto al mío: este niño sería fruto de su infidelidad, de su traición, y consecuencia de mi propia incompetencia como mujer…

―Vivimos en una sociedad que tolera la infidelidad, querida Valerie ―le respondió con sinceridad―. Yo mismo no me siento en la posición de condenar a su marido. Pese a ello, creo que la decisión debe tomarla con completa libertad. Si lo perdona, que sea de corazón, pero jamás se deje humillar por él. En última instancia, si cree que no puede aceptarlo de vuelta, siempre puede separarse de él. Sé que se escucha difícil, pero sus mismos padres lo hicieron por bastante tiempo… ¡Lady Louise, a pesar de su dolor, no soportó las infidelidades de su marido!

―Tiene razón ―afirmó―. A pesar de todo manejaron muy bien el asunto. Mis circunstancias, en cambio, son otras. Franz asegura que me ama, pero quiere ser padre y… ¡No imagina lo que se siente no poder darle un hijo! ¡A veces pienso que soy un fracaso como mujer!

Gregory le acarició la mejilla nuevamente y la obligó a mirarlo:

―Las mujeres no están solo para dar hijos, Valerie ―volvió a pensar en su conversación con María, quien al parecer en ese aspecto era mucho más liberal dados sus pensamientos―, y no puede cifrar el propósito de su existencia en el hecho de darle uno a su marido. Siempre será mujer, aunque no pueda tenerlos nunca, y esa imposibilidad no la define, solo la hace más fuerte. A mis ojos seguirá siendo una mujer bellísima y es una lástima que su marido no se haya dado cuenta de cuánto la lastima. Yo, en su lugar, jamás la humillaría de esa forma. Una cosa es ser infiel, pero otra muy distinta es vejar a la mujer que esté a mi lado por algo que no es su culpa. ¡Piénselo bien y tome la mejor decisión!

Valerie se perdió por un instante en la mirada de Gregory. ¡Qué hermosos ojos verdes! Él la miró también, aturdido por su perfecta belleza, y seducido por su vulnerabilidad. Contempló sus labios, los acarició con su pulgar y comenzó a bajar la cabeza peligrosamente hacia su boca. Sin embargo, la berlina se detuvo abruptamente, Valerie se dejó caer hacia atrás y el conductor anunció que habían llegado a la residencia. El beso había muerto antes de nacer.

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María había pasado toda la noche pensando en Gregory y en el beso que le había dado en la comisura de los labios. ¡Qué dulce le sabía aquella imprudencia cometida! Su primer beso de amor… No había sido en los labios, pero al menos había sentido su piel contra su boca. Moría por volver a verlo, pero para su desdicha, había amanecido con algo de fiebre. Por más que insistió en que podía ir a la ceremonia de matrimonio, Prudence consideró mejor no arriesgarse. María lloró por la decisión tomada, aún más porque creía que no estaba enferma, sino enamorada, aunque por supuesto que a Prudence no podía confesarle esto.

Malhumorada, permaneció en su habitación todo el tiempo bajo la atenta mirada del aya de sus hermanos. Prudence volvió a verla cuando la ceremonia concluyó, y así se mantuvo a lo largo del día. Aunque la joven ya estaba mejor, le pidió que continuara con el reposo.

Ella, sin embargo, necesitaba verlo, aun más luego de la conversación tan bonita que habían sostenido la víspera. Lo peor de todo era que a la estancia de los Hay no le quedaba mucho tiempo. Luego de que Georgie y James se fueran de Luna de miel ―se embarcarían hacia España y después tomarían un barco por el Mediterráneo―, ellos se irían de vuelta a Inglaterra.

El tiempo se le agotaba, así que se le ocurrió hacer algo sumamente osado: le dejaría una nota en su habitación. Después de tomar esta decisión, María se escabulló de la cama y buscó el libro de lord Byron que desde hacía dos años llevaba consigo. Con su preciosa caligrafía ―algo que Prudence siempre le alababa―, transcribió una poesía para él: El primer beso de amor. Así, sin firma, lo dejaría encima de su cama.

¡Gregory lo comprendería de inmediato! ¿Quién si no ella podría dejarle aquel poema? ¿Quién le había besado tan íntimamente? ¡Solo ella podría hablarle del beso de amor! Y, para rematar, había añadido una sencilla línea: “Gracias por tu conversación. Estoy indispuesta, pero me gustaría mucho volver a verte”. El rostro de María se encendió no más terminar de escribir aquello. ¡Sabía que las señoritas no debían hacer tales cosas! A pesar de ello, era su oportunidad. Gregory se marcharía en pocos días y luego ella viajaría a París por todo un año. ¿Cómo ocultarle sus sentimientos por tanto tiempo sin una palabra que le hiciese ver su sentir? Sabía que era muy joven; creía que él era demasiado hermoso para ella, pero María estaba decidida a enamorar a Gregory. ¿La señorita Dubois no le había dicho que las mujeres debían ser valientes? ¡La literatura siempre se había esforzado en hacer de los hombres los personajes más interesantes! Eran ellos los que salían a defender el honor de las damas, eran ellos los que enamoraban… María necesitaba hacer valer su voz así que, siguiendo los consejos de la señorita Dubois, le haría saber sus sentimientos.

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Tras una cena y una hermosa velada de celebración, donde Anne cantó para los recién casados, la joven pareja se despidió de su familia para tomar un tren hacia La Haya donde pasarían la primera noche antes de partir hacia su recorrido por el Mediterráneo.

Gregory se acercó a los enamorados y le dio un abrazo a su hermana, también la besó en la frente, deseándole el mejor de los viajes. Sintió un poco de celos de aquella felicidad que a él le parecía tan extraña y difícil de encontrar. A pesar de ello, hizo a un lado sus pensamientos y se centró en el joven matrimonio.

―¡Disfruten mucho estas semanas!

Georgiana estaba espléndida y rebosaba felicidad. Anne se acercó a ella para también desearle una feliz Luna de miel.

―Despídeme de los gemelos, Anne ―le pidió la joven, quien se había encariñado mucho con sus sobrinos, para quienes había compuesto una nana especialmente.

―Lo haré. ¡Regálales primos muy pronto! ―respondió su amiga.

Edward sonrió. ¡Su hermana había dejado de ser una niña y era toda una mujer ya!

―Hazla feliz ―le pidió Gregory a James. Su cuñado lo estrechó entre sus brazos.

―¡Siempre! ―le aseguró con una sonrisa. Georgiana era su gran amor, y jamás la defraudaría, ni a ella ni a sus hermanos, a quienes les profesaba un sincero cariño.

Los Hay dieron espacio a los Wentworth para que también se despidieran. Lord Wentworth, Louise y el joven Tommy ―quien había viajado desde Nueva York expresamente para la ocasión―, les dieron el último abrazo.

A Gregory le extrañó mucho no ver también a Valerie. Escuchó que James le dejaba un fuerte abrazo a su hermana antes de partir. La curiosidad lo dominó y no pudo evitar acercarse a lord Wentworth para preguntarle por su hija.

―¿Está enferma?

―Un poco indispuesta ―respondió él, accediendo a saciar su interés―. Prudence la ha llevado a una habitación de huéspedes para que descanse un poco.

Gregory asintió. ¡Entonces no se había marchado! ¡Continuaba allí! Impulsado por algo más fuerte que él, subió por la escalera principal hacia las habitaciones… No sabía exactamente dónde hallarla, pero a juzgar porque la casa estaba llena, podía hacerse una idea de las recámaras disponibles.

Pese a sus deseos, Gregory se contuvo a tiempo. ¡Aquello era una locura! ¿Cuándo comenzaría a hacer las cosas bien? Valerie no era cualquier mujer, era la hermana de su cuñado y, además, debía respetar a lord Wentworth. Haciendo acopio de contención, Gregory se obligó a ir hacia su habitación a descansar un poco. Su mayor sorpresa fue cuando halló un pliego de papel encima de la cama. Era un poema: El primer beso de amor de lord Byron que tan bien conocía. Lo leyó aprisa en busca de algún indicio de la remitente, aunque en su corazón sabía que no podía ser otra que Valerie. ¿A quién había estado a punto de besar esa misma mañana al salir de la Iglesia?

Pronto la frase final le dio la certeza: “Gracias por tu conversación. Estoy indispuesta, pero me gustaría mucho volver a verte”. Gregory se estremeció ante la hermosa caligrafía. ¡Era Valerie! Era ella quien, emocionada ante sus palabras y consejos, precisaba de su compañía. ¿Quién era él para desatender los deseos de una dama? Juraba por su honor que se hubiese detenido de no haber sido por aquel poema. Debía respetar a los Wentworth, pero no podía dejar de cumplir los anhelos de una mujer como ella.

Gregory se miró al espejo, peinó sus cabellos y salió al corredor en dirección a las habitaciones que creía vacías. No debió hacer mucho esfuerzo pues justo en ese momento divisó a Valerie saliendo de una de ellas.

―¿Gregory? ―balbució ella cuando lo vio caminar en su dirección con una mirada inquietante.

―No digas nada, por favor. ―Él se aproximó y, con un rápido ademán, la recostó a la pared y se apoderó de su boca con un apasionado beso.

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María no podía permanecer en calma, luego de haber dejado aquel poema en la habitación de Gregory. ¡Se había sentido tan exaltada cuando entró allí y vio sus pertenencias! Apenas fueron unos segundos, pero ella había salido con el rostro más ruborizado que cuando entró.
Deseosa de saber, se escabulló hacia la habitación de Prudence, que se encontraba justo al frente. Con paciencia, miraba por una rendija de la puerta entreabierta, a la espera de que Gregory apareciese de una vez. ¡Su corazón se detuvo cuando, horas después, lo vio entrar al fin! Transcurrieron unos pocos minutos. ¿Estaría leyendo ya a lord Byron? ¿Qué debía hacer ella? Su cuerpo comenzó a temblar y por un momento creyó que había vuelto a tener fiebre…

Se sobresaltó cuando vio salir a Gregory abruptamente con una expresión de apremio. La joven abrió la puerta y salió al corredor justo a tiempo de verlo casi correr en dirección opuesta a ella. ¿Iría en busca suya? ¿Acaso procuraba a Prudence para contarle lo que su enloquecida hija había hecho? Por primera vez sintió miedo de su osadía, pero se obligó a ir tras él.

En pantuflas de dormir y en un atavío nada adecuado, María lo siguió. Tenía el corazón en un puño, y una parte de ella quería creer que Gregory podría corresponderla. Sus ilusiones naufragaron en el justo momento en que lo vio caminando hacia Valerie. Un escalofrío la recorrió, así que decidió esconderse detrás de un armario que las doncellas solían utilizar.  Se estremeció cuando lo vio abrazarla contra la pared y besarla casi al borde del delirio… Las lágrimas corrían por sus mejillas a raudales, mojando su camisón. Valerie le correspondía, pues devolvió el beso una y otra vez hasta que decidieron entrar a la habitación de huéspedes.

María se dejó caer en el suelo, llorando todavía. ¡Había sido una estúpida! ¡Gregory tenía un romance con Valerie y nunca se interesaría en ella! En medio de su tormento, no pensó que aquello fuese resultado de su propia acción. ¡Le parecía evidente que el poema venía de ella, no de Valerie! Además, algo sucedía entre ellos desde antes o Valerie jamás le hubiese correspondido de aquella apasionada manera.

La chica tuvo un destello de brillantez y corrió a la habitación de Gregory en busca de su poema. Tal vez tuviera un poco de suerte y el pliego continuara allí, sin ser leído. Para su fortuna, lo encontró encima de la cama. No estaba en la misma posición que antes, pero tampoco tenía la certeza de que lo hubiese leído completo. La permanencia de Gregory en la habitación había sido muy corta, y tal vez ni siquiera le hubiese prestado atención.

María, con el corazón destrozado, regresó a su habitación y guardó la hoja en un lugar seguro. Horas más tarde, Prudence debió llamar al médico pues la fiebre había vuelto, esta vez mucho más alta. El galeno no tardó en llegar, pero luego de un riguroso examen no halló la causa de su malestar. Le indicó reposo y observarla con cuidado en los próximos días para descartar cualquier infección.

La joven, esta vez, siguió al pie de la letra las indicaciones facultativas y no osó salir de sus aposentos de nuevo. Aquello le sirvió de excusa para no volver a ver a Gregory Hay durante su estancia. ¡Ella sabía que no estaba enferma, solo tenía el corazón roto! Y cuando escuchó que finalmente se marchó, lloró toda una noche junto a aquel desdichado pliego que contenía sus letras sobre el Primer beso de amor.

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