Capítulo 16
Un par de días después, María se sentía más diestra en la bicicleta, al punto de andar cien metros en ella sin caerse. En ocasiones le costaba mantener el rumbo fijo, y zigzagueaba un poco, pero creía con certeza que en el camino tendría mejores condiciones para practicar. Convencida de ello, solicitó el permiso de Anne quien se mostró algo renuente a otorgarlo, sobre todo por temor, pero la duquesa la animó diciendo que no correría ningún peligro. Fue así que María salió aquella mañana a su aventura, con la promesa de no alejarse demasiado de la casa.
El aire en el rostro le transmitía una sensación de libertad, casi como si estuviera volando. Avanzó un poco por el camino, orgullosa de mantener el rumbo sin caer en ningún momento. Había progresado bastante luego de dedicarle dos días a aquel artefacto. La duquesa, aunque jamás había montado una, estaba versada en su funcionamiento y apoyó en la parte teórica. La práctica, en cambio, la fue adquiriendo ella a medida que montaba en el jardín.
Tras avanzar unos metros por la vía, llegó a una curva algo cerrada. Al salir de ella se topó de frente con un coche. Los caballos se asustaron al verla, pero María más. Cerró los ojos y giró hacia la izquierda chocando con un castaño y terminando en el suelo. Abrió los ojos. La bicicleta estaba a su lado, y ella tendida en el césped. El cuerpo le dolía un poco pero no creía haberse roto nada.
―¿María?
La voz de Gregory provenía del coche que se había detenido frente a ella. Era él quien venía dentro, y al parecer le había dado un susto terrible pues estaba pálido como la cera.
―¡Santo Dios! ¿Te has hecho daño? ―Corrió a su lado y se puso de cuclillas frente a ella.
María lo miró a los ojos. No se veían desde el día en que él la confrontó con el diario en las manos. No habían hablado desde entonces, pero no podía negar que su corazón saltaba nada más de verle.
―Estoy bien ―le aseguró.
Gregory la tomó del talle y la ayudó a incorporar. Estaban tan cerca el uno del otro que hubiese bastando apenas un paso para poder besarla. ¡Y lo deseaba tanto! Sin embargo, logró controlar sus deseos cuando comprobó que, en efecto, ella estaba bien.
―Me preocupé mucho cuando vi que eras tú. ¿Cómo andas en bicicleta por esta zona? ¡Pudo haberte sucedido algo peor!
―Fue un mínimo rasguño ―dijo ella limpiando sus manos en el borde del vestido―. La culpa fue de los caballos que me asustaron, no mía.
Él se echó a reír.
―Por supuesto, fueron los caballos. Se nota que eres muy hábil andando en bicicleta ―se burló―. Por cierto, ¿desde cuándo la usas?
―Desde hace tres días ―contestó.
―Vaya ocupación.
―Algo tenía que hacer mientras aguardaba por ti ―replicó ella sosteniéndole la mirada por un instante.
Gregory no supo qué responder. Era un reproche, y por lo visto María se sentía con el derecho de hacérselo. ¿Acaso no había sido ella la que se marchó corriendo aquella noche sin terminar la conversación? Por otra parte, aunque él hubiese querido verla antes, incluso haber acompañado a la señorita Dubois a su encuentro, debía seguir los consejos de Edward de no visitarla hasta que no tuviese decidido qué hacer.
―Regresemos a la casa.
―No, prefiero dar un paseo. Puedes ir a la casa si lo deseas, yo puedo apañármelas bien por mi cuenta.
―Puede ser, pero no pienso dejarte sola. ―Fue su respuesta.
Antes que ella pudiera quejarse, Gregory mismo había tomado la bicicleta y se la había entregado al conductor con la encomienda de que le dijera a lady Hay que, habiendo encontrado a la señorita van Lehmann en el camino, decidió acompañarla a dar un paseo. Dejó indicado, además, que no dijese nada acerca del accidente. El conductor le aseguró que así lo haría por lo que, siguiendo las órdenes dadas, se dirigió hasta la casa dejándolos a solas.
Gregory volvió al lado de María y le ofreció su brazo. Ella lo aceptó dubitativa, pero finalmente comenzaron a caminar sin rumbo fijo. Anduvieron en silencio por unos minutos hasta que se percataron de que estaban llegando a la Gran Cascada, uno de los lugares más hermosos del Bosque de Bolonia. A pesar de ser un sitio bastante concurrido, por tratarse de un día de trabajo no había nadie. Se sentaron en un banco, mirando la caída del agua, como si en ella pudiesen encontrar todas las respuestas.
―Quería agradecerte por hallar a la señorita Dubois, me dio mucha alegría conversar con ella luego de tanto tiempo.
―Me complace haberte ayudado. Yo sé que deseabas volver a verla ―contestó él mirando la punta de sus zapatos.
―Por supuesto que sí, pero sé que contrataste a un investigador privado para ello. ¡Te tomaste demasiadas molestias por mi causa e imagino que debes haber gastado un buen dinero!
Gregory la miró a los ojos y sonrió con cierta tristeza.
―No fue molestia alguna, y en cuanto al dinero, es lo que menos importa. Tu felicidad no tiene precio ―respondió con sinceridad―. ¿Recuerdas aquella noche que te dejé sola en el hotel? ¿La noche en la que pensaste que había ido a divertirme?
―Sí.
―Pues fui a reunirme con el investigador para hacerle la encomienda. No quise decirte nada pues no tenía certeza del resultado y no quería darte falsas esperanzas con ese asunto ―confesó.
―Te lo agradezco. Ha sido muy generoso de tu parte, incluso sin imaginar que al hacerlo estarías haciéndome otro regalo. Uno invaluable.
―¿Cuál?
―La señorita Dubois conocía a mi madre. Me lo confesó cuando nos vimos.
―¿Te refieres a tu madre de sangre?
―Sí, a Clementine ―afirmó―. Mi padre habla poco de ella y mi tío apenas la menciona, así que encontrarme a alguien que la recuerde es como un bálsamo para mí. Amo a Prudence, y para mí es la única madre que conozco, pero en ocasiones añoro a aquella que perdió su vida por darme la mía. ―La voz se le quebró un instante y Gregory tomó su mano―. ¿Sabes qué me dijo la señorita Dubois? ―prosiguió ella sin soltarle―. Que mi madre también escribía. Tenía una novela iniciada y varios cuentos concluidos…
―Entonces has heredado su talento, porque tus letras son hermosas como mismo debieron ser las suyas.
María se ruborizó. Aún no habían hablado del cuento, pero allí estaba: flotando entre ambos, recordando el amor que ella le tenía desde hacía mucho tiempo.
―María… ―Gregory no sabía cómo comenzar―. Siento lo que sucedió hace tres años. Lamento haberte hecho daño sin darme cuenta. No imaginas lo que sentí cuando leí tu cuento, fue una especie de golpe, una relevación que me llegaba justo tres años después.
―Eso ya no importa.
―Importa para mí ―prosiguió él―, porque por mucho tiempo pensé que había sido otra persona quien me había enviado aquel poema.
Ella le soltó y lo miró a los ojos.
―¿Entonces sí lo leíste?
―Sí, lo leí. ¿Creías que no lo había hecho? ―Estaba confundido.
―En el cuento narré la secuencia de hechos, pero jamás me referí a que George lo hubiese leído, era algo que yo no sabía y, como no estaba segura de ello, lo dejé a la interpretación del lector. A mí misma me tranquilizaba diciendo que, como lo había hallado en el mismo sitio, lo había tomado a tiempo antes de que lo leyeses.
―Me temo que sí lo hice y creí que… ―se interrumpió.
―¿Pensaste que lo había enviado… ella? ―María no quería decir su nombre.
―Sí ―le confirmó apenado volviendo a mirar hacia abajo.
―Pero yo había escrito que estaba indispuesta, e incluso te agradecí por la conversación que habíamos tenido. ¡Creí que, aunque no había puesto mi nombre, era evidente por el mensaje que se trataba de mí!
―Pues no fue así. También había tenido una conversación con ella esa misma mañana, y ella también se sintió indispuesta después de la boda. Fue por ello que se hallaba descansando en una habitación de huéspedes ―le contó apenado.
María se levantó del banco, caminó unos pasos y le dio la espalda. Se llevó las manos al rostro, abrumada ante lo que él le decía.
―¡Dios mío! ―exclamó―. ¿Entonces fui yo quien, sin saberlo, te arrojó a los brazos de ella?
En algunas ocasiones lo había pensado, pero le parecía demasiado cruel, así que intentaba tranquilizarse a sí misma diciéndose que las cosas no habían sido así. Ahora, en cambio, tenía la confirmación de Gregory, y aquello le dolía como si hubiese sido ayer y no tres años antes.
Gregory se levantó y fue a su encuentro; la tomó por los hombros con delicadeza y la obligó a mirarlo:
―No puedes sentirte culpable por ello ―le pidió―. Si alguien no es responsable de nada eres tú.
―Pero sí lo fui…
―No, María. Tú eras una niña y nosotros dos adultos responsables de nuestros actos. Es cierto que yo te malinterpreté, pero de haber mantenido antes una conducta intachable con… con ella ―dijo al fin―, no hubiese dado cabida a confusión alguna. Fui yo el único culpable de haberme equivocado.
Ella respiró un poco más calmada. En eso tenía un poco de razón; si Gregory no hubiese coqueteado con Valerie, jamás hubiese creído que era ella la mujer del poema. A pesar de ello, tenía el pecho oprimido, y mirarlo a los ojos solo la hacía sentir peor. Ella dio un paso hacia atrás para separarse un poco. El murmullo de la cascada llenó el vacío que se había producido entre ellos.
―No quisiera que habláramos más del pasado ―le pidió él―. Me siento avergonzado de que hayas atestiguado ese episodio de mi vida. Quizás por eso demoré tanto en venir a hablar contigo.
―¿No se han vuelto a ver?
―No desde esos días; tampoco hemos mantenido comunicación. No significó nada, María ―le aseguró con la voz afectada―, y eres la única persona que lo sabe.
―Tu secreto estará a salvo conmigo, si es lo que te preocupa.
Gregory le tomó por el mentón para subir su rostro. Estaba ruborizada por completo. Acarició una de sus mejillas y volvió a sonreírle con tristeza.
―¿Realmente crees que eso es lo que me importa? Quien único me preocupa eres tú. No quisiera continuar haciéndote más daño al hablar de esto. Es el pasado ―repitió―, y no va a volver, te lo prometo.
―Tienes razón; lo que escribí en ese cuento es el pasado. Un sentimiento puramente infantil que tampoco regresará.
―No digas eso ―le pidió con dulzura―, ambos sabemos que no es cierto. Yo no estaría aquí a tu lado si pensara que has dejado de quererme.
María tenía miedo del rumbo que estaba tomando la charla; comenzó a temblar, aunque fuera pleno verano y volvió a apartarse. Sentía que le faltaría el aire si continuaba tan próxima a él.
―María, yo no soy el mejor hombre para ti… ―le confesó apesadumbrado―. Me conoces demasiado bien para saber cómo he vivido en los últimos años. También creo que te has dado cuenta de que ya no deseo vivir de esa manera. Sin embargo, sé que mereces a alguien mejor que yo…
―Yo no deseo a nadie más ―replicó ella mirándolo a los ojos.
Él le sonrió.
―Jamás me había sentido tan feliz con alguien como lo soy contigo ―le reveló―. A medida que te iba conociendo, me fueron cautivando tu personalidad, inteligencia y dulzura. Podíamos pasarnos el día juntos sin aburrirnos, y aquello era nuevo para mí… Nunca había hallado en una mujer esa complicidad, esa avidez de compartir cada minuto, aunque fuese conversando de cualquier tema, algo que en el pasado tampoco lo hice mucho con ninguna. Todo era nuevo contigo, incluso mis esfuerzos de intentar hacer lo correcto, aunque te deseara con todo mi ser… A punto estuve de enloquecer, por ello intenté besarte en dos ocasiones. Juro que traté de dominarme, pero los sentimientos me estaban dominando a mí. Yo sabía que no era solo una atracción y eso me aterraba. Jamás me había enamorado de nadie, y no ha sido fácil reconocer que al fin lo estaba. ¿Sabes que es lo peor de amar a alguien? ―le preguntó abrumado―. Creer que no eres digno de esa persona, que jamás estarás a su altura. ¡Nunca imaginé que pudiese entender cómo se sentía Edward hace cinco años! Me parecía tan absurdo que un hombre pudiese tener miedo de no ser suficiente ni correspondido… Y hoy, María, yo lo he comprendido ―añadió con lágrimas en los ojos―. Hoy soy yo el que tiene miedo de que nuestra familia me impida, por mis errores, pretenderte. Sería muy injusto porque yo sé que me quieres. Y yo, aunque reconozca que eres demasiado perfecta para merecerte, haré todo lo posible por demostrarles que soy digno del amor que me profesas. Espero que ellos puedan comprenderme, del mismo modo que aspiro a que no tengas duda alguna de lo que siento por ti. ―Una lágrima bajaba por su mejilla antes de concluir―. Yo te amo, pequeña María. Mi María…
Nunca creyó que él pudiese hablarle así, con aquella emoción contenida, con ese ímpetu que la hacía estremecer por completo. Ni en sus más hermosos sueños había imaginado una declaración tan hermosa, y al escucharlo decir que la amaba, María terminó de conmoverse y llorar también. El sonido de sus lágrimas se mezcló con el murmullo de la cascada. Gregory no hablaba, luego de haberse abierto completamente, estaba exhausto, anhelante, asustado…
―Greg… ―susurró ella. Y antes de que él pudiese abrir los brazos para recibirla, ya María estaba en ellos, empinándose para poder alcanzar sus labios.
Gregory le enmarcó el rostro, la miró por un instante a los ojos, pero luego no pudo contenerse más y recibió su beso. Fue ella quien lo inició, vacilante, inexperta, pero con tanta pasión como siempre deseó. Gregory jamás había besado a nadie con tanta vehemencia… Se perdía en sus labios al fin, reclamando cada espacio como si le perteneciera. María siguió su ritmo, correspondió la embriagante avidez que los embargaba, y creyó que terminaría en el suelo ante la emoción que la recorría por completo. Los brazos de Gregory se cerraron contra su espalda, atrayéndola más hacia él… Ella sintió alivio al sentirse protegida, ya que sus piernas no la sostendrían por mucho más tiempo. Él no se cansaba de sus labios, ella tampoco de los suyos. No pensó que pudiese ser algo tan maravilloso, que en un beso pudiese guardarse tanto deseo contenido y tantas promesas para un futuro que debía ser, con toda certeza, para vivirlo juntos.
El beso se fue tornando más lento, la respiración otrora descontrolada en ambos fue regresando a un ritmo más pausado. María separó su rostro un poco para volver a mirarlo.
―El primer beso de amor ―murmuró ella contra su boca.
―Para los dos ―respondió él con la voz ronca. Besar a la persona que amas era la sensación más excelsa que se pudiese experimentar.
―¿En verdad me amas, Greg?
La calidez de su voz y la dulzura que emanaba de ella lo conmovió. Gregory la besó ligeramente antes de responderle.
―Te amo ―le repitió al oído―. No sé exactamente cuándo sucedió, pero nunca me había sentido así.
―Yo también te amo, Greg ―dijo ella al fin, en voz alta, para que él pudiese escucharla―. Desde hace cinco años.
―Nunca pensé que pudiese ser premiado con tanta devoción y buena fortuna, pero te prometo que la reciprocaré el resto de mi vida.
Ella tembló una vez más al escucharle hablar en aquellos términos. ¡El resto de su vida! ¿Qué quería decir Gregory con aquello? ¿Acaso…? María no concluyó la frase en su cabeza, en cambio se dejó guiar por él de regreso al banco. Ambos agradecieron en silencio poder descansar un poco luego de momentos tan intensos. Gregory tomó la mano de María una vez más y se aclaró la garganta.
―Yo quiero casarme contigo, María. No solo porque es lo correcto, sino también porque lo deseo. Sin embargo, es algo que se escapa a nuestra decisión.
―¿Qué quieres decir?
―Por tu edad, precisas de autorización paterna para poder contraer matrimonio. Si van Lehmann se opusiese, tendríamos que esperar tres años hasta que cumplas la mayoría de edad. ¿Comprendes?
Ella asintió, no lo había pensado.
―Yo quiero hacer las cosas bien ―prosiguió Gregory―, y eso incluye respetar la decisión de tus padres sea cual fuere. Es por ello que, unos instantes atrás, te confesé que tenía miedo de perderte.
―¡Ellos no pueden hacernos eso! ―exclamó María ofendida―. ¡Tenemos derecho a ser felices! ¿Por qué tendrían que oponerse?
―Tal vez no oponerse, pero si poner condiciones y retrasarlo lo más posible. Las razones pueden ser muchas: la diferencia de edad, creer que no estoy verdaderamente enamorado o que no te haré feliz… Me temo que mi reputación no me hace favor alguno.
―Prudence te quiere, no pienso que se oponga. Tal vez hasta se alegre de saber que te has enamorado y que tus intenciones son las más serias.
―¡Ojalá! Prudence es una madre muy celosa, y su amor por ti muy grande. Edward y yo tememos que no lo acepte.
―¿Edward lo sabe? ―preguntó María sorprendida.
Gregory rio.
―¡Lo sospechó desde el comienzo! Dice que era demasiado evidente. Él fue el primero en asegurar que estaba enamorado. Esa mañana, cuando me lo dijo, no pude contradecirlo. Yo sabía que, aunque aún no me lo hubiese admitido a mí mismo, él tenía razón.
―Anne también sabe que estoy enamorada de ti ―confesó María―. Desde hace años.
―En ellos tendremos a unos grandes aliados. Edward me prometió interceder por nosotros de ser necesario.
―Espero que no sea preciso. ―En medio de su felicidad, aquello la angustiaba.
―De cualquier forma, amor mío, si debemos esperar tres años, te prometo que lo haré.
Ella se estremeció. Gregory se notaba bien seguro, pero tenía miedo. ¡No era ingenua para saber que tres años podía ser bastante tiempo para un hombre soltero! Ella tampoco toleraría que, durante ese tiempo, él se refugiara en los brazos de otra.
―Siempre podremos escaparnos juntos ―sugirió―. Luego no tendrán más remedio que aceptar nuestra unión.
La decisión en los ojos de María lo hicieron sonreír.
―Alguien ha estado leyendo demasiado Orgullo y Prejuicio ―bromeó él para aligerar el ambiente―. Y por eso mismo, no deseo hacer las cosas mal contigo, mi María. No soy un Wickham para instarte a huir, ello le demostraría a Prudence que no me he reformado en realidad y que solo me he aprovechado de la situación para obtener mi propósito. Si algo deseo que comprendan todos, es que me estoy esforzando en ser para ti un hombre honorable.
María volvió a conmoverse con aquellas palabras. ¡Gregory había hablado como todo un caballero! Le dio un beso en los labios y luego recostó su cabeza en el pecho de él. Gregory la rodeó con su brazo.
―No te preocupes en demasía por eso ―le pidió―. Seamos felices ahora, eso es lo que importa. Estoy seguro de que tendremos suerte.
―Yo también espero que sí.
―Y cuando nos casemos ―prosiguió Gregory soñando―, permaneceremos en París, para que asistas a la Sorbona como siempre ha sido tu sueño.
Ella se incorporó de un salto, alegre como una chiquilla.
―¿De verdad? ―Sus ojos grises brillaban.
―De verdad, pequeña mía. Conmigo podrás ejercer todas esas modernas ideas feministas, sin temer que yo haga uso de la injusta autoridad marital que las leyes aún le conceden al marido. Tendrás toda la libertad que necesites para lograr tus sueños, siempre y cuando tu amor por mí jamás se desvanezca. Quiero que sigas mirándome del modo que lo haces, ese es mi único deseo.
María se sentó en sus piernas y lo abrazó.
―Sabía que eras un gran hombre, pero tengo la certeza de que serás un mejor esposo…
Él se ruborizó.
―Y un mejor amante, te lo prometo ―añadió él antes de besarla apasionadamente.
María se dejó llevar por sus labios, en un febril ascenso que la conducía directo a las nubes. El juicio de Gregory se nubló por completo, al punto de delirar con algo que aún no podría obtener. Dispuesto a seguir su promesa de ser honorable, se alejó de ella jadeando para recuperar el aliento y serenarse un poco. El rostro de María se notaba tan turbado, que debieron dejar pasar unos minutos antes de regresar a casa, y aún así, estaba seguro de que todos los presentes serían capaces de adivinar aquella creciente felicidad que les embargaba.
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