Capítulo 14
Los Hay se preguntaban si Gregory aparecería esa noche, pero para su satisfacción llegó más temprano de lo previsto con una bolsa en las manos. Había llevado golosinas para sus sobrinos, un vino para la cena, y el diario ―el que retuvo consigo, sin que los demás lo divisaran―. La duquesa y Anne estaban alegres de verle. La primera, a pesar de la edad, lucía tan animosa y entusiasta como siempre; Anne, por su parte, le parecía cada vez más radiante. Sentados en el salón principal, Gregory echó en falta a María, aunque no dijo nada al respecto. Esperaba tener oportunidad para verla después.
Los rollizos y enérgicos gemelos corrieron a él cuando olieron las golosinas. Anne les permitió comer alguna, pues ya habían cenado, aunque restringió el consumo de azúcar lo más que pudo pues casi era horario de ir a dormir. Greg, por fortuna, tuvo la oportunidad de verlos despiertos, y para sorpresa de sus padres, sabía muy bien distinguirlos:
―Edward, Edmond ―les saludó mientras agitaba sus cabelleras negras―. Están cada día más guapos.
Los niños rieron, y como ya hablaban bastante, no dudaron en preguntarle al tío Greg varias cosas: si le gustaba la casa, si quería conocer su habitación, si ya había visto a los hermosos caballos… Él se esforzó en contestarles con mucho interés pues los gemelos se tomaban el asunto con seriedad.
Edward, a su lado, lo observaba con interés pensando en que Gregory sería un buen padre. Ojalá hallara a la mujer con la cual formar una familia. Él, que había estado tantos años solo, pensando jamás contar con esa dicha, había comprendido la felicidad que se experimentaba al formar un hogar propio. Instintivamente miró hacia su esposa, quien le sonrió, casi adivinando sus pensamientos.
―Es una casa muy bonita, están bien instalados ―comentó Gregory―. Sé que pasarán una excelente temporada aquí.
―Eres bienvenido a vivir con nosotros si lo deseas ―respondió Anne―, estoy segura de que los niños se alegrarán de tenerte aquí y nosotros también.
―Muchas gracias, Anne. ―Él le agradecía de corazón, pero no estaba seguro de comprometerse. Vivir con María, aunque por una parte calmara su nostalgia, terminaría por volverlo loco.
―Un pajarillo me ha dicho que ya no comparte su vida con la de la señorita Preston ―comentó la duquesa con una sonrisa―. Imagino entonces que no quiera renunciar a su recién obtenida libertad para vivir con nosotros.
Gregory se rio. Siempre le había simpatizado la anciana, sobre todo porque era una dama muy directa.
―Está bien enterada, mi estimada lady Lucille. En efecto, nuestras vidas han dejado de seguir el mismo camino… Era lo mejor.
―No pienso opinar ―se apresuró a decir Edward―. Sabes que en el pasado no apoyaba esa relación, pero con el tiempo he llegado a reconocer que la señorita Preston no está tan carente de virtudes como yo creía.
―Nadie está carente de virtudes ―opinó Anne.
―Sea como fuere, lo cierto es que ya nuestro tiempo pasó ―confesó Gregory―, y últimamente pienso que es momento de salir en busca de la felicidad conyugal de la cual disfrutan mis hermanos.
―¿Es eso cierto? ―Edward no se esperaba tamaño giro en su carácter y estilo de vida.
―Sí, es cierto. Como puede apreciar, lady Lucille, tal vez mi reciente libertad no se prolongue demasiado.
―En ese caso, querido mío, le aseguro que hará usted bien siempre y cuando encuentre a la mujer adecuada para compartir su vida. A veces la libertad no es suficiente cuando se carece de la compañía correcta. En la danza como en el amor, hace falta una buena pareja.
Anne miró a Edward, también estaba asombrada ante las palabras de Gregory, lo cual reforzaba un poco su teoría respecto a él y María. ¿Estaría en lo cierto? ¿Habría obrado ella ese cambio en él?
Unos minutos después, lady Hay advirtió a los niños que ya era la hora de dormir. El aya fue la primera en subir, escoltada por Edward y Gregory quienes llevaban en brazos a Edmond y a Eddy respectivamente. La última en subir fue Anne. Tenían por costumbre dormir a sus hijos y no delegar la responsabilidad en nadie más, siempre que los compromisos de la soprano se lo permitiesen.
Gregory conoció la habitación de los niños, ellos le mostraron sus juguetes preferidos, hasta que finalmente entraron a la cama. Él se despidió de ambos, pero los dejó con sus padres, para no entorpecer la bonita rutina familiar. No había dado ni dos pasos fuera del corredor cuando se topó con María quien salía de su habitación. Ella se sorprendió un poco al verlo, tal vez no estuviera enterada de que él ya hubiese llegado. María dudó si acercársele, pero si no lo hacía sería tomado como una descortesía, por lo que no tuvo más remedio que caminar hacia él para saludarlo.
―Hola.
―Hola ―respondió él sosteniéndole la mirada―. ¿Estás bien instalada aquí?
―Sí.
Se hizo un breve silencio. Ella experimentó de nuevo esa sensación de no poder hablar. Intentó retirarse, pero Gregory la detuvo un instante tomándola del brazo con suavidad.
―María, me gustaría que me acompañaras un momento al salón antes de la cena. Hay algo que tengo que entregarte.
―¿Qué es?
―Por favor, ven conmigo.
Ella asintió y fue la primera en bajar, seguida por los ágiles pasos de Gregory a su espalda. Moría de curiosidad por saber qué sería eso que tendría que darle, pero contuvo su expectación lo más que pudo.
Para suerte de Gregory, el salón de la casa se había quedado vacío. La duquesa, que era la última, se había marchado a algún sitio. La sensación de saberse a solas lo dominó, generando una fuerte exaltación en su corazón que nunca antes había sentido frente a una mujer. Ella estaba de pie, con su mirada inquietante, escrutadora, pero no había vuelto a decir ni media palabra.
―Lo primero que quiero es disculparme por lo que sucedió anoche ―expresó con voz ahogada―. Reaccioné de manera inadecuada, lo siento.
Ella bajó los ojos, ruborizada.
―No quiero hablar de ello, por favor.
―Lo sé, María. ―Gregory le levantó el mentón y la obligó a mirarlo―. Me torturé toda la noche pensando que había forzado una situación que no deseabas. Me había comportado como aquel vecino odioso que te atacó, solo que con una dosis de mayor refinamiento.
―¡Oh, no! ―exclamó ella con viveza―. Jamás osaría compararlos. Las situaciones no son las mismas, ni ustedes se parecen en lo más mínimo… A él lo odio, y a usted… ―Se detuvo abruptamente.
―¿A mí qué? ―Gregory la instó a hablar tomándola por ambos hombros y haciéndola girar hacia él. La tenía delante, con su rostro encendido y las pupilas en extremo dilatadas.
―A usted lo aprecio. ―dijo María con cautela.
Gregory sabía que no podría obtener de ella más, pero la manera en la que reaccionaba ante su tacto le hacía comprender que no estaba equivocado respecto a sus sentimientos. Sin embargo, ansioso, se jugó la última carta que le quedaba.
―Te pedí que me acompañaras porque además de disculparme quería darte algo. ―Él intentó que su voz sonara lo más natural posible.
―Cierto.
―Esta tarde fue a visitarte Maurice. Le expliqué que ya no vivíamos juntos y le di la dirección de acá.
―Hizo bien, se lo agradezco.
―Gracias. ―Gregory reunió todo el valor que pudo―. Maurice había ido no solo para buscar contestación de Claudine, sino por algo más.
―¿Qué sucedió?
Gregory tomó el diario de La Fronde que había guardado entre el paquete de golosinas, y se lo entregó en las manos.
―Ha salido publicado tu cuento: “El primer beso de amor”, y lo he leído. Dios, María, ¡he comprendido tantas cosas! ―prorrumpió.
Gregory la miró a los ojos, María lo rehuyó todo el tiempo, se había puesto roja como la grana y el pulso le temblaba.
―Debemos hablar ―insistió él, sin embargo, ya María no podía escucharlo.
Sumida en la vergüenza porque él hubiese descubierto su secreto de aquella forma, se echó a correr, dejando a Gregory completamente atónito. Anne, quien estaba entrando al salón en ese momento, advirtió que María salía despavorida y muy afectada con un diario en las manos. Con el ceño fruncido, se dirigió hacia Gregory quien tampoco estaba ecuánime.
―¿Qué sucedió?
Él se dejó caer en el diván, llevándose las manos a la cabeza.
―Por favor, Anne, no le digas nada a Edward… Al menos no por ahora.
―Para solicitarme algo así, es preciso que me confíes lo que está sucediendo para poder ayudarte. Para poder ayudarlos ―rectificó.
―De acuerdo.
―Dime que no le has hecho daño a María, por favor.
―No deliberadamente ―afirmó―. Sé que en el pasado le hice daño sin darme cuenta, pero espero no cometer los mismos errores. Por otra parte, si te estás refiriendo a si nosotros… ―se interrumpió―. Te puedo asegurar que la respeto muchísimo y que no ha sucedido aún nada entre nosotros.
Anne frunció el ceño cuando escuchó el “aún”.
―Pero podría suceder, ¿no? ―Se sentó a su lado y le puso la mano en la espalda.
―No lo sé. Al parecer, aunque me esfuerzo, sigo haciendo las cosas mal ―reconoció.
―Ella siempre ha estado enamorada de ti. Lo sabes, ¿verdad?
Gregory la miró con sorpresa. ¿Cómo era que Anne sabía aquello y él apenas lo acababa de descubrir?
―¿Lo sabías?
―Desde hace cinco años ―confesó―, fue Prudence quien primero se percató de ello. Sin embargo, creía que era cosa de niños. Ahora comprendo que tal vez sea más serio de lo que suponía. Hasta Edward ha advertido que algo sucede entre ustedes.
―¡Santo Dios! ―exclamó Gregory abrumado llevándose las manos a la cabeza.
―Lo peor de todo será cuando llegue Prudence y lo descubra. No creo que le agrade saber que algo como esto se está cociendo entre ustedes. María no deja de ser su hija, una muchacha muy joven y, para colmo de males, a ti te conocemos muy bien ―añadió Anne con cierto reproche.
―Te prometo que no le haré daño. Jamás me había sentido así en toda mi vida, pero…
―Pero tienes miedo, y es muy natural ―le dijo Anne comprensiva―. Sin embargo, para no hacerla sufrir, te recomiendo que pongas en orden tu cabeza y tu corazón y que reflexiones con detenimiento sobre lo que en realidad deseas hacer. María no es cualquier mujer, Gregory, y en verdad te quiere…
―Ya lo sé.
Anne se levantó del diván, ya que la cena debía iniciar de un momento a otro. Gregory temía que María no bajara a la mesa, pero lo hizo para evitar que los Hay se percataran de que algo le sucedía. A pesar de ello, apenas levantó su mirada del plato y, por más que Gregory quiso leer en sus ojos, le fue imposible obtener una respuesta clara.
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La cena fue bastante agradable para el resto. Edward estaba feliz de tener a Gregory cerca de él, mucho más luego de haberlo escuchado hablar del nuevo rumbo que quería darle a su vida. ¡Le gustaría tanto verlo con una buena mujer a su lado y con hijos!
Gregory les contó a los presentes que Brandon Percy estaba en la ciudad, acompañado de Thomas Wentworth. Obviando las circunstancias en las que se lo había topado, Greg expuso los deseos de su amigo por saludarlos. La noticia agradó a los presentes, ya que le guardaban afecto a Brandon a pesar de lo sucedido en el pasado. Edward y Gregory habían puesto una piedra sobre ese asunto; la duquesa, por su parte, le tenía gran estima al pintor, ya que en su museo en Essex había expuesto con frecuencia obras del artista. Así acordaron que le harían una visita e incluso que los invitarían a cenar. Sería una buena ocasión para mostrar civilidad y afecto hacia la pareja.
Al final de la comida, la familia volvió al salón y los caballeros degustaron un licor digestivo; María aprovechó la circunstancia para retirarse, aludiendo a que estaba cansada y algo indispuesta a causa de una fuerte jaqueca.
―La juventud cada vez tiene menos ánimos ―comentó la duquesa luego que se hubo marchado―. Ya quisiera yo tener su edad y mi energía.
―María ha pasado por mucho, abuela, déjela descansar ―respondió Anne indulgente.
―¿Cuándo comienzan tus presentaciones, Anne? ―preguntó Gregory para cambiar el rumbo de la conversación.
―El próximo fin de semana.
―Me encantará escucharte en la Ópera, debe ser una experiencia fascinante.
―Todos estamos felices y orgullosos de ella ―apuntó Edward, quien había aprendido a respetar y a amar la profesión de su esposa.
―París está en una época maravillosa ―prosiguió la duquesa―, bajo el influjo de la Exposición. He leído cuánta reseña llega a mis manos y espero tener algo de salud para ir a visitarla pronto.
―Le recomiendo que modere sus esfuerzos, y que concurra en ocasiones distintas para que pueda apreciarla a plenitud ―respondió Gregory―. En un solo día es difícil, además de que el calor es sofocante.
―No sabía que hubieses ya acudido a la Exposición ―comentó Edward―. ¿Qué tal te ha parecido?
―Fabulosa. María y yo hemos ido dos veces… ―Al ver la mirada suspicaz de Edward y la sonrisa de Anne, se mordió el labio ante su soberana indiscreción―. Ha sido bien entretenida, y muy novedosa.
La duquesa, animada, continuó preguntándose sobre el tema. Gregory no tuvo más remedio que describirle los dos itinerarios que habían hecho, las principales atracciones a las que habían acudido y sus impresiones. Le fue imposible obviar a María; con frecuencia la mencionaba, hablaba de sus criterios como si fuesen propios, y los ojos le brillaban al hacerlo. Al término de la conversación, Anne y Edward no tuvieron la menor duda de que Gregory estaba enamorado de María, aunque él ni siquiera se hubiese percatado de ello.
Cuando Gregory se marchó, Edward miró a Anne con el ceño fruncido, pero una sonrisa se dibujó en su rostro.
―¿Acaso no se dio cuenta de la manera en la que hablaba de ella? ¡Santo Dios! ―exclamó riendo―. Creo que hasta la duquesa lo advirtió. Nunca había visto a Gregory así. ¿Crees que estén juntos ya? ¿Hay motivos para preocuparse?
―Aún no ha pasado nada entre ellos ―confesó Anne.
―¿Hablaste con ella?
―No, con Gregory.
―¡Me asombra la confianza que se tienen! ―protestó Edward. Anne se rio.
―Yo se la agradezco. De cualquier forma, no pienso que haya hablado espontáneamente. Todo se debió a un momento de tensión que descubrí entre ellos. Creo que han reñido, no estoy segura. Lo cierto es que a Gregory no le quedó más remedio que admitir que nunca antes se había sentido de esta manera. También me pidió que no te dijera nada, pero no creo justo negártelo ya que te has dado cuenta por ti mismo.
―¡Es demasiado evidente! Sin embargo, me duele que no confíe en mí.
―No se trata de eso. Gregory tiene miedo de lo que está sintiendo y no sabe cómo manejar el asunto. Por otra parte, siempre has sido un hermano muy severo, así que espero que esta vez te muestres como un amigo y no como el juez que a veces intentas ser ―le reprochó―. Recuerda que Gregory estuvo para ti hace cinco años cuando precisabas de su ayuda.
―Jamás lo olvidaré. Tienes razón.
―De igual forma, si este amor llegara a fructificar en ambas partes, es probable que Gregory precise de un aliado frente a Prudence, y esa autoridad solo la tienes tú.
―Prudence no se lo tomará bien, lo intuyo.
―Yo opino lo mismo. Sin embargo, si te digo la verdad, creo que harían una hermosa pareja. A Gregory lo noto más maduro y centrado, y María siempre lo ha querido. ¿Qué argumento de peso podría objetárseles cuando ni siquiera son verdaderos parientes?
―Así es, querida mía. ―Edward le dio un beso en los labios―. ¿Subimos?
―Sí, pero primero iré a echarle un vistazo a los niños y a María. Ella dijo que no se sentía bien.
Edward asintió.
Anne fue primero a la alcoba de sus hijos. Ambos dormían apaciblemente como dos pequeños angelitos. Besó a cada uno en la cabeza y cerró la puerta con una sonrisa. Al llegar a la habitación de María, tocó ligeramente a la puerta, pero no obtuvo contestación. Abrió despacio y contempló a la joven rendida en su cama, ajena a todo. Anne iba a cerrar la puerta cuando advirtió que sobre la cama estaba el diario que María tenía en las manos cuando huyó de Gregory corriendo. ¿Tendría algo que ver en toda esta historia? Con cuidado, lo tomó de encima de la cama y cerró la puerta.
No creía que estuviese haciendo nada incorrecto pues un diario era una publicación al acceso de cualquier persona, no un documento privado. Su abuela se la topó en el corredor y al ver el nombre del mismo, le sonrió:
―¿Estás leyendo La Fronde?
―¿Lo conoces?
―¡Por supuesto! Es un diario feminista muy famoso. Es escrito, editado y dirigido por mujeres.
―Gracias por la información. Hasta mañana, abuela.
―¡Hasta mañana, querida!
Anne se fue a la cama con el diario. Edward también leía a su lado, pero estaba tan absorto que ni siquiera le preguntó por su lectura. La joven hojeó el mismo, buscando alguna noticia de interés. En la página cuatro, una historia llamó su atención: “El primer beso de amor”, se trataba de un cuento escrito por “Le Petite Marie”. Al ver aquel nombre se estremeció. Sin embargo, intentó mantener la calma y leyó la historia. Tal vez no tuviese relación alguna con María…
Sin embargo, a medida que avanzaba por la narración, algunos detalles le parecían sumamente conocidos: “Margaret era apenas una niña” o “George era un hombre encantador, casi un pariente para ella”. Anne volvió a dudar ante aquella información, recordando que a María, desde pequeña, le gustaba escribir. ¿Estaría aquella historia inspirada en sus propias vivencias? A juzgar por la manera en la que había salido con el diario en las manos, estaba casi segura de que sí.
Luego, al leer el final, quedó en extremo sorprendida. Si aquel era en efecto Gregory, había tenido una relación con una mujer casada bajo el techo de Prudence y a los ojos de la inocente María. ¿Quién sería entonces esa mujer desconocida? Anne pensó en las mujeres casadas de Ámsterdam, pero no pudo encontrar ningún indicio. En ningún momento imaginó que pudiera tratarse de Valerie.
Recordando la conversación que sostuvo con Gregory esa misma tarde, él le había confesado que, sin darse cuenta, le había hecho daño a María en el pasado. ¿Se estaría refiriendo a este momento? ¿Se habría enterado al igual que ella leyendo el diario? Tal vez por eso María había salido corriendo, con el rostro afligido y el periódico en las manos. Si Gregory la confrontó por ello, era probable que se hubiese sentido en extremo avergonzada.
A pesar de que su razonamiento era muy lógico, Anne no tenía cómo probar todo aquello, así que se abstuvo de decírselo a su marido. Consciente de que debía retornar el diario a su sitio, se levantó de la cama y regresó a la habitación de María para dejarlo en el mismo lugar donde lo había encontrado.
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