Capítulo 1
Ámsterdam, julio de 1897.
El magnífico invernadero de su hogar le parecía a María un refugio idóneo para pasar tiempo a solas. Construido de hierro y cristal, el palacio del más franco estilo decimonónico albergaba una nutrida variedad de plantas, algunas exóticas, así como hermosas aves que sobrevolaban por el inmenso espacio interior. Aquel era el lugar más destacado dentro de la propiedad familiar de los van Lehmann, lo que le valía ser el centro de disímiles elogios por parte de sus visitantes. También era el lugar perfecto para disfrutar de la introspección y del aislamiento, sobre todo cuando había tantas personas invitadas en casa.
María era la hija mayor de Johannes van Lehmann, un próspero comerciante, y de su difunta esposa, Clementine, quien murió justo después del parto. Para fortuna de María, su padre se casó pocos años después con la señorita Prudence Hay, quien la acogió como a una verdadera hija. El amor entre ellas fue recíproco, pues Prudence no hacía distinción alguna entre María y los dos hijos de sangre que tuvo con van Lehmann: Christopher y John.
Cuando María cumplió catorce años, Prudence accedió, a regañadientes, a que la jovencita se marchase a París bajo la tutela de su tío materno, para que estudiara en un prestigioso colegio junto a su prima Claudine. La extrañaría mucho, pero su esposo creía pertinente que la muchacha tuviese más contacto con la familia de su madre.
Fue así que la joven María se marchó a París a emprender una nueva vida. Debía reconocer que echaba mucho de menos a su familia; su tío Jacques era severo e inflexible, pero en Claudine había hallado el afecto de la hermana que nunca tuvo.
Tras intensos meses de estudio, habituándose a una ciudad hermosa pero distinta, María estaba de regreso a casa durante el período estival. Había llegado justo a tiempo para el matrimonio de Georgiana Hay y James Wentworth, que se celebraría en la Nieuwe Kerk de la ciudad. Georgiana era la hermana menor de Prudence. Aunque ella y sus hermanos vivían en Londres, la familia del novio se había mudado a Ámsterdam donde residía la hermana de James con su marido.
María los conocía poco, pero los Hay sí formaban parte de su propia familia. El mayor de todos era Edward, casado con Anne, una hermosa y talentosa soprano quien fuera también su profesora de canto en el pasado; y también estaba Gregory… La joven se estremeció al recordarlo. Apenas lo había vuelto a ver y sus sentimientos por él le parecieron cada vez más intensos… Si antes había renegado de su sentir, dos años después de los primeros indicios podía asegurar que estaba perdidamente enamorada de Gregory Hay.
Ella no podía verlo como a un tío. No lo era en realidad. Si bien Prudence era su madre de corazón, ningún lazo sanguíneo la unía a Gregory quien tampoco se había comportado con ella de forma muy fraternal. Según decía, no tenía paciencia para los niños, ni tan siquiera para Chris y John. Por tanto, ella no era más que una chica insignificante a la que apenas miraba durante sus estancias en Ámsterdam.
¿Cómo entonces se había enamorado de él? María no lo sabía, pero en la primavera del 95 había comenzado a experimentar emociones desconocidas hacia él… Tal vez todo comenzó cuando atravesaron el lago de su propiedad en un paseo en bote; la agilidad de sus brazos y sus frecuentes sonrisas la habían conmovido. Gregory tenía una impactante personalidad; era en extremo simpático, halagador, y tenía un brillo en la mirada difícil de olvidar.
Luego, una tarde en la que se había escondido a leer en la biblioteca de su casa, había pasado horas observándole a escondidas. Él también estaba leyendo, y las expresiones de su hermoso rostro la tenían por completo fascinada… Perdió la noción del tiempo detrás de una estantería, mientras él continuaba con su lectura. Hubiese permanecido allí, mirándole, de no ser porque lord Hay entró en busca de su hermano. Gregory dejó el libro fuera de sitio y María se acercó: estaba leyendo a lord Byron. Ella, quien jamás había leído nada de esa pluma, se perdió en su poesía y descubrió lo más profundos deseos que albergaba su corazón a través de la lírica de Byron. Gregory, sin saberlo, la estaba enseñando a amar…
Y con el amor vinieron también las primeras decepciones. Esa primavera, María comenzó a experimentar celos al ser testigo de las exquisitas atenciones que le dispensaba a Anne. ¡Todos decían que Gregory estaba prendado de ella y que no tardaría en proponerle matrimonio! Sin embargo, se sorprendió mucho cuando fue Edward, el hermano mayor, quien terminó desposando a la soprano.
Un halo de esperanza inundó su corazón desde entonces al saber que Gregory continuaba libre. Sin embargo, ¿cómo iba a fijarse en ella? María siempre se había considerado fea. Era en extremo delgada y alta, y su cabellera rojiza era el único rasgo que la hacía resaltar. Su rostro pálido, sus ojos saltones de color gris y sus pecas, la arruinaban por completo. Gregory, en cambio, era un hombre guapísimo, de cabello color avellana y alta estatura. Jamás se fijaría en una insulsa chica de quince años recién cumplidos, quien además era la hija adoptiva de su hermana mayor.
Pese a ello, María disfrutaba de la soledad del invernadero para fantasear con su amor imposible… ¿Quién diría que se enamoraría tan joven? La muchacha suspiró, abrazando el libro de poesías que llevaba consigo e imaginando que recibía de Gregory el primer beso de amor.
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Estaba muy feliz porque Georgie fuese a casarse con James finalmente. No obstante, detestaba aquel tipo de celebraciones. Siempre en esos marcos algún pariente se le aproximaba para preguntarle cuándo desposaría a alguna de las más virtuosas señoritas de su entorno, y Gregory, hastiado de esos entrometidos, apenas atinaba a sonreír y a dar el asunto por concluido.
No tenía madera para el matrimonio. Solo por una mujer lo considero en el pasado: Anne, y aunque pudo haberse enamorado de ella, cedió el espacio para que Edward la cortejase. No le pasaba en lo absoluto. Con el tiempo había comprendido que aquel fue solo un capricho suyo, y aunque Anne era la mujer más hermosa y encantadora que había conocido, era perfecta para su hermano. Ahora tenía una excelente relación de amistad con su cuñada, lo cual le reafirmaba que el tiempo hacía desaparecer cualquier vestigio de pasión.
Para colmo de males, no había podido abandonar a Nathalie Preston, la amante fija con la que compartía desde hacía dos años. Ella era atractiva, divertida, desafiante, pero no la amaba… Era un pasatiempo que había durado más de lo recomendable, pero aún no se había hartado de ella. Sonrió con una copa de brandy en las manos recordando cómo había iniciado aquella relación trepidante: Nathalie también era soprano así que, intentando olvidar a Anne, halló en su díscola compañera a una excelente amante. Desde entonces estaban juntos, aunque en ocasiones se dejara seducir por alguna esposa frustrada, otro de sus más fascinantes pasatiempos.
En esa misma ocasión tenía puestos sus ojos en una: Valerie, la hermana de su futuro cuñado James. La hermosa mujer estaba casada con un mariscal del Imperio autrohúngaro, quien había sido designado como attaché militar de la Embajada en Ámsterdam el año pasado. A ella la conocía desde entonces, pero a juzgar por su semblante y por la ausencia de su esposo, su matrimonio no estaba pasando por el mejor de los momentos. ¿Sería demasiado osado acercársele? A fin de cuentas, se dijo mientras sorbía un poco de su copa, James se casaría con su hermana. ¡A eso se le llamaría justicia divina!
―¿En qué piensa, amigo mío? ―Gregory dio un respingo en su asiento cuando escuchó la voz de lord Wentworth, nada más y nada menos que el padre de Valerie y James. ¡A él no podía decirle lo que estaba pensando!
―Solo reflexionaba acerca de la vida, mi estimado amigo. Hacía mucho tiempo que no le veía.
―Desde que Louise y yo nos mudamos a Ámsterdam no hemos tenido mucha ocasión de vernos ―confirmó―. Sin embargo, debo decir que nos sentimos más cómodos aquí.
A Gregory no le extrañaba. Lord Wentworth había llevado una vida licenciosa durante algún tiempo y su matrimonio fue de apariencias en esos años. A pesar de ello, se había reformado y hallado de nuevo el amor en su esposa Louise. Era de esperar que en Londres aquella reconciliación diera cabida a murmuraciones, así que finalmente el matrimonio prefirió iniciar una nueva vida cerca de su hija mayor.
―¿Cómo está Nathalie? ―preguntó el conde de Rockingham.
―Está muy bien, aunque siempre me riñe cuando me aparto demasiado tiempo de su lado. Sabe muy bien cómo es ella…
―La conozco, en efecto. Usted sin duda agradece esos períodos de soledad para divertirse de otras maneras. ¿Será por ese motivo por el cual lo veo observando a mi hija?
Gregory se ruborizó un poco, pero sonrió ampliamente. ¡El conde era todo un hombre de experiencia y malos hábitos, así que se había percatado de inmediato de sus intenciones!
―Tiene una hija hermosa, lord Wentworth. Y la belleza siempre se contempla… ―reconoció con desfachatez.
―Aléjese de ella, amigo. Sabe que es una mujer casada…
―Mis favoritas ―murmuró él antes de tomar un poco más de su brandy.
―¿Qué ha dicho? ―Lord Wentworth lo había escuchado a la perfección, y aunque sentía simpatía por él, no iba a permitir que pusiera en entredicho la reputación de su hija. Bastante manchada estaba la suya para enlodar también la de ella.
―Solo me preguntaba en dónde estaría su marido…
―Ha viajado a Viena a solucionar un imprevisto, lamentablemente ―le respondió con cierto pesar―. Valerie lo hubiese seguido de no ser por la boda de James. ¡Estamos ansiosos por este enlace!
―Yo también. ―Sin embargo, al hablar, tenía la mirada sobre Valerie quien, desde el otro lado del salón, conversaba con James algún asunto serio. Estaba convencido de que Valerie estaba apesadumbrada y triste, pero no podía comprobarlo. ¿Sería aquel su momento de sacar provecho de su fragilidad?
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En la noche, los hermanos Hay y Anne se dieron cita en la alcoba de Georgiana. La benjamina de la familia estaba feliz y ansiosa en vísperas del gran día. ¡James y ella al fin iban a unirse en matrimonio! El lugar de la ceremonia lo habían seleccionado con todo propósito. No solo la familia de James vivía allí, sino también Prudence y los van Lehmann. Asimismo, Georgie había optado por no casarse en Londres. Luego de un compromiso corto con Brandon Percy, un pintor que le había roto el corazón en el pasado, la joven prefería contraer nupcias en Ámsterdam. Londres le traía muchos recuerdos amargos, como la ausencia de sus padres, por ejemplo, a causa de su prematura muerte. En Ámsterdam, en cambio, había interpretado su Sonata de Amor para James. ¿No era el lugar perfecto para unir sus vidas?
―¡Estoy tan orgullosa de ti! ―exclamó Prudence con lágrimas en los ojos―. Verte casar es un sueño para mí.
―Solo faltaría María ―le respondió Georgie.
―¡Aún es una niña! ―repuso enjugándose una lágrima―. Pero tienes razón: María y tú son parte de mi corazón. A falta de hijas, ustedes lo son para mí. Siento que mamá no pueda estar mañana, pero yo la representaré.
Edward le colocó una mano en el hombro. De igual forma él representaría a su padre y la llevaría al altar.
―También falta Gregory ―recordó Prudence―, pero es un caso perdido.
―¡Eh! ―protestó riendo―. Ya he tenido bastante de eso hoy. Georgie, cariño, todo será hermoso mañana. Pasa una noche tranquila y feliz. ―Gregory se inclinó y le dio un beso en la frente antes de excusarse y salir de la habitación.
Los hermanos lo vieron marchar en silencio, se apreciaba un tanto inquieto, aunque sabían que en eventos de esta naturaleza se ponía en extremo ansioso.
―He notado a James bastante nervioso también ―señaló Anne con una sonrisa y cambiando de tema―. ¡Sé que sus ojos brillarán cuando te vea mañana llegar hasta su lado!
Georgiana sonrió.
―Como mismo le brillaban los ojos a Edward cuando se casó contigo ―recordó la joven―. Espero ser tan feliz como lo son ustedes.
―Lo serás ―respondió su hermano mirando a su esposa con adoración.
―Les agradezco mucho que hayan viajado con los niños para mi matrimonio ―continuó Georgie―. ¡Están tan pequeños aún!
―En modo alguno nos perderíamos esta ceremonia, Georgie querida ―le respondió Anne tomándole de las manos. Era cierto que sus gemelos apenas tenían cinco meses de nacidos, pero no dudaron en llevarlos con ellos a Ámsterdam para la gran celebración.
―Hablando de ellos, debemos ir a su habitación ―apuntó Edward, quien era el más amoroso de los padres. Su esposa estuvo de acuerdo y también se puso de pie―. Prudence debe hablar contigo… ―añadió con un poco de rubor―. ¡Hasta mañana, Georgie!
La joven se quedó a solas con su hermana mayor. Ya imaginaba de qué se trataría la charla. ¡Le hablaría de la noche bodas! No pudo evitar sonreír, recordando cómo James y ella habían adelantado aquella noche meses atrás… Por supuesto que no se lo diría a su hermana. En su lugar la escucharía en silencio mientras en su mente recreaba aquel momento de excelso placer que se repetiría muy pronto.
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Gregory se retiró de la habitación de su hermana un tanto abrumado. La felicidad de Georgiana era contagiosa, y aunque la compartía, no dejaba de preguntarse si en algún momento él podría entender lo que se sentía… A veces se hartaba de ser como era. Empero, ¿podía evitarlo? Bien sabía que no se había enamorado de nadie de verdad, pero precisamente por eso se sentía en desventaja respecto a sus hermanos. Ellos parecían comprender a la perfección lo que se experimentaba, y él, en ocasiones, actuaba como un cegato emocional.
Malhumorado, abrió la puerta del despacho de su cuñado Johannes en busca de alcohol. Sin embargo, quedó más que sorprendido cuando sintió un alto quejido que provenía de detrás de la puerta. Alarmado, la cerró en el acto descubriendo a una asustada María, quien lo observaba con el rostro enrojecido. Era evidente que la había golpeado al abrir con tanto ímpetu.
―¡Cielos! ―exclamó preocupado―. ¿Te he hecho daño?
La joven no respondió, más por la impresión de topárselo inesperadamente que por verdadero dolor. Gregroy, en cambio, creyó que su silencio se debía a lo primero.
―Madre mía, ¿qué diablos hacías ahí? ―El hombre negó con la cabeza varias veces, pero al ver el silencio de la joven, la tomó de las manos haciéndola sentar en un diván―. ¡Diablos! Creo que te he golpeado en la nariz…
María necesitaba hablar, mas no podía deshacer el nudo de su garganta. La nariz le escocía un poco, pero no se había repuesto de la impresión de toparse a su amor imposible y que este le tomara de las manos.
―Me estoy preocupando un poco ―volvió a hablar Gregory mirándola con detenimiento―, ¿estás bien? ¿Debo llamar a Prudence?
María reaccionó en el acto.
―No, por favor ―susurró―. Estoy bien. No me duele nada ―mintió, porque algo de dolor sí sentía―. Por favor, no le diga nada a mamá. Me reñiría de saber que estoy despierta aún. Hace mucho que debería de estar dormida.
Gregory sonrió, exhalando el aire que con la preocupación había estado conteniendo. María no era tan perfecta como Prudence decía. ¡A veces también se saltaba el horario de dormir! Ahora que la miraba con más detenimiento, había mejorado un poco su aspecto, aunque continuaba siendo una chiquilla poco agraciada. Su cabello rojizo, en cambio, tenía una tonalidad hermosa, digna de una de las más exuberantes chicas de las noches nocturnas de París. Se sorprendió ante ese pensamiento, por lo que lo desechó al instante.
―Me alegra que estés bien. Me disculpo por mi abrupta entrada, pero no imaginaba que estuvieras aquí. ¿Qué hacías a estas horas en el despacho de tu padre?
―Leía los diarios y buscaba un buen libro para leer entre su colección privada ―respondió con tranquilidad.
Gregory frunció el ceño. ¡Vaya ocupación tenía aquella muchachita!
―¿Algo interesante en los diarios?
María se encogió de hombros.
―Lo mismo de siempre ―reconoció―. Me encantaría leer uno escrito solo por mujeres.
Gregory frunció el ceño. ¿De dónde venía todo aquello?
―¿Es eso lo que te enseñan en tu colegio en París? ―El hombre se sentó más cómodamente a su lado en el diván. Aunque pareciera inaudito, deseaba continuar con su conversación.
―Así es ―respondió―. Mi profesora, la señorita Dubois, nos contaba con orgullo que había colaborado con La Citoyenne, un diario que defendía los derechos de las mujeres. ¡Siempre nos alentó a que leyéramos mucho y nos formáramos nuestras propias opiniones sobre el mundo!
Gregory sin duda continuaba sorprendido con la charla.
―Parece una gran profesora ―respondió admirado―, aunque percibo que hablas de ella con tristeza. ¿Le sucedió algo?
―Dejó de enseñarnos al finalizar el curso y no va a volver ―reconoció bajando la mirada―. Algunas familias se alarmaron por las ideas que nos estaba compartiendo y fue despedida. Al menos mi tío se puso furioso cuando lo supo. Dijo que no estaba pagando una fortuna para que una feminista nos colocara sus ideas radicales en nuestras cabezas… A punto estuvo de sacarnos del colegio a Claudine y a mí.
―Odio a tu tío ―dijo Gregory, aunque se le escapó. No debería expresarse de manera tan liviana de un hombre al que no conocía y que para colmo de males tenía a María a su cuidado.
―Yo también lo odié por eso ―repuso la jovencita con sinceridad―. La señorita Dubois era nuestra profesora favorita. ¡Ni siquiera pudimos despedirnos de ella!
―Lo lamento, no debió de ser así. La señorita Dubois se escucha como una gran mujer, me hubiese agradado conocerla.
Gregory no lo dijo con ninguna intención, jamás la había visto ni podía estar pensando en ella con otra intención. Sin embargo, María lo tomó como un interés de otra naturaleza y no pudo evitar sentir una punzada de celos en su joven corazón.
―La señorita Dubois es una mujer inteligente y hermosa, es probable que le hubiese agradado tanto como Anne ―soltó ella. Luego de decirlo se llevó las manos a los labios, ¿por qué había dicho eso? Cuando levantó la mirada Gregory la estaba contemplando con el ceño fruncido y una media sonrisa.
―¿Qué has dicho?
María se ruborizó.
―Yo… ―comenzó a balbucear.
―Anne es solo mi cuñada ―le recordó.
―Es cierto, no quise insinuar otra cosa ―apuntó un tanto avergonzada―, solo recordaba su admiración por ella, de la cual fui testigo dos años atrás.
Gregory se rio ante su afilada lengua. Aquella chiquilla, si bien temblaba cuando hablaba, no dejaba de recordarle su anterior encaprichamiento con la actual señora Hay.
―Siempre he admirado a las mujeres talentosas y Anne sin duda lo es. También admiro a la señorita Dubois por su afán al enseñarles más de lo que está en sus libros de texto.
―¿No cree que sus enseñanzas eran peligrosas para jóvenes como nosotras?
―Toda mi vida he ido en contra de los convencionalismos, pequeña María ―le dijo con cariño―. Probablemente no entiendas qué significa exactamente, y por respeto a mi hermana y a tu edad tampoco podría compartirte todas mis ideas. En lo que respecta a la señorita Dubois, tiene mi total apoyo. Fue una injusticia que la despidieran, y aún más, que no supieran valorar la fortuna de tener a una mujer como ella en el claustro. Las mujeres no son solo para estar en casa, llevar un hogar y tener hijos…. Tal vez por eso admiré tanto a Anne, porque a pesar de todos los privilegios de su nacimiento, tenía un empleo y había brillado como la artista que es.
María se había quedado sorprendida con sus palabras. Si antes había querido a Gregory ahora lo hacía más, gracias a sus ideas. No conocía muchos hombres, pero estaba enamorada de su carácter y de su inteligencia.
―Yo también admiro mucho Anne, por ello he intentado parecérmele. A Georgiana también, ahora que es una compositora reconocida.
―Debes hallar tu camino, el que sea. Si un hogar no es tu principal o única aspiración en la vida, lucha por tus sueños. Anne volverá a cantar; Georgie compone y tú… ―no sabía a qué se dedicaría―, y tú sabrás brillar como ellas. Estoy seguro de que la señorita Dubois estará orgullosa de ti, pequeña María.
Ella sentía que su corazón latía aprisa con aquellas palabras. ¡Gregory era más perfecto de lo que había imaginado! ¿Quién pensaría que podrían tener aquella conversación tan profunda, tan estremecedora? La joven le dio las gracias y se puso de pie para marcharse. Antes de hacerlo, se inclinó sobre su rostro y le dio un beso en la mejilla, aunque bastante próximo a la comisura de sus labios. Notó lo desconcertado que Gregory quedó; él intentó decirle alguna cosa, pero María echó a correr y cerró la puerta al salir.
Gregory Hay no sabía qué diablos había sucedido, pero todavía podía sentir sobre su mejilla los labios de la pequeña María. El perfume de la joven quedó flotando en el aire, llegando a su nariz un exquisito olor a vainilla. Jamás había pensado que María pudiese ser tan inteligente, no recordaba haber tenido una charla como aquella en mucho tiempo, y había sido nada más y nada menos que con una joven de quince años. Negó con la cabeza, esa noche estaba demasiado extraño, al punto de dejarse embelesar por una chiquilla que podía ser su sobrina. Sin deseos de continuar pensando en ella, Gregory se sirvió una copa. ¡Ahora sí que la necesitaba!
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