Capítulo 10
No había imagen más bonita que la de María durmiendo. Así lo había pensado Gregory cuando la noche anterior se la encontró en el sofá, rendida. Su cabello rojizo le cubría la frente y él se la despejó antes de inclinarse y darle un beso. Por más que le habló al oído, María no reaccionaba. Tal vez lo escuchó, pero no hizo ademán alguno por incorporarse. Hasta en eso parecía una niña: dormía como ellos, como un verdadero tronco… Sin pensarlo dos veces la levantó en sus brazos y la llevó a su habitación. María se movió un poco contra la almohada, y el la cubrió con una sábana. No pudo negar el súbito deseo que experimentó de quitarle aquel vestido, pero era algo indecoroso e inapropiado, así que desechó la idea y se marchó.
Sobre la mesa de centro había quedado el esbozo de un artículo sobre la Exposición. Sonrió al comprender que había seguido su sugerencia. Sin embargo, lo que más le impresionó fue que iniciara con aquella frase que él le había dicho al oído frente a la imagen de La Parisienne. Las palabras de María llegaron a su corazón, sumiéndole en el recuerdo de aquel paseo que disfrutaron juntos. Si bien era un primer borrador, estaba muy bien escrito. María abordaba la concepción de la mujer desde diferentes aristas. Iniciaba con su representación en la Puerta Monumental, para luego referirse a la importancia del Palacio que habían visitado. Por último, reflexionaba sobre las trabajadoras de la exposición, aquellas que se esforzaban cada día por mantener el orden y que todo funcionara con la perfección prevista; se refirió a la necesidad de que las jóvenes que asistieran hicieran el balance de la centuria que terminaba pero que también advirtieran la importancia de implicarse en la forja del siglo que nacía, uno en el que tuviesen una participación mayor en todas las esferas de la vida.
Una última reflexión, se refería a aquellas personas, no solo mujeres, que por su situación económica no iban a poder acceder a la Exposición; familias numerosas, mujeres que trabajaban cada día hasta el cansancio para poner un plato de comida sobre la mesa, y otras heroínas anónimas que pasaban desapercibidas. Todavía faltaba el cierre y corregir algunos detalles, pero era un artículo muy bueno. Gregory así lo noto.
Esa mañana, antes que ella se despertara, él volvió a leerlo con detenimiento, volviendo a sentir la misma sensación de orgullo hacia aquella chica que escribía con soltura y profundidad de pensamiento, sorprendentes a su edad. Sin embargo, había algo más que llamaba su atención y a lo que no podía hallarle una respuesta: su caligrafía. Aquellas letras grandes y elegantes muy bien perfiladas le parecían conocidas, lo cual era extraño. Jamás sostuvo correspondencia con María, así que estaba seguro de no haber visto su letra antes.
―¿Greg? ―La voz de ella lo trajo a la realidad.
―¡Cielos! ―exclamó dejando caer el cuaderno―. ¡Me asustaste!
―Eso sucede cuando las personas hacen algo indebido ―se burló ella acercándose―, como leer en un cuaderno ajeno…
―Estaba disfrutando por segunda ocasión de tus hermosas descripciones y de tus agudos comentarios. Me place que hayas seguido mi sugerencia, pero me has sorprendido mucho. ¡Es muy bueno!
―Gracias, pero dudo que lo sea. ―Ella tomó el cuaderno del suelo―. Tiene varios errores, y no está terminado.
―Comprendo que es un borrador, pero eso no le resta en lo más mínimo. Tus ideas son frescas, y la intención del artículo es acertadísima. Tiene mucho mérito, pequeña María, y me encantará verlo impreso cuando lo termines.
―Me esforzaré para concluirlo pronto. Gracias por los ánimos.
―Por cierto, he recibido carta de Prudence ―le comunicó―. Está mucho más tranquila desde que sabe que estás conmigo. En unos días debe viajar con van Lehmann. También se espera la llegada de mi hermano de un momento a otro.
María asintió, aunque la verdad era que no quería apartarse de Gregory. Estaba siendo muy feliz con él, y temía que, cuando llegara Prudence, aquella mágica atmósfera se desvaneciera.
―Tengo muchos deseos de verlos, aunque por otra parte no quisiera que estos días terminaran…
Gregory levantó la mirada, sorprendido. A él le estaba sucediendo lo mismo, pero no esperó que María fuese tan abierta al confesarle lo que le sucedía.
―¿Por qué? ―preguntó.
―Me agrada su compañía ―respondió con sinceridad―, me comprende mejor que nadie, y temo que cuando mis padres lleguen, me influencien en una dirección distinta a mis reales deseos. Además, nos dejaríamos de ver…
Gregory se puso de pie y le acarició la mejilla con un gesto inesperado. María no se le impidió. Lo miró algo sonrojada, pero le sonrió ante su inexplicable cercanía.
―Te prometo que no dejaremos de vernos… ―le aseguró―. Recuerda que pasaré una temporada aquí en París. Es probable que te hartes de mí mucho antes de que marche.
―Jamás me cansaría. ―Estaban tan próximos el uno al otro, que Gregory podía ver sus pupilas dilatas y como su respiración se tornaba algo agitada.
―Tú también eres una maravillosa compañía. ―Gregory se apartó y respiró hondo. Se dio la vuelta sin comprender lo que le estaba sucediendo. María hacía despertar en él sensaciones muy poderosas, como nunca antes había experimentado por nadie.
―Gracias por llevarme anoche a la cama ―comentó ella a sus espaldas.
―De nada. Dormías como una niña…
―Pero no lo soy ―replicó.
―Ya lo sé. ―Gregory se volteó hacia ella una vez más. La miró con detenimiento, aunque a cierta distancia. Su rostro sonrojado y la manera en la que le sostenía la mirada, le hacía sospechar que tal vez María sintiese algo por él. Negó con la cabeza, renuente a aceptarlo. Era la hija de Prudence.
―¿Fue provechosa su salida anoche? ―Ella no podía evitar experimentar algo de celos.
―Eso espero ―contestó enigmático―, y para tu tranquilidad, no estaba de fiesta… ―añadió con una sonrisa.
―Eso no me importa ―se defendió, aunque era evidente que le molestaba imaginarlo abandonado al ocio.
―Oh sí, por supuesto que no te importa. ―Gregory se burló un poco de ella―. ¿Qué te parece si esta noche salimos a algún lugar?
―¿Es en serio? ―Sus ojos se iluminaron alegres. Poco faltó para que saltara de alegría.
―Sí. Sin embargo, como condición, debes terminar el artículo.
―¡Lo haré!
―Estupendo ―respondió él―. Iré a responder mi correspondencia.
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Pasaron el resto del día separados en sus respectivas ocupaciones. Gregory llevaba tiempo acariciando una idea que le robaba el sueño cada vez más… ¿Sería una locura establecerse en París? Entre la correspondencia que había recibido ese día, se encontraba la carta de su abogado de Londres poniéndolo en contacto con un amigo suyo de París a quien podía acudir para sus asuntos legales en esa ciudad. Gregory le había pedido consejo respecto a rentar una casa, pero ahora ambicionaba algo mayor. ¿Qué tal establecer un negocio? Él no tenía los estudios de James, ni la sagacidad de Edward, pero era un hombre refinado, y quizás pudiese hallar algo justo a su medida… Sin duda su hermano se opondría cuando lo supiera, pero Gregory estaba cada día más enamorado de París, y esa idea lo seducía con mayor frecuencia. Convencido de que con explorar el mercado no se perdía nada, le escribió una nota al nuevo abogado con sus solicitudes, esperando pronto tener una contestación.
Al final de la tarde, María recibió una sorpresiva visita: se trataba de Maurice, quien la estaba esperando en el café del primer piso. Fue el propio Gregory quien se lo comunicó, luego que un empleado del hotel hubiese dado el aviso. A pesar de su ceño fruncido, Gregory no objetó nada, y le permitió bajar sin cuestionamientos. Él respetaba a María por sobre todas las cosas, y no encontraba sentido alguno a privarla de sus amistades.
Cuando la joven regresó, al cabo de unos pocos minutos, le contó espontáneamente el propósito de su visita:
―Maurice ha venido a dejarme un libro para mi prima ―le explicó mientras le mostraba el volumen que llevaba en las manos―. Ayer conversaron un poco durante el trayecto a su casa, y le prometió que se lo haría llegar. A juzgar por el control que ejerce mi tío sobre su hija, intuyo que entregármelo a mí haya sido para ambos la salida más fácil.
―Entonces teníamos razón ―sonrió Gregory complacido―, y Maurice se ha prendado de Claudine.
―Es demasiado pronto para decirlo quizás, pero es probable. Si puedo ayudar de enlace entre ellos, me sentiré satisfecha. Sin embargo, temo mucho que mi tío se oponga a esa relación. Maurice, aunque es un joven talentoso y de buen carácter, dista mucho de lo que él aspira para esposo de Claudine.
―A alguien de su mismo nivel social, me imagino.
―Exacto.
―¿Y para ti? ―preguntó con curiosidad―. ¿No tenía a nadie en mente?
Ella se rio.
―Es probable, mas perdería su tiempo. No pienso casarme tan joven, incluso no es algo que me preocupe en demasía.
―¿Y qué requisitos debería tener el hombre al que elijas?
―El amor simplemente sucede ―replicó ella―, no se trata de requisitos ni de buscar al hombre perfecto. Es probable que ese al que yo aspire tenga defectos ―se refería a Gregory, pero intentó no hacer contacto visual con él―. A pesar de ello, debería ser alguien a quien respete y a quien yo a su vez admire. Siempre he pensado que la admiración mutua es la clave para un amor duradero y sano.
Gregory se removió en silla, no sabía si sentirse aludido o no. ¡Era un hombre lleno de defectos, pero, por otra parte, sabía que María había hallado en él a un buen compañero! ¿No se lo había dicho ya de disímiles maneras? De alguna forma se sintió culpable de haber propiciado aquel acercamiento, pero tampoco estaba en posición de retirarse. ¡Él se había acostumbrado demasiado a su compañía para prescindir de ella tan pronto!
―Espero que lo encuentres.
―Esa es solo la mitad del camino ―respondió María poniéndose de pie―, la otra mitad es que me corresponda.
Gregory se limitó a asentir, mordiéndose el labio y sin saber qué responder.
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¡Las mejillas le ardían! Estaba sumamente ruborizada. ¿Cómo se le había ocurrido decir todo aquello? María estaba nerviosa… Casi le había confesado su amor, y el silencio de Gregory, así como su expresión, la hacían pensar que se había percatado de la intención de sus palabras. A pesar de ello, no se arrepentía. La conversación se había dado de manera natural, y ella necesitaba hablar con claridad, o al menos, con toda la sinceridad que podía dadas las circunstancias. Cada día estaba más convencida de estar enamorada de él, pero a su vez sabía que no lo aceptaría si sus sentimientos no fuesen de igual grado. Por más que le doliera, si en algún momento la procuraba con otras intenciones, no tendría más remedio que rechazarlo porque él no estaba enamorado de ella. Su dignidad estaba por encima de sus sentimientos. Además, estaba convencida de que los romances de Gregory no eran duraderos, y ella no estaba dispuesta a aceptarlo si aquel amor no conducía a matrimonio. No pretendía ser una amante, como la señorita Preston… Se respetaba demasiado a sí misma como para caer en su jugo de seducción.
Aunque su objetivo principal en la vida no fuese casarse, lo haría feliz si se tratase de él. ¡Siempre lo había querido en silencio! Ahora, tres años después, estaba convencida de que sus sentimientos no habían sido pueriles, sino muy serios y profundos. Aunque Gregory fuese un conquistador nato, un libertino, un cínico ante muchos convencionalismos sociales, ella había advertido su verdadera naturaleza. Era un hombre bueno, amable, libre… Un caballero que sabía respetar sus sueños y aspiraciones, y que las compartía. María lo admiraba, y aquel sentir no había hecho más que crecer.
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En la noche, María estuvo lista a la hora acordada. No tenía idea del lugar a dónde irían, pero había cumplido con la parte del trato: el artículo estaba terminado. Al día siguiente iría a llevarlo al diario, con la esperanza de que pudiera salir pronto. Gregory ya estaba esperando por ella, lucía muy elegante con su inmaculado traje negro y blanco, y la pajarita al cuello. María se miró su atuendo: era un vestido hermoso, pero no estaba tan elegante como él…
―¿Me cambio? ―preguntó nerviosa.
―Siempre estás bellísima, vamos ―la urgió mientras le entregaba su brazo―. Es hora de cenar, debemos darnos prisa ya que luego iremos a un sitio especial.
―¿A dónde iremos?
―¿No deseabas disfrutar de las noches de París? ―Sus ojos brillaban ante el desatino que estaba cometiendo.
―Por supuesto, pero…
―Ya lo verás, pequeña María. Solo te pido que me guardes el secreto. Tus padres me ahorcarían de saber que te saco de noche a lugares poco adecuados para una joven soltera…
―Nadie lo sabrá porque iré con usted. Creerán que… ―se interrumpió de golpe, estaba a punto de llamarse su esposa―. ¿A dónde es que vamos?
―Ya lo verás por ti misma ―respondió Gregory enigmático.
Luego de cenar en el hotel, el coche se dirigió al barrio de Montmartre, un tanto peligroso, pero a la vez fascinante, que se había puesto de moda con sus espectáculos extravagantes, la diversión y las hermosas mujeres. Gregory se arrepintió por un momento de estar llevando a María a allí, pero siguió adelante. Ella era una joven curiosa, desprejuiciada, ávida de conocer un mundo que solo escuchaba de oídas, y, ¿quién mejor que él para mostrárselo? A fin de cuentas, era la oveja negra de los Hay.
Por otra parte, se tranquilizaba a sí mismo diciéndose que muchas damas elegantes acudían a aquellos espectáculos. El punto controvertido estaba en que María no era su esposa ni su amante, y que llevarla consigo podía ser un riesgo para su reputación. Sin embargo, ¿quién podría reconocerla? Dudaba que su tío acudiese a aquellos lugares, y que María tuviese una vida social muy intensa como para ser reconocida. ¡Apenas si había salido del colegio!
―Ya llegamos ―le susurró a la chica.
―¿Dónde estamos?
―En el Moulin Rouge, a los pies de la colina de Montmartre.
―¡Dios mío! ―exclamó ella cuando bajaron del coche.
―¿Quieres marcharte? ―Gregory se sorprendió ante su reacción y colocó una mano en la cintura de ella para atraerla hacia él―. Probablemente sea una mala idea. Debí habértelo dicho antes, pero…
Ella le sorprendió dándole un beso en la mejilla. Fue tan rápido que apenas pudo disfrutarlo. Cada vez que hacía algo así lo volvía completamente loco.
―¡Qué ilusión siento de estar aquí! ―afirmó―. ¡Gracias por traerme!
―Espero no tener que arrepentirme… ―masculló él mientras le ofrecía de nuevo su brazo.
Frente a ellos se encontraba el más famoso cabaret de la ciudad. Fundado once años atrás en la zona de Pigalle en Montmartre, ofrecía la noche más entretenida en el París del “fin de siécle”. Un establecimiento pintado de rojo y con luces centellantes, estaba coronado por un pequeño molino de igual color al que debía su nombre, alegórico al pasado rural de la zona donde se establecía. En un lateral del jardín, un inmenso elefante de yeso albergaba en su interior un espacio para los más privados encuentros, seducidos por el erotismo que podían ofrecer las danzas del vientre.
El cabaret era lujoso y muy espacioso. Tenía una pista de baile con el suelo de parqué. Las paredes eran rojas, y varios espejos reflejaban la luz que provenía de las lámparas de gas en forma de globo, que producían unos llamativos destellos rojizos. Se sentaron en una mesa, nerviosos: Gregory por haberla llevado y María por lo que allí vería…
―El espectáculo pronto comenzará ―le dijo él tomando su mano por un instante.
―Estupendo.
Una chica, vestida de forma coqueta les llevó dos copas de champagne. María se ruborizó al observarla.
―Ya veo por qué le resulta tan entretenido el lugar…
Gregory soltó una carcajada antes de probar su champagne.
―Las mujeres siempre tendrán ventaja sobre un hombre. Son más inteligentes en todos los sentidos.
―Entonces tengo razón…
Él se encogió de hombros.
―Apreciar el arte y la belleza no siempre es sinónimo de atracción o seducción, pequeña María. He venido a ver el espectáculo exclusivamente. Además, estoy a tu lado. No podría fijarme en nadie más.
Ella se ruborizó más aún al escucharlo hablar. Por fortuna la luz tenue disminuiría la tonalidad de su encarnado rostro.
―Me temo que las mujeres aquí, tanto trabajadoras como espectadoras, están mejor vestidas que yo… ―comentó apenada―. No tengo el lujo de unas, ni la sensualidad de las otras…
Gregory volvió a reír.
―Aún eres demasiado joven para conocer a plenitud la sensualidad que desprendes ―se sorprendió en demasía al expresarse así, pero no se arrepintió―. Me arriesgaría a decir que esta noche eres la más bonita. Al menos yo, solo puedo mirarte a ti.
María no sabía qué responder. Comenzó a temblar en su asiento. Las palabras de Gregory eran francamente de seducción, ¿caería en su juego? ¿Era aquello lo que esperaba? Nerviosa, vació media copa de un trago.
―Hazlo despacio, cariño ―le recomendó―, o te confundirán con la célebre La Goulue.
―¿Quién es ella?
―La rutilante estrella del cabaret. Su nombre de “golosa” le viene dado por vaciar de un trago las copas de los caballeros.
―¡Dios mío! ―María rio ante aquella imagen sensual que le vino a la cabeza, y sin ánimo alguno de que las comparasen, dejó de beber así.
Al cabo de unos pocos minutos, un caballero se acercó a la mesa con gran alegría ante la coincidencia de habérselos encontrado. María no sabía quién era, incluso pensaba que sería un error, hasta que lo escuchó exclamar:
―¡Gregory!
El aludido se puso de pie en cuanto advirtió de quien se trataba y le dio un fuerte abrazo.
―¡Brandon! ―Hacía varios años que no se veían. A pesar del tiempo transcurrido, y de los problemas del pasado, sentía por él un franco afecto.
―¡Qué sorpresa encontrarte aquí!
―Lo mismo digo, no sabía que estuvieras en París…
―Continúo viviendo en Nueva York, como sabes, aunque he venido a Europa durante los meses del verano. ¡El arte en París es admirable y siempre es bueno contagiarse con los nuevos aires! ―Brandon Percy, además de ser un antiguo amigo de los Hay, era un pintor de gran reconocimiento a ambos lados del Atlántico.
―¿Estás solo? ―preguntó Gregory.
―Estoy con Thomas ―le contó y señaló a una mesa que se encontraba a varios metros. El joven saludó con la diestra al ver que lo miraban, pero no se acercó. Gregory reciprocó el saludo―. Moulin Rouge no es su ambiente, pero he querido hacer algunos bocetos de las bailarinas y del lugar antes de que regresemos a Londres.
―Ojalá podamos vernos en otra ocasión.
―También quisiera, ¿dónde te estás alojando?
―En el Grand Hotel du Louvre ―le respondió―. Edward y su familia, así como Prudence y Johannes deben llegar dentro de poco.
―Me hará muy feliz verlos a todos ―respondió Brandon. A punto estuvo de preguntar por Georgiana, la hermana que faltaba, pero se abstuvo. Pese al breve compromiso que tuvieron en el pasado, siempre sentiría nostalgia de ella―. Por cierto, noto que estás muy bien acompañado… ¿Quién es esta distinguida dama que está a tu lado?
María extendió su mano para aceptar la de Brandon. Él se la llevó a los labios.
―Es María, la hija de Johannes y Prudence. Tal vez no la recuerdes…
―¡Te vi hace muchos años cuando apenas eras una niña! Me place advertir que te has convertido en una mujer muy hermosa…
―Muchas gracias.
―María está bajo mi cuidado hasta que sus padres lleguen ―le contó―. Por supuesto que en ese resguardo que debo ofrecerle no encaja el traerla a un sitio como este… Espero me guardes el secreto.
Brandon se echó a reír, luego miró a María:
―Me gustaría decir que estás en buenas manos, pero lo cierto es que no ―bromeó, aunque sonaba a advertencia―. ¡Compórtense!
—¿Quieren sentarse con nosotros? —le propuso.
—Gracias, pero no queremos interrumpir —respondió Brandon sonriendo.
Gregory se rio también, pero luego debieron despedirse. María quería preguntar sobre aquel pintor, pero se abstuvo ante la inminencia del espectáculo. Todo inició con un cuadro cómico, el Pétomane, un hombre que podía “tocar” música a partir del control de su diafragma y del aire que expulsaba. Se llevó un sonoro aplauso cuando logró concluir “La Marsellesa” sin apenas dificultad. Luego siguió el dúo cómico de payasos: Foottit y Chocolat, uno blanco y otro de piel negra, que eran bastante célebres en las noches del lugar.
Pronto llegó el momento más esperado de la noche para entusiasmo de muchos. La estrella La Goulue junto a una cuadrilla de bailarinas de chahut, vestidas con trajes alegres e insinuantes, comenzaron a danzar ritmos frenéticos mientras alzaban una pierna al aire, flexionando la rodilla una y otra vez, y exponiendo parte de ella al público. María quedó asombrada ante la gracilidad de sus cuerpos: la mezcla entre flexibilidad y exuberancia que mostraban. Ahora podía comprender mejor cómo encantaban aquellas bailarinas. Jamás podría ella bailar así. Rayaban en lo indecoroso, pero a veces lo prohibido podía generar una especie de atracción o fascinación, así que no dejó de admirarlas. Se volteó a ver a Gregory, quien aplaudía como los demás.
―¿Qué te parece? ―le preguntó él, curioso.
―Son increíbles, pero no creo que pudiera…
―Puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Sin embargo, prefiero la libertad de tu intelecto antes que la de tu cuerpo…
La palabra “cuerpo” quedó entre ambos, flotando en el ambiente como algo perturbador. Ella sabía lo que quería decir: había muchas maneras de ser libre, pero bailar en un cabaret, aunque pudiera ser muy liberador, no lo era en verdad. Muchas de esas mujeres tenían destinos inciertos, una efímera fama, y un final probablemente duro.
Al término del espectáculo, varias parejas comenzaron a bailar. Otros tomaban champagne, mientras las mujeres del salón revoloteaban entre ellos, o se ofrecían para danzar con los caballeros. María pensó que Gregory la sacaría a la pista, pero se equivocó.
―Es hora de marcharse, pequeña María.
―Pero…
―Este no es sitio para ti ―reconoció―. Los ánimos están muy exaltados, efervescentes… Se ha bebido mucho ya, y no creo que sea conveniente que continuemos aquí. Vámonos. ―Él le acarició la mejilla por un instante, y ella se puso de pie.
Gregory se giró hacia la mesa que habían ocupado Thomas y Brandon, pero ya estaba vacía así que no pudo ubicarlos. Era probable que se hubiesen marchado ya.
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El trayecto lo hicieron en absoluto silencio. Gregory pensó que María estaba cansada, pero lo cierto es que ella pensaba en cada momento que había compartido a su lado, y en las muestras de coqueteo que había recibido esa noche de parte suya. Por primera vez en mucho tiempo tenía miedo de que no pudiese ser firme y se dejara seducir por él, tan enamorada como estaba… Debía armarse de valor para rechazarlo, llegado el caso. ¡No quería ser una más, pero temía no poder resistirse a él! Pasada la media noche, entraron a la habitación del hotel y María se dejó caer en un sofá. Gregory se sentó a su lado.
―Estoy preocupado. No has dicho ni media palabra desde que nos fuimos. ¿Estás molesta conmigo?
―Por supuesto que no. Tenías razón en que era momento de marcharse ―respondió ella.
―De acuerdo. ―Gregory despejó su frente de los cabellos rojos que entorpecían su mirada―. ¿Te ha gustado?
―Me ha parecido muy interesante ―confesó―, y me hace muy feliz que me hayas llevado. Sin embargo, no puedo decir con certeza que me haya gustado.
―¿No?
―Imagino que la percepción de un hombre sea distinta a la de una mujer ―reflexionó―. El hombre se deja seducir, la mujer no se deja nublar el juicio…
Gregory volvió a reír.
―En mi caso te aseguro que estaba en mis cabales.
―No lo dudo, pero no es eso lo que quería decir. Pienso que la vida de esas mujeres no sea fácil, y quizás en muchos casos ni siquiera la hayan elegido. Ser artistas, ese tipo de artistas, viene unido a un sinnúmero de prejuicios y también, a ciertas concesiones morales… Por otra parte, las mujeres que les miramos somos un tanto hipócritas.
―¿Por qué?
―Pues, aunque les censuramos en cierta medida, por cuestiones propiamente de educación, prestigio o moral con las que hemos crecido, en el fondo de nuestro corazón quisiéramos bailar con esa soltura, ser hermosas y admiradas como lo son ellas por ese público que las aplaude. Y, sin embargo, yo sé que no son tan libres ni tan felices…
Gregory volvió a acariciar su mejilla. Estaban muy cerca el uno del otro.
―Jamás lo había pensado así ―reconoció―. Me parece una reflexión muy aguda e inteligente, digna de otro artículo de La Fronde…
―Lo escribiré ―respondió con entusiasmo.
Sus ojos se encontraron y la alegría de María dio paso a la exaltación que le invadió cuando Gregory continuó acariciando su mejilla. Él bajó la mirada para mirar sus labios, y su pulgar pasó de la mejilla a ellos, rozándolos brevemente. Gregory se detuvo, vaciló por unos instantes, y cuando pensó en proseguir con aquel delicioso y febril cortejo, María se puso de pie, apartándose un poco de él. Le faltaba el aire, el corazón quería salírsele del pecho. ¿Estaría él próximo a besarla? Notó la confusión en sus ojos, así que decidió decir cualquier cosa para aligerar el ambiente.
―¿Cómo se llamaba el pintor que nos encontramos esta noche?
“¡Vaya giro tomaba la conversación!” ―pensó Gregory.
―Brandon Percy.
―Oh, cierto. ―María continuaba de pie―. Dice que me conoció de niña, pero en verdad no lo recuerdo. Por el contrario, el joven que estaba en su mesa sí me parece conocido…
―Esa es una larga historia ―reconoció Gregory masajeándose la nuca―, que por tu edad no conoces. Brandon siempre fue muy amigo de la familia, un gran artista. Hace unos años cortejó a mi hermana Georgiana y se comprometió con ella. El compromiso, en cambio, no duró mucho. Pronto se descubrió que Brandon tenía una relación secreta con ese joven. Georgie por fortuna no sufrió tanto, pues ya se había enamorado de James. El asunto se resolvió en buenos términos y Brandon se fue a vivir a Nueva York con Thomas. Por lo visto continúan juntos.
―¡Qué historia! ―exclamó ella sorprendida―. ¿Y por qué el joven me resulta conocido?
―Porque su nombre es Thomas Wentworth. Es hermano de James y de Valerie. El hijo menor de los condes ―aclaró.
María se estremeció al escuchar el nombre de Valerie en los labios de Gregory. Él lo había dicho con naturalidad, pero a ella le dolía aún lo que había visto tres años atrás.
―Comprendo.
―Thomas acudió a la boda de su hermano James. Es probable que lo recuerdes de esa época. Debe haber frecuentado tu casa por esos días.
―Seguro fue eso ―respondió ella ruborizada―. Nos visitaban mucho. Valerie también.
―Sí. ―Gregory se quedó perdido en sus pensamientos y María supo que estaba pensando en ella. ¡Se sintió tan dolida que no pudo continuar allí!
―Buenas noches.
Antes de que Gregory pudiera reaccionar, ya María se había retirado. Maldijo para sus adentros. ¿Cómo había estado a punto de besarla? ¿Cómo había dejado que se marchara sin haberlo hecho? Al parecer, María tenía más contención y sentido común que él mismo. Frustrado, se sirvió una copa de coñac y se marchó a la cama.
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