Capítulo 12

Vivir con Gregory era una deliciosa tortura. María no podía creer que en los últimos días hubiese sido tan feliz aunque, por otra parte, ambos continuaban en el mismo punto. La tardanza de sus padres no le preocupaba en lo absoluto, porque estaba con él y mientras lo tuviera a su lado, nada más podría importarle. Comían siempre juntos. Gregory era un hombre de gran cultura, su conversación era amena, aunque también hablaba de asuntos profundos. En una de sus charlas le confesó que era la primera dama con la que había podido hablar sobre cualquier tema. Eso la halagaba, por supuesto, aunque la hacía preguntarse si él solo la vería como a una buena compañera de pláticas.

Lo cierto es que Gregory se sentía cada vez más atraído por ella, aunque le costara admitirlo. Charlar con María era la única manera que tenía en sus manos para evitar caer en la tentación. Por más que le agradaran sus inteligentes comentarios y reflexiones, él deseaba algo de más de ella… Aquello era en extremo peligroso, ya que no se sentía con el derecho de traspasar la línea que, por decoro, debía continuar entre ellos. Asimismo, aunque en ocasiones tuviera la sensación de que María le correspondía, no estaba seguro de llevar su flirteo al siguiente nivel. ¿Qué podría ofrecerle? ¿Qué pasaría cuando llegaran sus padres y los encontraran en franco idilio?

―¿Algo le preocupa? ―La dulce voz de María lo distrajo de sus pecaminosos pensamientos.

―No, ¿por qué lo dices?

―Tenía una expresión muy severa y el ceño fruncido… ―observó ella.

―Pensaba en… en… ―No se lo ocurría nada bueno qué decir.

―¿En que mis padres se han demorado mucho y que ya estoy entorpeciendo sus planes? ―le preguntó ella con un hilo de voz. Lo que menos desearía es que Gregory se aburriese a su lado.

Él sonrió, de aquella manera tan suya.

―Más bien la llegada de ellos entorpecería los nuestros ―confesó mientras le sostenía la mirada. María se ruborizó―. Me he habituado demasiado a tu compañía…

Pese a lo nerviosa que estaba y un tanto agradecida también, María no dejaba pasar la oportunidad de molestarlo un poco.

―Es peligroso que se acostumbre a mi compañía, luego no podrá dejar de verme.

―Es un riesgo que estoy dispuesto a correr ―declaró.

―Por otra parte, sería una empresa difícil, puesto que, una vez que me aparte de su lado, ¿qué justificación tendría para buscarme? A fin de cuentas, yo no soy su madre, ni su hermana, ni…

Él sabía que se detendría en ese punto, y por supuesto que ella lo hizo. Gregory se inclinó y le besó en la nariz, dejándola cada vez más turbada.

―¿Salimos? ―le propuso para aliviar su tormento.

―¿A dónde? ―La voz le temblaba un poco.

―¿Volvemos a la Exposición? Estaba pendiente regresar y disfrutar más de ella.

Ella asintió, gustosa, y corrió a buscar su sombrero. Nada le gustaba más que pasear con él. Ahora que contaba con vestidos nuevos, se sentía en el deber de estrenarlos y de sentirse más hermosa al lado del hombre al que amaba.

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Esta vez se encontraban en el Champ de Mars, desde donde podían divisar a la imponente torre de hierro que se erguía como ícono de la ciudad desde hacía once años. María pasó algunos minutos observándola, jamás se cansaba de hacerlo.

―¿Te gusta?

―Me parece fascinante ―respondió ella―. ¿No piensa igual? ¿No es fascinante?

―Sí ―respondió él, pero la estaba mirando a ella, no a la torre.

María se percató de ello. Era demasiado evidente el brillo en sus ojos esmeraldas y la manera en la que la sujetaba por el brazo, muy cerca de él. Quiso decirle algo, pero no le salieron las palabras. Gregory llamó entonces su atención para dirigirse a su próxima parada: el Mareorama, uno de los espectáculos móviles más impresionantes de aquella cita.

En un gran edificio, en el propio Champ de Mars, se hallaba un tablado decorado como la cubierta de un barco de vapor, que se movía por medio de mecanismos hidráulicos para imitar el oleaje del mar. Un rodillo con una pintura de más de quince metros de altura y un kilómetro de longitud, pasaba frente a los espectadores transportándoles por un trayecto imaginario de Marsella a Constantinopla, pasando por Argelia, Nápoles y Venecia. Actores disfrazados de marineros realizaban diversas labores, incluso podía sentirse el olor a algas marinas que llegaba hasta la misma cubierta.

―Parece real ―exclamó María sonriendo.

Gregory le devolvió la sonrisa, feliz de que le estuviese gustando.

―Es cierto. Me gustaría que un día conocieras los barcos de James: el Imperator o el Imperatrix. Se que disfrutarías mucho un viaje a Nueva York. Hace algunos años fui con mis hermanos y fue en esa travesía que Georgie se enamoró de James.

―Recuerdo las historias de mamá a bordo del Imperator. En su momento deseé haber ido, pero no me fue posible…

―Prudence te protege en exceso ―comentó él.

―Pero algún día iré a Nueva York ―afirmó ella decidida.

―Espero que vayamos juntos ―confesó él. María se giró hacia Gregory, sorprendida ante su respuesta, él incluso estaba confundido ante semejantes palabras, ¿qué estaba sucediendo con él?

La conversación se interrumpió cuando el espectáculo comenzó. El barco se movía rítmicamente como si surcara las olas; el rodillo pintado se desplazaba también, haciéndoles imaginar que avanzaban en su ruta de fantasía. El juego de luces, por otra parte, completaba el panorama, pasando del día a la noche, como si de una real travesía se tratase. La guinda del pastel en aquella simulación, era la tormenta por la cual debían pasar los tripulantes. El agua agitada, el movimiento trepidante, y la oscuridad, los hacía sentir que se encontraban en un verdadero riesgo. Más de uno se mareaba ante aquella circunstancia, y María, aunque no estaba amedrentada, sintió que todo alrededor le daba vueltas. Gregory se percató de su situación y la rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia su pecho. Ella escondió su cabeza en la solapa de él, creyéndose segura entre sus brazos. Gregory la sujetó con fuerza, más incluso de lo que la situación ameritaba. Sentía la respiración de María contra su cuello, así que en un impulso bajó su cabeza y le besó los párpados cerrados. Ella se removió contra su cuerpo, pero no se apartó.

Cuando la tormenta cesó, ninguno de los dos quería separarse del otro, pero la luz de las lámparas indicaba la llegada a puerto seguro, así que María no tuvo más remedio que volver a establecer distancia. Pese a ello, todo su cuerpo temblaba, no por el mareo que ya había cesado sino por la exquisita sensación que le dejó su abrazo.

Luego, se dirigieron a otra de las principales atracciones: el Globe Céleste, muy cerca de allí en el propio Champ de Mars. Tenía tres pisos, el primero era el soporte de toda la estructura, una base formada por cuatro pilares de mampostería, alrededor de ellas se encontraba un jardín de flores y los ascensores o escaleras para subir al segundo piso, donde había un restaurante bar. En el último, se hallaba la parte principal: una enorme esfera azul y dorada que giraba sobre su eje.

Gregory y María acudieron a la parte principal. Los viajeros al espacio se colocaban en unos sillones reclinables, mientras pasaban panoramas del sistema solar, constelaciones y signos del zodiaco representados en la bóveda celeste. A pesar de considerarlo muy interesante, Gregory apenas podía prestar atención. Su mente estaba en otra parte: en la joven que a su lado les sonreía a las constelaciones. Tuvo que reconocer una vez más que se sentía enloquecido por ella… No sabía si era su ingenuidad, su ternura e inteligencia lo que más le atraía, pero estaba a punto de cometer una locura.

Fue allí, debajo del cielo celeste, que tomó la decisión de besarla. Esa noche lo haría, no podía aguardar más a sentir el sabor de sus labios en los suyos. Tal vez ese beso sirviera para deshacer de una vez su fantasía… Estaba convencido de que sería nada más que un beso. Tendría que apelar a toda la contención del mundo para refrenarse, en caso de que ella le correspondiese. Sin embargo, lo que no podía hacer era continuar como hasta ahora porque estaba perdiendo la cordura.

―¿Greg? ―La dulce voz de María lo trajo de vuelta a la realidad.

Se percató entonces de que el espectáculo había terminado y que las personas salían gradualmente.

―¿Seguía en las nubes? ―preguntó ella riendo.

―Me preparaba para viajar a ellas ―respondió.

―¿Por qué? ―María lo miró con suspicacia.

―¿Ya no estás mareada? ―Ella negó con la cabeza―. Perfecto. ¡Nos queda aún un lugar al que deseo llevarte!

La avenue de Suffren no estaba muy lejos de allí. María se percató hacia dónde la estaba conduciendo, pero lo permitió con gran exaltación. En aquel sitio estaba instalada la Gran Rueda de París, una inmensa noria o rueda de la fortuna de cien metros de altura, ¡la más elevada de su tiempo!

―¿Sentirás miedo?

―Espero que no ―contestó riendo―. Tendremos que averiguarlo.

Luego de hacer la fila, y de pagar el costo de la entrada, María y Gregory se subieron a un coche para dos personas. Él le tendió la mano, y ella la aceptó. Se miraron un instante a los ojos, pero cuando comenzó el ascenso, solo hubo cabida para expresiones de asombro, gritos, exclamaciones, risas… Él le tomó la mano todo el tiempo, sentía cómo María la sujetaba con fuerza cuando la rueda giraba, sumiéndolos en una fuerte exaltación. La vista desde la noria era impresionante, París se encontraba a sus pies. En un instante en el que su coche se mantuvo en la cima, la pareja pudo disfrutar de la belleza del crepúsculo. Gregory quiso decirle lo hermosa que era, pero se mordió la lengua.

―¡Santo Dios! ―exclamó ella riendo nerviosa―. ¡Qué alto estamos! ―Colocó de nuevo su cabeza en el hombro de él, y Gregory la rodeó con su brazo―. ¿A esto se refería con estar en las nubes?

―No exactamente ―respondió él con voz ronca―, pero se aproxima bastante.

Ella no respondió, cuando le hablaba así tenía miedo de lo que pudiera suceder entre ellos… No era tan ingenua. Gregory acarició su cabello rojizo, el cual se unía con la tonalidad del cielo, haciéndola parecer una criatura etérea y perfecta, que le tomaba de la mano para hacerlo volar a su lado por el cielo de París. La contemplación duró poco, cuando la rueda volvió a moverse, retornaron las risas...

Al bajar de la atracción, él aún sostenía la palma de María con la suya, incapaz de dejarla ir. Estaba experimentando ese estado de ánimo tan extraño que no podía identificar, pero que lo dominaba por completo al punto de no poder reconocerse a sí mismo.

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A diferencia de otras ocasiones, Gregory la llevó a cenar a un restaurante, uno de los más clásicos de la ciudad: el Paivillon Ledoyen, en Champs Elysées. Él le había dicho que era “una ocasión especial”. María no preguntó más, tan solo aceptó y se deleitó con el sitio. Su tío no acostumbraba a llevarlas a cenar fuera de casa, así que era una gran novedad para ella.

―Se nota que disfruta de lugares como estos.

―Me encanta descubrir sitios tan encantadores ―reconoció―. La buena mesa es una de mis debilidades. Mi hermano diría que tengo talento para los lujos, y debo reconocer que, a diferencia suya o de Georgie incluso, no destaco en ninguna otra cosa.

―Se juzga con dureza.

―Gracias, pero quizás he comprendido que llevo una existencia bastante estéril ―comentó con amargura.

―La mayoría de las personas de su rango dirían que está loco por pensar de esa manera ―respondió ella―. No creo que le censuren por vivir de sus rentas y no tener un oficio.

―¿Qué opinas tú? ―le preguntó él justo antes de que le llevaran unas ostras de aperitivo.

María se ruborizó, no quería hacerlo sentir mal.

―Pienso que cada persona debería encontrar algo que lo haga sentir útil y orgulloso de sí ―reconoció―. Mi tío no pude comprender que yo esté escribiendo para La Fronde, porque no necesito de esas colaboraciones para vivir. Sin embargo, la satisfacción que se experimenta al ver tu primer trabajo publicado es inconmensurable. Pienso que usted también podría hallar algo que le hiciese feliz realizar.

Gregory estuvo a punto de decir que le hacía feliz estar con ella, pero acalló ese pensamiento. Entendía lo que ella le estaba queriendo explicar.

―Me temo que carezco de talentos.

―Nadie está exento de talento, es cuestión de encontrar el fin de nuestra existencia y trabajar con ahínco para lograr nuestros sueños. Piense en toda la experiencia adquirida en estos años en los que ha estado abandonado a los placeres de la vida. Tal vez algo de que lo haya conocido le despierte la pasión de emprender algo nuevo.

Gregory se quedó pensativo, debía reconocer que era un excelente consejo, incluso ya tenía alguna idea rondándole la cabeza. Quizás María tuviera razón.

―Te debo parecer un fracaso, ¿cierto? ―le preguntó preocupado―. Eres tan joven y aún así tienes las cosas tan claras en tu cabeza…

María se encogió de hombros y le sonrió.

―Hay cosas importantes sobre las cuáles se debe tener claridad en la vida, Greg. Una de ellas es en qué emplear el tiempo; la otra, junto a quién deseamos compartirlo. El trabajo y el amor van de la mano, y en ambas áreas es necesario saber bien lo que queremos.

―¿Y qué es lo que quieres, María? ―le preguntó él mirándola a los ojos.

―Estudiar, escribir, y publicar ―contestó.

―¿Y en el otro ámbito? ―precisó―. Has dicho que van de la mano, y por la manera en la que me has hablado, tengo la impresión de que en ese punto también sabes a quién amar…

María se ruborizó mucho, y miró hacia la servilleta que reposaba en sus piernas. ¡No sabía qué contestar a eso!

―¿Se ha enamorado usted? ―preguntó ella.

Gregory sonrió, era algo difícil de responder.

―Ya hablamos de eso una vez, ¿recuerdas?

―Sí, pero ha pasado mucho desde entonces… ―respondió María cautelosa. No fueron demasiados días, pero al menos para ella aquella estancia a su lado había significado mucho. ¿Acaso para él no?

Gregory esta vez se ruborizó, imaginado lo que ella quería decirle: ¿María estaba insinuando que aquellos días juntos podían haberlo hecho cambiar de opinión sobre el amor? ¿Estaba sintiendo algo por ella?

―¿Por qué mejor no continuamos con la cena? ―propuso evadiendo la pregunta.

―Por supuesto.

No podía negar que estaba un tanto decepcionada. Por más que disfrutó de la cena y del champagne, conocía que las intenciones de él no eran las más serias. No le había pasado desapercibida la manera en la que él la miraba. Aunque siempre había deseado aquello, una parte de ella no estaba segura de caer en sus galanteos. Lo conocía demasiado bien para esperar de él un cambio drástico. Aquello no era amor, al menos no el amor con el que ella había soñado…

Salieron del restaurante riendo de alguna historia simpática. Él le ofreció su brazo y le preguntó si estaba cansada. Al María decir que no, la invitó a una obra de teatro. Ella se sintió mejor, creyendo que había malinterpretado su comportamiento y que tal vez el coqueteo habría pasado ya. Una obra distaba mucho de ser una estrategia de seducción.

―¿A dónde vamos?

―Al teatro de Sarah Bernhardt ―le respondió él.

A María se le hizo un plan magnífico, pues moría de deseos de conocer a Sarah Bernhardt. La obra en cartelera se titulaba: L´Aigln de Edmond Rostand, en la que la artista interpretaba al duque de Reichstadt, el hijo de Napoleón Bonaparte, hasta su muerte en Viena.

A ambos les había gustado la soberbia interpretación de la Bernhardt, pero la escena de la muerte había removido los hilos más sensibles de su corazón. Gregory volvió a darle su mano, y finalmente regresaron al hotel, luego de un largo día de diversión. Si algo debía rescatar para su memoria era la sensación de tener a María junto a su cuerpo, como en el barco. Su cabeza reposando en su pecho y la fragilidad de sus párpados bajo sus labios, lo habían hecho estremecer. Luego estaba la promesa que se había hecho: la de besarla. La exaltación que sentía por estar próximo a ese momento, lo hacía sentir como un niño…

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María estuvo a su lado en silencio durante el viaje, hasta que al llegar al hotel se animó un poco. Tomaron el ascensor y llegaron a la suite. Como acostumbraba a hacer casi siempre, se dejó caer en el diván mientras se descalzaba, ¡le dolían mucho los pies! Gregory se sirvió una copa de coñac, intentando reunir el valor para dar el siguiente paso. ¡Estaba convencido de cuánto lo deseaba, pero María era todo un reto para él!

―Ha sido un día maravilloso ―resumió ella con una sonrisa desde su puesto.

―Sí, tienes razón. ¿Qué fue lo que más disfrutaste?

―El barco ―respondió María sin pensarlo, pero luego, comprendiendo la interpretación que sus palabras pudieran recibir, se ruborizó―. Todo fue hermoso.

Gregory vació su trago de un viaje y se sentó a su lado en el sofá. María se sorprendió un poco al ver la mirada tan extraña que tenía, le tocó la frente y le pareció que ardía.

―¿Tiene fiebre? ―inquirió alarmada.

―No, estoy perfectamente… ―La voz de Gregory pareció ahogada, rota―. María, yo… ―le tomó la mano sobre el vestido, intentando ser elocuente―, estos días a tu lado han sido insospechadamente deliciosos. Pese al corto tiempo transcurrido, creo que nos conocemos muy bien, y a veces se siente como si hubiésemos vivido juntos por toda una vida y no por apenas unos pocos días. No sé si sea la magia de París, el ocio o… O seas tú ―dijo al fin―. Probablemente seas tú, pequeña María.

Ella se estremeció al escucharlo. No podía apartar su mirada de él, y aún sostenía su mano. Gregory acarició, con la diestra libre, su sonrojada mejilla. Al menos María no había huido.

―Últimamente me debato entre dos conductas opuestas ―prosiguió él―. Por una parte, quisiera ser ese caballero que desea Prudence, ese protector que solo te vea como a una sobrina bajo su tutela… Por la otra, está este hombre que te mira como mujer. María, yo… ―Gregory volvió a acariciar sus labios con su pulgar, como aquella noche.

Ella tembló ante su caricia, sujetó su mano y casi sucumbió al beso que Gregory, con toda seguridad, iba a darle. Él inclinó su cabeza, enmarcó su rostro con sus manos para acercarla, pero ella se levantó de un golpe, con cierta brusquedad.

Le dio la espalda, debatiéndose también entre conductas contrarias: el deseo de besarlo, y su resolución de no sucumbir. A fin de cuentas, aunque él la quisiera, no era un verdadero amor y aquel instante de pasión terminaría por sumirla en la tristeza.

―Lo siento, no puedo…

Gregory se puso de pie, aturdido.

―Pensé que también lo deseabas…

María creyó que no tendría fuerzas para soportar su resolución, por eso prefirió permanecer de espaldas a él.

―Los dos sabemos que sería un error ―contestó con ecuanimidad―. Lo suyo no deja de ser una atracción pasajera, un desvarío… Supongo que lo prohibido tenga su encanto después de todo… ―añadió con frialdad―. Sin embargo, no estoy interesada en ser una más de sus conquistas. Me halaga, pero solo eso.

Ella se marchó, con lágrimas en los ojos, pero Gregory no pudo verlas. Él cayó sentado en el diván con el rostro enrojecido, preso de la humillación más grande que había recibido en su vida. Jamás ninguna mujer había osado rechazarlo, mucho menos en esos términos. A pesar de todo, lo que más le dolía era el poco interés que despertaba en María. ¿Acaso llevaba días malinterpretando sus miradas y comportamiento? ¿Por qué estaba casi convencido de que ella anhelaba aquel momento tanto como él? Frustrado, preso de mil demonios, y herido en su amor propio, se retiró a su habitación con la botella de coñac.

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